23

011

BUDDY

016

Deja atrás la furgoneta a toda prisa. Le ha dicho a Nick Pusateri sénior que iba a la furgoneta a por la fiambrera de las Tortugas Ninja, pero no es verdad. En el caminito de acceso hay una escopeta de agua amarilla Super Soaker. La coge y constata que, tal como recordaba, está llena de agua. Menos mal.

No pensaba que el final fuera tan duro, básicamente porque había intentado no pensar demasiado en ello. Una ventaja de que sus últimos momentos fueran tan frenéticos y llenos de detalles es que resulta imposible pensar más de la cuenta, darle demasiadas vueltas al asunto. Incluso en ese mismo momento, tiene tantas cosas pendientes que no le queda espacio en la cabeza para pensar en el Blip.

Pero ahí está. Oye el ruido, ese sonido que es lo último que recuerda antes de que el futuro se quede a oscuras. Y el corazón se le marchita de desesperación. El mundo seguirá adelante sin él.

Mira el reloj. Son las 11:55. Faltan once minutos, o incluso menos. Solo recuerda la posición del minutero. ¿Por qué no presto más atención a ese momento final? Le resultaría tremendamente útil saber el segundo exacto en el que la historia se detiene.

Llega a la puerta de casa, apunta al peldaño embaldosado con la Super Soaker y empieza a apretar el gatillo. Vacía el depósito entero hasta que las baldosas relucen. El peldaño no desagua: Buddy colocó las baldosas de forma levemente cóncava, para que el agua se encharcara.

Pasa de puntillas por encima del agua y entra en la sala de estar. Clifford Turner está inclinado encima de Destin Smalls, presionando el hombro del agente con su chaqueta enroscada. Smalls gime de dolor. Buddy se siente fatal por él, pero lo suyo era inevitable. Ese era uno de los acontecimientos del día que no había forma de cambiar.

Vuelve a la cocina, descuelga el teléfono y llama. Antes de que contesten, Joshua Lee entra apresuradamente en la sala de estar. Ha dado la vuelta a la casa corriendo y ha entrado por la puerta principal.

—¡Los niños! —exclama, casi sin aliento—. ¿Dónde están los niños?

—A salvo —dice Buddy, y levanta un dedo para pedirle silencio.

—Emergencias, dígame —responde la operadora, una mujer.

«El futuro se está muriendo», quiere decirle. «Están a punto de eliminarme», quiere decirle. Pero, en lugar de eso, repite lo que recuerda decir.

—Ha habido un tiroteo. El autor de los disparos sigue aquí. Por favor, mande a la policía.

—¿Dónde está Jun? —pregunta Joshua—. ¿Dónde están los niños?

—Abajo —dice Buddy. De hecho, los oye aporrear la puerta del sótano. Entonces le pasa el teléfono a Joshua—. Toma, dile a la operadora todo lo que necesite saber.

Sale al jardín y rodea al grupo de personas furiosas sin ni siquiera mirarlas.

—¡Eh! —dice Nick Pusateri—. ¿Dónde coño está la bolsa?

Buddy pasa de él y se dirige hacia el árbol. El corazón le late en el pecho. Finalmente llega al lugar que recuerda, junto al compresor de aire. Aquel punto forma parte de un peculiar triángulo. En un vértice hay un mafioso septuagenario con un arma automática del calibre 45. En el otro, un mago retirado que lo apunta con una pistola de rayos paranormales. Y en el tercer punto del triángulo, el Vidente Más Poderoso del Mundo y un depósito de aire comprimido.

En medio del triángulo están Irene, Frankie y Loretta, que en este preciso instante amenaza con cortarle las pelotas al capo de la mafia de los suburbios del Oeste.

Buddy levanta la tapa metálica del interruptor de presión, que deja a la vista el botón, y mira la hora. Son las 11:57 y el segundero avanza por el lado derecho de la esfera.

MATTY

012

—No se abre —dijo Julian—. ¿Qué coño le pasa a esta casa?

—Cierra el pico, Julian —le espetó Malice. Estaba junto a la ventana, con la oreja pegada a las persianas metálicas. Todos habían oído la explosión procedente del piso de arriba. Matty les había dicho a los chicos mayores que los aparatos de Archibald debían de haber estallado otra vez, pero ahora ya no estaba tan seguro—. Oigo a mucha gente gritando, pero no sé qué está pasando —añadió Malice.

—No asustes a los niños —dijo Matty.

Pero no tenía de qué preocuparse: los cinco pequeños estaban fascinados con Mister Banks, y viceversa; estaba encima del pecho de Luke y le lamía de manera agresiva la cara, mientras Adrian y las niñas se partían de risa. Cassie y Polly parecían especialmente excitadas, al borde de la histeria. ¡Un peluche que había cobrado vida! Era un milagro del Día del Trabajo.

Matty giró el pomo de la puerta y empujó, pero esta se negaba a ceder.

—Qué raro —dijo.

—¡Ya te lo había dicho! —exclamó Julian, que apartó a Matty y volvió a intentarlo.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Malice.

Parecía preocupada, Matty nunca la había visto así. Su modo por defecto, excepto cuando estaba con sus amigos, era de profundo desinterés.

—Estoy seguro de que tarde o temprano nos oirán —dijo Matty.

—A la mierda —espetó ella. Entonces lo metió en el lavadero de un empujón y cerró la puerta a sus espaldas—. Tienes que salir a echar un vistazo. Ahí fuera.

Matty tardó un momento en comprender a qué se refería.

—No puedo salir así, sin más —dijo—. Hace falta… preparación.

—¡Le están haciendo daño a mi padre!

—Vale, vale. ¿Tienes un porro?

—No tenemos tiempo para eso —dijo—. Dame la mano.

Se la cogió y le puso la palma encima de la teta izquierda.

—¡Joder! —exclamó él.

—¿Qué tal? —preguntó ella. «De puta madre», pensó él, pero lo que ella preguntaba no era eso. Malice estudió su expresión—. No te preocupes, yo te aguanto.

—Vale, pero sigo sin poder…

Malice le agarró la entrepierna y Matty pegó un brinco de sorpresa. Pero su cuerpo no se movió. De pronto flotaba un metro por encima de él y su cerebro compartía el espacio con un estante lleno de productos de limpieza. Malice seguía con la mano en su entrepierna. A su cuerpo se le aflojó la mandíbula, que empezó a quedarse laxa. Malice lo sujetó por la rolliza cintura y lo acompañó hasta el suelo, donde lo dejó con la espalda apoyada contra la lavadora.

—Sal ahí fuera —le dijo Malice.

Matty tenía los ojos en blanco, pero su rostro conservaba la expresión de asombro.

Dio media vuelta en el aire, recorrió la sala llena de niños y salió al jardín a través de las persianas metálicas. Su familia estaba reunida junto al árbol. Mamá y Frankie intentaban sujetar a Loretta, y detrás de ellos estaba Buddy, que merodeaba nervioso con una mano encima de una máquina. Ante ellos había dos hombres: el camarero del bar y el viejo con el peinado cincuentero que había visto en el despacho de Mitzi. El viejo Elvis llevaba una pistola en la mano. «¡Va a dispararle a Loretta!», pensó Matty.

Pero entonces Teddy se puso delante de los hombres y Matty pensó: «No, Elvis va a dispararle al abuelo».

TEDDY

013

Cuando era más joven y estúpido, Teddy creía que morir de un disparo sería el colofón perfecto a su carrera. El Sun-Times publicaría su biografía y el mundo descubriría finalmente la historia del mayor prestidigitador de Chicago. Pero eso había sido antes de conocer a Maureen y antes de que esta le diera unos hijos que, por desgracia, habían decidido celebrar una reunión delante de un psicópata.

—No puedes ganar —dijo Teddy—. Nuestras armas son mejores que las tuyas.

Nick soltó una carcajada.

—¿Te refieres a la que lleva ese tío?

Archibald seguía apuntando a Nick con la pistola de microleptones, pero la verdad era que el arma no servía de nada contra alguien sin poderes. Lo de que podía provocar un derrame y parálisis era mentira. Teddy creía en el poder de sugestión, pero Nick hacía ya tiempo que había abandonado el ámbito de la sugestión y se había adentrado en el de la chaladura.

—No, quiero decir que…

Un destello de luz, como un reflejo en el cristal de un reloj, lo distrajo. La luz se desplazó desde la casa hasta un punto justo delante de él. No tenía sentido, pues la luz tenía que reflejarse en algo para que se viera, y aquel destello… ya había desaparecido. Una ilusión óptica, o de su mente anciana.

—Se refiere a nosotros —dijo Irene—. Somos la Increíble Familia Telemacus, imbécil. Estás acabado.

—Apártate —ordenó Nick.

—Qué más quisieras tú —dijo Teddy. De repente Graciella estaba a su lado—. Cariño, deja que…

—¡¿Cariño?! —gritó Nick.

—Lárgate de aquí, Nick —le dijo Graciella.

—Vaya, que me largue, dice. Pues trae a los chicos, se vienen conmigo.

—Ni de coña —dijo Graciella.

—Te mataré aquí mismo —repuso Nick—. Os mataré a todos.

—¿Irene? —dijo Teddy sin volver la cabeza.

Ella le puso una mano encima del hombro, pero no apretó. Así pues, no era un farol. Nick estaba como una auténtica regadera. Teddy iba a tener que apelar a un poder superior.

—Barney —dijo—. ¿En serio vas a ir a la silla eléctrica por este tío?

El camarero soltó un profundo suspiro.

—Vamos, Nick —dijo finalmente—. Larguémonos de aquí.

Nick se volvió hacia él.

—¿Perdón?

Barney agarró la pistola con las dos manos y se la arrebató. Era el gesto más valiente que Teddy hubiera presenciado en su vida.

—Se acabó —dijo Barney.

—¡La madre que te parió! —exclamó Nick, y se abalanzó encima del camarero.

Los dos hombres pugnaron por hacerse con la pistola: Barney la tenía agarrada por la culata y Nick por el cañón. Este la giró hacia un lado y, durante un momento horrible, la pistola apuntó a Teddy. Entonces, durante un momento todavía más horrible, apuntó a Graciella. Teddy tiró de ella…

… y el suelo explotó bajo sus pies.

No tuvo tiempo ni de gritar.

IRENE

014

Más tarde, cuando tuvo tiempo de pensar en ello, fue incapaz de decidir qué había pasado y en qué orden. En su momento, sin embargo, todo pareció suceder al mismo tiempo: ella había gritado, su padre y Graciella habían desaparecido, y se había oído un disparo.

La pistola. Nick y Barney seguían forcejeando para hacerse con el control, gruñendo como osos. Irene no habría sabido decir quién iba ganando. Los hombres se habían convertido en un amasijo de extremidades, una masa furiosa y rodante.

¿Y qué demonios había pasado con su padre? En el lugar donde estaba hacía un momento había aparecido un agujero.

No, en realidad había reaparecido. Buddy lo había excavado a principios de verano. Pero ¿no lo había rellenado? Irene, Frankie y Loretta se quedaron petrificados. Medio metro más cerca y habrían caído dentro. Y Buddy…

Buddy estaba en el suelo, a sus espaldas.

Durante un largo instante, su cuerpo quedó paralizado. Entonces, sin ser consciente de haberse movido, se encontró arrodillada junto a él. Buddy estaba inmóvil, con la cabeza vuelta hacia el otro lado. Frankie y Loretta no se habían dado cuenta de que había caído y seguían absortos en la pelea.

La pistola se disparó una segunda vez y a la bala le siguió otro sonido. Irene se encogió e inmediatamente comprendió que este sonido había sido el de metal contra metal: una bala que rebota.

Buddy tenía los ojos abiertos y miraba el contenedor naranja. Tenía una mano pegada a un costado, como un perro que necesitara que lo calmaran, y la otra sobre el pecho.

Irene le tocó la cara.

—¿Estás bien? Háblame.

—No estoy seguro —dijo—. ¿Le han dado a alguien más? No lo recordaba todo. No lo veía todo. Lo siento mucho.

«¿A alguien más?», pensó Irene. Entonces se fijó en la mano de Buddy y en cómo se apretaba la camiseta.

—Casi es la hora —dijo este.

Irene se dio cuenta de que Buddy no miraba el contenedor naranja, sino su reloj.

Alguien soltó un grito de rabia e Irene levantó los ojos. Nick Pusateri había recuperado la pistola y la sostenía apuntando al cielo, como si se dispusiera a dar la salida a una carrera. El tupé se le había desplazado y ahora le colgaba del cogote, como si llevara una gorra de piel.

Barney estaba en el suelo, agarrándose la garganta.

—Que os jodan a todos —dijo Nick.

El cañón de la pistola le tembló en la mano. Si apretaba el gatillo, podía darle a Frankie o a Loretta. Si apuntaba unos grados más arriba solo le daría el árbol. Y si bajaba unos cuantos, serían Irene y Buddy quienes pringarían.

«Sí, dice la verdad —tuvo tiempo de pensar Irene—. Estamos jodidos».

FRANKIE

015

No podía apartar los ojos de la pistola, que oscilaba y se movía, atrayendo su atención como una bola del millón. El hecho de que un hombre la estuviera sujetando era casi irrelevante.

Buddy estaba en el suelo detrás de él, seguramente herido. Irene estaba agazapada, hablando con él, aunque no podía oír qué le decía. La pistola lo era todo.

Cuando jugaba a la máquina del millón, hubo muchos momentos en los que la bola se movía demasiado rápido sobre la mesa, respondiendo solo a la física de los lanzadores y los carriles. Todas las partidas, por muy bien que hubieran ido hasta entonces, terminaban del mismo modo: la bola caía entre las palas, rumbo al sumidero, y él no podía hacer nada al respecto. La espera casi le provocaba somnolencia.

Percibió que la mano de Nick se tensaba sobre el gatillo y vio cómo el cañón de la pistola se volvía hacia él. Y en el fondo era un alivio. Entonces la boca del arma se desplazó unos centímetros y Frankie comprendió que la bala no iba a darle.

Sonó un disparo. Y otro, y otro más. Así de rápido.

—Oh —dijo Loretta.

Bajó la mirada y abrió unos ojos como platos. Había un amasijo plateado flotando en el aire, a pocos centímetros de su pecho. Las balas se habían fundido y, mientras ella las miraba, formaron una bolita perfecta, como si fueran de mercurio. Entonces la gravedad volvió a entrar en acción y la bola cayó al suelo.

—La madre que me… —dijo Nick, que dio un paso atrás, con la mandíbula flácida, incapaz de terminar la frase. Estaba acojonado. Acojonado como Lonnie. Luego dio media vuelta y echó a correr hacia la casa, todavía con la pistola en la mano.

—Frankie —dijo Irene. Este la miró por encima del hombro. Irene estaba agazapada junto a Buddy, que seguía en el suelo, agarrándose el pecho—. Los niños —añadió su hermana.

Oh, no. Los niños estaban en casa.

—¡Coge a ese cabrón! —dijo Loretta.

Nick ya había llegado al patio trasero. Archibald dio un paso al frente, pero Nick soltó un grito y le apuntó a la cara. Luego abrió la puerta de la casa y se metió dentro. Al cabo de un momento, Frankie oyó un segundo grito.

—¡Encárgate de Buddy! —le gritó Frankie a Loretta, y echó a correr hacia la casa.

Entró hecho una exhalación y tuvo que frenar de golpe. Arrodillado en el suelo de la cocina había un hombre de pelo negro, que se cubría la boca ensangrentada con una mano. Era el tío con el que Irene estaba follando en el coche.

Piola —dijo el novio.

—Tiene una pistola, ya lo sé.

—No, no. ¡Piola! —repitió el novio, y levantó la mano. Tenía la pistola de Nick.

—¿Cómo coño has hecho eso?

Poaí —dijo el otro, señalando la sala.

Nick había llegado ya a la puerta principal. ¿Y dónde estaban los niños? ¿Fuera? El mafioso empujó la puerta… y se cayó al suelo; perdió pie y se pegó un costalazo.

«Pareces un luchador —solían decirle a Frankie—. ¿Alguna vez has subido a un cuadrilátero?». Entonces Frankie les contaba historias sobre la lucha y les explicaba que no tenía nada que ver con la lucha libre profesional. Nadie salía volando tras rebotar en las cuerdas ni lanzaba «ataques atómicos». No, el verdadero luchador te tiraba al suelo y te asfixiaba.

Frankie nunca había sido luchador, ni real ni en ningún otro sentido. Pero había visto mucha tele.

Dos segundos más tarde, saltó desde la puerta y se echó encima de Nick Pusateri como si fuera el puto André «el Gigante».