8

Traducido por Mel Markham

Corregido por Itxi

 

¿Ropa? Suficiente

¿Llaves? Ta las encontré

¿Taza de café? Llena

¿Cordura? ¿Cordura?

(Camiseta)

 

Me desperté lo que parecieron segundos después con una mano en mi boca, y esa nunca es una forma placentera de despertar. El miedo se disparó tan rápido y feroz, que Reyes se encontraba ahí al instante, incorpóreamente, envuelto en su manto negro. Creció como la marea a mí alrededor, y oí el repique de una espada siendo desenfundada. Pero no sabía lo que ocurría. Levanté una mano para detenerlo, intentando orientarme. Un hombre con un pasamontañas negro se hallaba de pie sobre mí, un arma en su mano derecha, cuya punta se apoyaba contra mi sien. Un hecho que me hizo sentir muy incómoda.

Reyes gruñó, y pude sentir su necesidad visceral de seccionar al hombre, de rebasarlo. Lo hizo a un lado. Se lo tragó. Pero eso no fue fácil, y su control no duraría mucho. Lo que significaba que no tenía mucho tiempo.

Me obligué a relajarme, a controlar mis reacciones, y buscar las intenciones del intruso. ¿Me quería muerta? Si era así, estaba a punto de desatar a un furioso hijo de Satán sobre su trasero. Pero reconocí la razón de su presencia al instante. Acataba órdenes. Podía sentir la obligación, junto con la perturbadora sensación de disfrute, correr a través de él. Era un mensajero, un hecho que generaba preguntas, ¿de quién era el mensaje?

El hombre apoyó un pedazo de papel en mi pecho, luego usó esa mano para agarrar mi garganta. —Tienes cuarenta y ocho horas para descubrir dónde la tienen o tu amiga muere. —Empujó más, aplastándome la laringe y empujando el cañón contra mi sien a modo de advertencia—. Y sin policías. —Empujó de nuevo, alejándose de mí; luego desapareció.

Solo cuando se iba fue que noté que había dos. Salieron corriendo por la puerta de mi habitación, sin tener ni idea de lo cerca que estuvieron de que les seccionaran la columna.

Tosí y respiré profundamente mientras el manto de Reyes desaparecía. Corrió hacia mí. —¿Quién rayos era ese?

Sostuve mi cuello, probé mi garganta tragando rápido. —No tengo ni idea. Pero estoy bien.

—Como el infierno lo estás.

—Espera, ¿mi amiga?

El miedo lanzó una descarga de adrenalina por mi columna vertebral. Salté y corrí al departamento de Cookie. Había cerrado con llave, gracias a Dios. Golpeé la puerta, luego regresé a por mi llave, pero abrió la puerta antes de que pudiera encontrarla.

—¡Charley! —dijo corriendo hacia adelante—. ¿Qué ocurre?

—¿Estás bien?

—Sí. —Cookie miró alrededor, preguntándose por qué no lo estaría.

—Amber —dije un segundo antes de entrar a la fuerza en el departamento de Cookie para comprobar su habitación.

Cookie se encontraba detrás de mí, como también un Reyes Farrow de carne y hueso. Se puso un par de vaqueros y salió de su departamento. Abrí la puerta de la habitación de Amber y encendí la luz. Ella dormía, su largo cabello oscuro cayendo sobre la almohada como la princesa de un cuento de hadas.

Cookie susurró detrás de mí—: Charley, ¿qué está ocurriendo?

Apagué la luz y cerré la puerta. —Lo siento mucho, Cook. Dos hombres acaban de irrumpir en mi departamento.

—¿Por qué mier…? —comenzó Reyes, su voz lo suficientemente fuerte como para despertar a Amber.

—Reyes —dije en un susurro entrecortado—, aquí no. —Una vez más estaba enojado conmigo. Los hombres y sus cambios de humor. Las mujeres no tenían nada que ver con ellos.

Los guie a ambos de regreso a mi departamento, y en el minuto en que cerré la puerta, se abalanzó sobre mí. —¿Qué mierda fue eso?

No usaba camisa, y el botón de sus vaqueros todavía tenía que ser abrochado, por eso me tomó un minuto responder. —¿Qué? Amenazaron a un amigo. Dijeron que si no encontraba a una chica en cuarenta y ocho horas, mi amigo moriría.

—¿Y? —preguntó, acercándose a mí. Su ira ondulaba a mi alrededor, caliente y pulsante.

—Y si tienen a un amigo mío, no podía hacer que seccionaras columnas, ¿verdad?

Se alejó de mí rápidamente con un gruñido furioso.

Cookie sostenía la mano contra su pecho, insegura de qué sacar de todo eso. —¿Dos hombre irrumpieron? —preguntó, mirando alrededor.

—Sí. ¡Oh! El papel. —Corrí a mi habitación y traje el papel que prácticamente estampó en mi pecho. Era la foto de una mujer con el nombre debajo. Bien—. Vale, tengo cuarenta y ocho horas para encontrar a esta mujer o mi amigo muere. —Me encogí de hombros—. Como si solo tuviera uno. ¿Qué amigo?

—No lo sé —dijo ella, sentándose en una silla—. Tal vez deberíamos llamar a todos en los que podamos pensar. Asegurarnos de que todos tus conocidos estén bien. Quiero decir, ¿sonaba como si de verdad tuvieran a un amigo tuyo?

—Más o menos —dije, retrocediendo—. No estoy segura. Pasó demasiado rápido.

Reyes se paseaba como un animal enjaulado, y no podía evitar notar el hecho de que se ponía cada más en sintonía con mis emociones. Apareció en el momento en que el temor se levantó dentro de mí. Fue increíble.

—Lo siento, cariño —dije, caminando hacia él—. No podía arriesgarme. Necesitaba saber por qué estaban allí antes de sentenciarlos a una vida en una silla de ruedas.

Dejé de hablar cuando noté la mirada en su cara. Todavía estaba enojado, pero su expresión se había suavizado.

Me estiré y metí un mechón de su cabello detrás de su oreja. —¿Qué?

Cuando habló, su voz era ronca y entrecortada. —Me llamaste cariño.

Se me escapó una suave risa. —Es una expresión de afecto.

Parpadeó como si no supiera qué pensar.

—¿Nunca nadie te ha llamado cariño? ¿Cielo? ¿Amor?

—No.

Me pregunté cómo lo llamaban sus padres humanos cuando era un bebé. —Apuesto a que sí, pero no lo recuerdas.

—Deberías haberme dejado despedazarlos.

—Puede ser, y puede que me arrepienta después… de hecho, si mis antecedentes son ciertos, estoy bastante segura de que lo haré… pero por ahora estoy bien.

Pasó el dedo por mi brazo, sin querer mostrar mucho delante de Cook, seguramente.

—¿Deberíamos llamar a la policía? —preguntó Cookie.

—Dijeron que sin policías. Llamaré al tío Bob y lo informaré en la mañana.

Asintió y se levantó para volver a su departamento.

—Sí —dije, siguiéndola—. Ve a descansar.

—¿Descansar? —Señaló al Sr. Café—. Comienza a preparar café y yo iré a vestirme. Tenemos que comenzar a hacer llamadas de inmediato.

Dios, amaba a esa mujer.

 

Llamamos a cada amigo que tuve desde el día en que nací. En realidad no, pero se sentía así. Mi amiga Pari, una tatuadora que había sido expulsada por hackear ordenadores, se quejó durante veinte minutos porque la había despertado. Después de una eternidad, finalmente se calló lo suficiente como para que le preguntara si un grupo de hombres con pasamontañas la habían tenido de rehén. Luego tuve que sufrir otros veinte minutos por lo estúpida que era esa pregunta.

—No hubiese sido estúpida si unos hombres con pasamontañas te hubieran tenido de rehén —discutí. De cualquier forma, era la última vez que la llamaría a las cuatro de la mañana.

Para las seis, me quedé sin personas a las que podía llamar amigos. No es que me tomara tanto tiempo terminar la lista. Solo tomó ese tiempo que la gente contestara el teléfono. Tuvimos que llamar varias veces, un hecho que ellos no apreciaron ni un poco.

La próxima vez, simplemente dejaría que los tipos malos se los quedaran.

El tío Bob vino a eso de las seis y media, y le explicamos lo que ocurrió. Él siguió comprobando a Cookie, preocupado por los eventos pero muriendo por saber cómo había ido su cita. Yo no iba a decírselo.

—Iré a ducharme —dijo Reyes, asintiendo hacia Ubie.

—No golpees a George[8]. —Le fruncí el ceño. Su ducha era magnífica. La llamé George simplemente porque no lucía como un Tom, Dick o Harry—. ¿Qué es lo que te ha hecho?

A pesar de la dura inclinación de Reyes, su boca llena mostraba indicios de una sonrisa que llegó hasta sus brillantes ojos color moca, las manchas verdes y doradas brillantes incluso en la luz artificial. Me ofreció un suave beso, su boca rozando la mía antes de ir más allá, colmando mi mejilla de pequeños besos hasta llegar a mi oído. Su cálido aliento agitó mi pelo cuando susurró—: George te extraña. —Luego se puso de pie y me guiñó un ojo juguetonamente.

Pero lo que hizo después sorprendió a todos en la habitación. Se agachó, besó a Cookie en la mejilla, y también le susurró algo al oído. Esa era la segunda vez que la besaba en la mejilla en varios días. Después de un asentimiento seco para Ubie, salió por la puerta.

—¿Hay algo que tenga que saber sobre ustedes dos? —le pregunté a Cookie.

Le tomó un momento volver a la Tierra. Cuando lo hizo, un suave brillo rosado cubría sus mejillas. —Me dio las gracias por ser una buena amiga para ti.

Puse una mano sobre mi corazón. Ese chico. —Puede ser la cosa más dulce cuando no está matando demonios y toda esa mierda.

—Cierto —dijo ella.

El besó afectó a Ubie incluso más de lo que había afectado a Cookie. Podía sentir un pequeño matiz de celos en la mezcla de emociones que irradiaba de él. Entre ellas había inseguridad, preocupación y duda. Pobre tipo. Si tan sólo le pidiera salir a Cookie, todo esto estaría terminado. Solo necesitaban que uno de ellos fuera lo suficientemente valiente para hacer el primer movimiento. Malditos gallinas.

—Sí, también me iré ahora —dijo, aclarándose la garganta mientras se ponía de pie—. Voy a enviar a un oficial…

—Tío Bob, no puedes. Dijeron que sin policías. Sólo encuentra lo que puedas sobre la mujer en esa foto. Tenemos mucha protección aquí.

Ubie maldijo en voz baja, y luego dijo—: Voy a enviar a alguien de civil. Sé a quién enviar. Él puede ser tu sobrino, Cookie. No dejes que se aparte de tu lado. —Dio un pequeñísimo paso hacia ella—. Promételo.

—Gracias, Robert. Lo prometo.

—Volveré en la tarde para ver cómo están, chicas.

—Oh, bueno, podrías —dije, pensando en el futuro—, pero Cookie no estará aquí. Tiene otra cita. Como dije, popular. —Les guiñé un ojo.

—¿Estás segura de que eso es inteligente? —preguntó—. Considerando las circunstancias.

Cookie me dedicó una mirada maligna mientras pegaba una sonrisa en su cara y se giraba hacia él. —Correcto, sí, estoy segura. Casi me olvido. Pero si quieres pasar luego, podría cancelarlo.

—Oh, no —dije, restándole importancia con la mano—. El tío Bob no querría arruinar tu noche sólo para venir y hablar de trabajo… ¿verdad, Ubie?

Le tomó un momento hacer que las palabras salieran a través de sus dientes apretados. —Cierto. No, tienes razón. Diviértete. —Comenzó a ir hacia la puerta—. Llamaré en la tarde para asegurarme de que están bien.

—En verdad no es necesario —le dije. Mi oración fue seguida por un leve chillido cuando Cookie me pateó la espinilla. Saludé con la mano a Ubie, luego me giré hacia ella—. ¿Qué haces?

—¿Qué hago? ¿Qué haces tú?

—¿A qué te refieres con qué hago? Yo te pregunté primero.

—Iba a venir —dijo, señalando la puerta—. Quería pasar tiempo conmigo.

—Tonterías, Cook. —Me levanté y llevé la taza al fregadero. Solo para enjuagarla y volverla a llenar.

—¿Tonterías?

—Sí, tonterías. Viene aquí todo el tiempo. Prácticamente vive aquí algunas semanas, pero ¿eso los ha llevado a algún sitio? ¿Están más cerca de salir? ¿De besarse en mi sofá? ¿De tener sexo salvaje y caliente en los baños de Sizzler? Creo que no.

Sus hombros se hundieron. Lentamente. Como un globo con pequeños agujeros que hacen que la más pequeña porción de aire rechine al salir. Solo que no rechinó. —Tienes razón.

—¿En serio? —Me detuve y pensé en eso—. Eso no pasa muy a menudo.

—Lo sé. Disfrútalo mientras dure. —Cuando la mire con la boca abierta, dijo—: ¿Qué? Todos saben que soy el cerebro de esta operación.

Tenía un punto. —Vale, voy a ducharme para quitar los restos de habitaciones llenas de humo y hombres con pasamontañas de mi cabello.

Cookie se levantó y comenzó a lavar mis platos.

—Oh, no, no tienes que hacer eso. Por favor, detente. —Agregué un toque de melodrama para ser más convincente—. En serio, Cookie.

—Está bien, me detendré.

—Sólo bromeaba. Lávalos. Alguien tiene que lavar los platos, y Dios sabe que el Sr. Wong no hace su parte del trabajo.

—Sólo lavaré estos mientras Amber termina de prepararse.

Amber, que se arreglaba el cabello en mi cocina porque Cook se negaba a dejarla sola después de nuestras más recientes aventuras, protestó—: Podría haberme preparado en mi propio baño, mamá.

—Tenemos que darnos prisa —dijo ella, haciendo caso omiso de su descendencia—, o llegarás tarde a la escuela de nuevo. —Arqueó una ceja, burlona—. Es extraño cuánto les molesta eso.

Sacudí la cabeza, perpleja mientras entraba en el baño y cerraba la puerta. Entonces, y sólo entonces, dejé que los estremecimientos me recorrieran, reconocí la visión borrosa y el rápido latido que me golpeaba cada vez que pensaba en esos hombres en mi habitación, en ese arma en mi cabeza. Me miré en el espejo. Era mejor que esto. Podría superarlo. El miedo no se apoderaría de mí de nuevo. Jamás.

Saqué el cepillo de dientes y puse una línea de pasta dental sobre las cerdas. Pero temblaba y el tubo quedó atrapado en las cerdas mientras lo deslizaba. Cuando volvieron a su lugar, lanzaron una gota de pasta dental a mi ojo. Pasta dental de menta con flúor, blanqueador y esa mierda.

Grité y me cubrí el ojo con ambas manos, cayendo hacia atrás y tirando las pequeñas figuras de sirenas de la repisa. —¡Mi ojo! —grité, intentando enfocarme más allá del dolor—. ¡Mi ojo izquierdo! ¡Arde!

Antes de que pudiera reagruparme, la puerta del baño se abrió de golpe y Reyes apareció al otro lado. Se quedó allí jadeando, el temor haciendo que la adrenalina corriera a través de él en oleadas calientes.

—Santa madre de Dios —dijo Cookie, con las manos envueltas en guantes amarillos de plástico.

Ese fue el momento exacto en el que noté que Reyes se estaba tan desnudo como el hombre desnudo sentado en mi Jeep. Y mojado. Muy, muy mojado.

Reyes se volvió hacia ella mientras lo miraba con la boca abierta.

—Oops —dije, dándome cuenta de lo que había hecho. Prácticamente lo invoqué con mis gritos de agonía.

Él simplemente se quedó de pie ahí como un dios ungido, sin siquiera intentado cubrirse la entrepierna, y dijo—: Estaba en la ducha.

—¿Cómo está George? —pregunté, pero antes de que pudiera responderme, todos nos giramos lentamente hacia la princesa que se encontraba de pie detrás de su madre.

Amber se quedó de pie con la boca abierta y los ojos como platos. Enormes y felices platos. Cookie saltó hacia ella e intentó cubrirle los ojos con esos grandes guantes amarillos, pero Amber era rápida. Dio un paso al costado y fácilmente frustró los planes de su madre, recibiendo una imagen frontal completa del hijo de Satán durante unos buenos veinte segundos.

Eso era peligroso en todos los niveles.

Volví a la acción en el minuto en que pude arrancar la mirada de su perfecto físico: hombros amplios, nalgas de acero, y esa siempre popular caída en su cadera. Pero tenía trabajo que hacer. Corrí frente a él y no me perdí el guiño juguetón que Reyes le dedicó a Amber mientras Cookie la sacaba de allí. Ella se ruborizó y se rio en el hueco de su mano.

—Santa mierda, Reyes —dije, con mi mejor tono de regaño—. No puedes exhibirte frente a niñas de doce años.

Cookie volvió corriendo a buscar sus cosas. —Es cierto —dijo, dejando caer su lista de cosas por hacer en el día mientras intentaba evitar el elegante cuerpo desnudo de Reyes, que brillaba frente a ella.

Rodé los ojos, busqué una toalla y se la envolví alrededor de la cintura. Sonrió mientras me miraba desde debajo de sus pestañas, sin molestarse al menos en ayudar.

Un suspiro desesperanzado se deslizó de los labios de Cookie mientras finalmente lo miraba. —Ahora has puesto el listón muy alto. Nadie va a estar a la altura de… —Lo señaló completamente—, todo eso. Arruinaste a mi hija.

—Lo siento —dijo, pero no lo hacía. Podía decirlo.

Una sonrisa se extendió por la cara de Cookie. Lo señaló con un dedo acusador. —No, no lo haces.

Se encogió de hombros. —Seh, en realidad no.

—Granuja —dijo antes de cerrar la puerta detrás de ella. O intentarlo. Simplemente golpeó el marco y volvió a abrirse. Lo intentó de nuevo con el mismo resultado. Luego otra vez. Y de nuevo.

—Cook, está bien —dije, quitando la puerta lastimada de sus manos, que seguían cubiertas de goma amarilla—. Yo me encargo de la puerta. —Cuando asintió y comenzó a cruzar el pasillo, agregué—: Necesitaré que me devuelvas los guantes.

Examiné la puerta. Estaba bien. Sin embargo, el marco había visto mejores días. —¿Tú hiciste esto? —le pregunté—. ¿Cómo podré cerrar la puerta con llave si ni siquiera la puedo cerrar?

—Ese es un problema. —Se acercó desde atrás y estiró un brazo largo sobre mi cabeza, impresionándome—. Supongo que tendrás que quedarte en mi departamento.

Batí las pestañas. —O en el de Cookie.

Me devolvió la toalla, una expresión malvada en su cara mientras regresaba a su departamento. Desnudo. Todo brillante y resbaladizo. Cookie lo había dicho bien. Santa madre de Dios.

 

Después de que el oficial de civil llegara al departamento de Cookie, dejé que la llevara a la oficina mientras buscaba a Misery. Cook iba a tener un día ocupado con todo lo que le había lanzado, y yo tenía suficiente que hacer como para mantenerme ocupada durante minutos. Probablemente media hora.

Necesitaba a un hombre. Un hombre al que pudiera mangonear y gritarle órdenes como un comandante militar. Necesitaba a un hombre llamado Garrett Swopes. Él era el único de nuestro grupo que había visitado el infierno. Además de Reyes, claro. Rebusqué en mi bolso hasta dar con las llaves de Misery, las cuales eran nuevas y para nada como las anteriores, y me dirigí en esa dirección. Abrí a Misery con el control remoto. Eso también era nuevo. Misery nunca había tenido nada remoto. Había sido de la vieja escuela. Meter la llave. Girar. Me sorprendía que no tuviera problemas en el túnel carpiano con todo lo de meter y girar. Pero ahora solo apretaba un botón. Era tan Jetson. Hice ese sonido chirriante que siempre hacía cuando salía a la calle.

Después de abrir la puerta, intenté subirme. Hubiera tenido éxito si una rottweiler de treinta y seis kilos no estuviera sentada en el asiento del conductor.

—Artemis —dije mientras ella jadeaba alegremente, su cola rechoncha moviéndose tan rápido como las alas de una abeja—, no puedes conducir. La última vez que lo hiciste, casi matamos a un cartero.

Gimoteó y puso una pata posesivamente en el volante, sus enormes ojos marrones suplicantes.

Me incline y comprobé al Sr. Andrulis. No parecía importarle Artemis. Le froté las orejas. —Vale, mira, sé que tradicionalmente tu especie y los carteros de la mía nunca se han llevado bien, pero no podemos matarlos. No podemos convertirlos en un objetivo. —Nunca estuve segura de sí lo hizo apropósito o no.

Dejó salir un sonoro ladrido, indicando algo detrás de mi hombro. Dejé que mi mirada vagara en esa dirección y me di cuenta de que teníamos compañía. Un hombre de unos treinta años vestido con una sudadera con capucha gris y de aspecto cansado de pie nos miraba. Bueno, a mí, ya que no podía ver a Artemis.

Asentí agradablemente antes de girarme hacia Artemis y decir entre dientes—: En serio, chica, tienes que moverte.

—Lo lavaré por ti —dijo el tipo, dando unos pasos hacia delante. Recientemente había tenido un arma en mi cabeza y no me sentía de humor para más artimañas del género masculino. Me estiré hacia el bolsillo lateral de mi bolso tan casualmente como pude y envolví los dedos alrededor de Margaret, mi Glock.

—¿Lo siento?

Si era un indigente, no lo había sido por mucho tiempo. Se estaba limpio, sus ropas casi nuevas.

—Tu Jeep. Lo puedo lavar. Tengo un negocio secundario. —Dio otro paso hacia mí y me tendió una tarjeta de negocios hecha en casa. Había sido impresa en papel normal, luego cortada con tijera. Aparentemente por un niño de prescolar.

—Bueno, gracias, estamos bien por ahora.

—¿No tendrás un par de dólares por casualidad? —preguntó, sorbiendo por la nariz en unos guantes de punto sin dedos.

—Da unos pasos hacia atrás y miraré.

—¿De verdad? —preguntó, emocionado—. Gracias. —Dio un paso atrás, y una vez más rebusqué en mi bolso por mi billetera mientras dejaba que mi mirada se deslizara más allá de él.

Había estado teniendo extraños encuentros con indigentes últimamente. Bueno, muchos de mis encuentros con indigentes eran extraños. Especialmente ese en el que un tipo lanzó una hamburguesa con mostaza contra mi parabrisas cuando me detuve en un semáforo. Ni siquiera le había hecho nada a ese hombre. Él me gritaba a través de mi ventana de plástico.

Pero quizá estos encuentros eran una señal de Dios. Quizá quería que trabajara con los indigentes. O, y pensaba con originalidad en esta, quizá eran todas una especie de trampa elaborada para tomar fotos mías con estas personas, así luego podrían chantajearme para que hiciera algo ilegal. Normalmente mis pensamientos no habrían girado en esa dirección, pero lo hicieron esta vez. Seguramente porque había un hombre sentado en un sedán beige aparcado al final de la calle con una cámara de ángulo amplio apuntando hacia mí.

Suficientemente extraño, había estado viendo ese mismo sedán beige mucho últimamente.

Parecía que había conseguido las fotos que quería. Bajó la cámara y se desplazaba por las fotos cuando golpeé su ventana. Con fuerza.

Saltó y se golpeó un poco al sorprenderse.

—¿Quién demonios eres tú? —dije, prácticamente gritándole. No iba a soportar que me tendieran una trampa tranquilamente.

Por supuesto, había un beneficio agregado en gritar. Con suerte, atraería la atención de cualquiera que estuviera cerca. Si venía por mí, tendría testigos.

Me tomó dos segundo escanear el área. Probablemente algo que debería haber hecho antes de provocar al extraño que podría tener una AK-47 escondido en su ropa interior, por lo que sabía. Afortunadamente, había un hombre sacando la basura de una pequeña cafetería que se encontraba al lado de Calamity’s. Se detuvo en su tarea para mirar con un leve interés.

Sin embargo, ningún Reyes. Supongo que la única cosa que él sentía, la cosa que lo traía hacia mí, era el aumento en la adrenalina. Intenté mantener la calma para no invocarlo. Había tenido una noche ocupada con nuestra energía sexual chocando como átomos en el sol. Y luego estuvieron los hombres con el pasamontañas. Agrégale a eso el debacle con la pasta dental, y Reyes debía estar tan exhausto como yo.

Volví a enfocarme en el paparazzi. —¿Qué mierda, amigo? —grité cuando se giró para poner la cámara en el asiento del pasajero. Puso la llave en la ignición, y por alguna razón —mis reflejos siendo como los de un gato y todo— intenté abrir la puerta. Tenía toda la intención de arrastrarlo del pelo y sacarle la verdad a golpes. Afortunadamente la puerta estaba trabada, porque en algún punto de mi caminata hasta aquí perdí todo sentido de la realidad. El motor rugió a la vida, y antes de que pudiera pronunciar otra maldición, aceleró por la calle, apenas esquivando mis pies.

Me quedé aturdida por varios minutos. Él no sólo estaba en una misión para tenderme una trampa —mientras me pasó conduciendo, vi su chaqueta en el asiento trasero. Tenía una placa abrochada en el bolsillo. Era un policía.