Capítulo 29

En el corredor iluminado por antorchas proseguía la lucha, trayendo hasta él el sonido del entrechocar del acero, los gritos, alaridos y gruñidos. Sparhawk sabía que debía ir a ayudar a sus amigos, pero la enormidad de lo que acababa de ocurrir lo había dejado aturdido, incapaz de reaccionar. Talen se arrodilló junto al cuerpo sin vida de Kurik, llorando y descargando puñetazos contra las losas del suelo.

—Debo irme —dijo el fornido pandion al muchacho. Talen no respondió.

—Berit —llamó Sparhawk—, venid aquí.

El joven aprendiz salió cautelosamente del nicho con el hacha en las manos.

—Atended a Talen —le ordenó—. Llevad a Kurik adentro. Berit miró con incredulidad a Kurik.

—¡Moveos, hombre! —lo apremió bruscamente Sparhawk—. Y cuidad de Sephrenia.

—¡Sparhawk! —gritó Kalten—. ¡Vienen más!

—¡Ya voy! —Sparhawk miró a Talen—. Debo irme —repitió.

—Adelante —replicó Talen. Entonces alzó la mirada, con una expresión salvaje en el rostro surcado por las lágrimas—. Matadlos a todos, Sparhawk —dijo con furia—. Matadlos a todos. Sparhawk asintió. Aquello ayudaría un poco a Talen, pensó mientras se volvía para recoger su espada. La ira era un buen remedio contra la pena. Empuñó el arma y se giró, sintiendo cómo su propia rabia le atenazaba la garganta. También experimentaba una cierta piedad por los soldados zemoquianos cuando iba a reunirse con Kalten.

—Retrocede —indicó a su amigo con gélido tono de voz—. Recobra el aliento.

—¿Hay alguna esperanza? —preguntó Kalten, sorteando una lanza.

—No.

—Lo siento, Sparhawk.

Era un pequeño grupo de soldados, sin duda uno de los destacamentos que habían estado actuando como cebo para atraer a los caballeros a los pasadizos laterales. Sparhawk se encaminó resueltamente hacia ellos, ansioso por combatir, pues la lucha exigía toda la atención de un hombre y ahuyentaba de su mente cualquier otro pensamiento. Arremetió diestramente contra la media docena de zemoquianos, sintiendo que de algún modo estaba haciendo justicia. Kurik le había enseñado cada movimiento, cada matiz técnico que ponía en acción, y todo aquel arte estaba potenciado ahora por la desmedida rabia provocada por la muerte de su amigo. En cierto sentido, era Kurik quien había hecho a Sparhawk invencible. Incluso Kalten observaba con asombro el mortífero frenesí de su amigo, que no tardó más de unos momentos en liquidar a cinco de los soldados a quienes se enfrentaba. El último se volvió para huir, pero Sparhawk empuñó prestamente la espada con la mano que sostenía el escudo y recogió una lanza zemoquiana del suelo.

—Recoge esto —gritó al fugitivo, antes de arrojarle el arma y clavársela entre los omóplatos.

—Buena lanzada —lo felicitó Kalten.

—Vayamos a ayudar a Tynian y Ulath.

Sparhawk todavía experimentaba una acuciante necesidad de matar gente. Condujo a su amigo hacia el recodo del pasillo donde el caballero alcione y su camarada genidio contenían a los soldados que habían acudido desde la sala del trono, obedeciendo a la orden gritada por Kurik.

—Yo me ocuparé de esto —dijo, sin más explicaciones, Sparhawk.

—¿Kurik? —preguntó Ulath.

Sparhawk sacudió la cabeza y comenzó a matar zemoquianos. Avanzaba a golpe de mandobles, dejando que sus compañeros acabaran de rematar a sus víctimas.

—¡Sparhawk! —gritó Ulath—. ¡Parad! ¡Están huyendo!

—¡Deprisa! —respondió Sparhawk—. ¡Aún podemos alcanzarlos!

—¡Dejad que se vayan!

—¡No!

—Estás haciendo esperar a Martel, Sparhawk —le recordó Kalten.

Kalten se hacía pasar a veces por estúpido, pero Sparhawk vio inmediatamente el ingenioso método utilizado por su rubio amigo para disuadirlo de su intención. Liquidar a soldados relativamente inocentes no pasaba de ser un mero pasatiempo comparado a la perspectiva de acabar de una vez por todas con el renegado de pelo blanco.

—De acuerdo —concedió, jadeante, casi extenuado por el esfuerzo—, regresemos. De todas formas, hemos de pasar por esa pared corredera antes de que vuelvan los soldados.

—¿Os sentís mejor? —le preguntó Tynian mientras se dirigían al nicho.

—No realmente —respondió Sparhawk.

—Seguid —les dijo Kalten cuando pasaron junto al cadáver de Adus—. Iré dentro de un momento.

Berit y Bevier los aguardaban en la entrada de la alcoba.

—¿Los habéis espantado? —inquirió Bevier.

—Ha sido Sparhawk —gruñó Ulath—. Ha estado muy persuasivo.

—¿No reunirán refuerzos para volver?

—No a menos que sus oficiales tengan unos látigos muy largos.

Sephrenia había situado el cuerpo de Kurik en una postura de reposo y le había cubierto con la capa la espantosa herida que le había causado la muerte. Tenía los ojos cerrados y la expresión apacible. Sparhawk experimentó de nuevo una pena insoportable.

—¿Hay algún modo de…? —inquirió, pese a conocer ya la respuesta.

—No, querido —repuso la estiria—. Lo siento. —Estaba sentada junto al cadáver, abrazando a Talen, que continuaba anegado en llanto.

—Debemos irnos —dijo Sparhawk, suspirando—. Hemos de regresar a esa escalera antes de que alguien decida seguirnos. —Miró hacia atrás por encima del hombro y vio que Kalten se acercaba presuroso, llevando algo envuelto en una capa zemoquiana.

—Yo me ocuparé de esto —se ofreció Ulath.

Se inclinó y se cargó al hombro al corpulento escudero como si éste no pesara más que un niño, y todos volvieron sobre sus pasos hasta el pie de la escalera que conducía a la polvorienta y oscura sala de arriba.

—Volved a correr esa pared —indicó Sparhawk—, y buscad una cuña o algún otro sistema para cerrarla.

—Podemos hacerlo desde arriba —apuntó Ulath—. Obstruiremos los rieles sobre los que se desliza.

Sparhawk gruñó, en tanto tomaba ciertas decisiones.

—Bevier —dijo con pesar—, me temo que vamos a tener que dejaros aquí. Estáis malherido, y ya hemos perdido demasiados amigos hoy.

Bevier se dispuso a argüir, pero cambió de parecer.

—Talen —prosiguió Sparhawk—, te quedarás aquí con Bevier y tu padre. —Sonrió tristemente—. Nuestra intención es matar a Azash, y no robarle. Talen asintió.

—Y, Berit…

—Por favor, Sparhawk —le rogó el joven, con lágrimas en los ojos—. Por favor, no me hagáis quedar atrás. Sir Bevier y Talen están a salvo aquí, y yo podría serviros de ayuda cuando nos hallemos en el templo.

Sparhawk lanzó una mirada a Sephrenia y ésta realizó un gesto afirmativo con la cabeza.

—De acuerdo —concedió. Quería advertir a Berit que obrara con cautela, pero desistió, razonando que ello tal vez ofendería al aprendiz.

—Dadme vuestra hacha y vuestro escudo, Berit —dijo Bevier con voz débil—, y llevaos los míos. —Tendió a Berit su hacha y su bruñido escudo.

—Haré honor a estas armas, sir Bevier —juró Berit.

—Hay un espacio hueco detrás de la escalera, Bevier —informó Kalten, que había inspeccionado el fondo de la habitación—. Sería buena idea que os ocultarais allí junto con Talen y Kurik en previsión de que los soldados consiguieran accionar el muro.

Bevier asintió y Ulath trasladó el cadáver de Kurik allí.

—No queda nada que añadir, Bevier —dijo Sparhawk al caballero cirínico, estrechándole la mano—. Trataremos de regresar lo antes posible.

—Rezaré por vosotros, Sparhawk —prometió Bevier—, por todos vosotros.

Sparhawk se arrodilló al lado de su escudero y le tomó una mano.

—Que duermas bien, amigo mío —murmuró. Después se levantó y se encaminó a la escalera sin volver la vista atrás.

La escalera, situada al otro extremo de aquella sala que se prolongaba en línea recta sobre los montículos que remataban los muros y las piedras del laberinto de abajo, era muy ancha y estaba pavimentada con mármol. No había ninguna pared corredera que ocultara la cámara en la que desembocaba ni dédalo alguno para despistar a quien pretendiera entrar en el templo.

—Esperad aquí —susurró Sparhawk a sus amigos— y apagad esas antorchas. —Avanzó unos pasos, se quitó el yelmo y se tumbó en el rellano de la escalera—. Ulath —murmuró—, agarradme de los tobillos. Quiero ver lo que nos aguarda.

Sostenido por el fornido thalesiano, que impedía que cayera rodando estrepitosamente por la escalera, Sparhawk bajó arrastrándose lentamente por los peldaños hasta que pudo ver la estancia que había abajo.

El templo de Azash era un lugar de pesadilla. Tal como permitía adivinar la cúpula que lo coronaba, tenía una estructura circular, con un diámetro de casi un kilómetro. Las curvadas paredes, combadas hacia adentro, eran de pulido ónice negro, al igual que el suelo, lo cual causaba la impresión de estar mirando la esencia misma de la noche. La iluminación no corría a cargo de antorchas, sino de grandes hogueras que ardían vigorosamente sobre enormes braseros asentados en patas recias como vigas. La vasta cámara estaba rodeada de numerosas gradas que descendían hasta el centro.

Espaciadas a intervalos regulares sobre la terraza superior, se erguían estatuas de mármol de más de cinco metros de altura que en su mayoría reproducían cuerpos no humanos. Entonces Sparhawk vio una forma estiria entre ellas y después una elenia, y cayó en la cuenta de que las estatuas representaban a los siervos de Azash, entre los cuales la humanidad parecía ocupar una proporción casi insignificante.

Los otros servidores moraban en sitios a la vez muy lejanos y extremadamente próximos. Enfrente de la entrada por la que espiaba Sparhawk se levantaba el descomunal ídolo. Los esfuerzos del hombre para encarnar y simbolizar a sus dioses nunca acaban de ser satisfactorios. Una deidad con cabeza de león no es realmente la imagen de un cuerpo humano al que se ha unido una cabeza de león simplemente para ofrecer un contraste. La humanidad percibe el rostro como sede del alma; el cuerpo es en gran medida irrelevante. El icono de un dios no tiene por objeto imitar fielmente sus rasgos, sino sugerir con su cara el espíritu que lo domina. El semblante del ídolo que sobresalía sobre el negro y brillante templo contenía la suma de la depravación. La lujuria, la codicia y la gula estaban ciertamente presentes en él, pero había asimismo otros atributos que ninguna lengua humana tiene palabras para designar. A juzgar por su rostro, Azash anhelaba —reclamaba— cosas inaccesibles a la capacidad de comprensión del hombre. Era la cara de un ser con deseos irresistibles que nadie satisfacía puesto que ello era imposible. Tenía los labios curvados y los ojos melancólicos y crueles.

Sparhawk cerró con fuerza los párpados, presintiendo que quien mirara largamente esa cara se exponía a perder el alma.

El cuerpo no tenía una forma acabada. Era como si el escultor hubiera quedado tan agobiado por ese rostro y todo lo que representaba que no hubiera sido capaz más que de esbozar el resto de la figura. Había una profusión de brazos que se extendían, a semejanza de los de una araña, en grupos de tentáculos que partían de unos descomunales hombros. El torso se inclinaba ligeramente hacia atrás, dejando las caderas adelantadas en obscena postura, pero lo que debería haber sido el punto central de tan provocativa posición brillaba por su ausencia. En su lugar había una lisa y brillante superficie carente de toda arruga, similar a la marca de una quemadura. Sparhawk recordó las palabras que Sephrenia había pronunciado delante de las barbas del dios durante su encuentro con el Buscador en la orilla norte del lago Venne. Impotente, lo había llamado, y castrado. Prefirió no imaginar los métodos que los dioses menores habían utilizado para mudar a su pariente. Del ídolo emanaba un nimbo de pálido tono verdusco, un resplandor muy parecido al que despedía la cara del Buscador.

En el rellano circular del centro estaba llevándose a cabo alguna clase de ceremonia que alumbraba el repulsivo resplandor verdoso procedente del altar. La mente de Sparhawk se rebelaba ante la idea de darle el nombre de un ritual religioso. Los oficiantes retozaban desnudos ante el ídolo. Sparhawk no era precisamente un monje de clausura y estaba acostumbrado a enfrentarse a la corrupción del mundo, pero los niveles de perversión que se mostraban en aquel rito le revolvieron el estómago. La orgía que habían celebrado los primitivos elenios zemoquianos en las montañas había sido un juego de niños, casi puro, en comparación a aquello. Estos celebrantes parecían tratar de reproducir las perversiones de las criaturas no humanas, y sus miradas fijas y sus movimientos convulsivos daban a entender que continuarían la ceremonia hasta perecer a causa de los excesos en ella realizados. La grada inferior de aquella enorme concavidad dispuesta en terrazas estaba atestada de figuras vestidas con túnicas verdes que entonaban un discordante y ronco cántico, un sonido hueco desprovisto de todo pensamiento o emoción.

Entonces Sparhawk percibió un ligero movimiento y se apresuró a dirigir la mirada a su derecha. Un grupo de personas estaba reunido en la terraza superior a unos cien metros de distancia de la desconchada estatua blanca que debía de haber inspirado los más profundos abismos de locura. Una de ellas tenía el pelo blanco.

Sparhawk se volvió e hizo señas a Ulath para que volviera a subirlo.

—¿Y bien? —le preguntó Kalten.

—Es una gran sala —murmuró Sparhawk—. El ídolo está en el otro extremo y hay amplios bancales escalonados por los que se baja hasta donde se encuentra.

—¿Qué es ese ruido? —inquirió Tynian.

—Están celebrando una especie de rito. Creo que los cantos forman parte de él.

—Me tiene sin cuidado su religión —aseguró con voz cavernosa Ulath—. ¿Hay soldados? Sparhawk negó con la cabeza.

—Es alentador. ¿Algo más?

—Sí. Necesito vuestras artes mágicas, Sephrenia. Martel y los demás están en la grada de arriba, aproximadamente a unos ochenta metros de nosotros. Sería útil saber qué están diciendo. ¿Estamos lo bastante cerca para que el encantamiento dé resultado?

—Apartémonos de la escalera —sugirió, tras asentir, la estiria—. El hechizo genera cierto grado de luz y por ahora no nos conviene que sepan que estamos aquí.

Retrocedieron hacia la polvorienta sala y Sephrenia tomó el reluciente escudo de Bevier que llevaba Berit.

—Esto servirá —dijo.

Invocó el conjuro y lo liberó. Los caballeros se apiñaron en torno al súbitamente resplandeciente escudo, observando las nebulosas figuras que aparecían en su superficie. Las voces surgían quedamente de él, pero eran inteligibles.

—Vuestras encarecidas afirmaciones de que mi oro os serviría para comprar ese trono desde el que podríais fomentar nuestros propósitos eran falsas, Annias —decía Otha con su retumbante voz.

—Fue una vez más por culpa de Sparhawk, Su Majestad —intentó excusarse Annias con tono casi servil—. El desbarató las cosas… como temíamos que ocurriera.

—¡Sparhawk! —Otha profirió un grosero juramento y descargó un puñetazo en el brazo de la litera—. La existencia de ese hombre me gangrena el corazón. Hasta su nombre me causa dolor. Vos debíais mantenerlo alejado de Chyrellos, Martel. ¿Por qué me fallasteis a mí y a mi dios?

—No os fallé realmente, Su Majestad —respondió con calma Martel—, como tampoco lo hizo Annias, dicho sea de paso. El acceso de Su Ilustrísima al trono del archiprelado no era más que un medio para conseguir un fin, y ese fin ya lo hemos logrado: el Bhelliom se encuentra bajo este mismo techo. La estrategia para elevar a Annias a la condición de archiprelado para poder obligar así a los elenios a entregar la joya contenía muchos puntos de incierto desarrollo. Esto ha sido mucho más rápido y más directo. Lo que Azash desea son resultados, Su Majestad, no el éxito o fracaso de las fases conducentes a ellos.

—Tal vez —concedió, gruñendo, Otha—, pero el Bhelliom no ha sido entregado de buen grado a nuestro dios. Todavía se halla en manos de Sparhawk. Vos habéis apostado ejércitos en su camino y él los ha vencido. Nuestro amo ha enviado siervos más horribles que la propia muerte para matarlo y aún sigue vivo.

—Sparhawk es sólo un hombre, en fin de cuentas —señaló Lycheas con su quejumbrosa voz—. Su buena fortuna no puede durar eternamente.

Otha lanzó una amenazadora mirada a Lycheas. Arissa rodeó protectoramente con sus brazos a su hijo e hizo ademán de salir en defensa suya, pero Annias sacudió la cabeza, disuadiéndola de hacerlo.

—Os habéis rebajado reconociendo a este bastardo vuestro, Annias —declaró Otha en tono de desmedido desprecio. Calló un instante, mirándolos—. ¿Es que no lo entendéis? —tronó de improviso—. Este Sparhawk es Anakha, el desconocido. Los destinos de todos los hombres son claramente visibles; todos… salvo Anakha. Anakha se mueve al margen del destino. Incluso los dioses lo temen. Él y el Bhelliom están vinculados de una forma que no alcanzan a comprender los hombres ni los dioses de este mundo, y la diosa Aphrael los protege. Ignoramos cuál es su propósito. Todo cuanto nos salvaguarda de ellos es el hecho de que el Bhelliom se somete a Sparhawk con renuencia. Si llega el tiempo en que se rinda libremente a él, será un dios.

—Pero todavía no lo es, Su Majestad. —Martel sonrió—. Está atrapado en ese laberinto, y jamás dejará a sus compañeros allí para venir a atacarnos solo. Sparhawk es una persona previsible. Ésa es la razón por la que Azash nos aceptó a Annias y a mí: porque lo conocemos y sabemos cómo reaccionará.

—¿Y sabíais que triunfaría como lo ha hecho? —se mofó Otha—. ¿Sabíais que su llegada a este lugar supondría una amenaza a nuestra propia existencia… y a la existencia de nuestro dios? Martel miró las figuras que retozaban obscenamente en el piso inferior.

—¿Cuánto va a durar esto? —preguntó—. Necesitamos que Azash nos guíe, y no podemos reclamar su atención mientras continúe la ceremonia.

—El ritual está a punto de acabar —aseguró Otha—. Los oficiantes han sobrepasado los límites de la extenuación. Morirán pronto.

—Bien. Entonces podremos hablar con nuestro amo. Él también está en peligro.

—¡Martel! —dijo, bruscamente alarmado, Otha—. ¡Sparhawk ha salido del laberinto! ¡Ha encontrado el camino del templo!

—¡Llamad a vuestros hombres para que lo detengan! —vociferó Martel.

—Ya lo he hecho, pero se encuentran muy alejados de él. Llegará hasta nosotros antes de que ellos puedan entorpecerle el paso.

—¡Debemos despertar a Azash! —gritó Annias con voz chillona.

—Interrumpir su rito significa la muerte —aseveró Otha.

Martel enderezó el cuerpo y tomó el yelmo que llevaba bajo el brazo.

—Entonces todo depende de mí, supongo —manifestó tristemente.

Sparhawk alzó la cabeza y oyó el ruido de unos arietes aporreando una pared de piedra en la dirección por donde quedaba el palacio.

—Es suficiente —indicó a Sephrenia—. Hemos de ponernos en movimiento. Otha ha llamado a sus soldados para que abatan ese muro que conduce a la escalera de las proximidades del palacio.

—Espero que Bevier y Talen estén bien escondidos —deseó Kalten.

—Lo están —lo tranquilizó Sparhawk—. Bevier sabe lo que hace. Habremos de bajar al templo. Este ático, o como quiera llamárselo, está demasiado expuesto. Si tenemos que luchar aquí, tendremos soldados atacándonos por todas partes. —Miró a Sephrenia—. ¿Existe algún modo de obstruir esa escalera de atrás? —le preguntó.

—Creo que sí —respondió la mujer, entornando los ojos.

—Parecéis algo dubitativa.

—No. Me será fácil obstruir la escalera, pero no estoy segura de si Otha conoce el hechizo que contrarrestaría el mío.

—No lo sabrá hasta que sus soldados lleguen allí y no puedan bajar, ¿no es cierto? —le preguntó Tynian.

—No. En realidad no. Muy bien, Tynian.

—¿Nos dirigimos corriendo a esa terraza de arriba y nos enfrentamos al ídolo? —inquirió Kalten.

—No podemos —repuso Sephrenia—. Recordad que Otha es mago. Estaría arrojándonos un encantamiento tras otro por la espalda. Hemos de encararnos primero con él.

—Y con Martel también —agregó Sparhawk—. Otha no se atreve a interrumpir a Azash mientras se desarrolla ese rito, lo cual supone cierta ventaja. De lo único que hemos de preocuparnos es del propio Otha. ¿Podremos reducirlo, Sephrenia?

—Otha no es valiente —respondió ésta—. Si lo amenazamos, utilizará su poder para escudarse y dejará que sean los soldados que acuden de palacio quienes se ocupen de nosotros.

—Lo intentaremos —resolvió Sparhawk—. ¿Estamos listos? Los demás asintieron.

—Tened cuidado —les recomendó—, y no quiero que nadie se interponga cuando vaya tras Martel. En marcha.

Se encaminaron a la escalera, se detuvieron un momento, respiraron hondo y comenzaron a bajar con las armas desenfundadas.

—Ah, heos aquí, viejo amigo —saludó, arrastrando las palabras, Sparhawk, imitando deliberadamente la postura desenvuelta de Martel—. Os he estado buscando por todas partes.

—Yo no me he movido de aquí, Sparhawk —replicó Martel, desenvainando la espada.

—Ya veo. Debo de haberme desorientado un poco. Confío en que no os haya hecho esperar.

—De ningún modo.

—Estupendo. Detesto llegar tarde. —Paseó la mirada sobre los demás—. Bien. Veo que estamos todos aquí. —Miró con mayor detenimiento al primado de Cimmura—. Realmente, Annias, deberíais intentar tomar un poco más el sol. Estáis blanco como el papel.

—Oh, antes de que los dos os enzarcéis —dijo Kalten—, os he traído un regalo, un pequeño recordatorio de nuestra visita. Estoy seguro de que es algo a lo que siempre le tendréis cariño.

Se inclinó ligeramente y zarandeó un poco la capa que llevaba en el brazo, reteniendo firmemente una esquina de la prenda con la mano acorazada con guantelete. La capa se desplegó sobre el suelo de ónix y la cabeza de Adus salió rodando hasta pararse a los pies de Martel, donde quedó fija, mirándolo.

—Qué amable, sir Kalten —agradeció Martel, apretando los dientes. Aparentando indiferencia, apartó el despojo de un puntapié—. No dudo que os habrá costado mucho obtener este presente.

Sparhawk apretó el puño sobre la empuñadura de la espada, bufando de cólera.

—Me ha costado a Kurik, Martel —dijo con voz inexpresiva—, y ha llegado la hora de ajustar cuentas.

A Martel se le desorbitaron brevemente los ojos.

—¿Kurik? —dijo con voz perpleja—. No esperaba eso. Lo siento de veras, Sparhawk. Lo apreciaba. Si consigues volver a Demos, preséntale a Aslade mis más sinceras disculpas.

—No pienso hacerlo, Martel. No voy a insultar a Aslade mencionándole vuestro nombre. ¿Vamos a zanjar esta cuestión?

Sparhawk comenzó a avanzar, con el escudo preparado y la punta de la espada moviéndose lentamente a uno y otro lado como la cabeza de una serpiente. Kalten y los demás dejaron sus armas en el suelo y permanecieron inmóviles, observando.

—Un caballero hasta el final —comentó Martel, poniéndose el yelmo y alejándose de la litera de Otha para que no les estorbara los movimientos—. Vuestros buenos modales y vuestro sentido del honor serán la causa de vuestra muerte, Sparhawk. Vos contabais con ventaja. Debisteis aprovecharla.

—No voy a necesitarla, Martel. Todavía os queda un momento para arrepentiros. Os aconsejo que no lo desperdiciéis.

—No creo que vaya a hacerlo, Sparhawk —replicó el renegado pandion con una tenue sonrisa—. Yo elegí mi camino y no voy a rebajarme cambiando de opinión ahora. —Se bajó la visera.

Los dos acometieron simultáneamente, descargando sonoros golpes en el escudo del adversario. Ambos se habían entrenado bajo la dirección de Kurik cuando eran muchachos, y no cabía la posibilidad de poner en juego algún truco o amago para engañar al otro. Su fuerza y habilidad eran tan equiparables que no había modo de predecir el resultado de aquel duelo que llevaba más de una década preparándose.

Los primeros cintarazos eran tentativos, destinados a atisbar una alteración en la técnica o modificaciones en el vigor físico. Al observador no experto podría haberle parecido que el constante entrechocar de sus armas era frenético e irreflexivo, pero no era ése el caso. Ninguno de los dos estaba tan fuera de sí como para exponerse demasiado. Atacaban y se defendían alternativamente, alejándose lentamente del lugar donde se hallaba la ornada litera que ocupaba Otha y donde Annias, Arissa y Lycheas los observaban, conteniendo el aliento. Ello formaba también parte de la estrategia de Sparhawk. Necesitaba apartar a Martel de Otha para que Kalten y los otros pudieran amenazar al hinchado emperador y, para conseguirlo, retrocedía de tanto en tanto unos pasos cuando realmente no era preciso, atrayendo a Martel.

—Debéis de estar envejeciendo, Sparhawk —jadeó Martel, aporreando el escudo de su antiguo hermano.

—No más que vos, Martel. —Sparhawk le propinó un cintarazo que lo hizo tambalearse. Kalten, Ulath y Tynian, seguidos de Berit, que agitaba la amedrentadora hacha de Bevier, se encaminaron hacia Otha y Annias. El emperador hizo ondular una mano y una reluciente barrera apareció en torno a su litera y los compañeros de Martel.

Sparhawk sintió un tenue hormigueo en la nuca y supo que Sephrenia estaba invocando el hechizo que obstruiría la escalera. Arremetió contra Martel, blandiendo a toda velocidad la espada a fin de distraerlo para que no notara aquella imperceptible sensación familiar que siempre acompaña a la realización de un encantamiento por parte de un amigo. Sephrenia había entrenado a Martel y éste reconocería el sello de su magia.

La pelea proseguía con creciente furia. Sparhawk jadeaba y sudaba, con el brazo dolorido a causa de la fatiga. Dio un paso atrás, bajando ligeramente la espada, formulando la silenciosa proposición de una pausa para recobrar el aliento, tradicional en los combates y que jamás se tenía por una muestra de flaqueza.

Martel también depuso el arma en señal de acuerdo.

—Casi como en los viejos tiempos, Sparhawk —comentó, sin resuello, Martel, alzándose la visera.

—Casi —acordó Sparhawk—. Veo que habéis aprendido algunos trucos nuevos. —Se descubrió también la cara.

—Pasé demasiado tiempo en Lamorkand. Sin embargo, el arte de la espada no está muy desarrollado en ese país. Vuestra técnica parece tener un toque rendoreño.

—Diez años de exilio allí. —Sparhawk se encogió de hombros, llenándose los pulmones de aire.

—Vanion nos desollaría a los dos si nos viera sacudiéndonos de este modo.

—Seguramente. Vanion es un perfeccionista.

—Ésa es la pura verdad.

Ambos tenían la respiración trabajosa y miraban fijamente a los ojos del otro, vigilando el atisbo de contracción que precedería a un ataque por sorpresa. Sparhawk notó cómo iba mitigándose el dolor de su hombro.

—¿Estáis listo? —preguntó al cabo.

—Cuando queráis.

Martel dio comienzo a una complicada y prolongada serie de estocadas que su contrincante conocía muy bien, pues era una de las más antiguas, y su conclusión era inevitable. Sparhawk movió el escudo y la espada adoptando la actitud de defensa prescrita, pero, no bien Martel había iniciado la ofensiva, supo que iba a recibir un aturdidor cintarazo en la cabeza. Kurik, no obstante, había ideado una modificación en el yelmo del pandion poco después de la expulsión de Martel de la orden, y, cuando el renegado le descargó el potente golpe en la cabeza, Sparhawk la agachó ligeramente para que toda su fuerza recayera en la cresta del yelmo, la cual llevaba ahora muy reforzada. Con todo, los oídos le zumbaron violentamente y las piernas le flaquearon, pero aun así fue capaz de esquivar la estocada siguiente que muy bien podría haberlo lisiado.

Martel parecía reaccionar con mayor lentitud de la que Sparhawk recordaba en él. Sus propias acometidas, reconoció, tampoco debían de tener la vivacidad de la juventud. Estaban envejeciendo, y un duelo prolongado con un hombre de igual vigor y habilidad tiene el efecto de sumar años a quien se presta a él.

Repentinamente entendió, y la comprensión se convirtió al instante en acción. Dirigió repetidos ataques por lo alto a la cabeza de Martel, y éste hubo de protegerse con la espada y el escudo. Entonces Sparhawk remató la frenética amenaza a la cabeza con la tradicional estocada en el cuerpo. Martel lo previo, como era natural, pero no pudo mover con suficiente rapidez el escudo para protegerse. La punta de la espada de Sparhawk le horadó la armadura en la parte baja del pecho y penetró profundamente en sus entrañas. Martel se quedó rígido y luego tosió, vomitando un gran chorro de sangre por las rendijas de la visera. Intentó débilmente mantener el escudo y la espada en alto, pero las manos le temblaban con violencia y las piernas le cedieron. La espada se deslizó en su mano y el escudo cayó a un lado. Tosió otra vez, produciendo un desgarrador sonido de gorgoteo. La sangre volvió a brotar de la visera, y él se vino abajo, despacio, y quedó tendido de cara al suelo.

—Acabad, Sparhawk —dijo con voz entrecortada.

Sparhawk lo puso boca arriba con el pie. Alzó la espada y enseguida la bajó y se arrodilló junto al moribundo.

—No es necesario —respondió quedamente, abriéndole la visera.

—¿Cómo lo habéis conseguido? —preguntó Martel.

—Ha sido esa nueva armadura que lleváis. Es demasiado pesada. Os habéis cansado y habéis perdido la rapidez de movimiento.

—En cierto modo me está bien empleado —reconoció Martel, tratando de no respirar hondo para que la sangre que iba inundándole los pulmones no lo atragantara de nuevo—. Me ha matado mi propia vanidad.

—Creo que eso es lo que finalmente acaba con todos nosotros.

—Ha sido una buena pelea, no obstante.

—Sí. Lo ha sido.

—Y al fin hemos averiguado quién de los dos era el mejor. Tal vez sea hora de ser sinceros. Yo nunca tuve dudas al respecto.

—Yo sí.

Sparhawk permaneció de rodillas, escuchando la respiración, cada vez más superficial, de Martel.

—Lakus falleció —le dijo en voz baja—, y Olven.

—¿Lakus y Olven? No lo sabía. ¿Tuve yo algo que ver con ello?

—No. Fue por otros motivos.

—Es un pequeño consuelo. ¿Podéis llamar a Sephrenia, Sparhawk? Querría despedirme de ella. Sparhawk levantó el brazo, solicitando la presencia de la mujer que los había entrenado a ambos. La estiria tenía los ojos anegados de lágrimas cuando se arrodilló junto al cuerpo de Martel frente a Sparhawk.

—¿Sí, querido? —dijo al agonizante.

—Siempre dijisteis que acabaría mal, pequeña madre —comentó Martel con voz susurrante—, pero os equivocasteis. Esto no está tan mal. Es casi como un lecho de muerte ceremonial. Me marcho de este mundo en presencia de las dos únicas personas que de veras he amado en la vida.

¿Me otorgaréis vuestra bendición, pequeña madre?

La mujer le puso las manos sobre la cara y habló suavemente en estirio. Después se inclinó, sollozante, y le besó la pálida frente.

Cuando alzó la cabeza, ya había muerto.