13
Irene
—No sería precisamente la casa de los sueños de Barbie —le dijo a Graciella.
Las dos mujeres estaban en la calle, enfrente de una casa de 1967 con hierbajos de medio metro en el jardín y un garaje que parecía a punto de rendirse a la fuerza de la gravedad. El cartel de SE VENDE seguía apoyado en la puerta principal, aunque la casa se había vendido dos meses atrás. Pero no se había mudado nadie y seguramente no lo haría nunca.
—¿Y dices que la vendió NG Group? —preguntó Graciella.
—Pues sí. Pregúntame por cuánto.
Graciella la miró por encima de las gafas de sol.
—Uno coma dos millones —dijo Irene.
Graciella volvió a fijarse en la casa.
—¿Está construida encima de un pozo de petróleo?
Irene se rio.
—No. Es una propiedad que requiere una renovación.
—O sea que mi marido es un genio del negocio inmobiliario. ¿Quién la compró?
—Esa es la parte más interesante —dijo Irene—. La has comprado tú. —¿NG Group?
—No directamente. Pero en el fondo sí. Vuelve a formar parte de tu cartera.
—Y te mueres de ganas de contarme por qué.
—Pues sí.
—Adelante, adelante. No te quiero interrumpir.
—Pongamos que tienes un millón en efectivo y no quieres explicar de dónde ha salido —dijo Irene—. No puedes ingresarlo en el banco, sin más: los bancos tienen que informar de los depósitos importantes. Así pues, acudes a una inmobiliaria amiga y compras una casita por un milloncejo. Pero una semana o un mes más tarde decides que la casa te da grima y no la quieres. O sea que se la revendes por el mismo importe a la inmobiliaria, que se queda con la comisión de venta y te ingresa el resto en tu cuenta bancaria.
—Y los bancos no sospechan nada en una operación así —dijo Graciella.
—En la práctica, no se la vendes a la misma empresa a la que se la compraste —explicó Irene—. NG trabaja con un puñado de compañías inmobiliarias y todas se pasan efectivo y propiedades unas a otras como si fueran fichas en una partida de póquer. El dinero solo es real cuando alguien lo retira.
—Te refieres a cuando está limpio.
—Veo que lo has entendido.
—Caray —dijo Graciella—. ¡No soy la propietaria de una inmobiliaria, sino de una lavandería! —Miró a Irene—. Y estás sonriendo.
—Lo siento, es solo que…
—¡No te disculpes! Te encanta. Averiguarlo todo, descubrir cómo engañan a la gente.
—No puedo evitarlo —dijo Irene—. Piensa que me educó un fullero.
—Cuando conocí a Teddy, rezaba para que se produjera un milagro. Pero ahora creo que el milagro fue conocer a tu padre.
Y a ti. Tiene gracia cómo funcionan estas cosas, a partir de un encuentro casual. Ni siquiera suelo frecuentar aquella tienda. Pero me llegó un sobre de Dominick’s lleno de ofertas y cupones de descuento. Debió de enviármelo una niña, pues mi dirección estaba escrita con cera de color rosa.
—¡¿Cómo?!
Graciella frunció el ceño ante la exagerada reacción de Irene.
—¿Conoces a alguien que tenga ceras rosas?
—No, no —dijo Irene, y pensó: «Buddy»—. Continúa.
—No hay mucho más. Decidí ir a la tienda a ver qué tal. Entonces conocí a tu padre y resultó que conocía a la familia de mi marido. Es bastante increíble.
—Esa es la palabra, sí —dijo Irene. Tenía que hablar con Buddy y averiguar qué tramaba. Decidió cambiar de tema—. Seguiré investigando las finanzas de la empresa cuando regrese de mi viaje. —A la mañana siguiente volaba a Phoenix. Se había estado refiriendo a ello como «mi viaje». No «mi viaje a Arizona», ni «mi gran entrevista de trabajo» ni «mi puente de sexo tórrido».
—Cuando te vaya bien —dijo Graciella—. Me aseguraré de que te paguen por tu tiempo.
—No hace falta. Papá me ha pedido ayuda y resulta que puedo echar una mano, o sea que…
—Tu padre, por muy mono que sea, no puede prestarte como si fueras un cortacésped. Tienes unas aptitudes muy útiles, Irene, y te compensaré por ellas.
Sorprendida, Irene se dio cuenta de que Graciella no estaba siendo simplemente amable. Había dicho lo que realmente pensaba.
Sus poderes tenían un gran defecto, el motivo por el cual casi nunca se prestaba a ayudar: solo podía detectar a las personas que eran conscientes de estar mintiendo. Si se creían lo que decían, ella no tenía forma de determinar el grado de verdad de sus palabras. La gran lección de su infancia era que la mayoría de los adultos, pero especialmente su padre, se creían la mayor parte de las trolas que generaban. Un día, cuando tenía diez años, fue a verlo y le dijo:
—A mamá le pasa algo.
Teddy estaba sentado en el sofá del sótano, su cuartel general desde el accidente, viendo los Cubs en el canal nueve y vestido con lo que de un tiempo a esta parte se había convertido en su uniforme: camiseta interior, bermudas y zapatos negros de vestir. Era pleno agosto y hacía el clima de las tres ces: caluroso, cargado y canicular. El sótano era un poco más fresco que el resto de la casa, pero solo un poco.
—Mamá está bien —dijo él.
—Ah ¿sí? —preguntó Irene. Aliviada, incrédula, ansiosa por creerle. Notaba las lágrimas calientes que le acudían a los ojos.
—Me tapas la tele —dijo él.
Irene no se movió.
—Ha vomitado en el baño.
Finalmente, papá la miró.
—Esta mañana —dijo—. Y anoche.
Mamá había intentado hacerlo de forma discreta, pero el ruido era inconfundible.
—Vaya —dijo su padre. Se rascó el mentón, con los cuatro dedos pegados. Desde el accidente, sus manos se habían convertido en palas.
—¿Crees que tiene la gripe? —preguntó Irene.
—Se lo preguntaré.
—Si está enferma no debería trabajar —dijo Irene—. Tendrías que decirle que se quedara en casa.
A Teddy le faltó poco para sonreír. Si hubiera permitido que la sonrisa acudiera a sus labios, ella le habría gritado.
—El agente Smalls no te cae bien, ¿verdad?
Había pasado un mes desde que Smalls había sido incapaz de mentirle a Irene. Estaba enamorado de su madre. El hecho de que ella siguiera subiendo al coche con él cada mañana y trabajando con él le parecía inexplicable. Y que su padre se lo permitiera la ponía furiosa.
—¿Qué vas a hacer con lo de mamá? —preguntó Irene.
—Ya te lo he dicho, se lo preguntaré más tarde.
«Realmente cree que lo va a hacer», pensó Irene.
—Pero ¿está bien? —volvió a preguntar Irene.
—Le toca batear a Madlock —dijo él, cansado.
Más tarde, Irene empezó a preparar la cena, mientras Buddy le iba cantando los ingredientes a partir de la receta de su madre. Era chop suey, una versión súper sosa e igual de china que un pastel de carne. Cuando mamá volvió a casa, no intentó ayudarla como solía. Se sentó en la silla con Buddy encima del regazo y le dijo a Irene que estaba haciéndolo bien.
—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Irene. Le pareció que era lo que habría dicho un adulto.
—Ajetreado. ¿Y tú, qué has hecho hoy, señor Buddy? ¿Has hecho algún dibujo?
Siguieron en ese plan, hablando de todo y nada mientras la ternera picada se iba cocinando a fuego lento en la sartén, hasta que Irene llamó a Frankie y a su padre a cenar. Irene no pensaba preguntarle a su madre qué pasaba. Le aterrorizaba la posibilidad de que le contara la verdad.
En cuanto se sentaron, Frankie estaba allí para distraerlos. A sus diez años era una cotorra, antes de que la adolescencia lo convirtiera en un chico taciturno y de que, años más tarde, la desesperación de hacerse mayor lo convirtiera de nuevo en un parlanchín. Era el verano en que había encontrado la Enciclopedia de los dioses y héroes griegos en la librería móvil, y no paraba de preguntarle a papá a cuáles debía adorar la familia Telemacus. Era el único capaz de hacer reír a papá desde el accidente.
—Nada de paganismo —dijo papá—. Tu madre no lo aprobaría.
Mamá había estado moviendo el apio troceado y la ternera picada de un lado a otro del plato sin probar ni un bocado. Cuando creía que nadie la estaba mirando, su expresión se volvía fría, como si tuviera que redirigir toda su energía hacia otra parte. Pero Irene no la perdía de vista.
—Seguid fieles a Jesucristo y la Virgen María, por favor —dijo mamá. Se llevó la servilleta a los labios y retiró la silla—. Disculpadme un momento.
Estaba pálida y cubierta de sudor. Buddy se cubrió la cara con las manos.
Mamá se levantó y puso una mano sobre el respaldo de la silla. Pero se apoyó con demasiada fuerza y la silla se volcó. Mamá cayó de costado y se golpeó violentamente con la sien contra el linóleo.
Todos se levantaron de un brinco. Todos excepto Buddy, que seguía cubriéndose la cara. Mamá estaba avergonzada.
—Estoy bien, estoy bien. Sentaos todos, por favor. Solo he perdido el equilibrio.
Papá la ayudó a salir de la cocina y la acompañó escaleras arriba, hacia el baño. Tardó mucho en volver a la mesa de la cocina.
—Mamá está descansando —dijo, y miró a Irene—. Todo irá bien.
«Mentiroso», pensó ella.
Eran las seis de la mañana y Matty estaba despierto pero amodorrado, después de ofrecerse voluntario a llevar la bolsa de Irene hasta el coche y despedirse de ella cuando se marchara a Phoenix. Irene sabía que volvería a estar dormido antes incluso de que el coche llegara al final del caminito de acceso a la casa, pero su esfuerzo la emocionó de todos modos.
—Tengo la sensación de estar abandonándote a los lobos —le dijo ella.
—Pero son mi manada —repuso él—. Aúuuu.
La bromita no la engañó. Durante las últimas dos semanas, desde que le había dado calabazas a Frankie, Matty había estado malhumorado y tenso.
—¡Llevamos ya veinte minutos de retraso! —dijo papá desde el piso de abajo—. ¿Nos vamos o no?
—¡Nos vamos! —exclamó Matty.
—Dadme un segundo —dijo Irene.
No quería dejarlo. Ya había criado a una generación de niños salvajes, sus hermanos, y era muy consciente de los riesgos. ¿A alguien podía extrañarle que tuviera tantas ganas de encontrar a un hombre que se encargara de ella, para variar un poco?
—Oye, lo del tal Joshua… —dijo Matty—. No estarás pensando en mudarte a Arizona, ¿verdad?
—¿Has recogido tu habitación como te pedí? —preguntó ella. Después de tantos años viendo cómo los demás evitaban sus preguntas, le había cogido el tranquillo—. Ya me parecía a mí. Hazlo esta mañana, ¿vale? Y ven aquí. —Antes de que él pudiera huir, ella lo abrazó—. Te quiero, Matty. No te olvides de…
Irene retrocedió, con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —preguntó Matty.
Ella se agachó y volvió a olerle la ropa. Él intentó apartarse, pero ella lo agarró por el cuello de la camiseta y lo volvió a oler, con más fuerza.
—La madre que te parió —dijo. Matty puso unos ojos como platos.
—¡En marcha! —gritó papá.
—¿Estás fumando porros? —preguntó Irene.
Matty abrió la boca. La mentira murió antes de salir a la superficie.
—¿Ahora mismo? —preguntó él.
—Dios. Fumas hierba. ¡Fumas hierba! ¿Cómo puedes hacerme esto justo cuando estoy a punto de marcharme?
—¿Qué te ha hecho? —preguntó su padre.
Estaba al final de las escaleras, preparado para pasar a la acción: con el sombrero puesto, la chaqueta del traje abotonada y los gemelos relucientes. De no ser por su petulancia, habría sido un gran conductor de limusina.
—Está castigado sin salir de su habitación —dijo Irene—. En todo el fin de semana.
—¿De la habitación? —exclamó Matty.
Papá la miró, luego a Matty y volvió a mirarla a ella.
—¿Y cómo se supone que debo hacer efectiva esa reclusión?
—Pues muy fácil —dijo Irene—. Vigilándolo. Día y noche. Si sale de la habitación, le pateas el culo hasta que vuelva a entrar.
—Tal como lo dices, creo que en realidad me estás castigando a mí —dijo papá.
—¡Por el amor de Dios! —estalló Irene—. ¿Ni siquiera por una vez puedes comportarte como una figura de autoridad?
—No es mi fuerte —dijo papá—. Oh, vamos, no lo hagas. —Irene rompió a llorar—. Ya vamos con retraso.
—Prométemelo —le pidió ella.
—Vale, vale —dijo papá—. Te lo prometo. Y Matty también. No saldrá de su habitación más que para hacer sus necesidades fisiológicas más elementales. ¿Podemos irnos ahora? He quedado para desayunar.
—Yo también te lo prometo —dijo Matty. Sabía que su madre quería oírlo de su boca.
—Tú cierra el pico —le dijo. Entonces pasó junto a él en dirección a su cuarto. Él la siguió, emitiendo graznidos nerviosos—. ¿Dónde está? —le preguntó—. ¿Dónde la tienes escondida? —Abrió la puerta de su cuarto de un puntapié. El suelo estaba cubierto de ropa. Para su nariz, súbitamente sensibilizada a la droga, la habitación apestaba a marihuana—. Tráemela. ¡Ahora mismo!
Cualquier adolescente con una madre normal se habría hecho el loco para ganar tiempo, pero Matty sabía que mentir y dar largas no le iba a servir de nada. Ella lo había educado desde que era pequeño a aceptar que su madre tenía unos instintos infalibles. Matty se acercó a la cómoda, abrió el tercer cajón y metió la mano dentro. Le entregó la bolsita sin decir nada. Dos porros, uno de ellos a medio fumar.
—Si pierdes el vuelo no quiero quejas —dijo papá desde la puerta.
—¿De dónde los has sacado? —preguntó Irene.
Matty se puso colorado. Como un tomate, pensó ella, el color de las palizas.
—Se nos está pasando el arroz —dijo papá—. Vamos, anda. En marcha.
En el paréntesis abierto por su abuelo, Matty encontró unas palabras.
—Se los compré a alguien. Mayor que yo.
—¿Quién? —dijo Irene—. ¿Dónde? ¡Quiero nombres!
—Lo averiguaré mientras estés fuera —dijo papá—. Irene. Mírame. Interrogaré al chico a conciencia, no te preocupes.
Irene echó un vistazo al reloj. Si no salían de inmediato iba a perder el avión.
Soltó un grito.
Ocho horas más tarde gritó de nuevo, aunque en otro registro.
—¿Mmm? —preguntó Joshua desde algún punto situado al sur de su ombligo.
Ninguno de los dos decía nada. Era lo que ella necesitaba y lo que él le daba. Piel y sudor, y la acción urgente de dos cuerpos liberados de las interrupciones de un lóbulo frontal que convertía frenéticamente experiencias en nombres, verbos y adjetivos. Que etiquetaba. Y ella necesitaba algo puro, fuego y no el fuego, calor y no el calor. Su cuerpo le bastaba. Le encantaba el olor que él desprendía, el sabor intenso de su piel. Adoraba la humedad de su nuca. Sus pezones duros, mordisqueables. Incluso le gustaba su panza. Llevaban tres horas en aquella habitación de hotel, donde apenas habían intercambiado unas pocas frases, y lo único que ella quería era pasar el resto de su vida en aquel estado primitivo y no verbal.
Pero naturalmente eso era imposible. Tumbados uno al lado del otro en aquella cama gigantesca, con los pies unidos y cogidos de la mano, respirando juntos, Irene soltó un «Joder» de agotamiento y admiración.
—Pretérito perfecto, cariño —dijo Joshua—. Joderemos, estamos jodiendo, hemos jodido.
Esa era la trampa. A él lo deseaba tanto como a su cuerpo; ahora, en persona, no detrás de una pantalla, separados por satélites. Pero la única forma que tenía de llegar hasta su mente era atravesando un frenético enjambre de palabras. Alguien con más talento telepático habría sabido penetrar hasta ahí dentro y tomar la miel de sus pensamientos, pero Irene nunca había sido capaz de hacer eso. Seguía necesitando palabras, siempre las estúpidas palabras.
—Joder no es el término más apropiado para lo que acabamos de hacer —dijo Irene—. Necesitamos una palabra mejor, algo más festivo.
—¿Polvorio? —propuso.
—¡Felacidad!
—¡Guarreque!
A pesar de que estaban en Tempe, a apenas unos kilómetros de su casa, Joshua había accedido a que se vieran en una habitación de hotel, como habían hecho todas las veces que él había pasado por el aeropuerto de O’Hare. (La expresión «parada técnica» siempre les hacía reír). Cuando él había ido a Chicago, Irene no había querido enseñarle dónde vivía ni presentarle a su familia. Y ahora que había atravesado medio país para estar con él, tampoco quería ver su casa. Ni los muebles, sin duda mejores que los suyos, ni la ropa en el armario, ni los platos sucios del fregadero. Ni la habitación de su hija. Si Irene llegaba a ver cómo vivía, si llegaba a conocer a su hija Jun, tan solo cabían dos posibilidades: o bien sentiría rechazo y lo querría un poquito menos, o bien se vería viviendo en esa casa y desearía mudarse de inmediato. No podía exponerse a ninguno de esos dos desenlaces, todavía no. Su relación había florecido en el invernadero de Hotelandia. ¿Para qué complicarlo todo?
Y, sin embargo, en aquel viaje todo era complicado.
—¿Necesitas ir de compras? —preguntó Joshua—. ¿Unos zapatos, por ejemplo? ¿O algo de ropa?
—¿Crees que necesito ropa nueva?
—Si yo fuera el entrevistador no te haría falta llevar nada de nada.
—Contesta a mi pregunta.
Joshua dudó unos instantes.
—A ver, te has quejado de que la ropa que tenías para las entrevistas estaba pasada de moda.
Buena finta, pensó ella.
—Pasé por Talbots antes de venir. Lo cual me recuerda que debería colgarlo todo en perchas antes de que se arrugue.
Aun así, Irene no se movió de la cama. No quería pensar en la entrevista que Joshua le había conseguido en la empresa para la que él trabajaba. Había pasado su currículum a Recursos Humanos e incluso se las había arreglado para que la entrevista cayera en viernes y pudieran tener todo el fin de semana por delante. A Irene no le había sentado demasiado bien, pero no podía decírselo. Él solo trataba de ayudarla. Y, además, ¿por qué convertir eso en un problema cuando, quién sabía si a lo mejor, una vez terminado el proceso de selección, la empresa la quería precisamente a ella, por méritos propios, y a ella le interesaba el puesto? Pero lo que había acabado con todas esas incómodas interferencias había sido su desesperación por huir de su vida actual. Su padre tonteaba con gángsteres, su hijo fumaba porros, y ella estaba sin blanca y trabajaba de cajera por un salario que rozaba el mínimo.
Necesitaba un cambio radical. Necesitaba un home run, el grand slam de todas las metáforas deportivas.
—Tengo algo para ti —dijo Joshua.
Se incorporó de un salto y ella admiró el movimiento de sus nalgas musculadas. Le encantaba estar desnudo. En cuanto abrían la puerta de la habitación de hotel, se mostraba tan desinhibido como un niño pequeño, lo que, a su vez, le permitía a Irene dejar a un lado su propia timidez. Los habitantes de Hotelandia no conocían la vergüenza.
Joshua sacó algo de su maleta con ruedas, lo escondió detrás de la espalda y acto seguido se lo ofreció: era una caja envuelta en papel de regalo, algo más grande que una caja de camisas, con un lazo verde. Al ver que tardaba en cogerlo, Joshua empezó a mover las caderas para menear el pene ante ella, y eso la hizo reír.
Era precisamente esa capacidad congénita para hacer tonterías lo que tanto la atraía, la echaba atrás y la volvía a empujar en su dirección. Irene era una mujer seria que había crecido rodeada de hombres frívolos; era natural que no quisiera tener nada que ver con un bobo, por encantador que fuera. En sus conversaciones por internet, él no paraba de chincharla, de hacer juegos de palabras y de lanzar diatribas en mayúsculas contra quien fuera que hubiera osado ofenderla ese día. En persona, cuando ella le pedía que no hablara, recurría a bromas con el cuerpo.
—Bonito lazo —dijo Irene—, ¿lo has envuelto tú?
—Sí, he aguantado el lazo con el manubrio.
Irene quitó el envoltorio brillante y abrió la caja. Dentro había un portafolios de piel marrón, resplandeciente y sedoso. La tapa llevaba sus iniciales bordadas.
—Para que guardes tus currículums —aclaró Joshua—. Y mira, ¡viene con un bloc de notas amarillo! ¡Y una ranura para el bolígrafo!
—No solo eso, sino que el cuero es de primera calidad —añadió ella.
Tomó su cara entre las manos, lo atrajo hacia sí y se sorprendió al notarse las pestañas húmedas por las lágrimas. «¿Es necesario que llores, Irene? ¿De verdad?».
—Sé que estás nerviosa —dijo él—, pero los vas a dejar pasmados. Lo sabes, ¿verdad?
Lo amaba cuando él creía estar diciéndole la verdad. La cuestión era si lo quería lo suficiente en los demás momentos. Tan solo hacía dos meses que se conocían y Joshua ya esperaba que ella cruzara el país para estar con él, como una novia encargada por internet. Hablaba como si eso fuera Lo Más Normal del Mundo, una gran aventura, un simple pasatiempo. Joshua no se hacía una idea de lo difícil que resultaba para ella. Principalmente porque no se lo había dicho.
La cogió del brazo.
—Venga. Arriba.
—¿Qué haces?
Irene agarró el portafolios mientras él la empujaba hacia el gran espejo que había en la pared.
—Ponte aquí, delante de mí.
Le colocó una mano sobre el hombro, acercó una mejilla a la suya y juntos contemplaron la imagen en el espejo.
—Repite conmigo —dijo Joshua—. Yo, Irene Telemacus, voy a conseguir este trabajo.
Ella entornó los ojos.
—Yo, Irene… —dijo él.
—Voy a conseguir este trabajo —continuó ella.
—No me lo digas a mí. Dilo para darte cuenta de que es verdad.
Irene miró a la mujer desnuda en el espejo que agarraba el portafolios como si este pudiera protegerla.
—Si me contratan, los afortunados serán ellos —dijo.
Era imposible saber si la Irene del espejo decía la verdad. No revelaba nada.
Joshua deslizó la mano debajo del portafolios y le pellizcó un pezón.
—Ahí le has dado.
La entrevista no empezó nada mal. Amber, la representante de Recursos Humanos, una ninfa de veintitantos hecha de pecas y actitud positiva, le ofreció una visita del edificio, destacando la oficina abierta donde se sentaría Irene en caso de conseguir el puesto. Su escritorio estaría más rodeado de ventanas que en cualquier otro lugar en el que hubiera trabajado, a excepción del drive-thru de Burger King. Todos le sonreían y parecían amables, y Amber comentó con entusiasmo el buen ambiente de trabajo que había y lo informal y guay que era todo el equipo. La chica estaba convencida de todo lo que decía. Y ciertamente, el código de vestimenta no era nada estricto. Todos lucían un estilo informal típico del Suroeste: polos y pantalones caqui, vestidos de verano e incluso pantalones cortos y sandalias. Solo los altos mandos parecían vestir con camisa y traje, y eso hizo que Irene se sintiera como una carca del Este, adusta como una misionera.
La entrevista propiamente dicha comenzó en una sala de reuniones acristalada con una mesa en forma de tabla de surf. Amber le presentó a Bob, su posible futuro jefe, y a Laurie y Jon, sus posibles futuros compañeros. Ambos ostentaban el mismo cargo, aunque Laurie remarcó que ella llevaba allí cuatro años más.
Bob explicó en qué consistía la labor del consultor, el tipo de clientes con los que trabajaban, el sinfín de expertos con los que contaban y el tipo de persona que podría encajar en su «familia». Jon y Laurie iban metiendo baza para dar ejemplos concretos. Ambos tuvieron el detalle de mencionar lo bien que les caía Joshua: era genial, muy espabilado.
Y finalmente llegó la hora del interrogatorio. Los demás abrieron sus portafolios y fingieron que examinaban el currículum de Irene, en silencio.
Irene se contuvo y no abrió el suyo. De pronto el monograma bordado le parecía pretencioso y ridículo.
—Y bien, Irene —dijo Bob, el jefe—, no veo ningún grado por aquí.
Como si acabara de darse cuenta.
—No —contestó ella—, pero tengo experiencia en teneduría, contabilidad y, bueno, administración de finanzas.
—Ajá… —dijo Jon, y luego hizo una mueca a modo de disculpa—. Pero ¿eres consciente de que para este puesto se necesita por lo menos una diplomatura? Ya sea en administración de empresas, contabilidad o algún otro campo relacionado.
—Sí, ya lo vi —dijo Irene—, pero no estaba segura de que fuera un requisito imprescindible.
Joshua la había animado a presentarse de todas formas.
—Mmm —dijo Bob.
Siguió otro largo momento de silencio, como si estuvieran llorando la muerte de sus expectativas.
—¿Qué puedes decirme de tus estudios después de la secundaria? —preguntó Bob—. Quizás hayas hecho algún curso en una escuela de negocios.
¿En serio creían que no lo habría mencionado en el currículum si fuera así?
—Tengo la intención de continuar con mis estudios tan pronto como sea posible —repuso.
—Eso podría ser duro —dijo Jon—. Quiero decir, trabajar aquí a jornada completa y, además, cuidar a un hijo.
Irene no había mencionado a su hijo en ningún momento y, desde luego, no aparecía en su currículum.
—¿Tienes alguna experiencia con programas informáticos de contabilidad? —preguntó Laurie.
—Sé utilizar hojas de cálculo —contestó Irene—. En mi último trabajo usábamos un sistema propio, que se basaba sobre todo en el papel.
—¿En Aldi trabajan con papel? —preguntó Jon, fingiendo sorpresa.
«Hijo de puta», pensó Irene. Sabía perfectamente que ella no se refería a Aldi.
—Aquí tenemos un sistema un poco más complejo —dijo Bob.
Jon se rio como un auténtico lameculos. Incluso a Laurie se le escapó una risita.
A partir de ahí, la cosa fue de mal en peor. Irene comprendió que le habían concedido la entrevista solo por deferencia a Joshua, y que ahora querían dejarle muy claro que ni pintaba ni jamás pintaría nada allí. Amber, la de Recursos Humanos, no le preguntó absolutamente nada, pero no dejaba de garabatear en su cuaderno, como una niña de cinco años sentada en el banco de una iglesia.
A Irene le ardía la piel. Se obligó a seguir sonriendo y a que no le temblara la voz.
Diez minutos o una hora más tarde, dependiendo de si te encontrabas en el lado de quienes proferían los insultos o de quien los recibía, Amber abrió finalmente la boca. Sonrió y pronunció las palabras que siempre marcan el fin de la ceremonia:
—¿Tienes alguna pregunta?
Irene recordó los momentos en el escenario, pestañeando bajo los focos, mirando a la oscuridad llena de desconocidos que esperaban que fracasara. El gran alivio que sintió cuando Archibald les desenmascaró y mamá decidió no volver a salir al escenario. Estaba harta de sentirse juzgada.
Amber volvió a hablar:
—Bueno, pues si no tienes nada más que…
—Ahora que lo dices, hay una pequeña experiencia laboral que se me ha olvidado mencionar —dijo Irene.
Los tres se la quedaron mirando, perplejos. Mentalmente ya habían pasado a la siguiente entrevista, al próximo candidato.
—De pequeña, mi familia hacía un número de mentalismo. Teddy Telemacus y Su Increíble Familia. Parece una locura, lo sé, pero durante cierto tiempo fuimos famosos. Hicimos una gira por todo el país. Incluso llegamos a salir en un programa de la televisión nacional.
—¿Mentalismo? —preguntó Laurie.
—Eso parece interesante —afirmó Bob, el jefe—, aunque no estoy seguro de que sea relevante para…
—Permitidme que os lo explique —dijo Irene—. Cada uno de nosotros tenía un talento. Mi hermano era capaz de mover objetos con la mente. Mi madre era clarividente. Y yo era el detector de mentiras humano. —Sonrió y, automáticamente, Amber le devolvió la sonrisa, aunque en sus alegres ojillos se veía el pánico.
»En un momento dado del espectáculo, mi padre llamaba a alguien del público y le explicaba mi habilidad. Solo tenían que decir alguna mentira y conseguir que yo no les pillara. Podía tratarse de algo sencillo como, por ejemplo, decir que tenían un as de picas en la mano cuando en realidad era de tréboles, o decirme su edad o su peso. Entonces papá les pedía que escribieran dos verdades y una mentira en un trozo de papel, igual que en el juego.
»A veces la cosa se ponía interesante. Si el público se prestaba a ello, papá les animaba a escribir algo embarazoso, algo subido de tono. Yo ni siquiera comprendía algunas de las frases. Solo tenía diez años. Pero ¿sabéis qué?
Ahora sí que había captado su atención. Más de veinte años sin pisar un escenario, pero los viejos recursos seguían intactos.
—No fallé jamás —dijo Irene—. Ni una sola vez.
Bob y Jon se miraron.
—¿Ni una sola vez? —preguntó Laurie—. ¿Cuál era el truco?
—Es simplemente algo que podía hacer. Que puedo hacer.
Bob sonrió desconcertado, sin saber si hablaba en serio.
—En ese caso, lástima que no tengamos aquí una baraja.
—Ya sé —dijo Jon.
Metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda. La lanzó al aire y la tapó con las manos. Entonces las entreabrió y echó un vistazo.
Irene esperó.
—Cara —dijo Jon.
—No, no es verdad.
Jon rio.
—Me has pillado. Venga, otra vez.
—Por qué no lo dejamos aquí —dijo Bob—. Si no tienes preguntas, podemos dar la…
—Sí, tengo algunas preguntas —le espetó Irene.
Bob soltó un suspiro.
—Muy bien, de acuerdo. Dispara.
Irene hizo ver que miraba sus notas.
—Todo lo que me habéis contado hace pensar que sois la empresa ideal —dijo ella—. ¿Alguno de vosotros ha buscado trabajo en otra compañía, pongamos, en los últimos seis meses?
Nadie habló, hasta que Amber, la de Recursos Humanos, dijo:
—No creo que esa pregunta sea…
—Por supuesto que no —contestò Bob.
—Yo tampoco —dijo Jon.
Laurie negó con la cabeza.
—Pienso seguir aquí durante mucho tiempo.
—Mmm —dijo Irene, como si estuviera sopesándolo—. Bob y Laurie dicen la verdad, pero Jon…
Amber abrió los ojos de par en par.
—¿Con qué empresa has contactado? —preguntó Irene.
La sonrisa de Jon era un tanto forzada.
—No sé de qué me hablas.
—Pues eso también es mentira —dijo Irene—. ¿Bob, sabías que Jon no estaba contento aquí?
Bob parpadeó, desconcertado. La entrevista había tomado un giro inesperado y él se esforzaba para que siguiera su curso habitual.
—No importa, otra pregunta —prosiguió Irene—. Bob, ¿en la empresa los hombres y las mujeres reciben sueldos iguales por el mismo puesto?
—Desde luego que sí —contestó Bob.
Era mentira, pero esa pregunta solo era el preámbulo de la bola rápida que le tenía reservada.
—Aquí tenemos a Jon y a Laurie. Ambos son directores adjuntos, pero ella lleva más tiempo trabajando para vosotros. ¿Gana más que Jon?
Laurie se inclinó hacia delante y puso los codos encima de la mesa, un claro indicador de que ya conocía la respuesta.
—Tengo que advertírtelo —le dijo Irene a Bob—, nunca me equivoco.
—Pero ¿quién eres? —preguntó Bob.
—Lo voy a interpretar como un no. —Entonces se volvió hacia Laurie—: Yo, en tu lugar, me buscaría otro trabajo. O cogería el puesto de Jon cuando se vaya. Eso sí, asegúrate de exigir el mismo sueldo.
Entonces recogió su bonito portafolios de la mesa y se levantó. Se sentía mareada, pero se mantuvo en pie. Jamás se habría permitido caerse.
—Ha sido un placer conoceros —les dijo.
Ninguno de ellos era un detector de mentiras humano, pero no le cabía duda de que iban a ser capaces de juzgar aquella afirmación. Abandonó la sala antes de que pudieran aplaudirle.
Seis horas más tarde, Teddy la esperaba en la acera del aeropuerto de O’Hare.
—Tengo que reconocer que me alegro de que hayas vuelto a casa antes de tiempo —dijo.
Irene se limitó a mirar por el parabrisas mientras se alejaban del aeropuerto. No tenía ganas de hablar. Acababa de exiliarse de Hotelandia, pero prefería seguir con la tradición silenciosa que allí se estilaba.
—Necesito que me ayudes con algo. Algo que ayudará a Graciella. Te cae bien, ¿verdad? Creo que habéis hecho buenas migas.
Papá no le preguntó por qué había vuelto un día antes de lo previsto, ni tampoco pareció darse cuenta de que estaba hecha polvo y tenía la mirada perdida. Pero ¿de qué se sorprendía? Antes de subir al avión tampoco le había preguntado por qué viajaba a Arizona ni a quién iba a ver. No había notado su nerviosismo e ilusión, y ahora tampoco era capaz de ver que tenía el corazón roto. Lo único que le había preguntado era cuándo se iba y cuándo volvía, y solo porque quería saber durante cuánto tiempo tenía que encargarse de Matty.
«Mi padre es un narcisista», pensó. Aunque aquella idea no era ninguna novedad: a los diez años había comprendido que si no formabas parte del espectáculo, formabas parte del público.
Teddy se saltó la salida de North Avenue e Irene le lanzó una mirada de reproche.
—Un último recado —dijo él.
—Quiero que me lleves a casa —replicó Irene. Últimamente había hecho demasiados recados en coche con su padre y tenía ganas de que este fuera el último.
—Yo te he echado una mano, ahora te toca a ti ayudarme —le dijo Teddy—. Es imprescindible que estés a mi lado durante la próxima media hora.
—¿En qué clase de timo andas metido ahora?
—Solo quiero hacerle un favor a una mujer.
Su intento de mostrarse indignado resultaba poco convincente.
—Claro, por supuesto, es todo por Graciella. Pero ¿tú te has visto? Si casi estás dando saltos detrás del volante.
—Me gusta ayudar a la gente —contestó Teddy.
Irene soltó un gruñido despectivo.
—¿Qué pasa? —le preguntó él—. ¿Por qué te comportas de esta manera?
—Por el amor de Dios, papá. No me cabe en la cabeza por qué sigo haciéndolo. Soy una mujer adulta, pero sigo… Ay, es igual.
—¿Haciendo qué? Vamos, explícamelo.
—Llevo la mayor parte de mi vida esperando a que me hagas caso —le espetó Irene, negando con la cabeza—. Menuda pérdida de tiempo.
—¿Hacerte caso? ¿Cómo no iba a hacerte caso? Si eras tú la que fruncía el ceño cada vez que hacía algo que tu madre no habría hecho.
—Ya estamos otra vez. Has tardado una sola frase en darle la vuelta y hacerte la víctima.
—Y tú ya vuelves a fruncir el ceño. Ahora mismo.
—¿Es que no se te ha ocurrido preguntarme por qué necesitaba que cuidaras de Matty?
—No dudo de que era por algo importante.
—Es increíble.
—¡Si hubieras querido contármelo, me lo habrías contado! Perdóname por respetar tu intimidad. Bueno, este es el bar.
—¿Qué bar? ¿Vamos a un bar?
—Técnicamente se trata de una taberna. ¿Te acuerdas de este sitio? Te llevé de pequeña algunas veces.
—Jamás me has traído aquí. Es probable que vinieras con Frankie.
—Puede ser, puede ser.
Teddy aparcó en el sitio más cercano a la puerta, que resultó ser una plaza para minusválidos. Irene empezó a reñirle, pero él la mandó callar.
—Tranquila, es legal. Mira dentro de la guantera.
Irene la abrió, encontró la tarjeta de minusválidos y la sacó con dos dedos, como si se tratara de un pescado muerto o de una pistola cargada. Papá puso los ojos en blanco y colgó la tarjeta en el retrovisor.
—Haz el favor de salir a ayudarme.
—¿Cómo dices?
—Que me ayudes a entrar al bar.
—¡Apáñatelas tú solito!
—Me cago en la leche, Irene, no te estoy pidiendo nada del otro mundo. Agárrame del brazo como si me costara andar. Ayúdame a sentarme, estate muy pendiente de mí…
—Joder, ¿y se puede saber por qué?
—Ahora no tengo tiempo de explicártelo. Pero ten por seguro que…
—Seguro que es por algo importante —le espetó Irene, devolviéndosela.
—¡Desde luego! ¡Es importantísimo! —dijo Teddy, inmune al sarcasmo—. Y ahora recuerda que soy un viejecito débil.
—Sí, débil de mente —repuso Irene, lo suficientemente alto como para que la oyera.
Hicieron el numerito del carcamal de camino a la puerta. Teddy ponía un pie delante del otro a conciencia mientras se agarraba al brazo de su hija. Se le daba tan bien que a Irene no le costaba visualizar la prótesis de cadera.
—Un bastón me habría venido de perlas —le susurró Teddy—. Quizás uno de esos con tres patas de goma.
Irene no se podía creer que se hubiera prestado a esto.
—Ese tipo de bastón es el más lastimoso de todos —prosiguió Teddy—. Con uno de esos es imposible hacerse el elegante. Desde luego, Fred Astaire no bailaba con un bastón de tres apoyos.
Irene le abrió la puerta y él entró renqueando. El ambiente era oscuro, apestaba a cerveza rancia y lejía barata.
—¿Lo de siempre, Teddy? —dijo una enorme masa indistinguible desde el otro lado de la barra.
Teddy soltó una risa sofocada y se volvió hacia Irene.
—Hace veinte años que no piso este sitio y Barney aún se acuerda de lo que tomo.
Había conseguido hablar con voz quebradiza, como si esta necesitara su propio bastón de tres apoyos.
—Sentémonos en la barra —le dijo a Irene.
Estaban solos en el bar. A esas horas del sábado quizá fuera demasiado temprano incluso para los borrachos de turno.
—Claro, papá —contestó Irene con indiferencia—. Espera que te traiga un taburete.
—Ella no va a tomar nada —dijo Teddy, dirigiéndose al camarero—. Lleváis usando el mismo trapo desde 1962. Su cuerpo no tiene defensas suficientes para este sitio.
—Me tomaré una cerveza —replicó Irene—. De botella.
Barney asintió. Debía de tener la misma edad que papá, solo que le triplicaba en tamaño.
—Y bueno, ¿cómo va el negocio? —preguntó Teddy.
Lo hizo con un temblor añadido, tal como lo haría un viejo que intenta sonar jovial. Se pusieron a hablar de gente a la que Irene no conocía y a la que esperaba no llegar a conocer nunca.
Irene miraba cómo la Irene del espejo iba dando sorbos a la cerveza. Esa mujer vivía en un universo alternativo llamado Arizona en compañía de un hombre que la amaba.
Cuando había regresado de la entrevista, Joshua se había dado cuenta de lo disgustada que estaba —a diferencia de su padre, él no era un narcisista— e insistió en conseguir respuestas a sus preguntas. Quería palabras. Ella no había sido capaz de explicarle por qué se había cabreado tanto y, en consecuencia, tampoco había podido explicarle por qué había estado a punto de prender fuego a la sala de reuniones. No había sido capaz de decirle lo enfadada que estaba con él.
—No vuelvas a hacerme un favor nunca más —le espetó, y se puso a hacer la maleta.
Joshua pasó todo el camino hacia el aeropuerto intentando hablar con ella y siguió probándolo mientras Irene cambiaba su billete. Incluso le pagó los costes adicionales a la vez que le preguntaba «Pero ¿qué estás diciendo?», como si ella le hablara en una lengua desconocida.
Lo único que consiguió detenerlo fue la puerta de embarque.
—Tú nunca te irás de Arizona —sentenció Irene. Su enfado se había transformado en desconsuelo y ahora estaba hecha un mar de lágrimas—. Nunca podrás irte, teniendo la custodia compartida. Y yo no puedo vivir de las migajas de afecto que quieras darme. Aquí no hay futuro para mí.
¿Cómo podía explicárselo? El tiempo que había pasado en Hotelandia había sido maravilloso, pero no era un lugar al que mudarse a vivir para siempre. Lo sensato era dejarlo ahora.
—Bueno —dijo papá al camarero—, ¿ya ha llegado Mitzi?
Barney señaló con la cabeza por encima del hombro de Teddy. Una mujer en la misma franja de edad que los dos hombres se acercaba a Teddy con los brazos abiertos.
—Bueno, bueno, pero ¿qué nos ha traído el gato? —dijo Mitzi.
—¿Te refieres a mi hija? —preguntó Teddy con una sonrisa.
—Sí, porque tú eres un perro viejo —repuso Mitzi y le besó en la mejilla. Entonces se volvió hacia Irene—. Ahora sí que me siento vieja. Tu padre me hablaba mucho de ti.
—Encantada de conocerla —contestó Irene.
—Es un sol de hija —dijo Teddy—. Me lleva a todas partes.
—Siempre es bueno tener a una mujer fuerte a tu lado —repuso Mitzi.
—Hablando de mujeres fuertes —dijo Teddy dirigiéndose a Irene—, si buscas un ejemplo a seguir, no tienes más que mirar a esta señora. Mitzi ha estado al frente de este negocio a las duras y a las maduras.
—Eres un zalamero —replicó Mitzi. Era una mujer menuda y flacucha como un pajarillo, con unos ojos que brillaban como los de un pinzón—. No me digas que tú también vienes a venderme ese rollo de UltraLife, ¿verdad?
—¿Y eso qué es? —preguntó papá con genuino desconcierto.
—Frankie me lo trajo cuando empezó a venir —aclaró Mitzi—. ¡Pues oye, me dejó como nueva!
Irene clavó una mirada severa en su padre. Entonces ¿aquella visita era por Frankie y no por Graciella? No podía ser, Teddy no tenía ni idea de lo que le estaba contando Mitzi.
—Así que Frankie se pasa por aquí de vez en cuando —dijo Teddy.
—Ah, sí —contestó Mitzi—. Una vez por semana. Casi siempre. Aunque alguna semana no se ha presentado.
Papá parecía inquieto.
—Perdóname si mi hijo te ha dado la tabarra. Es que está entusiasmado con esa cosa.
—¿Quieres pasar a mi oficina y lo hablamos? —preguntó Mitzi.
Papá dudó unos instantes antes de contestar:
—Podemos hablar delante de Irene. Ella ya está al corriente de los asuntos de Frankie.
Una mentira como una casa. Irene no tenía ni idea de lo que estaba pasando y no la tranquilizaba mucho ver que Teddy tampoco se enteraba de nada.
—Como quieras —dijo Mitzi con escepticismo.
Ocupó el taburete que había al lado de Teddy. Ahora estaban los tres sentados, de espaldas a la barra. Barney había desaparecido en la habitación trasera.
—Volviendo al tema de las visitas de Frankie —dijo papá—, ¿de cuánto estamos hablando?
—Ya sabes que para mí las cifras son información confidencial.
—¿Cuánto es, Mitzi?
—Desde ayer, cuarenta y nueve mil setenta y cuatro dólares y veinticuatro centavos.
Irene comprendió de golpe lo que significaban aquellos números. A juzgar por la expresión de su cara, papá también estaba estupefacto.
—Le pedí que te mantuviera al margen de esto —dijo Mitzi—. La semana que viene va a hablar con Nick. Seguro que lo arreglan.
«Mierda», pensó Irene mientras se le pasaban por la cabeza unas imágenes terribles sacadas de una docena de películas violentas. Imaginó que su hermano intentaría resolver ese lío hablando, que era como intentaba resolverlo todo. Frankie jamás se había metido en la cabeza que cuando estás con el agua al cuello, lo mejor es cerrar el pico.
—No —dijo papá—. Yo hablaré con Nick.
Irene observó a su padre. Hace unos instantes, no sabía que Frankie les debiera dinero, y ahora había hecho creer a Mitzi que no solo estaba al corriente, sino que además ya tenía un plan en marcha. Teddy Telemacus, un farolero de primer orden. Su cara de póquer le convertía en la única persona de la familia que era capaz de esconderle cosas a Irene. Eso y el hecho de que escogiera sus palabras con el mismo cuidado con el que elegía sus cartas.
—¿Quieres hablar con Nick en persona? —preguntó Mitzi—. No creo que sea buena idea.
—Tu hermano tiene muchas más probabilidades de recuperar su dinero de mí que de Frankie —dijo Teddy.
—No se trata de eso, y lo sabes.
—Estamos hablando de mi hijo, Mitzi. Te lo pido por favor. Organiza un encuentro.
Irene no dijo nada más hasta que estuvieron de vuelta en el coche. Teddy la dejó conducir para guardar las apariencias.
—Pero ¿qué coño ha sido todo esto? —preguntó ella.
—Estoy tan sorprendido como tú.
Y era verdad. Ahora que había salido del bar podía dejar de fingir.
—Iba con la intención de pedirle una reunión con Nick para hablarle de Graciella. ¡Y va y me encuentro con esto!
Aun así, Irene quería asegurarse de que se referían a lo mismo.
—Entonces ¿Frankie le debe cincuenta de los grandes a la mafia?
—Eso parece.
—Eso explicaría cómo consiguió mantener Bellerophonics a flote durante tanto tiempo sin tener clientes.
—A mí no paraba de pedirme dinero —dijo papá—. La tercera vez que lo hizo le respondí que estaba sin blanca y que lo que tenía que hacer era cerrar el garito, ponerse a trabajar por cuenta ajena y ganar un sueldo de verdad. No se me ocurrió que sería tan idiota como para ir a pedírselo al hijo de puta de Nick Pusateri. El único sentido de tener hijos es asegurarte de que no van a repetir tus mismos errores.
Irene estaba bastante segura de que, detrás de eso, había toda una historia en la que no tenía ningunas ganas de indagar. En lugar de eso, le preguntó por el siguiente paso.
—No piensas pagarle, ¿verdad?
—Tú llévame a casa, Irene. No, espera. Al Wal-Mart. Irene enarcó las cejas.
—Tengo que comprar un bastón y un bate de béisbol.
—Lo del bastón lo entiendo.
—El bate es para pegarle una paliza a tu hermano.
—Entonces que sean dos —dijo Irene.