6
Matty
—Este es Huesos —dijo Polly. O a lo mejor quien había hablado era Cassie: nunca había sido capaz de distinguir a las gemelas—. Y esta se llama Rapidilla.
—Muy irónico, tratándose de una tortuga —comentó Matty.
Pero las gemelas no estaban interesadas ni en la ironía ni en los comentarios. Lo único que querían era que se sentara en la alfombra rosa de su cuarto mientras ellas le iban llenando el regazo de animales de peluche.
La otra niña (Cassie o Polly) sacó más animalitos del largo cajón que había debajo de su litera.
—Estos son Zip el Gato, y Grazno, y Valentino, y Pinzas, y… Porky.
Ese último, un cerdito con relleno de bolitas, se lo dejó sobre la palma de la mano. La etiqueta en forma de corazón llevaba su nombre (Porky el Cerdito) y la fecha de nacimiento (23 de abril de 1993). Era evidente que mantener las etiquetas intactas —la mayoría de las cuales, como en el caso del cerdito, iban grapadas a la oreja, al estilo pirata— formaba parte del juego, del mismo modo que los frikis de La guerra de las galaxias guardan sus figuras coleccionables en la caja original.
—Porky el Cerdito es un poco obvio. —Este es Tintas —dijo la primera gemela, tirándole un pulpo de peluche al regazo—. Y estos son Goldie, Bufi, Mordi y… Coco el Cocodrilo.
—¿Coco el Cocodrilo? Eso es pura vagancia —replicó él—. Además, es evidente que está muerto.
—¡No está muerto! —exclamó una de las gemelas airadamente.
—Ya lo creo: le han puesto la etiqueta en un dedo del pie. —Las gemelas se lo quedaron mirando—. Un día, para variar, podríais pillar un chiste y reíros un poco.
Esa era una de las frases más habituales del abuelo Teddy. Pero las gemelas no se estaban riendo, sino que se miraban con el ceño fruncido.
—Fue un accidente —le dijo una a Matty.
—Estaban encima de la tele —añadió la otra.
—Creo que me he perdido —dijo Matty.
—Muchos de esos animales ardieron cuando estalló la tele —dijo una voz. Malice había aparecido en la puerta del dormitorio de las gemelas. Llevaba unos vaqueros cortados y una camiseta blanca en la que ponía bowie now, escrito a mano—. Fue una tragedia. ¿Sabías que cuando arden sangran plástico? Ni siquiera son de peluche.
—¡Cállate, Mary Alice! —gritó una de las gemelas.
—¡Lárgate, Mary Alice! —chilló la otra casi al unísono.
—No les gusta hablar del Gran Incendio de Peluches del 94 —dijo Malice.
—¡Se lo vamos a contar a mamá! —repuso una de ellas, y las dos gemelas salieron corriendo de la habitación.
Malice se volvió hacia Matty y lo pescó mirándole las piernas, en concreto los bolsillos blancos que asomaban por debajo de sus shorts recortados. Aquellos destellos de tela blanca le resultaban inexplicable, insoportablemente, sexis.
El primer mandamiento («Cuando estés delante de tu prima, no intentes mirarle el escote. Es asqueroso.») requería una enmienda:
«Tampoco le mires las piernas».
—Así pues, vas a pasar la noche aquí —dijo Malice.
—Sí.
Matty se levantó y los muñequitos cayeron al suelo.
—¿Por qué? —preguntó Malice.
—¿Cómo que por qué?
Era una pregunta que no le había hecho ni siquiera su madre. ¿Por qué no? Matty no tenía ninguna razón sólida para pasar la noche en casa del tío Frankie (o, cuando menos, ninguna de la que pudiera hablar). Cuando Frankie le preguntó a su hermana si el chaval podía quedarse a dormir en su casa, esta le dio permiso sin hacer preguntas. Ahora que lo pensaba mejor, era rarísimo.
—Tu padre ha pensado que sería divertido —dijo Matty finalmente.
—Divertido —repuso ella con escepticismo—. Pasar el rato con nosotros.
—Tu padre ha dicho que pediríamos comida china.
—Ah, vale, entonces lo retiro. Pedir comida china es como una orgía de coca.
Él se rio (con demasiado énfasis) e intentó acallar las imágenes que le asaltaban la mente.
—Ya, bueno. ¿Tú has pasado alguna noche viendo la tele con el tío Buddy?
—Tienes razón —dijo ella—. Nos vemos cuando llegue el chow mein.
Malice se marchó. Y, en una violación flagrante de todas las normas y enmiendas, él la siguió con la mirada.
En comparación con la casa del abuelo Teddy, la del tío Frankie era muy ruidosa, no tanto en decibelios (los proyectos de construcción del tío Buddy eran realmente escandalosos) como en volumen emocional. La tía Loretta les gritaba a las gemelas; el tío Frankie le gritaba a Malice; las gemelas gritaban por gritar. Encerrados en su rancho de dos habitaciones, no había sitio para que sus gritos se disiparan, ni tampoco ningún lugar donde Matty pudiera esconderse. Después de años viviendo solo con mamá, y de seis meses más en una casa donde no hablaba casi nadie, a Matty lo ponía muy nervioso aquel estruendo. Se sentía como un nuevo recluta en una película bélica, el típico que pega un brinco con cada explosión de artillería.
La única que no abría la boca era Malice, aunque su ceño fruncido bastaba para silenciarlos a todos, excepto a las gemelas. Antes de que el resto de la familia terminara de cenar, Malice desapareció en su guarida del sótano. Los demás se trasladaron a la sala de estar, donde el televisor estaba tan alto que las carcajadas enlatadas de una serie resultaban amenazantes. Cassie y Polly, excitadas por que hubieran asignado a Matty a su habitación, estaban construyendo un fortín con sábanas entre el sofá y el sillón reclinable del tío Frankie para pasar la noche allí.
La tía Loretta se ausentaba regularmente para salir a fumar al porche trasero. Durante una de sus ausencias, Frankie se volvió hacia Matty.
—Bueno, ¿qué? —le dijo—. ¿Estás preparado?
—Lo intentaré —contestó Matty.
A las diez, después de un episodio de «Vivir con Mr. Cooper» cargado de carcajadas, el tío Frankie dio unas palmadas y dijo:
—¡Hora de acostarse, chicas!
Las gemelas protestaron, pero la tía Loretta se las llevó al baño y de vuelta a la sala de estar. El tío Frankie acompañó a Matty a la habitación de las niñas. La colección de animales de peluche seguía tirada por el suelo.
—A ver, que corra un poco el aire —dijo el tío Frankie. Descorrió el pestillo de la única ventana de la habitación e intentó abrir la ventana de guillotina, pero esta no cedió—. Normalmente la… Ah, qué duro está esto… La tenemos cerrada, porque es la planta baja y por los violadores. —Dio un golpe hacia arriba con la palma de la mano y la parte inferior de la ventana subió unos centímetros—. Vale, ya. Tú estás bien, ¿no?
—Sí, creo que sí —respondió Matty.
El tío Frankie se le acercó.
—He puesto una nota en el garaje —dijo en voz baja—. Incluso he dejado la luz encendida.
Matty asintió con la cabeza.
—Es una simple frase de tres palabras —añadió su tío.
—No me des pistas.
—Es verdad, tienes razón. Tenemos que actuar como si fuera una prueba de verdad —dijo Frankie, y lo miró a los ojos—. Buena suerte, Matty —añadió, y cerró la puerta.
—Matt —lo corrigió él en voz baja.
Abrió la mochila y se puso los pantalones de deporte y una camiseta que había traído; no pensaba dormir solo en calzoncillos. Apagó la luz y se metió bajo las sábanas rosas de la litera inferior. Tocaba con los pies contra la madera del fondo. La litera superior le quedaba alarmantemente cerca de la cara.
Se volvió de lado y echó un vistazo a la habitación, que estaba más iluminada de lo que esperaba. Había dos luces de noche y el techo resultó estar plagado de pegatinas fosforescentes de estrellas, planetas y cometas. La manada de animales sin esqueleto parecía estar dispersa por una sabana en miniatura. En la habitación hacía cada vez más calor. La ventana, apenas entreabierta, era como un buzón por el que entraba la humedad.
Cerró los ojos. Respiró hondo.
«Concéntrate, Matt».
Cerró los puños y volvió a abrirlos.
Sabía que podía abandonar su cuerpo. La parte difícil —en la que llevaba un mes trabajando con un éxito limitado— era conseguirlo sin tocarse. Nunca podría subir a un escenario si la única forma de usar sus poderes pasaba por hacerse una paja delante del público. El tío Frankie le había dicho que, si practicaba, podría ganar mucho dinero con sus aptitudes y, desde entonces, Matty había estado imaginando el regreso de la Increíble Familia Telemacus, con Matthias Telemacus, Proyector Astral. Primero actuarían en pequeños teatros para hacerse un nombre y luego harían una aparición estelar en televisión. Él solo tenía que proyectarse astralmente. Y no pensar en su prima. Ni en sus vaqueros cortados.
Segundo mandamiento: No tengas pensamientos lujuriosos con tu prima.
—Maldita sea —dijo en voz alta.
Intentó pensar en otra persona, quien fuera. ¿Qué tal Elle Macpherson? Pero de pronto no era capaz de evocar una imagen clara de la supermodelo. ¿Por qué no se había llevado su número especial de bañadores de Sports Illustrated? (No la revista entera: había arrancado las mejores páginas de la edición de 1994 en Waldenbooks, en el centro comercial de Monroeville de Pittsburgh, lo cual había sido lo más cerca que había estado de robar en toda su vida, y desde entonces las guardaba celosamente).
Al cabo de media hora seguía amarrado a su cuerpo. El aire estaba demasiado cargado, la litera era un ataúd. Apartó las sábanas y bajó a la alfombra arrugada, apartando animalitos de peluche. Se echó boca arriba bajo la ventana abierta, abrió brazos y piernas en cruz bajo las estrellas artificiales y esperó a que algunas moléculas de aire en movimiento le tocaran la piel.
Nada. ¿Por qué estaba tan acartonada aquella alfombra? ¿A las gemelas se les había caído un refresco o algo así? ¿Y por qué no habían dispuesto las estrellas siguiendo las constelaciones de verdad? Por lo menos eso habría sido educativo.
«Cállate —le dijo a su cerebro—. Piensa en Elle Macpherson». Pero lo único que podía visualizar eran aquellos rectángulos de tela de los bolsillos, blancos sobre los muslos bronceados de Malice. Menuda tontería, ¡si no era más que tela! Una tela que normalmente no se veía, vale, pero que tampoco era ropa interior. No era razonable que un par de centímetros de algodón le pararan el corazón de aquella forma.
Apartó las manos de su cuerpo y agarró la alfombra.
Tercer mandamiento: Bajo ningún concepto te toques mientras tienes pensamientos lujuriosos con tu prima.
Aquella norma habría sido mucho más fácil de respetar si no hubiera sido la manera más fiable de lograr una EEC. (Aquellas eran las siglas para referirse a una Experiencia Extra Corporal, también conocida como proyección astral, que era algo así como la clarividencia a través de la visión remota, pero vinculada a un cuerpo. Había estado leyendo sobre el tema). Durante las últimas semanas había logrado abandonar su cuerpo media docena de veces. Por lo general apenas lograba llegar al techo, pero en dos ocasiones, alimentado por una fantasía en la que lo obligaban a compartir cama con Mary Alice a causa de una emergencia familiar sin especificar, había logrado empujar su conciencia fuera de la casa, de tal modo que había volado como una cometa sobre el tejado.
Había informado de todos sus progresos al tío Frankie, aunque, eso sí, sin mencionar el papel de Malice y obviando los fracasos. Frankie estaba especialmente ansioso por confirmar que no se trataba solo de que Matty imaginara aquellas experiencias; al fin y al cabo, un techo era un techo. De ahí aquella prueba. Lo único que tenía que hacer Matty era respirar, relajarse y no pensar en la tela de algodón blanco.
Una docena de animalitos de mirada vidriosa lo observaban con suspicacia. Dios, qué calor hacía.
En algún lugar retumbaba un aparato de aire acondicionado. Seguramente en la habitación de Frankie y Loretta. No le extrañaba que Malice durmiera en el sótano. Casi podía imaginársela ahí abajo, en su vieja cama-escondite: una pierna asomando bajo las sábanas, un brazo encima de los ojos. La imaginó rodeada de oscuridad, pero atrapada dentro del foco de la lámpara sin pantalla que había encima de la caja de leche que usaba como mesita de noche, como una chica en un escenario. Entonces apartó el brazo de la cara y, sorpresa, tenía los ojos abiertos de par en par, estaba más que despierta: era evidente que no se había dormido aquella noche. No, había estado esperando. Malice se giró hacia la caja de leche, echó un vistazo a un reloj digital y salió de la cama. Todavía llevaba la camiseta de Bowie, pero se había cambiado los vaqueros cortados por unos vaqueros negros. Recogió una camisa de franela roja del suelo y se la puso sin abotonársela. Luego se agachó y se puso unas botas altas. Fue hasta la puerta que daba a las escaleras traseras, hizo girar el pomo y desapareció. ¡Se estaba escapando!
Matty abrió los ojos. Hacía un momento dormía, pero ahora, de pronto, el corazón le latía a cien por hora por la excitación. Aunque a lo mejor no había estado soñando. Se levantó de un brinco y se asomó a la ventana.
Ahí estaba Mary Alice, cruzando apresuradamente el jardín en dirección a la calle. Vestida con una camisa de franela roja y vaqueros negros.
—Mary Alice —susurró Matty, pero ella no lo oyó—. ¡Malice! —dijo, más fuerte.
Su prima se volvió como si le acabaran de pegar un tiro.
—Soy yo —añadió Matty con un cuchicheo teatral.
Mary Alice se quedó helada un segundo y, luego, se acercó a la ventana y lo miró.
—Ya sé que eres tú —dijo, también susurrando—. ¿Qué quieres?
Matty empujó la ventana y logró abrirla unos centímetros más.
—¿Adónde vas?
—Vuelve a la cama, Matty.
«Matt», pensó él.
—Espera, voy a salir.
—¡No! No seas…
Pero él ya se había apartado de la ventana. Se quitó los pantalones de deporte y se puso los vaqueros, una maniobra que requirió saltitos y equilibrios varios. Entonces cogió las zapatillas de gimnasio y abrió la puerta de la habitación. A pocos metros, la puerta del dormitorio de Frankie y Loretta estaba cerrada. El aparato de aire acondicionado gemía, ajeno a todo. Matty se alejó por el pasillo, con las zapatillas en la mano.
En la sala de estar, el fortín de sábanas se había derribado y las gemelas dormían entre las ruinas de poliéster. Pasó por encima de ellas y abrió la puerta principal.
Malice se había esfumado.
Cruzó el jardín, el césped le hizo cosquillas en los pies descalzos y oteó la calle en ambas direcciones. Nada.
No podía creérselo. Lo había dejado tirado.
Pero ¡había tenido una EEC! ¡Sin tocarse! Aunque, una vez más, estaba pensando en Malice, y eso era un problema.
¿Otro problema? Volver a la habitación de las gemelas.
Recorrió en silencio el lateral de la casa con una zapatilla en cada mano, como si fuera armado. Solo se oía el gemido y el traqueteo del aire acondicionado que asomaba por la ventana del dormitorio de Frankie y Loretta. Llegó a la parte trasera de la casa, donde la luz de la ventana del garaje proyectaba un resplandor amarillento sobre el jardín. El columpio de las gemelas acechaba en la penumbra, como una araña gigante.
Se sentó en lo alto de la escalera del sótano y se puso las zapatillas. Malice había cerrado la puerta al salir, naturalmente, pero si no había echado el pestillo podía entrar en la casa. Aunque en realidad no quería volver a entrar. ¿Por qué no lo había esperado Malice? Seguro que se lo estaba pasando bien, conduciendo un coche que alguien habría tomado prestado sin permiso por los barrios del norte de la ciudad. Matty estaba desvelado por completo y no tenía adónde ir. Podía dar una vuelta, pero el barrio del tío Frankie era más chungo que el del abuelo Teddy. Los coches eran más antiguos y oxidados; las casas de ladrillo beige, más estrechas y pegadas unas a otras. Las verjas de tela metálica eran una parte recurrente del paisaje. Aquella calle era posiblemente más segura que la suya en Pittsburgh, pero por lo menos allí sabía quién era la mala gente, quién parecía malo pero no lo era y quién parecía legal pero era un cabrón.
Entonces se acordó de lo que había en el garaje. Fue hasta la puerta lateral y la abrió. Solo necesitó unos segundos para encontrar la cartulina blanca, colocada encima del capó del Toyota Corolla de Loretta. Escrito con letras mayúsculas, ponía: APROVECHA EL DÍA.
Aquello no era ni mucho menos una frase al azar: Frankie decía «Carpe diem» por lo menos tres veces al día. Pero ¿y la noche? ¿Qué se suponía que tenía que hacer un chaval de catorce años con la noche?
Lo despertó el sonido de dibujos animados procedente de la sala de estar. Tenía la vejiga a punto de estallar y se moría por ir al baño. Miró a ambos lados del pasillo y, tras comprobar que no había nadie, se metió corriendo en el pequeño cuarto de baño. Este era la versión reducida de una tienda de productos a un dólar, abarrotado de frascos de champú, juguetes de bañera y velas perfumadas. Al levantar la tapa del inodoro, la montaña de productos de baño UltraLife que había encima del depósito se tambaleó. ¿Cómo era posible que cinco personas (seis si se contaba a sí mismo) compartieran un baño tan minúsculo?
Cuando entró en la sala de estar, por una vez las gemelas no se le echaron inmediatamente encima: el televisor acaparaba toda su atención. En la cocina, el tío Frankie estaba sentado a la mesa leyendo el Sun-Times, con un plato manchado de yema de huevo reseca enfrente. En medio de la mesa había un cenicero de plástico con un montón de colillas, pero no vio a la tía Loretta por ninguna parte. Ni a Malice. Imaginó que habría vuelto a su guarida subterránea antes de que amaneciera.
—Tienes cara de necesitar una taza de café —le dijo el tío Frankie.
Estaba muy orgulloso de la reciente adicción de Matty a la cafeína. Era una consecuencia inevitable de trabajar con los chicos, ya que prácticamente era lo único que bebían. Matty había empezado con un brebaje para principiantes que podría haber anunciado como «Leche Azucarada: ¡Ahora con un ligero sabor a café!», y poco a poco la mezcla se había ido oscureciendo. En seis o siete años podría llegar a tomar café solo.
El tío Frankie esperó (con impaciencia, pensó Matty) mientras se preparaba la bebida.
—Bueno, ¿qué? —le preguntó finalmente, enarcando una ceja—. ¿Tienes algo?
—Sí —dijo Matty—. Estoy bastante seguro.
—¿Bastante seguro?
Matty se quedó cortado.
—No, quiero decir que… —Sorbió de la taza para ganar tiempo—. A veces me cuesta saber si estoy imaginándome lo que veo o si lo veo de verdad.
Su tío frunció el ceño y Matty se apresuró a explicarse:
—O sea, anoche salí de mi cuerpo, eso seguro, pero…
—¡La leche! ¿Y adónde fuiste? ¿Llegaste muy lejos?
—No, solo di la vuelta a la casa. Pero tenía mucho sueño, o sea que pensé, ¿y si lo estoy soñando?
—¡No puedes pensar así! Siempre hay dos explicaciones para todo lo que pasa: aquella a la que recurren los escépticos y la verdadera, la que sabes que es cierta en el fondo de tu corazón. Los incrédulos dirán: «Bah, lo has movido con el pie; bah, has mirado las cartas; te lo has imaginado». No puedes dejar que eso te afecte, Matty. Cree en tu talento, sal ahí fuera y… y…
—¿Aprovecha el día?
Frankie se quedó estupefacto.
—¿Qué has dicho? —preguntó, y soltó una sonora carcajada—. ¿Qué cojones has dicho?
Ahora Matty estaba riendo también. Frankie se secó una lágrima.
—Qué cabrón. ¡Y lo sueltas así! ¡Menuda cara de póquer, chaval!
Matty estaba demasiado avergonzado para corregirlo. Al fin y al cabo, era verdad que se había proyectado astralmente la noche anterior. El hecho de que hubiera intentado seguir a Malice no venía a cuento.
—No creía que estuvieras preparado para dar el siguiente paso tan pronto —dijo Frankie—. ¿Tienes que volver a tu casa hoy?
—Bueno, seguramente sí…
—Porque yo creo que tendrías que quedarte una noche más.
—Vale —accedió Matty sin perder un segundo.
—Termínate el café —dijo Frankie—. Y luego pasaremos a la fase dos.
La fase dos, evidentemente, consistía en visitar todas las casas de empeño de los suburbios; Frankie se negó a revelarle el porqué. Dejaba a Matty en la furgoneta de Bumblebee, entraba en el establecimiento y volvía a salir unos minutos más tarde, mosqueado porque no había encontrado lo que buscaba. Entonces volvían a arrancar y seguían atravesando la dispersión urbana ininterrumpida de las afueras de Chicago, una única ciudad formada por centros comerciales interconectados y decorada a intervalos irregulares por carteles de bienvenidos a seguido por desafiantes nombres rurales (River Forest, Forest Glen, Glenview), que contenían suficientes valles, arboledas, olmos y robles para poblar toda la Tierra Media. Los habitantes de las llanuras eran particularmente propensos a bautizar cada montículo con un Alto de Tal o un Sierra de Cual. Ay del pobre hobbit que se empeñara en encontrar algo a lo que encaramarse en la ciudad de Mount Prospect.
En la furgoneta, el tío Frankie siempre hablaba con Matty como si fuera un adulto. O, más concretamente, como si se le hubiera olvidado que era un niño. Durante aquellos viajes de un lado para otro, Matty aprendió cosas sobre el negocio de la telefonía, la conducción en la ciudad («Nunca pongas el intermitente para cambiar de carril, los pondrías sobre aviso») y el marketing multinivel, sobre mitología griega y política. Frankie pronunció monólogos sobre temas como que el alcalde Bilandic había perdido las elecciones del 79 no porque no limpiara la ciudad de nieve después de aquellas tormentas, sino porque tenía pinta de ser un blandengue que además se disculpaba por ello, mientras Jane Byrne era claramente la mujer más dura y con menos remordimientos de Chicago. («¿Sabes que a veces hace demasiado frío para que nieve? Pues esa era la cara que tenía Jane Byrne»). Había temas, en cambio, sobre los que a Matty no le habría importado no aprender nada. No pudo no oír que la primera noche de Frankie con tía Loretta habían echado «el polvo más desmadrado de mi vida. Fue estratosférico, como si hasta entonces hubiera estado jugando la liga juvenil y de pronto ella me lanzara bolas rápidas a ciento cincuenta por hora». Matty no era capaz de imaginar qué representaban las bolas rápidas en aquella metáfora.
Lo mejor era cuando Matty lograba que le contara cosas sobre cómo era la vida cuando Teddy Telemacus y Su Increíble Familia estaban de gira. Pero a muchas de las historias de Frankie sobre su carrera en el mundo del espectáculo les faltaban detalles, unos detalles que empezaban ya a repetirse. En parte era comprensible, porque Frankie todavía era un niño bastante pequeño en aquella época, pero aun así resultaba muy frustrante. Y más decepcionante aún era la toma gradual de conciencia por parte de Matty de que aquella época gloriosa y extravagante, que tan colosal parecía en su imaginación, sacando números había durado menos de un año.
Pero aquel día su tío quería hablar sobre Matty. No podía dejar de sugerir ideas sobre las posibilidades de aquel poder, al tiempo que describía las hazañas de la abuela Mo. Su tío estaba poseído por una energía nerviosa que parecía agudizarse cada vez que paraban.
—No se trata solo de ver las cosas desde lejos, Matty. Se trata de ser específico. De ser concreto. Como el truco del teléfono. ¿Te he explicado alguna vez cómo funciona el truco del teléfono?
Frankie ya se lo había explicado, pero Matty nunca se cansaba de oírlo.
—Generalmente era el punto álgido del espectáculo, ¿vale? Mamá estaba entre bambalinas y papá llamaba a alguien del público y le pedía que pusiera por escrito algunos detalles sobre su casa: qué tenían en la nevera y cosas así. Luego le pedía que lo metiera todo en sobres. Entonces salía mamá, se sentaba junto a la persona en cuestión y empezaba a hablar con ella. Y alucinaban, Matty. Mamá era capaz de contárselo todo sobre sus vidas, cosas que solo ellos sabían. ¡Ni siquiera tenía que tocarlos!
—¿Y qué pasaba con el teléfono? —preguntó Matty, animándolo a seguir hablando.
—Vale, pues en ocasiones, y nunca llegué a saber por qué lo hacía unas veces y otras no, decía: «Veo que hoy ha dejado alguien en casa. Está viendo la tele. Es un hombre, ¿verdad?». Un hombre con el pelo rojizo, o una mujer rubia, o lo que fuera. Y entonces papá sacaba el teléfono, conectaban el sonido a los altavoces para que todo el mundo lo oyera y mamá decía: «Déjeme llamar por usted». Y, ¡bam!, marcaba el número sin ni siquiera pedírselo. —Frankie negó con la cabeza asombrado al recordarlo. Sudaba a pesar de que el aire acondicionado de la furgoneta funcionaba a toda pastilla—. Los teatros se venían abajo, Matty. Cuando un hombre o una mujer contestaba, tal como ella había dicho que sucedería, la gente se volvía loca. Si lo hubiera hecho en la tele, Archibald «el Asombroso» habría quedado como un idiota y nos habríamos hecho famosos.
—¡Mike Douglas! —exclamó Matty.
—Ese. El muy cabrón se lo puso en bandeja a Archibald.
Finalmente, alguien mencionaba el programa de televisión. Después de la desaparición de la cinta, Matty tenía miedo de habérselo imaginado todo.
—Pero ¿por qué no volvió a salir la abuela Mo? —preguntó.
—La culpa fue de Buddy. No la dejó salir y el espectáculo se terminó para siempre. Nadie llegó a saber nunca lo fantástica que era. Lo fantásticos que éramos.
—Pero el gobierno sí lo sabía, ¿no? —preguntó Matty—. ¿La abuela trabajaba para ellos?
—¿Quién te ha hablado del gobierno? —preguntó Frankie, que conducía a toda velocidad, cambiando de carril sin ni siquiera mirar por el retrovisor—. Eso es alto secreto.
—Tú has sacado el tema un par de veces.
—Es verdad. Escúchame bien, Matthias. Tu abuela, Maureen McKinnon Telemacus…
—¿Ajá?
—Era una espía. Tal vez la mejor de la historia —afirmó, y miró a Matty de reojo—. No, no te rías, amigo mío.
—No me estoy riendo —dijo Matty. Y era verdad. Pero mamá siempre decía que su hermano se montaba sus pelis y, a veces, Matty tenía la sensación de que Frankie estaba más interesado en contar una buena historia que en la precisión. Aunque también era verdad que mamá estaba obsesionada por la precisión—. Pero entonces… —añadió Matty—, ¿llevaba pistola, por ejemplo?
—¿Qué? No. Era una espía paranormal.
—Vale…
—Visión remota —dijo Frankie—. Hablamos de clarividencia a larga distancia, sumamente precisa. Reclutaron a los mejores mentalistas de todo el país para localizar y detectar objetivos soviéticos, cosas que los satélites no podían encontrar. Silos de misiles, submarinos nucleares, búnkeres científicos, mierdas así.
«¿Búnkeres científicos?», pensó Matty.
—Los comunistas también lo hacían —aseguró Frankie. Se secó la palma en los pantalones, cambió la mano con la que sujetaba el volante y luego se secó la otra—. Tenían a sus propios videntes, que trabajaban para confundir a los nuestros. Guerra Fría en estado puro, Matty. Operaciones de alto riesgo.
—Uau —dijo Matty.
—Pero todo eso se ha terminado —concluyó Frankie—. El muro cayó y ganamos nosotros. Un nuevo orden mundial. Y, a mi modo de ver, ha llegado la hora de cobrar dividendos por la paz. Mierda.
Estuvo a punto de pasarse la salida y pegó un volantazo. Matty se agarró al salpicadero. Detrás de ellos, un coche hizo sonar el claxon y Frankie le levantó un dedo, aunque era imposible que el otro conductor lo viera.
—Lo que tenemos que preguntarnos es lo siguiente —dijo Frankie—: ¿cuál es el valor de mercado de tus habilidades?
—Sí. Claro.
—Dijiste que querías ayudar a tu madre, ¿verdad? —preguntó Frankie. Matty le había confesado que estaba preocupado por ella—. Pues esta es tu oportunidad. Está muy bien que seas mi aprendiz y tal, ganarás un poco de dinero, nunca está de más. Pero no supondrá un punto de inflexión. No sacará a tu madre de su mierda de trabajo ni podrás ir a la universidad. Porque tú quieres estudiar, ¿verdad?
—Sí, supongo.
Aunque suponía que, si no era así, siempre podía dedicarse al mundo del espectáculo.
—La cuestión es que no puedes hacer esto sin prepararte. No puedes dar el salto a menos que estés a punto. Yo lo intenté en su día. Pero tu tío Buddy… Bueno, digamos tan solo que tu tío me dejó colgado. Aunque la culpa fue mía. Me pudo la arrogancia, me creí todo lo que me dijo. Me creí que lo tenía todo en el bote, que aquello era una apuesta segura. Pensar así te vuelve descuidado. No practiqué lo suficiente. Pero contigo no vamos a cometer el mismo error.
Frankie frenó delante de una tienda llamada As de Empeños y aparcó junto a una boca de riego.
—Si viene un poli, mueve el coche.
—Pero…
Frankie salió de un salto.
—¡Dos minutos como máximo!
Matty sintonizó la WXRT, pero no podía dejar de pensar en lo que Frankie había dicho sobre su «gran oportunidad». Se imaginó a sí mismo entrando en la habitación de su madre, poniéndole un fajo de dinero en la mano y diciéndole: «Haz las maletas, nos largamos de aquí». Viendo el alivio en su cara. Después de perder el trabajo en Pittsburgh, ella había empezado a ocultarle su desesperación. No era que se mostrara alegre —nunca había sido una madre estilo «La tribu de los Brady»—, pero ahora evitaba cualquier pregunta sobre trabajo o dinero con aire de aburrimiento, como si explicar por qué habían cortado la luz fuera una historia demasiado tediosa y larga. Mudarse de vuelta a casa del abuelo Teddy no hizo desaparecer la ansiedad y, de hecho, durante una temporada la situación empeoró. Solo en las últimas dos semanas la nube había empezado a despejarse un poco. En dos ocasiones, mamá había bajado a desayunar silbando. ¡Silbando!
Pero seguían estando arruinados, y Matty lo sabía. Su trabajo como aprendiz en la empresa de instalación de telefonía no era suficiente. Frankie tenía razón. Debía hacer algo. Algo grande.
Aproximadamente quince minutos más tarde, Frankie golpeó la puerta trasera de la furgoneta y Matty bajó a toda prisa. Su tío llevaba una carretilla y, encima de esta, una caja negra de unos cincuenta centímetros de lado: una caja fuerte. Matty abrió la puerta trasera de la furgoneta y, con penas y trabajos, Frankie logró meter la caja dentro. Estaba sudando la gota gorda.
—¿Necesito una caja fuerte para entrenarme? —preguntó Matty.
Frankie sonrió.
—Tienes que practicar para el momento de la verdad. Fo que viene a continuación te va a encantar.
Condujeron unos kilómetros más, hasta llegar al bar al que habían ido después del primer día de trabajo: Mitzi’s Tavern. Frankie metió la furgoneta en un aparcamiento vacío. Matty ya iba a salir, pero Frankie lo retuvo.
—Espera. Solo hemos venido a echar un vistazo.
—¿Un vistazo? ¿A qué?
—A tu objetivo.
De repente Matty se dio cuenta de lo que Frankie se proponía.
—¿Quieres que mire dentro de una… caja fuerte?
—¡No! ¿De qué nos serviría eso? Quiero que averigües la combinación de la caja fuerte.
—Pero ¿cómo…?
—Todo a su debido tiempo. Yo te enseñaré. Tengo un plan.
—¡Pero no puedo robar un bar!
—Tú no vas a robar nada; lo haré yo. Y eso que ves, Matty, no es solo un bar. Este local es el cuartel general de Lo Peor SA. En la habitación de atrás, Mitzi tiene una caja fuerte llena de dinero que ha robado a un montón de gente muy trabajadora. ¿Tú sabes lo que es el impuesto callejero?
Matty estaba demasiado estupefacto para fingir siquiera que lo sabía.
—Dinero a cambio de protección. Protección contra ella y su hermano. Todos los bares, burdeles y garitos tienen que aflojar la mosca. Y si no pagas, te hacen la vida imposible o incluso te cierran el negocio. Créeme, cuando dirigía Bellerophonics se llevaban la mejor tajada.
—¿Y por qué no los arresta la policía?
—Eres adorable.
—Es una pregunta de verdad.
—Esto es Chicago, Matty.
—Eso no explica nada.
—Es una cita. O una paráfrasis. ¿Tú no ves películas? —preguntó Frankie y respiró hondo—. El hermano de Mitzi, Nick sénior, dirige la mayor banda de la mafia de Chicago. Le dicen a la gente: si no pagas a nuestra organización, los criminales «desorganizados» se encargarán de ti. Te dicen: nosotros somos los perros que mantienen a los lobos a raya. ¿Y sabes por qué la gente paga sin rechistar? Porque funciona. Si algún matón de tres al cuarto ataca un negocio protegido, Nick Pusateri sénior se lo carga.
—O sea que tampoco son tan malos… —dijo Matty.
Frankie parpadeó y volvió sobre sus pasos.
—Eso no es lo único que hacen. También son usureros. Te prestan dinero a un interés altísimo, y si no pagas…
—¿Y por qué la gente no va al banco?
—Porque los bancos no quieren hablar con ellos. Los usureros le prestan dinero a la gente que no tiene nada que hacer con un banco. Por ejemplo, empresarios que, a pesar de tener un plan comercial a prueba de bombas y una imagen clara del futuro del sector, se ven rechazados por los bancos por algún detalle técnico sin importancia como, qué sé yo, un mal historial crediticio o falta de garantías subsidiarias.
—O sea que los usureros son buenos, ¿no? —preguntó Matty—. Porque de otro modo esa gente no podría recibir ningún préstamo.
—Sí, vale, solo que… A ver. Los usureros son psicópatas. Tú sabes lo que es un psicópata, ¿no? No tienen conciencia. Serían capaces de estrangular un gatito porque les debe dos dólares. Solo les importa una cosa: su dinero. Les da lo mismo que te pongas enfermo, que tu negocio se vaya a la ruina o que no tengas forma de pagar: ellos te exigen que les devuelvas el dinero de todos modos —dijo Frankie, y señaló hacia el bar con un gesto de la cabeza—. Y ahora presta atención.
Un tipo alto y fornido estaba abriendo la puerta principal. Era el camarero que le había servido un refresco a Matty.
—Las diez, puntual como un reloj. Ese es Barney. Está en la barra prácticamente desde que abren hasta que cierran. Lo primero que hace es acercarse a un teclado que hay nada más entrar en el local y apagar la alarma. Hay otro igual en la puerta trasera.
—Y quieres que averigüe la contraseña.
—Vas aprendiendo. También quiero que eches un vistazo detrás de la barra. Sé que tiene un bate de béisbol y tal vez una… Bueno, tú echa un vistazo cuando puedas.
—¿Crees que tiene una pistola?
—No tienes que preocuparte por eso. Oh, vamos, ¿por qué pones esa cara?
Matty se dio cuenta de que estaba pensando en los gatitos.
—¿No podemos robar a otros?
—No sería honrado —dijo Frankie.
Barney entró en el local y cerró la puerta.
—No abren hasta dentro de una hora —dijo Frankie—. Mitzi llega por la tarde y se marcha a las diez o las once.
Empezó a dibujar un plano del interior en la parte de atrás de una bolsa de Tastee Freez, empezando por la zona reservada al público general que Matty recordaba de su visita. Luego estaba el despacho de Mitzi, una pequeña cocina, la sala de suministros y un cuarto de la limpieza. Pasados los dos baños había una salida de incendios que daba al callejón trasero.
—Aquí es donde está el segundo teclado. Y aquí… —Dibujó una X en la pared trasera del despacho—. Aquí está la caja fuerte, justo detrás del escritorio. Solo tienes que observarla tanto como puedas y averiguar la combinación.
—¿Y luego qué? —preguntó Matty.
—El resto me lo dejas a mí.
Esa tarde, Matty salió del garaje de Frankie, cerró la puerta lateral y se detuvo en seco. Malice estaba sentada en lo alto de las escaleras que daban a la puerta trasera de la casa. Levantó la vista del libro que estaba leyendo y se lo quedó mirando con el ceño fruncido.
—No sé ni si preguntarte qué os traéis entre manos Frank y tú —le dijo.
—Ah, nada. Es solo… En fin, ya sabes… —Notó que se ruborizaba—. Temas de garaje.
Malice tenía un aspecto increíblemente molón, con camiseta de tirantes y vaqueros negros, tal vez no los mismos que la noche anterior. De pronto Matty tomó conciencia de que él no tenía unos vaqueros negros y que quizá no los tendría nunca.
Dios, Malice lo estaba mirando como si fuera tonto. «Contrólate, Matty. Todavía no tienes ni idea de lo que puedes hacer».
—¿Y tú, qué te traes entre manos? —preguntó él, haciendo acopio de testosterona—. En plena noche.
—¿Se lo has contado a Frank? —preguntó ella.
—¡Claro que no!
Malice consideró aquella respuesta.
—De nada —dijo Matty finalmente.
—Estás enfadado conmigo.
—Podrías haber esperado, no sé, dos segundos.
—No te había invitado.
—Pues invítame.
Aquello era, con mucha diferencia, lo más atrevido que le había dicho jamás a una chica. Se reprendió de inmediato: «No es una chica, es tu prima».
«Pero no tenemos vínculo de sangre», se replicó a sí mismo.
«Cállate ya».
—A lo mejor la próxima vez —dijo Malice.
—Esta noche vuelvo a dormir aquí —anunció Matty, con un medio interrogante al final de la frase.
—¿Cómo? ¿Por qué?
Matty abrió la boca pero la volvió a cerrar de inmediato. Ella soltó una carcajada y levantó una mano.
—Ah, ya. «Temas de garaje».
—Entonces ¿esta noche? —preguntó él, pensando: la segunda frase más valiente que le había dicho a una chica | prima en toda la historia. Otra lista.
Ella miró el garaje, a sus espaldas.
—¿No se lo contarás a Frank?
—Me parece un insulto que me lo preguntes —dijo él.
Matty no había contado con la dificultad de escapar del dormitorio por segunda vez. La noche anterior había sido facilísimo, pero aquella noche parecía que nadie se iba a dormir. Las gemelas se enzarzaron en una pelea, a chillidos y manotazos, y Loretta tuvo que levantarse para separarlas. Quince minutos más tarde, el tío Frankie se dirigió con pasos pesados al baño y luego de vuelta a su habitación. Matty lo oyó todo desde la litera inferior, tapado por las sábanas para ocultar el hecho de que iba totalmente vestido, por si a alguien se le ocurría entrar a ver si estaba bien.
Malice le había dicho que estuviera preparado a las once, pero a menos diez las gemelas seguían despiertas en la sala de estar; ahora reían en lugar de discutir, pero aun así eran obstáculos. La casa era tan pequeña que lo habrían oído aunque intentara salir por la cocina. Así pues, la ventana era su única opción.
Salió de la cama y se subió al cajón de los juguetes. Empujó la ventana tan arriba como pudo, aunque siguió sin poder abrirla del todo: para eso habría necesitado algo como la almádena del tío Buddy. Entonces desmontó la mosquitera y la dejó en el suelo.
«¿En serio vas a hacer esto, Matty?», se preguntó.
«Sí, voy a hacerlo. Y me llamo Matt».
Sacó la cabeza y los hombros por la ventana. Fuera, la calle estaba desierta y no se veía a Malice por ninguna parte. Encima de los tejados, la luna estaba envuelta por un manto de nubes. Supuso que debía agradecer aquel plus de oscuridad.
Su problema más inmediato era la caída de dos metros hasta el suelo, a lo que se sumaban las afiladas rocas decorativas de lava que el tío Frankie había puesto ahí abajo. La ventana era demasiado pequeña para sacar las rodillas, de modo que iba a tener que salir a lo Spiderman, con la cabeza por delante.
Se asomó, estiró los brazos y puso las manos sobre los ladrillos. Arrastró la entrepierna por el alféizar, apoyado en las palmas, sacó lentamente un muslo y apoyó la rodilla contra el lateral del marco. Entonces hizo contrapeso con todo el cuerpo y levantó la otra pierna…
—Sal de una vez —dijo Malice.
Se lanzó hacia delante y cayó de bruces encima de las rocas. Al segundo volvió a ponerse en pie. Malice estaba ante él, con las manos en las caderas.
—¡Estoy bien! —exclamó—. ¡Estoy bien!
—Baja la voz —dijo ella.
Malice echó a andar y él se apresuró para atraparla.
—Bueno, ¿adónde vamos? —le preguntó, pero ella no contestó.
Unos metros más adelante había un coche con el motor en marcha, parado en un stop. La puerta de atrás se abrió y de dentro salió una chica que los saludaba con las manos.
—¡Bum, bum, bum! —gritó—. ¡Oooh, pero si trae a su perrito Matty!
Un potente bajo salía por las ventanas abiertas.
Era Janelle, la chica rubia platino que se había quedado a dormir con Malice en la casa del abuelo Teddy la noche de su primera EEC. Se planteó si debía corregirle su nombre, pero Malice ya lo estaba empujando para que se metiera en el asiento trasero. Las chicas subieron tras él y arrancaron entre una explosión de graves y de piano y un rapero que gritaba: «Cuidado donde pisas, chaval».
Decidió no tomárselo como una advertencia de los dioses del estéreo.
Delante iban dos chicos negros, que se llevaban la peor parte de aquel ruido. El que conducía era alto y llevaba el pelo aplastado contra el techo. El del asiento del copiloto se giró y los miró por encima del respaldo.
—¡Ey, hola, renacuajo! —dijo, gritando por encima de la música.
Malice los presentó como los Hermanos Tarántula y, después de oír esto, los dos chicos se echaron a reír. Matty también se rio, porque estaba nervioso, y acto seguido se enfadó consigo mismo por estarlo. Entonces se dio cuenta de que su incapacidad para decir hola (para decir nada, de hecho) se había convertido ya en un Silencio Incómodo.
—Acaba de caerse por la ventana —explicó Malice.
Atravesaron Norridge, o a lo mejor lo bordearon: la inexistente planificación urbana de Chicago hacía que fuera imposible saberlo. Malice estaba más relajada y alegre de lo que Matty la hubiera visto nunca; no paraba de caerse encima de Janelle, y los cuatro (o sea, todos menos Matty) parecían hablar en un lenguaje hecho exclusivamente de chistes privados, términos sexuales y la palabra joder. Poco a poco empezó a entender algo. El conductor se llamaba Robbie y su copiloto, Lucas; Malice estaba colada por Kim Gordon de Sonic Youth; y a Robbie su padre (un pastor, o tal vez un diácono) lo había castigado por escuchar Wu-Tang Clan.
—RZA es de Pittsburgh —dijo Matty, aliviado de poder aportar algo a la conversación.
—¿Tú escuchas Wu-Tang Clan? —preguntó Malice. Le gustó el asombro de su tono de voz.
—No están mal —dijo Matty sin responder a la pregunta.
«RZA es de Pittsburgh» era un Dato Clave en su instituto, además de lo único que Matty sabía tanto sobre el rapero como sobre el grupo.
Al final terminaron en un Burger King. Malice y Janelle compartieron una ración de patatas fritas y, en un momento dado, una misma patata.
—Joder, tías —dijo Lucas—. ¿Por qué no os enrolláis para el público?
—Cierra el pico —replicó Malice—. Ha llegado Mike.
Una camioneta acababa de entrar en el aparcamiento.
—Ve, ve a ver a tu novio —dijo Lucas.
Malice cogió una patata frita como si fuera un cigarrillo.
—Sí, creo que voy a ir —dijo, y atravesó la zona de picnic en dirección a la camioneta. Nadie había salido de la cabina.
—¿En serio es su novio? —le preguntó Matty a Robby, basándose en la teoría de que el hijo de un cura sería menos amenazante.
—Digamos solo que se ven de forma regular —dijo Robbie.
—¡De forma crónica! —añadió Lucas, y soltó una carcajada.
Malice se acercó al lado del conductor de la camioneta, se paró delante de la puerta, se inclinó hacia la ventana y metió las manos dentro. Entonces las sacó y se guardó algo en el bolsillo de la camiseta. Intercambió unas palabras más con el conductor y echó a andar de nuevo hacia ellos, sonriendo.
—Ya está —dijo al llegar.
Los cinco volvieron a meterse en el coche de Robbie y se marcharon.
—¿Al Kmart? —preguntó Lucas.
—No —contestó Janelle—. ¡Al Priscilla’s!
—Los columpios otra vez no, joder —dijo Lucas—. Al final nos van a trincar.
Pero unos minutos más tarde estaban saltando una valla y corriendo a través de un prado hacia un parque infantil situado a la sombra de un edificio de aspecto carcelario: la St. Priscilla’s Academy. Janelle y Malice se quedaron con los columpios y los chicos se sentaron en la noria oxidada.
—Estas tías están piradas —afirmó Lucas. Se llevó un cigarrillo a la boca y se inclinó hacia delante. Robbie se lo encendió—. Pi-ra-das.
—Súper piradas —dijo Matty, sin convicción.
Las chicas estaban sentadas una encima de la otra, intentando columpiarse juntas. Matty no podía creerse lo diferente que era Malice con sus amigos. Era feliz.
—Bueno, ¿vamos al lío o no? —preguntó Robbie.
«¿Qué lío?», pensó Matty, pero siguió al grupo hasta la sombra, debajo de los muros del colegio. Malice se sacó un cigarrillo del sujetador. No, no era un cigarrillo.
—Por cierto, que de vez en cuando también podríais pagar vosotros —dijo Malice.
—Ni que el dinero fuera tuyo —replicó Lucas, y todos se rieron, incluso Matty, aunque no tenía ni idea de por qué.
Matty se había fumado uno antes, en octavo, enfrente de un CoGo’s, y no había detectado ningún efecto más allá de un ligero mareo. En esta ocasión inhaló con confianza y, a continuación, se pasó un buen rato tosiendo, incómodo. Pero su reacción no provocó risas, como había temido, sino preocupación y simpatía, además de numerosos consejos sobre cuál era la técnica apropiada. No paraban de rularle el porro para que volviera a intentarlo.
—Aguántalo en los pulmones —dijo Janelle—. Eso es.
Malice le dio una palmadita en la espalda después de que lograra exhalar sin mayores problemas.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Robbie.
—Bien —dijo Matty—. Es buen material.
Todos se rieron, pero ahora Matty tuvo la sensación de que se reían con él. Se echó sobre el cemento frío y contempló el altísimo muro del colegio y el cielo oscuro que había más allá. Las nubes se habían abierto, revelando un montón de estrellas relucientes.
No tenía ni idea de si era buen material o no, pero no notaba ningún efecto. A lo mejor era inmune. A lo mejor formaba parte de un subconjunto especial de la población con una resistencia innata a los efectos de la marihuana. Un mutante. Un mutante sobrio. Un mutante sobrio, regordete, blanco y aburrido. Capitán Beige.
Dios, cómo detestaba su cuerpo. Era de pi-ra-dos que tuviera que cargar con él todo el tiempo. ¿Qué sentido tenía ser una mente anclada a aquel lastre, a aquel peso muerto? Porque era eso, una masa amorfa que ya había empezado a volverse vieja, un borboteo de cánceres latentes, cada célula preparada para romperse, como una bolsa de sándwiches barata a punto de verter sus sustancias químicas en el suelo. Si la gente tenía que estar atrapada dentro de algo, ¿por qué no en un cuerpo robótico en el que uno pudiera confiar, algo sólido, como aquel muro de ladrillo? Y, joder, ¡menudo muro! Se elevaba por encima de él hasta el cielo nocturno, aquel techo negro decorado con pegatinas de estrellas. Si no estuviera atrapado, escalaría el muro con sus dedos espectrales, sería pan comido, como arrastrarse, ingrávido, por el fondo de la piscina, y entonces, al llegar a lo alto de la pared, contemplaría el patio del colegio, que se habría vuelto tan pequeño como un dormitorio, el césped tan frondoso como una alfombra.
Su cuerpo estaba ahí echado, gordo e inmóvil como un puf, pero Malice y sus amigos estaban bailando y riendo, vivos. Malice y Janelle daban vueltas cogidas de la mano con pasos de baile incompletos, mientras Robbie y Lucas cantaban «You-oh-oh, why you wanna give me a runaround». Pero había mucho más lejos de aquel patio. El cielo subía y subía como la tapa de una caja, tentándolo, y él lo siguió. Debajo, el paisaje de la vasta ciudad se extendía en todas direcciones, luces y farolas pequeñas como luciérnagas, y las autopistas caracoleando entre sí, ríos gemelos de luz, blancos de un lado, rojos del otro, fluyendo entre la ciudad y los lowlands de los barrios periféricos. Se rio, sorprendido al descubrir que estaba feliz, muy feliz, más de lo que había estado desde que se habían mudado de vuelta de Illinois. En la distancia, las torres de Chicago lo esperaban como mujeres con vestidos de lentejuelas, todas ellas admirando su reina, la Sears Tower. ¡Hola, chicas! ¿Cómo estáis esta noche? A lo mejor debería…
De pronto sintió como si le arrancaran el aire. El mundo se volvió borroso a su alrededor y Malice apareció delante de su cara.
—Contrólate un poco —le dijo, riendo—. ¡Cómo sigas gritando así nos van a arrestar a todos!
Entonces lo soltó y él cayó sobre el césped, riendo. Volvía a estar dentro aquel cuerpo gordo y amorfo que era el suyo. Pero estaba feliz: acababa de encontrar otra forma de salir.