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Traducido por Jasiel Odair

Corregido por Alexa Colton

 

La miseria ama la compañía, lo cual explica mi repentina popularidad.

(Camiseta)

 

Vi cuando Reyes cayó, un grito que no pude oír fue arrancado de mi garganta mientras esperaba que él hiciera algo. Que reaccionara. Que se salvara a sí mismo. Era Reyes, después de todo. Él podía hacer algo. Podía volar o desmaterializarse o agarrarse a algo en el camino, como lo hacían en el cine. Pero no hubo nada. Sólo el sonido del viento que aullaba a través del edificio abandonado.

Angel también estaba en shock. De pie a un lado, mirando por encima, sus ojos muy abiertos.

—Angel —dije para llamar su atención.

Se volvió hacia mí, con la boca en una delgada línea de pesar.

—No. —Sacudí la cabeza hacia él. Era imposible. No había manera.

—No parezcas tan preocupada —dijo Mendoza—. Puedes unirte a él.

Hizo una seña a sus hombres, y me arrastraron hacia un lado. Pude ver dos cuerpos, pero no parecían reales. Eran pequeños desde esa vista, como figuras de acción mutiladas. Nada de esto era real.

Mendoza dijo algo que no comprendí. Nadie podría haber sobrevivido a esa caída. Ni siquiera un ser sobrenatural. Ni siquiera el hijo de Satanás. Yacía allí, inmóvil, y yo no podía asimilarlo. Nada de esto.

—¿Lista? —Oí por fin.

Mendoza era el tipo de hombre que disfrutaba matando. Disfrutaba de la falsa sensación de poder que le daba. Pero también disfrutaba de la parte justo antes de la muerte real. El tormento. La burla.

Lo miré. E hice mi trabajo. Lo juzgué indigno de cruzar hacia el cielo.

No le gustó la repulsión que vio en mis ojos. Donde él hubo esperado miedo, encontró disgusto. Me dio la vuelta, enfrentándome al borde de nuevo, colocando una mano en mi espalda, y justo antes de que empujara, dijo—: No hay cabos sueltos.

Di un paso adelante, pero el techo bajo mis pies desapareció. Yo estaba acabada. Me empujó por el costado como le hizo a Jessica. Así como le hizo a Reyes. Y moriríamos juntos.

En un último acto de rebeldía, me di la vuelta para mirarlos y ondeé una mano por el aire. En esa fracción de segundo entre el sueño y la realidad, había marcado sus almas para el Negociante, un brillante símbolo arcaico estampado en sus pechos. Todos ellos lo tenían.

Entonces vi a Angel. Me agarró. Cuando me di la vuelta, me solté y él me atrapó por la bota y tiró. Pero no había nada que pudiera hacer. Yo pesaba demasiado. Poco sabía yo que el mierdecilla tenía un plan. Mi pie tropezó con algo. Un aparato de metal que sobresalía desde un costado, y Angel encajó mi pie allí. Pero mi cuerpo siguió cayendo hasta que la cuña me sostuvo. El dolor se disparó por mi pierna y mi tobillo, que muy probable se rompió cuando mi cuerpo se estrelló contra el costado. Mi cráneo se rompió contra un peldaño de metal. Me agarré a él y lo sostuve por mi vida.

Colgaba cabeza abajo, tratando de orientarme, mirando a la cima del almacén, esperé a que los hombres averiguaran que no me había caído. Tendrían que dispararme si no podían llegar a desenganchar mi pie. Cuando no aparecieron inmediatamente, eché otra larga mirada a la tierra por debajo de mi cuerpo colgante. Reyes no se había movido. Él no había vacilado en absoluto. Una ola de dolor se apoderó de mí, y las lágrimas cayeron por mi rostro mezclándose con la sangre que fluía allí. Miré mi bota, preguntándome si podía moverla un centímetro a la izquierda con el tobillo roto, sólo lo suficiente para desengancharla y terminar el viaje.

En ese momento, lo único que podía pensar era en lo que sería vivir sin Reyes. No era una vida que yo quisiera, y de repente me di cuenta de cómo y por qué Emily Michaels pudo hacer lo que hizo. Cómo pudo arriesgar su vida para proteger al hombre al que amaba. Incluso la cárcel era mejor que la muerte, perdiendo a los que amamos tan desesperadamente.

Una agonía que hacía juego con el dolor punzante en mi tobillo me consumía completamente, no podía pensar en nada más que el hecho de que yo no quería ir por la vida sin él. Empujé la barra de metal y traté de liberar mi pie. Nunca fui particularmente suicida, pero nunca había sido consumida por tanto dolor. No emocionalmente, de todos modos.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Angel, mirando por el borde.

—Ayúdame a quitar mi pie —le dije.

Él negó con la cabeza y dijo—: Vete a la mierda. —Justo antes de desaparecer. Pequeño imbécil.

Mis dientes se apretaron cuando el dolor de mi tobillo roto recorrió mi cuerpo como electricidad. En algún lugar en el fondo de mi mente, registré el sonido de la lucha por encima de mí. Sonaron lo que parecían disparos rebotando alrededor antes de que un extraño silencio espeso llenara el aire. Mientras luchaba contra los efectos de la sangre corriendo a mi cabeza y el martilleo del dolor, otro hombre de cabello oscuro me miró desde el borde del edificio. Pero esta vez no era Angel.

—Reyes —grité, extendiendo la mano hacia él.

—Lo siento, azúcar —dijo el hombre—. Soy solo yo.

Parpadeé y traté de concentrarme. El Negociante. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Lo convoqué cuando marqué las almas de Mendoza y sus hombres? ¿Era eso posible?

Mostró los dientes y señaló por encima del hombro con un movimiento de cabeza. —Gracias por la comida, sin embargo.

Se me aflojaron los músculos del estómago y bajé la parte superior del cuerpo para disfrutar de la horrible escena debajo de mí. Reyes seguía inmóvil. El Negociante se agachó y agarró mi pantalón, y en ese momento, sinceramente quería salirme de su control. Consideré patearlo con mi otra pierna para aflojar su agarre, pero frunció el ceño y sacudió la cabeza en señal de advertencia.

—Uh, uh, uh, te sigo diciendo —dijo él, levantándome como si no pesara nada—, que te necesitamos viva. No hay pensamientos de suicidio sólo porque a ese chucho tuyo lo mataron.

Mi corazón se contrajo tan rápido y tan fuerte que me sentí como si una mole de roca me hubiera dado un puñetazo en el pecho. Yo no sobreviviría a la fuerza de mi agonía. Incluso saber que aún podría estar conmigo incorpóreamente no ayudó. Yo lo quería a él. Quería a Reyes Alexander Farrow en mis brazos, cálido, sólido y real.

El Negociante me bajó a la azotea con cuidado, y una sacudida de dolor me atravesó al segundo en que los dedos de mis pies aterrizaron. Mi pierna derecha se derrumbó, y el Negociante apretó con más fuerza para que no me cayera. Me mordí el labio, apartándome de él, y traté de correr hasta la puerta del ascensor, pero no podía soportar mi propio peso. Tropecé antes de dar dos pasos. Me atrapó. Fue entonces cuando me di cuenta de los cuerpos en el techo.

El comerciante se encogió de hombros. —Creo que después de lanzar a esos dos de la azotea y tratar de lanzarte a ti, se metieron en una discusión y se mataron entre sí. ¿Quién hubiera pensado que iban a hacer una cosa como esa?

—Funciona para mí —le dije, mirando el cadáver de Mendoza—. Por favor, llévame abajo.

Él me acunó en sus brazos y me llevó por las escaleras hasta el ascensor.

Sosteniéndome cerca, dijo—: Necesitamos que vivas, azúcar. No más pensamientos de unirte al chucho, ¿capisce?

Las palabras del Negociante desataron los sollozos que estaba acumulando,  lloré, grité y clamé contra él. Tiró de mí con más fuerza, y sentí verdadera empatía irradiando de él. ¿Quién hubiera pensado que un demonio, un Daeva, podía sentir empatía?

Cuando llegamos, los hombres de allí también habían muerto. —Pudiste haber marcado sus almas —dijo el Negociante mientras caminaba hacia donde señalé, hasta el cuerpo de Reyes.

Salí de la bodega del distribuidor y caí al lado Reyes. Él parecía perfecto. Tenía sangre por haber sido golpeado, pero por lo demás, parecía perfecto. Sereno. Sus largas pestañas yacían contra sus mejillas. Sentí su pulso en el cuello. Esperé. Reposicioné mis dedos y esperé de nuevo. Nada.

—Reyes —dije, instándole a abrir los ojos—. Reyes, por favor.

El Negociante puso una mano en mi hombro y trató de levantarme. Cubrí su cuerpo con el mío mientras pasaba mis dedos con cuidado sobre su rostro.

El agarre del Negociante se apretó al mismo tiempo que sentí una presencia. Miré hacia arriba y vi cómo una oscuridad se agrupaba cerca del cuerpo de Reyes. Se levantó y cobró forma hasta parecerse a un humano, pero sus proporciones no estaban del todo bien. Sólo después de que se había formado completamente me di cuenta de que era Reyes, pero sólo en parte. Había salido su lado demoníaco. Era enorme y se alzaba por encima de nosotros, cuando el Negociante se movió entre nosotros.

Luché con mis rodillas mientras Artemis aparecía a mi lado, sus gruñidos guturales haciendo eco a nuestro alrededor. La abracé cuando el Negociante deslizó lentamente la daga fuera de su bota. Cada vez que él hacía un movimiento, Reyes gruñía, su mirada negra pasaba de mí a Artemis al Negociante. Cada vez que aterrizaba en mí, tomaba todo en mí para contener a Artemis. Ella no lo reconocía, al hombre con el que había estado durmiendo el último par de semanas.

Tenía toda la belleza agreste de Reyes, sus líneas fluidas y suaves texturas; sólo que sus ojos eran más profundos y más negros, y tenía dientes afilados, como los demonios que había visto. ¿Era esto lo que sucedía cuando su cuerpo físico moría? ¿Era de esto de lo que se trataban todas las advertencias?

Poco a poco, y con infinito cuidado, el Negociante me pasó el cuchillo. —Mátalo —dijo él, su voz suave y pausada—. O todo el mundo muere. —Se volvió hacia mí—. Él va a destruir el mundo, azúcar. Y todo en él.

La premonición de Rocket me golpeó con fuerza. Él había dicho que iba a ser la que lo matara. Él me había advertido que no había nada que pudiera hacer para detenerlo, no sin graves consecuencias. ¿Era eso lo que quería decir? ¿El no matarlo significaba la destrucción del mundo?

Antes de que pudiera pensar en él mucho más tiempo, Reyes golpeó al Negociante lanzándolo a un lado y se abalanzó sobre mí. Reduje el tiempo, conteniendo tanto a Artemisa como al Negociante, que ya estaba cargando hacia Reyes. Me levanté y me maravillé por el Negociante y Artemis. A pesar de que estaba conteniendo el tiempo, ellos todavía estaban moviéndose hacia delante, sus esencias borrosas, eran muy rápidos. Pero yo era más rápida.

Me acerqué a Reyes, que también era un borrón, y puse una mano en su hermoso rostro. Incluso parte demonio, era impresionante, más oscuro y enigmático que antes. Cuando se sacudió para quitar mi mano y ganó algunos preciosos centímetros, sus dientes abiertos para rasgar mi yugular, puse el cuchillo en su corazón y empujé, casi sin romper la piel.

Se detuvo. Miró la hoja. Se apartó de mí. Y el reconocimiento brilló en su rostro. El cuchillo ya estaba propagando el veneno que sólo un demonio podía sentir. Una oscuridad se arrastró alrededor del punto de inserción y comenzó a extenderse, pero su atención estaba fija en mí.

Su lado demoníaco se disolvió, y Reyes volvió a surgir. Se tambaleó hacia atrás y sacudió la cabeza como si estuviera tratando de sacudirse del estupor en el que había estado antes. Dejé que el tiempo siguiera su curso y sostuve a Artemis para que dejara de atacar. El Negociante se dio cuenta de lo que había hecho y también detuvo su avance. Pero cuando el tiempo se recuperó como un tren estrellándose a través de mí, también lo hizo el dolor. Mis rodillas se doblaron, y caí de nuevo sobre el cuerpo de Reyes, sin apartar los ojos de su esencia incorpórea. Cayó de rodillas, negó con la cabeza una vez más, y luego la dejó caer en sus manos, tratando de orientarse.

—Vuelve a mí —le susurré. Le ordené—. Rey'aziel, vuelve a mí.

Su mirada saltó a la mía, y él hizo lo que le había pedido. Regresó.

Entonces estaba delante de mí, pero Artemis no se había calmado. Cuando él me tocó la cara, ella gimió y golpeó la mano de él con su propia nariz. Él le dio una caricia rápida.

Yo bajé la mirada, mis cejas juntándose con confusión. —Vuelve a mí —le pedí de nuevo.

Él sonreía cuando miré de nuevo. —Tienes que darme un beso, como en todos tus cuentos de hadas.

—¿Besarte? —cuestioné.

—Primero tienes que decir que sí, entonces debes darme un beso.

Oí las sirenas en la distancia y me pregunté quién había llamado a la policía. —¿Tengo que decir que sí?

Se sentó a mi lado y asintió.

—¿Y a qué le estoy diciendo que sí?

—Es una simple pregunta de sí/no, Holandesa.

Su proposición. —Me estás chantajeando. —No podía dejar de sentirme horrorizada. Y un poco halagada.

Él se encogió de hombros. —Si eso es lo que se necesita, está bien.

Bajé la mirada hacia su rostro, ensangrentado y con moretones, pero seguía siendo tan increíblemente guapo que me dolía el corazón. —Sí —le dije, dándome cuenta de lo tonto que había sido hacerle esperar por la respuesta que siempre había sabido en mi corazón que le daría. Yo no podría vivir sin él. Sería como esperar que un girasol viviera sin el sol. Sin más preámbulos, puse mi boca sobre la de él.

Él contuvo un suave jadeo debajo de mi boca. Me eché hacia atrás. Su cuerpo incorpóreo estaba de vuelta a donde pertenecía. —Te ves como el cielo —dijo.

—Eso es raro, porque te ves como el infierno.

Se echó a reír, y luego hizo una mueca de dolor.

—¿Estás realmente bien? —le pregunté.

—Está bien —dijo el Negociante un poco decepcionado.

Y oí otra voz. Una voz femenina. Una con una distintiva calidad nasal.

—¿Bien? —preguntó ella, de pie a mi lado y dando golpecitos con sus pies descalzos en el suelo—. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Miré hacia su cuerpo, un miedo consumidor de todo cerniéndose sobre mí. De ninguna manera. De ninguna manera aguantaría a esa bruja para el resto de mi vida.

—¿Llorar? —pregunté.

—Estoy muerta, ¿no?

—Más o menos.

—Esto es culpa tuya.

Las sirenas se acercaban. ¿Cómo iba a explicar todo esto?

—Jessica, mira —dije, intentando apresurarla—, hay que cruzar. No puedo hacer esto contigo.

—¿Cruzar? ¿A través de ti? —Ella se burló de mí—. Prefiero morir.

Empecé a señalar lo obvio, pero ella desapareció antes de que consiguiera decir una palabra más. Ser perseguida por una ex mejor amiga que se convirtió en la enemiga número uno era tan apestoso como un Tornado Alley en abril.

Miré al Negociante. Se puso de pie con los brazos sobre el pecho, su sombrero de copa encaramado a un lado. —El alma del Sr. Joyce —dije, recordándole que todavía nos teníamos que apañar un cierto trato.

Él levantó primero un hombro, y luego una de las esquinas de la boca, luego el ala de su sombrero en un saludo silencioso. —Es toda tuya.

El alivio se apoderó de mí, pero fue de corta duración cuando una línea de vehículos oficiales se dirigió hacia nosotros. La agente Carson llegó con otros tres SUVs a la escena. Tenían agujeros de bala cuando giraron bruscamente al detenerse, cubriéndome de polvo. Su acto cuestionable me proporcionó la coartada perfecta para guardar rápidamente el cuchillo, deslizándolo en la bota de mi tobillo no roto antes de que el polvo se asentara alrededor de nosotros.

Cuando ella salió, desplegué la pierna de mis jeans, y dije—: Lo hiciste totalmente a propósito.

Sus hombres salieron de los vehículos y ella se apresuró hacia mí mientras Reyes se levantaba con ligereza. Alguien le dijo que se quedara quieto, pero él se puso en pie de todos modos. Tan terco.

—Carson —dije después de que ella buscara el pulso en la garganta de Jessica.

No podía mirarla. Había sido una larga, larga caída, y se notaba. Miré a mí alrededor. El Negociante se había ido, por supuesto.

—Hay más en el tejado —añadí mientras un agente me ayudaba a ponerme de pie. Me equilibré sobre un pie para mantener mi peso fuera del roto. Estaría sano en pocos días. Un yeso sólo me molestaría, así que no dejé que se mostrara el alcance de mis lesiones—. Escuché los disparos después de que me escapé de ellos.

La agente Carson ladró unas cuantas órdenes, enviando a los hombres en los ascensores antes de darme su atención. —Supongo que tienes una explicación. —Ella me miró, luego a Reyes, luego a mí.

Saqué el labio inferior entre los dientes y me encogí de hombros. —Todavía estoy trabajando en ello.

Una gran cantidad de coches de policía llegaron a toda velocidad y llenaron el lugar, luces intermitentes y sirenas centelleando.

—Bueno, date prisa —dijo ella, ordenando a otro de sus hombres que los guiara—. Hemos estado siguiéndote, preocupados de que algo como esto pudiera suceder.

Reyes me atrajo contra su costado, tomando expertamente mi peso con hábil despreocupación. —Entonces llegaron tarde —dijo, pareciendo molesto.

Entonces apareció el tío Bob, igual que lo hizo el capitán, y me pregunté cómo sería tenerlo en nuestro equipo. ¿Sería bueno para Ubie tener a alguien con quien hablar? Solía hablar largo y tendido con mi padre, pero su relación parecía haberse enfriado un poco, para mi desesperación. Tal vez tener al capitán en toda la cosa de los difuntos sería bueno para él.

Corrió, pero antes de que pudiera decir nada, Reyes me levantó en sus brazos y me llevó hacia la SUV de Ubie. Nadie parecía particularmente alarmado porque pareciera que Reyes acababa de caer siete pisos. Sus ropas lo hicieron, de todos modos. Su piel oscura estaba impecable, sin defectos, y si ese era el resultado de nuestro beso o simplemente su capacidad natural para sanar a la velocidad de la luz, no lo sabía.

—Asumo que tienes todo lo necesario por el momento —le dijo Reyes a Carson.

Ella empezó a protestar, pero un vistazo a la expresión decidida en el rostro de Reyes la convenció de lo contrario. —Voy a necesitar las declaraciones de ambos a primera hora.

—Ella tiene que volver a casa —le dijo Reyes al tío Bob, su tono no admitía ninguna discusión.

Ubie asintió, le ofreció otra rápida inclinación de cabeza a la agente Carson, y luego se acercó a abrir la puerta para Reyes, que me sentó en el interior con movimientos suaves, sin prisa. Su perfil era tan fuerte, tan increíblemente perfecto, que era difícil no mirar. Me pregunté si alguna vez me acostumbraría a su exquisitez. A su perfección cegadora. Probablemente no.

—Sí —le dije, repitiendo mi respuesta en caso de que él no me hubiera escuchado la primera vez.

A pesar del tiempo transcurrido, un encantador conjunto de hoyuelos apareció en las comisuras de su boca. —Ya lo dijiste.

—Lo sé. Sólo quería asegurarme de que me escucharas.

—Sólo recuerda esa sensación un momento.

—¿Por qué? —pregunté con suspicacia.

Él no respondió. En su lugar, le hizo una seña a Ubie para que se acercara a nosotros.

—¿Te importaría obstruir la vista? —le pidió Reyes. Las cejas de Ubie se deslizaron con preocupación, por lo que le explicó—: Ella va a comenzar a sanar inmediatamente. Esto tiene que ser ajustado.

Solté un grito ahogado cuando me di cuenta de que hablaba de mi tobillo. Se sentía envuelto en llamas, pero no era nada que no hubiera sentido antes. Sin embargo, el pensamiento de Reyes ajustándolo me llenó de terror.

El tío Bob asintió y cambió de posición hasta que su cuerpo bloqueó la vista de los oficiales sobre el terreno.

Agarré el brazo de Reyes, arañándolo cuando me quitó la bota. Casi me sacó de mi asiento mientras Ubie quitó una de mis manos y la tomó entre las suyas. Después de estudiar mi extremidad inferior, una hazaña que yo no me atreví a hacer, Reyes volvió la vista hacia mí, sus profundos ojos caoba simpáticos cuando dijo—: Muerde.

El miedo se disparó como una explosión nuclear en mi cabeza. —Tal vez deberíamos…

Un fuerte estallido resonó en el pequeño espacio, y el dolor que me atravesó provocó un grito lo suficientemente fuerte como para voltear las cabezas de los que nos rodeaban. Los brazos de Reyes me rodearon al instante, y me aferré a él, enterrando un grito en su hombro cuando el dolor, un dolor que se había elevado alto y rápido, ya casi disminuía. Cuando llegó a un nivel lo suficientemente tolerable como para que confiara en mí misma para no gritar de dolor, acomodé mi agarre. Sólo entonces me di cuenta de que el tío Bob aún tenía sujeta mi mano, sus gruesos dedos envolviendo los míos hasta que sólo las puntas eran visibles.