Capítulo 15

La pregunta de Martel quedó flotando en la húmeda penumbra.

—Quedaos aquí —susurró ferozmente Sparhawk a Delada, llevando la mano a la espada.

—Eso no será —replicó el coronel con igual fiereza, desenvainando su espada.

—De acuerdo —aceptó Sparhawk, considerando que aquél no era momento para discutir—, tened cuidado. Yo cogeré a Martel. Vos prended a Annias.

Abandonaron su escondrijo y se encaminaron a la solitaria vela que iba derritiéndose sobre la mesa.

—Vaya, pero si es mi querido hermano Sparhawk —dijo con voz cansina Martel—. Qué alegría volver a veros, viejo amigo.

—Mirad rápido, Martel, pues no será mucho el tiempo en que aún podáis ver algo.

—Me encantaría complaceros, Sparhawk, pero me temo que debemos posponerlo una vez más. Asuntos urgentes, ¿comprendéis? —Martel agarró a Annias por el hombro y lo empujó hacia la puerta—. ¡Moveos! —espetó.

Los dos salieron corriendo al tiempo que Sparhawk y Delada se precipitaban, espada en mano, hacia el umbral.

—¡Deteneos! —indicó Sparhawk a su compañero.

—¡Están escapando, Sparhawk! —arguyó Delada.

—Tienen la huida asegurada —constató Sparhawk, paladeando el amargo sabor de la decepción—. Martel tiene cien hombres apostados en esos pasadizos. Os necesitamos vivo, coronel. —Sparhawk emitió un agudo silbido que se mezcló con el ruido de pasos apresurados afuera en el corredor—. Habremos de defender la puerta hasta que lleguen Kurik y los guardias.

Tomaron velozmente posiciones a ambos lados de la podrida puerta y, en el último momento, Sparhawk se instaló afuera, algo distanciado del arqueado dintel de piedra. Su posición le proporcionaba gran amplitud de movimientos en tanto que las rocas salientes y el techo de la arcada entorpecían, por el contrario, los intentos de ataque de los soldados que acudían en tropel.

Los mercenarios de Martel descubrieron muy pronto lo insensato de la idea de embestir contra Sparhawk cuando éste estaba enojado, y ciertamente Sparhawk estaba hecho una furia entonces. Los cadáveres iban apilándose en el umbral conforme él descargaba su rabia en los desaliñados soldados.

Entonces llegó Kurik con la guardia de Delada, y los hombres de Martel se replegaron, defendiendo el pasadizo que conducía a la abertura del acueducto por la que habían huido Annias y Martel.

—¿Estáis bien? —preguntó el escudero, asomándose a la puerta.

—Sí —respondió Sparhawk, aferrando el brazo del coronel Delada, que se disponía a salir.

—Soltadme, Sparhawk —pidió Delada, apretando los dientes.

—No, coronel. ¿Recordáis lo que os he dicho hace un rato, lo de ser el hombre más importante de Chyrellos por un tiempo?

—Sí —admitió Delada en tono lúgubre.

—Esa condición de eminencia se ha iniciado hace unos minutos, y no voy a permitir que arriesguéis la vida sólo porque en estos instantes os sintáis belicoso. Ahora os llevaré a vuestros aposentos y apostaré un guardia delante de vuestra puerta.

—Tenéis razón, desde luego —reconoció Delada, enfundando la espada—. Es sólo que…

—Lo sé, Delada. Yo mismo debo reprimir mi impulso.

Tras dejar a buen recaudo al coronel, Sparhawk regresó al sótano donde, a las órdenes de Kurik, los guardias estaban localizando y acabando con los mercenarios que trataban de esconderse.

—Me temo que Martel y Annias se han escapado definitivamente, Sparhawk —informó Kurik, apareciendo en la oscuridad menguada por las antorchas.

—Estaba esperándonos, Kurik —comunicó sombríamente Sparhawk—. De algún modo sabía que estaríamos aquí abajo o que Sephrenia habría invocado un hechizo para que pudiéramos oírlo. Decía muchas cosas con el propósito de que yo las escuchara.

—¿Oh?

—El ejército que viene por el oeste es el de Wargun.

—Ya era hora de que llegara. —Kurik sonrió de improviso.

—Martel también ha anunciado el rumbo que piensa tomar. Quiere que lo sigamos.

—Estaré encantado de complacerlo. ¿Hemos conseguido lo que pretendíamos?

—Cuando Delada haya testificado, Annias no obtendrá ni un solo voto.

—Algo es algo.

—Designa un capitán para que dirija a esos guardias y vámonos en busca de Vanion.

Los preceptores de las cuatro ordenes se encontraban en los adarves próximos a las puertas, observando con cierta perplejidad cómo se retiraban los mercenarios.

—Han interrumpido el ataque sin motivo alguno —comentó Vanion cuando Sparhawk y Kurik se sumaron a ellos.

—Tenían un buen motivo —replicó Sparhawk—. El que viene al otro lado del río es Wargun.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Vanion—. Después de todo le habrán llegado noticias de la situación. ¿Cómo han ido las cosas en el sótano?

—El coronel Delada ha escuchado una conversación muy interesante, aunque Martel y Annias han escapado. Van a ir a Zemoch para acogerse a la protección de Otha. Martel va a ordenar a los rendoreños que destruyan los puentes para dar tiempo a que el resto de mercenarios se despliegue. No tiene grandes esperanzas de que su presencia no sea más que un leve inconveniente para Wargun. Lo que en realidad se propone es retrasarlo un poco para poder huir.

—Creo que será mejor que vayamos a hablar con Dolmant —propuso el preceptor Darellon—. La situación ha cambiado un tanto. ¿Por que no reunís a vuestros amigos, sir Sparhawk, y regresamos al castillo?

—Ve a avisarlos, Kurik —indicó Sparhawk a su escudero—. Que todos nuestros amigos sepan que el rey Wargun ha venido a rescatarnos.

Kurik asintió.

Los patriarcas habían experimentado un gran alivio al enterarse de la llegada del rey Wargun y no cupieron en sí de regocijo al saber que Annias se había autoinculpado.

—El coronel puede incluso testificar sobre el trato que Annias y Martel tienen con Otha —les comunicó Sparhawk—. El único incidente desafortunado ha sido la huida de Annias y Martel.

—¿Cuánto tardará en tener noticia Otha de este vuelco en el curso de los acontecimientos? —preguntó el patriarca Emban.

—Creo que debemos dar por hecho que Otha se enterará instantáneamente de lo ocurrido aquí, Su Ilustrísima —le respondió el prefector Abriel.

—Otro de esos trucos mágicos, supongo —exclamó Emban con expresión de disgusto.

—Wargun va a tardar cierto tiempo en reagrupar sus tropas y marchar hacia Lamorkand para hacer frente a los zemoquianos, ¿verdad? —previo Dolmant.

—Una semana o diez días, Su Ilustrísima —convino Vanion—, calculando por lo bajo. Las avanzadillas de ambos ejércitos podrán desplazarse con mayor rapidez, pero el grueso de la fuerza necesitará al menos una semana para ponerse en marcha.

—¿Qué distancia puede recorrer en un día un ejército? —inquirió Emban.

—Quince kilómetros a lo sumo, Su Ilustrísima —repuso Vanion.

—Eso es absurdo, Vanion. Incluso yo puedo recorrer quince kilómetros a pie en cuatro horas y hay que tener en cuenta que yo no camino muy rápido.

—Eso cuando andáis solo, Su Ilustrísima. —Vanion sonrió—. Un hombre que sale de paseo no tiene que molestarse en evitar que se rezague la retaguardia de la columna, y, cuando llega la hora de dormir, se envuelve simplemente en su capa bajo un arbusto. Se tarda mucho más en disponer un campamento para un ejército.

Con un gruñido, Emban se puso trabajosamente en pie, se encaminó con paso torpe al mapa de Eosia que colgaba de una de las paredes del estudio de sir Nashan y midió algunas distancias.

—En ese caso se encontrarán aquí —infirió, señalando con el dedo un punto del mapa—, en esa llanura al norte del lago Cammoria. Ortzel, ¿cómo es el terreno allí?

—Relativamente llano —respondió el patriarca lamorquiano—. Se compone sobre todo de tierras de cultivo salpicadas de bosques aquí y allá.

—Emban —sugirió amablemente Dolmant—, ¿por qué no dejamos que el rey Wargun trace su estrategia? Nosotros tenemos nuestros propios asuntos que atender.

Emban rió algo avergonzado.

—Será que soy un entrometido nato —reconoció—. No puedo soportar que algo ocurra sin poner yo las narices. —Entrelazó las manos en la espalda—. No bien llegue Wargun, tendremos la situación bajo control aquí en Chyrellos. Creo que podemos dar por sentado que la declaración del coronel Delada eliminará la candidatura del primado de Cimmura de una vez por todas, de modo que lo más apropiado sería dejar zanjada sin tardanza la cuestión de la elección…, antes de que la jerarquía tenga tiempo de recobrar su aliento colectivo. Los patriarcas son animales políticos y, en cuanto se hayan serenado, van a comenzar a ver toda clase de oportunidades en la presente situación. Ahora mismo no nos conviene que aparezcan de improviso varias candidaturas para enturbiar el panorama. Mantengamos las cosas dentro del marco más sencillo posible. Por otra parte, hay que tener en cuenta que, al decidir dejar que la ciudad exterior se convirtiera en pasto de las llamas, nos granjeamos las iras de un buen número de patriarcas. Sorprendamos a la jerarquía cuando todavía está apabullada por la gratitud y pongamos a alguien en esa silla vacía de la basílica antes de que comiencen a centrarse en los lamentos por sus mansiones perdidas y cuestiones de índole parecida. Ahora llevamos las de ganar. Aprovechémoslo, impidiendo que nuestro soporte comience a venirse abajo.

—Eso es lo que os ocupa constantemente el pensamiento, ¿no es así, Emban? —observó Dolmant.

—Alguien tiene que hacerlo, amigo mío.

—Será preferible, no obstante, esperar a que Wargun entre en la ciudad —advirtió Vanion—. ¿Está en nuestras manos ayudarlo?

—Podríamos salir de la ciudad vieja en cuanto los generales de Martel empiecen a volverse para encararse a su ejército —sugirió Komier—. Podríamos atacarlos por la espalda y hostigarlos para obligarlos a perseguirnos hasta las murallas. Entonces tendrán que destacar parte de las tropas para mantenernos en su interior, lo cual reducirá algo las fuerzas con las que se enfrentará Wargun.

—Lo que realmente me gustaría hallar es la manera de defender esos puentes del Arruk —declaró Abriel—. Su reconstrucción es lo que va a hacerle perder tiempo a Wargun… y vidas.

—No veo que podamos hacer gran cosa al respecto —opinó Darellon—. No disponemos de suficientes hombres para mantener alejados de la orilla del río a los rendoreños.

—Pero contamos con medios para desorganizar al enemigo en la ciudad —aseguró Komier—. ¿Por qué no volvemos a la muralla y evaluamos la estrategia? De todas formas, necesito un poco de acción para quitarme el regusto del asedio.

En el atardecer del tardío verano, de la oscura superficie de los dos ríos que confluían en Chyrellos se alzaban en el fresco de la noche finos retales grises de humedad que, al unirse, formaban primero una neblina que empañaba la anaranjada luz de las antorchas, después un vaho que desdibujaba los perfiles de las casas distantes y más tarde la persistente niebla propia de las ciudades construidas en las riberas de los ríos.

Entre las filas era patente el entusiasmo por entrar en acción. Había razones tácticas que la aconsejaban, cómo no, pero la táctica es cuestión que concierne a los generales, y lo que interesaba a la soldadesca era la venganza. Habían soportado el martilleo de los artefactos de asedio; habían reducido a fanáticos que trepaban por escalas y habían hecho frente a torres de asalto. Hasta entonces no habían tenido más remedio que aguantar lo que los asediantes les habían arrojado. Aquélla era la ocasión de tomar la iniciativa, de castigar a sus castigadores, y por ello salían con feliz expectación de la ciudad interior y avanzaban feroces hacia el enemigo.

Muchos de los mercenarios de Martel, que se habían enrolado entusiasmados a sus huestes cuando las perspectivas habían sido saqueos, rapiña y fáciles asaltos contra fortificaciones pobremente defendidas, perdían ahora todo su ardor ante la idea de tener que enfrentarse a una fuerza superior en campo abierto y, súbitamente pacíficos, se escabullían entre las brumosas calles en busca de sitios tranquilos. La salida en masa de los asediados supuso una gran sorpresa y una aún más profunda decepción para aquellos hombres que ahora sólo aspiraban a llevar vidas sencillas libres de querellas.

La niebla fue un elemento a su favor. Los defensores de la ciudad interior sólo tenían que precipitarse sobre los hombres que no llevaban la armadura de los caballeros de la Iglesia o las túnicas rojas de los soldados eclesiásticos. Las antorchas que sostenían aquellos inopinados pacifistas los convertían en blancos propicios para los ballesteros que tan bien habían aprovechado las lecciones de Kurik.

Para evitar el ruido que provocan los jinetes, los caballeros de la Iglesia se desplazaban a pie. Al cabo de un rato, Sparhawk se reunió con Vanion.

—Lo único que hacemos aquí es recoger desertores —informó a su superior.

—No sólo eso, Sparhawk —disintió Vanion—. Los soldados eclesiásticos han sufrido un prolongado asedio y ese tipo de cosas socava la moral de los hombres. Dejemos que nuestros cuestionables aliados se solacen un poco con la venganza antes de devolverlos a los patriarcas. Sparhawk asintió con la cabeza y se alejó en compañía de Kalten y Kurik para marchar en vanguardia.

Una borrosa figura apareció asiendo un hacha en un recodo alumbrado por una antorcha. En sus contornos quedaba patente que, quien quiera que fuese, no llevaba armadura ni tampoco una túnica de soldado eclesiástico, de modo que Kurik le apuntó con su ballesta. En el último instante, alzó bruscamente el arma y la saeta salió silbando hacia el cielo crepuscular. Kurik prorrumpió en cáusticos juramentos.

—¿Qué pasa? —musitó Kalten.

—Es Berit —contestó Kurik con las mandíbulas apretadas—. Siempre encoge así los hombros al caminar.

—¿Sir Sparhawk? —llamó el novicio en la oscuridad—. ¿Estáis ahí?

—Sí.

—Gracias a Dios. Creo que he recorrido todos los callejones quemados de Chyrellos buscándoos.

Kurik descargó el puño contra una pared.

—Habla más tarde con él —aconsejó Sparhawk—. Bien, Berit —dijo—, ya me has encontrado. ¿Qué es eso tan importante que te hace vagar por ahí arriesgando el pellejo para venir a contarlo?

—Parece que los rendoreños están congregándose cerca de la puerta oeste, sir Sparhawk —anunció Berit al llegar a su lado—. Se cuentan por millares.

—¿Qué están haciendo?

—Diría que rezar. Están celebrando una especie de ceremonia en todo caso hay un individuo flaco, con barba, arengándolos desde lo alto de una pila de desperdicios.

—¿Has oído algo de lo que decía?

—Poca cosa, sir Sparhawk, pero pronunciaba con frecuencia una palabra y los demás la repetían a voz en grito cada vez.

—¿Cuál era la palabra? —preguntó Kurik.

—«Cuerno de carnero», me parece.

—Eso me suena de algo, Sparhawk —recordó Kurik.

—Por lo visto, Martel se trajo a Ulesim para mantener a raya a los rendoreños.

—¿Quién es Ulesim, sir Sparhawk? —inquino Berit, dirigiéndole una mirada de desconcierto.

—El actual líder espiritual de los rendoreños. Hay un retorcido pedazo de cuerno de carnero que es una especie de símbolo religioso. —Reflexionó un momento—. ¿Los rendoreños están tranquilamente sentados escuchando sermones? —preguntó al novicio.

—Si así queréis llamar a ese parloteo, sí.

—¿Por qué no volvemos atrás y hablamos con Vanion? —propuso Sparhawk—. Esto podría sernos muy útil.

Los preceptores y los amigos de Sparhawk se encontraban a corta distancia.

—Creo que hemos tenido un golpe de suerte —informó Sparhawk—. Berit, que ha estado vagando por las calles, dice que los rendoreños están reunidos cerca de la puerta oeste y que su líder está dirigiéndoles una enfervorizada alocución.

—¿Habéis dejado que un novicio se fuera solo, sir Sparhawk? —preguntó Abriel con tono de desaprobación.

—Kurik va a hablar después con él sobre ese tema, mi señor.

—¿Cómo dijisteis que se llamaba ese cabecilla? —inquirió pensativamente Vanion.

—Ulesim, mi señor. Lo conozco. Es un perfecto idiota.

—¿Qué harían los rendoreños si algo le ocurriera a él?

—Se dispersarían, mi señor. Martel ha dicho que iba a ordenarles el derribo de los puentes, tarea que al parecer aún no han iniciado. Los rendoreños necesitan insistentes estímulos y unas cuantas directrices cuidadosamente inculcadas antes de emprender cualquier cosa. Además, consideran a sus líderes religiosos como a una semidivinidad y no harían nada sin su mandato expreso.

—Esta podría ser la oportunidad para salvaguardar la integridad de nuestros puentes, Abriel —apuntó Vanion—. Si le sucede algo a ese Ulesim, tal vez los rendoreños se olviden de lo que debían hacer. ¿Por qué no reunimos nuestras fuerzas y vamos a hacerles una visita?

Mala idea —criticó lacónicamente Kurik—. Perdonad, lord Vanion, pero en verdad lo es. Si marchamos hacia los rendoreños con exhibición de fuerza, combatirán hasta morir para defender a su sagrado dirigente. Lo único que conseguiremos será provocar un montón de muertes inútiles.

—¿Tienes una alternativa que proponer?

—Sí, mi señor —respondió, confiado, Kurik, dando una palmadita su ballesta—. Berit dice que Ulesim está dirigiendo un discurso a su gente. Un hombre que habla a una multitud suele situarse en un punto elevado. Si pudiera llegar a cien metros de él… —Kurik dejó la frase por acabar.

—Sparhawk —decidió Vanion—, llevaos a vuestros amigos y proteged a Kurik. Tratad de atravesar con disimulo la ciudad hasta situarlo a él y a su ballesta lo bastante cerca para liquidar al tal Ulesim. Si esos fanáticos rendoreños se desmoralizan y no destruyen los puentes, Wargun podrá cruzar el río antes de que esos mercenarios estén preparados para hacerle frente. Los mercenarios son los más poderosos soldados del mundo. Casi nunca participan en batallas perdidas de antemano.

—¿Creéis que capitularán? —inquirió Darellon.

—Merece la pena intentarlo —opinó Vanion—. Una solución pacífica podría salvar la vida de muchos hombres en ambos bandos, y creo que vamos a necesitarlos a todos ellos y a muchos más, incluso a los rendoreños, cuando vayamos a contener el avance de Otha.

—Me pregunto —dijo Abriel echándose a reír— cómo se va tomar Dios que los herejes eshandistas defiendan su Iglesia.

—Dios es tolerante —aseguró, sonriendo, Komier—. Puede que hasta los perdone… un poquito.

Los cuatro caballeros, Kurik y Berit avanzaron sigilosamente hacia la puerta oeste por las calles de Chyrellos, ahora barridas por una tenue brisa que hacía escampar la niebla. Llegaron a una amplia zona despejada en que el fuego había consumido por completo los edificios, donde se congregaban miles de rendoreños armados hasta los dientes y apiñados en torno a una elevada pila de desechos sobre la cual se erguía una figura familiar.

—Es él, sin margen de duda —susurró Sparhawk a sus compañeros mientras se refugiaban en los restos de una casa—. Ahí se alza en toda su gloria… Ulesim, el discípulo predilecto del santo Arasham.

—¿Qué dices? —preguntó Kalten.

—Así es como se denominaba a sí mismo allá en Rendor. Era un titulo que se había autoconcedido, supongo que con la intención de evitarle a Arasham el esfuerzo de seleccionar a alguien.

Ulesim, en un estado rayano en la crisis nerviosa, pronunciaba un discurso que distaba mucho de contener alguna coherencia. Mantenía extendido al frente un huesudo brazo y en la mano atenazaba con fuerza algo. Aproximadamente cada quince palabras, agitaba vigorosamente el objeto que tenía en la mano y vociferaba:

—¡Cuerno de Carnero!

—¡Cuerno de Carnero! —gritaban a su vez sus seguidores.

—¿Qué te parece, Kurik? —musitó Sparhawk mientras se asomaban por la pared medio derruida.

—Que está loco.

—Desde luego que lo esta, pero ¿se halla a tiro?

Kurik examinó con ojos entornados al fanático de rimbombante lenguaje.

—Es una distancia aceptable —declaró con cierta vacilación.

—Probad de todas formas —lo animó Kalten—. Si la saeta no llega lo bastante lejos, o si la lanzáis demasiado lejos, seguro que la recogerá algún rendoreño.

Kurik apoyó la ballesta sobre el muro caído para afianzarla y apuntó con cuidado.

—¡Dios me lo ha revelado! —chillaba Ulesim a sus seguidores—. ¡Debemos destruir los puentes que son obra del maligno! ¡Las fuerzas de la oscuridad que están al otro lado del río os atacarán, pero el Cuerno de Carnero os protegerá! ¡El poder del bendito Eshand se ha unido con el del santo Arasham para llenar el talismán de un poder sobrenatural! ¡El Cuerno de Carnero os dará la victoria!

Kurik apretó lentamente la palanca de la ballesta y la saeta salió disparada hacia su objetivo.

—¡Sois invencibles! —vociferaba Ulesim—. ¡Sois…!

Nadie supo jamás qué otra cosa eran. Las plumas de una saeta de ballesta quedaron encajadas de pronto en la frente de Ulesim, justo entre sus cejas. Después se puso rígido y, con los ojos desorbitados y la boca desmesuradamente abierta, cayó desplomado sobre los cascotes.

—Buen tiro —felicitó Tynian a Kurik.

—La verdad es que trataba de darle en el vientre —confesó Kurik.

—Da lo mismo, Kurik. —El deirano exhaló una carcajada—. Hasta ha quedado más espectacular de este modo.

Un vasto murmullo de desconcierto y angustia recorrió la muchedumbre de rendoreños.

Luego la palabra «ballesta» fue circulando entre la multitud y un numero de infortunados a cuyas manos habían llegado, por un procedimiento u otro, tales armas de origen lamorquiano fueron despedazados en el acto por sus enloquecidos compañeros. Un número considerable de aquellos sureños de negro ropaje se alejaron por las calles, aullando y rasgándose las vestiduras. Otros se desmoronaron blandamente en el suelo, sollozando con desesperación. Otros más se quedaron mirando, fijamente con incredulidad hacia el lugar desde donde Ulesim había estado arengándolos hacía tan sólo unos instantes. Sparhawk también advirtió una súbita actividad política por parte de ciertos individuos que se sentían con derecho a reclamar el puesto que había quedado tan recientemente vacante, los cuales comenzaron a tomar medidas para asegurarse la elevación al estado de eminencia, razonando que el poder reposa de forma más segura en las manos de los supervivientes. Los partidarios de un candidato y otro se sumaron a las discusiones y pronto la ingente multitud se vio embrollada en un alboroto de considerable magnitud.

—Los debates políticos son bastante reñidos entre los rendoreños, ¿no es cierto? —observó alegremente Tynian.

—Ya me había fijado en ello —convino Sparhawk—. Vayamos a notificar a los preceptores el accidente de Ulesim.

Dado que a partir de entonces a los rendoreños tanto les daban lo puentes, los cuernos de carnero o la inminencia de la batalla los generales del ejército de Martel llegaron a la conclusión de que no tenían la más mínima posibilidad de salir con bien del enfrentamiento con el mar de hombres que se extendía en la otra orilla del río. Haciendo honor a su condición de mercenarios, realistas y prácticos enviaron un destacamento de oficiales con una bandera blanca los cuales regresaron justo antes del alba. Los comandantes mercenarios permanecieron reunidos unos momentos y después hicieron formar sus tropas y, empujando en vanguardia a los tumultuosos rendoreños salieron de Chyrellos y entregaron las armas.

Sparhawk y los demás se encontraban en lo alto de la muralla de la ciudad exterior junto a la puerta oeste cuando los reyes de Eosia Occidental cruzaron un tanto ceremoniosamente el puente para entrar en la Ciudad Sagrada. El rey Wargun, flanqueado por el patriarca Bergsten, vestido con su cota de mallas, el rey Dregos de Arcium, el rey Soros de Kelosia y el anciano rey Obler de Deira encabezaban a caballo la columna. Tras ellos venía una lujosa carroza descubierta en la que viajaban cuatro personas embozadas y encapuchadas. Pese a no poder identificarlos, Sparhawk sintió un escalofrío al reparar en la gran corpulencia de una de ellas. No se habrían atrevido a… Y entonces, obedeciendo al parecer la orden de la figura más menuda, los cuatro se bajaron la capucha. El gordo era Platime. Stragen era el segundo. El tercero era una mujer que Sparhawk no reconoció, y el cuarto, esbelta y rubia, con un aspecto francamente encantador, era Ehlana, reina de Elenia.