16
Buddy
… y él baja las escaleras y entra en la cocina, donde su hermana y su hermano están sentados a la mesa, sin dónuts. Estos llegan más tarde. Irene está intentando que Frankie le cuente qué le ha pasado esta noche, pero él está mudo mientras trata de encontrar las palabras. Buddy los contempla desde las sombras durante un minuto entero, con el corazón henchido, hasta que Irene se percata de su presencia.
—Buddy —dice—. ¿Estás bien?
Pero no, no está bien. ¿Quién lo está? En esta casa nadie, eso está claro. Frankie tiene la mirada vacía, es un hombre perdido. Buddy se acerca a la mesa. Agita los dedos, con la palma vuelta hacia arriba.
Frankie se le queda mirando, aunque apenas lo ve.
—Creo que estás bloqueando el caminito de acceso —le dice Irene.
Buddy repite el gesto. Frankie suelta un suspiro —no uno fingido, sino uno profundo, digno de un blues del Delta— y se mete la mano en el bolsillo.
Buddy se acerca a la puerta con las llaves de Frankie colgando de un dedo, mientras, a sus espaldas, Irene le dice a su hermano:
—Empieza por Loretta. ¿Por qué te ha echado? ¿Es por el dinero que debes?
—¿Y tú cómo sabes eso? —pregunta Frankie con un hilo de voz.
Buddy se aleja por el camino y abre la puerta trasera de la furgoneta de Bumblebee. Rebusca a oscuras hasta encontrar la caja que en su día se vio a sí mismo encontrando y la abre con la ayuda de una llave. Dentro están las cuatro grandes latas de polvo de zumo de bayas Goji Go! que esperaba encontrar. Abre una y deja a la vista el contenido, que la escasa luz hace que parezca negro, mete un dedo dentro y se lo lleva a la boca, a lo «Corrupción en Miami». Sabe a yeso y a jarabe para la tos. Escupe varias veces para quitarse el sabor de la boca.
Se siente fatal por lo que está a punto de hacer. Intenta no causarle daño a nadie y la mayor parte del tiempo recuerda lo suficiente para saber que no está infligiendo un daño permanente, o por lo menos no tanto como parece de entrada. Como con Frankie. Sí, para él fue aterrador que los empleados del casino se lo llevaran a rastras, pero al final no solo no pasó nada verdaderamente malo, sino que Frankie incluso aprendió a encajar un puñetazo. Pero lo de ahora, en cambio, es distinto. Buddy no recuerda qué sucede después del 4 de septiembre. ¿Y si lo que haga esta noche tiene ramificaciones que se extienden más allá de esa fecha?
Y, sin embargo, solo puede actuar según le dicta su memoria futura.
Buddy se mete una mano en el bolsillo y saca el sobre de insecticida. Lo vacía dentro del bote de polvos de goji, y lo remueve un poco con el rotulador permanente que se ha llevado. Pero solo un poco. La primera dosis saldrá de la capa de arriba. Luego vuelve a poner la tapa y escribe: «¡Abraza la vida!».
Tarda apenas veinte minutos en realizar la entrega —a estas horas de la noche casi no hay tráfico— y se acuerda de pasar por Dunkin’ Donuts. Pide una docena de donuts, la mayoría con pepitas de chocolate —que le encantan— y añade una caña de cabello de ángel. Ya se dirige hacia casa con la caja en las manos cuando de repente se acuerda de que en teoría tiene que hacer algo antes. Algo relacionado con el garaje. ¡Ah, claro!
Allí descansa el enorme Buick de Teddy. Buddy abre la puerta del conductor y se estremece ante el absurdo y ruidoso timbre de la puerta. Manteniendo la caja de donuts en equilibrio sobre una mano, rebusca debajo del asiento del conductor. Pronto encuentra el premio: una bolsita de plástico con dos cigarrillos de marihuana, uno de ellos a medio fumar. Mejor no mezclarlos con los donuts. Se los guarda en el bolsillo para luego.
Frankie e Irene siguen sentados a la mesa, pero ahora guardan silencio. Él se sujeta la cabeza con las manos. Ella contempla el tablero de la mesa con los brazos cruzados sobre el regazo. Es como si estuvieran jugando una partida invisible de ajedrez y hubieran perdido el rastro de las piezas.
Buddy abre la caja de donuts y deja que Frankie elija primero. Un discreto «oh» de sorpresa escapa de los labios de su hermano. Elige la caña de cabello de ángel. Las cañas son sus preferidas. Siempre lo han sido y siempre lo serán.
No hay suficientes dónuts en el mundo para compensar lo que le hace a su hermano en Alton. Se trata de un acto de egoísmo. Egoísmo fruto de una necesidad extrema, de una curiosidad genuina y acuciante, es verdad, pero egoísmo de todos modos.
Está acostado en la cama junto a Cerise, que tiene el pelo largo y rubio y totalmente artificial. Y, no obstante, lo que ha experimentado durante la última hora es real, lo más real que haya vivido jamás. Durante muchos minutos ha vivido tan solo en su cuerpo, en el momento. Su mente no vagaba por el pasado ni por el futuro. No estaba mirando un reloj congelado en las 11:59.
—¿Estás bien, cariño? —le pregunta ella.
—Nunca me había sentido mejor —dice él.
—Se te nota en la sonrisa boba que tienes en los labios. —Ella se ríe, con voz grave y sexi. Le pega un mordisquito en el lóbulo de la oreja y él se ríe con ella. Sin apartarse de su oreja, susurra—: ¿Es tu primera vez con una chica como yo?
A Buddy le arden las orejas. Se sonroja. Ella echa la cabeza hacia atrás y se ríe.
—¡Ya me lo pensaba! ¡Te he visto tan entusiasta!
—Nunca he conocido a nadie como tú —dice él—. Pero… —Espera a que ella lo vuelve a mirar, hasta que su mirada se suaviza—. Te he conocido desde siempre —añade—. Llevo toda la vida esperándote.
—Ohhh —dice ella, y le da un beso en la frente—. Eres muy mono.
Él cierra los ojos.
—Quiero quedarme aquí para siempre —dice—. En casa tengo que… En fin, tengo un trabajo muy estresante.
—¿A qué te dedicas?
Él querría contárselo todo, desde la primera vez que acertó el resultado de un partido de béisbol hasta el día en que su madre le entregó la medalla.
—A predecir el futuro.
—¡Oh! ¿Eres corredor de bolsa?
—Más o menos. Intento adivinar qué sucederá y encontrar la forma de conseguir el mejor resultado. No puedo saber todos los detalles…
—¿Quién podría? —dice Cerise.
—Exacto —responde él, y se incorpora—. Pero sí puedo detectar tendencias. Y a veces darle un empujoncito a las cosas.
—Ah —dice ella—. Eres uno de esos Másters del Universo, ¿no? —añade, picándolo—. ¿Compras y vendes información privilegiada?
—No, no es eso.
Aunque ¿seguro que no lo es? Todos los demás están fuera de la máquina del millón mientras él corre bajo el cristal, empujando las bolas al tiempo que intenta que no lo aplasten. Quiere contarle esto, quiere explicárselo todo, pero su propio hábito de guardar silencio se lo impide. Quiere decirle que, al otro lado de la ciudad, están arrastrando a su hermano de un barco a otro.
—Ay, cariño —dice Cerise—. Te estás estresando ahora mismo. Eso no lo podemos permitir. —Le coge una mano y la deja encima de su cuerpo—. Tienes todo el tiempo que necesites.
—Ojalá fuera verdad —dice él, pero ella lo hace callar.
—No seas así.
Se vuelve hacía él y Buddy nota cómo le agarra la polla con más fuerza. Aunque lleva años imaginando esta noche, a cada nuevo momento le flipa lo que es estar con otra persona. Creía que sería como masturbarse, solo que un poquito mejor.
Pero estaba equivocado. Muy, muy equivocado.
—¿Qué más quieres probar en tu primer día al mando? —le pregunta ella.
—Todo —dice él.
Lentamente, ella le enseña a complacerla. Sí, tienen unas aptitudes similares, pero no son iguales. Cerise es Cerise. Un milagro y un misterio.
Se encuentra a sí mismo en la mesa de la cocina, con unas cartas en la mano, tres días antes del Blip. Al final montan tanto escándalo que Matty deja de fingir que está durmiendo y baja. A nadie le preocupa que puedan despertar a Teddy. Ronca como un hombre el doble de corpulento que él y su sueño es impenetrable.
Irene ha preparado una cafetera, pero Frankie se ha pasado a la cerveza y Buddy va ya por su segundo vaso de leche. Matty mordisquea el último dónut cubierto de chocolate, su preferido.
—¿Qué celebramos? —pregunta.
—Creía que estabas castigado —dice Frankie.
Matty le dirige una mirada preocupada, pero Irene no está de humor para imponer las normas.
—Jugamos al Seven card stud —le dice a su hijo—. Altas-bajas, cinco centavos de apuesta inicial.
—¿Cinco centavos? —pregunta Matty—. Qué pasión.
—Por eso necesitas un trabajo —dice ella.
—Sí, claro, para perderlo todo jugando al póquer con vosotros.
—O para forrarte —dice Frankie.
Matty aparta la mirada, azorado. Disimula subiéndose los pantalones de deporte y, fingiendo la voz de alguien hastiado de la vida, dice:
—Supongo que para ganar hay que arriesgar.
Irene se ríe, repentinamente encantada con su hijo, y Matty no oculta el placer que eso le produce. Buddy recuerda una vez más que esos dos estuvieron solos durante años, una unidad autosuficiente.
Dentro de una hora, Buddy desaparece en el primer piso y saca el sobre azul de la caja fuerte de su habitación, el que lleva el nombre de Matty. Entonces va a la habitación de este en el desván, deshace su cama y pone sábanas limpias. Frankie tendrá que instalarse en la habitación de Matty, porque las nuevas literas del sótano son demasiado pequeñas para él. Matty, en cambio, cabe en ellas. Buddy baja al sótano, desenvuelve un juego de sábanas de Kmart y prepara una de las cuatro literas. Finalmente, deja el sobre y la bolsa de plástico bajo los muelles del somier de la litera superior.
Luego sube a su habitación, con la esperanza de dormir unas horas antes de seguir con los preparativos del Blip, que incluyen la instalación de una puerta de incendios en el sótano.
Pero para eso todavía falta una hora. Ahora Irene le reparte las cartas. Aunque en realidad no hay dinero en juego: todo el mundo apuesta puñados de monedas del tarro del cambio de Teddy.
Buddy está jugando a varios juegos a la vez en diferentes momentos históricos. Su madre le pregunta si tiene algún siete. Teddy se inclina hacia él y coge las manitas de Buddy entre las suyas, mientras le enseña a echar un vistazo a la segunda carta al repartir. Irene, de catorce años, aburrida después de hacer de canguro, juega al solitario mientras él mira.
—¿Apuestas o no? —pregunta Frankie.
—Tengo dos sietes —dice Buddy.
—¿Cómo?
Respuesta equivocada. De pronto vuelve a estar en 1995, tres días antes del Blip. El fin de la historia. No tiene recuerdos de futuras partidas de póquer. Esta es la última que jugará. Nunca volverá a ganarle una mano a su hermano ni verá a su hermana estudiando las cartas con el ceño fruncido. Y nunca volverá a ver a Cerise.
Irene le toca el brazo.
—¿Buddy?
Intenta concentrarse en las cartas. No tiene ningún siete en la mano, tan solo una serie mal combinada de cartas que nunca se convertirán en una escalera de color, ni tampoco en una normal, y sabe que marcarse un farol con Irene no sirve para nada. Así pues renuncia.
No pasa nada. Una distracción menos. Puede contemplar a su familia, a todos sus miembros, jugando a través de las décadas.