Capítulo 9

—¿Cuánto tiempo deberá guardar duelo la ciudad? —preguntó Tynian a Dolmant aquella tarde cuando habían vuelto a reunirse en el estudio del patriarca.

—Una semana —repuso Dolmant—. Entonces se celebrará el funeral.

—¿Y no ocurre nada durante ese período? —inquirió el caballero alcione de capa azul—. ¿No hay sesiones de la jerarquía ni nada?

Dolmant sacudió la cabeza.

—No. En principio debemos dedicar ese tiempo a la oración y la meditación.

—Son unos días de respiro —dijo Vanion—, que deberían proporcionar tiempo a Wargun para llegar aquí. —Frunció el entrecejo—. Todavía nos queda un problema, sin embargo. A Annias ya no le queda dinero y de ello se deduce que sus expectativas de retener la mayoría se reducen con cada día que pasa. Debe de estar sucumbiendo a la desesperación, y los hombres desesperados hacen cosas precipitadas.

—Tiene razón —acordó Komier—. Mi previsión es que Annias tome las calles llegado a ese punto. Retendrá sus propios votos por medio del terror e intentará reducir el número de votantes eliminando patriarcas que nos son leales hasta alcanzar el número en el que disponga de mayoría absoluta. Creo que ha llegado el momento de fortificarnos, caballeros. Será mejor que pongamos a nuestros amigos juntos entre buenos y resistentes muros donde podamos protegerlos.

—Yo convengo con vos, cómo no —se mostró de acuerdo Abriel—. Nuestra posición es vulnerable ahora mismo.

—¿Cuál de vuestros castillos se halla más próximo a la basílica? —les preguntó el patriarca Emban—. Nuestros partidarios deberán ir y venir entre las calles para participar en las deliberaciones. Es preferible no exponerlos a más peligros de los imprescindibles.

—Nuestra casa es la más cercana —respondió Vanion—, y tiene pozo propio. Después de lo ocurrido esta mañana, no quisiera que Annias tuviera acceso al agua que bebemos.

—¿Suministros? —inquirió Darellon.

—Mantenemos siempre los suficientes para resistir un asedio de seis meses —explicó Vanion—. Son raciones de soldado, me temo, Su Ilustrísima —se disculpó ante el corpulento Emban.

—Oh, bueno —se consoló, suspirando, Emban—. De todas formas tenía intención de perder peso.

—Es un buen plan —concedió el preceptor Abriel de capa blanca—, pero tiene un inconveniente. Si estamos todos en un castillo, los soldados eclesiásticos pueden rodearnos. Nos encontraríamos acorralados dentro sin posibilidad de llegar a la basílica.

—Entonces combatiremos para abrirnos paso —declaró Komier, calándose en la cabeza con gesto airado el yelmo rematado con cuernos de ogro.

—Siempre hay gente que muere en los combates, Komier —advirtió Abriel, sacudiendo la cabeza—. La votación se avecina y no podemos permitirnos perder ni un solo patriarca en estos momentos.

—De todas formas no podemos ganar —se lamentó Tynian.

—No estoy tan seguro —disintió Kalten.

—¿Se os ocurre la manera de salir de esta situación?

—Creo que sí. —Kalten miró a Dolmant—. Necesitaré permiso para esto, Su Ilustrísima —declaró.

—Os escucho. ¿Cuál es vuestro plan?

—Si Annias decide recurrir a la fuerza descarnada, eso significa que cualquier simulacro de orden civil queda desbaratado, ¿no es así?

—Más o menos, sí.

—Entonces, si él no va a tomar en consideración las normas, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros? Si queremos reducir el número de soldados eclesiásticos que cerquen el castillo pandion, todo lo que tenemos que hacer es proporcionarles algo más importante en que ocuparse.

—Volver a provocar un incendio en la ciudad —sugirió Talen.

—Eso sería un poco extremado —opinó Kalten—. Podemos, con todo, reservarnos esa posibilidad. Ahora, no obstante, los votos de que Annias dispone son lo más importante en su vida. Si nosotros comenzamos a despojarle de ellos uno a uno, hará cualquier cosa que este en su mano para conservar los que le quedan, ¿no os parece?

—No voy a permitiros de ningún modo que os pongáis a sacrificar patriarcas, Kalten —se negó Dolmant con voz sorprendida.

—No tenemos que matar a nadie, Su Ilustrísima. Lo único que hemos de hacer es apresar a unos cuantos. Annias es bastante inteligente y no tardará mucho en comprender el quid de la cuestión.

—Necesitaréis algún tipo de acusación, sir Kalten —observó Abriel—. No se puede prender a los patriarcas de la Iglesia sin tener un motivo…, dejando al margen las presentes circunstancias.

—Oh, tenemos acusaciones, mi señor Abriel, toda clase de acusaciones… pero la de «crímenes contra la corona de Elenia» es la que suena mejor, ¿no creéis?

—Me pone enfermo cuando trata de hacerse el listo —murmuró Sparhawk a Tynian.

—Esta vez te gustará, Sparhawk —aseveró Kalten. Se echó atrás la negra capa con una expresión de insufrible arrogancia—. ¿Cuántas de esas órdenes de arresto que os firmó Lenda en Cimmura llevas en el bolsillo?

—Ocho o diez, ¿por qué?

—¿Consta en ellas alguna persona de cuya compañía no podríais prescindir durante las próximas semanas?

—Creo que podría vivir tranquilamente sin la mayoría de ellas. —Sparhawk creyó adivinar adonde se proponía ir a parar su amigo.

—En ese caso lo único que hemos de hacer es sustituir unos cuantos nombres —declaró Kalten—. Como los documentos son oficiales, va a «parecer» legal… hasta cierto punto. Después de que hayamos detenido a cuatro o cinco de sus comprados y pagados patriarcas y los hayamos llevado al castillo alcione…, que por cierto se encuentra en la otra punta de la ciudad, ¿no hará Annias todo cuanto pueda por recuperarlos? Yo diría que el número de soldados congregados alrededor de la fortaleza pandion disminuiría drásticamente llegados a ese punto.

—Sorprendente —se admiró Ulath—. Kalten ha concebido realmente una idea factible.

—El único punto flojo que aprecio es la cuestión de sustituir los nombres —objetó Vanion—. No se puede rascar sin más un nombre y cambiarlo por otro…, no en un documento oficial.

—No he dicho nada de borrar nombres rascándolos, mi señor —señaló con modestia Kalten—. Una vez, cuando éramos novicios, nos disteis permiso a Sparhawk y a mí para pasar unos días en casa. Escribisteis una nota para que nos dejaran salir por la puerta. Resultó que por casualidad guardamos esa nota. Los escribas del escritorio tienen un producto que diluye totalmente la tinta. Lo utilizan cuando cometen errores. La fecha de esa nota vuestra siguió cambiando misteriosamente. Casi podría decirse milagrosamente, ¿no os parece? —Se encogió de hombros—. Pero claro, Dios siempre me ha tenido en gran aprecio.

—¿Funcionaría? —preguntó sin rodeos Komier a Sparhawk.

—Así fue cuando éramos novicios, mi señor —le aseguró Sparhawk.

—¿De veras armasteis caballeros a estos dos, Vanion? —inquirió Abriel.

—Fue una semana en que no tenía gran cosa que hacer. Las sonrisas eran amplias ahora en la estancia.

—Totalmente censurable, Kalten —lo reprendió Dolmant—. Debería prohibirlo de modo terminante… si pensara que estabais hablando seriamente de ello. Sólo hacíais cabalas, ¿verdad, hijo mío?

—Oh, por supuesto, Su Ilustrísima.

—Estaba seguro de que ése era el caso. —Dolmant sonrió con expresión bondadosa, incluso piadosa, y después guiñó el ojo.

—Oh, querido —suspiró Sephrenia—. ¿No existe ni un elenio honrado en el mundo? ¿Vos también, Dolmant?

—Yo no he dado mi consentimiento a nada, pequeña madre —protestó con exagerada inocencia—. Sólo estábamos haciendo conjeturas, ¿no es cierto, Kalten?

—En efecto, Su Ilustrísima. Puras conjeturas. Ninguno de los dos se plantearía seriamente algo tan reprobable.

—Yo pienso exactamente lo mismo —manifestó Dolmant—. Veamos, Sephrenia, ¿aporta esto tranquilidad a vuestro espíritu?

—Erais un chico mucho más bueno cuando erais un novicio pandion, Dolmant —lo regañó. Se produjo un silencio preñado de estupor y todos los presentes fijaron la mirada en el patriarca de Demos.

—Ay —exclamó sin grandes remordimientos Sephrenia, con ojos chispeantes y una tenue sonrisa esbozada en las comisuras de los labios—. Supongo que no debiera haber dicho eso, Dolmant.

—¿De veras teníais que hacerlo, pequeña madre? —preguntó él con tono apesadumbrado.

—Sí, querido, creo que sí. Habéis comenzado a sufrir el ligero mal que ocasiona la impresión ante la propia agudeza. Es mi responsabilidad como profesora y amiga vuestra refrenar dicha tendencia.

Dolmant tabaleó la mesa frente a él.

—Confío en que todos seremos discretos respecto a esto, caballeros…

—No me lo sacarían ni con tenazas, Dolmant —aseveró, sonriente, Emban—. Por lo que a mí concierne, ni siquiera he oído hablar de ello… y probablemente resulte cierto hasta la próxima vez que necesite que me hagáis un favor.

—¿Erais bueno, Su Ilustrísima? —preguntó con respeto Kalten—. Cómo pandion, me refiero.

—Era el mejor, Kalten —respondió, con cierta dosis de orgullo, Sephrenia—. Incluso equiparable al padre de Sparhawk. A todos nos entristeció mucho que la Iglesia encontrara un nuevo puesto para él. Perdimos un pandion muy bueno cuando él siguió las órdenes divinas.

Dolmant todavía miraba a sus amigos con expresión suspicaz.

—Pensaba que lo había enterrado por completo —suspiró—. Nunca pensé que fuerais a traicionarme, Sephrenia.

—No es exactamente algo vergonzante, Su Ilustrísima —señaló Vanion.

—Podría resultar a la larga un inconveniente a nivel político —contestó Dolmant—. Al menos vos habéis sido capaz de controlar vuestra lengua.

—No hay de qué preocuparse, Dolmant —afirmó expansivamente Emban—. Vigilaré a estos amigos vuestros y, en cuanto sospeche que uno de ellos tiene dificultad en controlar la lengua, lo ordenaré recluirse en ese monasterio de Zemba, en Cammoria, donde todos los hermanos juran votos de silencio.

—De acuerdo pues —zanjó Vanion—, pongámonos manos a la obra, caballeros. Debemos reunir a muchos patriarcas leales y, Kalten, quiero que empecéis a practicar la falsificación. Los nombres que sustituiréis en esas órdenes de arresto habrán de estar en el estilo de escritura del conde de Lenda. —Se detuvo pensativamente, mirando a su rubio subordinado—. Será mejor que os llevéis a Sparhawk con vos —añadió.

—Puedo arreglármelas solo, mi señor.

—No, Kalten —disintió Vanion—. Me parece que no. Ya he sido testigo de vuestros intentos de escribir sin cometer faltas.

—¿Era malo? —inquirió Darellon.

—Terrible, amigo mío. Una vez escribió una palabra de seis letras y no consiguió poner ni una bien.

—Algunas palabras son de difícil ortografía, Vanion.

—¿Vuestro propio nombre?

—¡Pero no podéis hacer esto! —protestó con voz aguda el patriarca de Cardos cuando Sparhawk y Kalten lo sacaron de su casa unos días mas tarde—. No podéis arrestar a un patriarca de la Iglesia bajo ningún concepto mientras la jerarquía celebra sesión.

—Pero la jerarquía no mantiene sesión en estos momentos, Su Ilustrísima —le hizo ver Sparhawk—. Las reuniones quedan suspendidas durante el período de duelo oficial.

—De todas formas no pueden juzgarme en un tribunal civil. Exijo que presentéis estas especiosas acusaciones ante un tribunal eclesiástico.

—Llevadlo afuera —ordenó concisamente Sparhawk a sir Perraine. Sacaron a rastras al patriarca de Cardos de la habitación.

—¿Por qué nos demoramos? —preguntó Kalten.

—Por dos cosas. A nuestro prisionero no han parecido sorprenderlo mucho los cargos, ¿no es cierto?

—Ahora que lo dices, no.

—Creo que quizás el conde de Lenda se dejó algunos nombres al elaborar esa lista.

—Es posible. ¿Cuál es el otro motivo?

—Enviemos un mensaje a Annias. El sabe que no podemos hacerle nada mientras no salga de la basílica, ¿no es así?

—Sí.

—Bien, encarcelémoslo allí dentro y restrinjamos su libertad de movimientos…, por irritarlo cuando menos. Todavía le hemos de hacer pagar por ese cocinero envenenado.

—¿Cómo te propones hacerlo?

—Observa… y sigue mi ejemplo.

—¿No lo hago siempre?

Se dirigieron al patio de la lujosa casa del patriarca, una mansión construida —a Sparhawk no le cabía duda de ello— a costa de los sudores de los contribuyentes elenios.

—Mi colega y yo hemos tomado en consideración vuestra petición de una audiencia eclesiástica, Su Ilustrísima —comunicó el alto pandion al prisionero—. Reconocemos cierto mérito a vuestros argumentos. —Comenzó a pasar las hojas de sus órdenes de captura.

—¿Me llevaréis pues a la basílica para realizar una vista? —preguntó el patriarca.

—¿Hmmm? —dijo con aire ausente Sparhawk, todavía leyendo.

—He dicho que si vais a llevarme a la basílica y presentar esas absurdas acusaciones allí.

—Ah, me parece que no, Su Ilustrísima. Eso sería realmente inconveniente. —Sparhawk sacó la orden de arresto del primado Annias y la enseñó a Kalten.

—Éste es el importante, sí —afirmó Kalten—. Éste es el tipo que buscamos. Sparhawk enrolló el papel y se repiqueteó con él la mejilla.

—Esto es lo que vamos a hacer, Su Ilustrísima —anunció—. Vamos a llevaros al castillo de los alciones y confinaros allí. Estos cargos se originaron en el reino de Elenia y cualquier procedimiento eclesiástico debería ser dirigido por la cabeza de la Iglesia de ese reino. Dado que el primado Annias actúa en el puesto del patriarca de Cimmura durante su estado de incapacidad, eso lo convierte en el hombre que debería hallarse como persona preeminente en la vista. Qué forma extraña tienen de entrelazarse las cosas, ¿no es cierto? Habida cuenta de que el primado Annias es la autoridad imprescindible en este asunto, nosotros os entregaremos libremente a él. Todo cuanto debe hacer es salir de la basílica, ir al castillo alcione y ordenar que os entreguemos. —Lanzó una mirada al oficial de roja túnica que sir Perraine vigilaba con inquietante semblante—. El capitán de vuestra guardia servirá perfectamente como mensajero. ¿Por qué no habláis un momento con él y le exponéis la situación? Después lo enviaremos a la basílica para que ponga al corriente a Annias. Encargadle que pida al buen Primado que venga a visitarnos. Estaremos encantados de verlo en terreno neutral, ¿no es así, Kalten?

—Oh desde luego —contestó Kalten con tono fervoroso.

El patriarca de Cardos les dedicó una suspicaz mirada y luego parlamentó con el capitán de su destacamento de guardia. Mientras hablaba no apartó ni un instante la vista de la orden de arresto enrollada que llevaba Sparhawk en la mano.

—¿Crees que lo ha captado? —murmuró Kalten.

—Así lo espero. Lo he hecho todo menos golpearle la cabeza con él. El patriarca de Demos regresó con el rostro tenso de rabia.

—Oh, otra cosa, capitán —dijo Sparhawk al soldado eclesiástico, que se disponía a marcharse—. ¿Seríais tan amable de transmitir un mensaje personal al primado de Cimmura de nuestra parte? Decidle que sir Sparhawk, de la orden pandion, lo invita a salir de debajo de la cúpula de la basílica para jugar en las calles…, donde ciertas insignificantes restricciones no malograrán nuestra diversión.

Kurik llegó esa tarde, sucio de polvo y cansado. Berit lo acompañó al estudio de Dolmant, donde se dejó caer en una silla.

—Hubiera llegado un poco antes —se disculpó—, pero me paré en Demos para ver a Aslade y a los chicos. Se enfada mucho cuando paso por la ciudad sin detenerme.

—¿Cómo está Aslade? —inquirió el patriarca Dolmant.

—Más gorda. —Kurik sonrió—. Y me parece que está volviéndose un poco tonta con el correr de los años. Sentía nostalgia y me llevó al pajar. —Apretó ligeramente las mandíbulas—. Más tarde tuve una larga charla con los muchachos sobre eso de dejar crecer cardos en el prado.

—¿Tenéis idea de qué está hablando, Sparhawk? —preguntó Dolmant con perplejidad.

—Sí, Su Ilustrísima.

—Pero no vais a explicármelo, ¿verdad?

—No, Su Ilustrísima, me parece que no. ¿Cómo está Ehlana? —interrogó a su escudero.

—Difícil —gruñó Kurik—. Poco escrupulosa. Irritante. Terca. Autoritaria. Exigente. Solapada Implacable. En resumidas cuentas, vuestra impetuosa joven reina. Me gusta, sin embargo. No sé por qué, me recuerda a Flauta.

—No solicitaba una descripción, Kurik —advirtió Sparhawk—. Me preocupaba por su salud.

—A mi me parece que está bien. Si no lo estuviera, no correría tan aprisa como lo hace.

—¿Correr?

—Por lo visto, siente que ha perdido mucho tiempo mientras dormía y trata de recuperarlo. A estas alturas ya ha fisgoneado en cada rincón de palacio. Lenda está planteándose seriamente la posibilidad de suicidarse, creo, y las doncellas se encuentran en un estado de desesperación. No se le pasa por alto ni una mota de polvo. Puede que cuando haya concluido no tenga el mejor de los reinos, pero lo que sí es seguro es que será el más pulcro. —Kurik introdujo la mano bajo su chaleco de cuero—. Tomad —ofreció, sacando un grueso paquete de pergamino plegado—. Os escribió una carta. Tomaos vuestro tiempo para leerla. Ella tardó dos días en redactarla.

—¿Cómo funciona la idea de la guardia local? —preguntó Kalten.

—Bastante bien, realmente. Justo antes de marcharme, llegó un batallón de soldados eclesiásticos a las afueras de la ciudad. Su comandante cometió la imprudencia de plantarse demasiado cerca de la puerta cuando exigió entrada y un par de ciudadanos le arrojaron algo encima.

—¿Brea ardiente? —supuso Tynian.

—No, sir Tynian. —Kurik esbozó una sonrisa—. Los dos compadres se ganan la vida vaciando y limpiando sentinas. El oficial recibió el fruto de su labor del día: más de doscientos litros. El coronel, o lo que quiera que fuese debajo de todo ese producto, perdió la cabeza y ordenó un asalto a las puertas. Fue entonces cuando entraron en acción las piedras y la brea ardiente. Los soldados instalaron su campamento a corta distancia de la muralla este para replantearse las cosas y a altas horas de la noche una veintena de matones de Platime bajaron con cuerdas sujetas a las almenas y les hicieron una visita. A la mañana siguiente los soldados casi se habían quedado sin oficiales. Se pasaron un rato caminando sin saber qué hacer y después se fueron. Creo que vuestra reina se encuentra a salvo. Sparhawk. En grupo, los soldados no son muy imaginativos, y las tácticas no convencionales tienden a confundirlos. Platime y Stragen lo están pasando en grande y el vulgo está comenzando a desarrollar cierto respeto por su ciudad. Están barriendo incluso las calles en previsión de que por azar Ehlana pudiera pasar por ellas a caballo en una de sus inspecciones matinales.

—¡No estarán dejándola salir de palacio esos idiotas! —exclamó con enojo Sparhawk.

—¿Y quién va a detenerla? Está a buen recaudo, Sparhawk. Platime puso para cuidarla la mujer más grande que he visto nunca. Es casi tan alta como Ulath y lleva más armas que un pelotón entero.

—Ésa debe de ser Mirtai, la gigante —dedujo Talen—. La reina Ehlana está perfectamente protegida, Sparhawk. Mirtai tiene ella sola la fortaleza de un ejército.

—¿Una mujer? —preguntó Kalten con incredulidad.

—No os recomiendo que la llaméis así a la cara, Kalten —aconsejó muy serio el chico—. Ella se considera un guerrero, y nadie que esté en su sano juicio se atreve a llevarle la contraria. Va vestida casi siempre como un hombre, probablemente porque no quiere que la importunen los tipos que prefieren las mujeres voluminosas, y lleva cuchillos prendidos en los lugares más insospechados del cuerpo. Tiene incluso un par encajado en las suelas de los zapatos, que, aunque apenas sobresalen de la punta de sus dedos, son lo bastante largos para amedrentar a cualquiera. Realmente no querríais que os propinara una patada en ciertos lugares tiernos.

—¿De dónde diablos sacó Platime una mujer como ésa? —inquirió Kalten.

—La compró. —Talen se encogió de hombros—. Ella tenía quince años por entonces y no había completado aún su desarrollo. No hablaba ni una palabra de elenio, según me han contado. Intentó ponerla a trabajar en un burdel, pero, después de que hubo mutilado o matado aproximadamente a una docena de potenciales clientes, cambió de idea.

—Todo el mundo habla elenio —objetó Kalten.

—No en el Imperio Tamul, tengo entendido. Mirtai es una tamul. Por eso tiene un nombre tan extraño. A mí me da miedo, y son pocas las personas de las que puedo decir lo mismo.

—Y no sólo es la gigante, Sparhawk —prosiguió Kurik—. La plebe conoce a sus vecinos y sabe muy bien quiénes sostienen opiniones políticas que no son de fiar. La gente manifiesta una lealtad fanática por la reina ahora, y todos y cada uno se toman muy en serio la vigilancia de sus vecinos. Platime ha acorralado a casi todos los que son dignos de sospecha en la ciudad.

—Annias tiene muchos secuaces en Cimmura —se preocupó Sparhawk.

—Los tenía, mi señor —lo corrigió Kurik—. Se produjeron unas cuantas demostraciones de escarmiento y, si queda alguien en Cimmura que no quiera a la reina, se cuida mucho de mantenerlo en secreto. ¿Puedo comer algo? Estoy hambriento.

El funeral del archiprelado Clovunus fue adecuadamente suntuoso. Las campanas doblaron durante días y el aire de la basílica estaba impregnado de incienso y de cánticos e himnos solemnemente ofrecidos en antiguo elenio, una lengua que muy pocos de los presentes eran aún capaces de comprender. Todos los clérigos, que en la mayoría de las situaciones vestían de riguroso negro, lucían en tan solemne ocasión atuendos de vivas tonalidades que componían entre sí un abigarrado arco iris. Los patriarcas llevaban túnicas carmesí y los primados prendas con los colores de sus países de origen. A cada una de las diecinueve órdenes monásticas le correspondía un color, y cada color tenía su propio significado especial. La nave de la basílica era un derroche de colores que las más de las veces desentonaban y conferían al templo un aspecto más parecido al de una feria rural de Cammoria que al de un lugar donde se celebraba un fastuoso funeral. Se ejecutaban oscuros rituales y supersticiosas ceremonias heredadas de la antigüedad, a pesar de que nadie tenía la más mínima idea de su significado. Un buen número de sacerdotes y monjes, cuyo solo cometido en la vida era celebrar dichos rituales y anticuadas ceremonias, aparecían brevemente en público por última vez en su vida. Un anciano monje, cuya función exclusiva era rodear tres veces el féretro del archiprelado con un cojín de terciopelo negro en el que reposaba un abollado y muy deslustrado salero, se excitó tanto que le falló el corazón, y hubieron de hallar en el acto un sustituto. El individuo a quien adjudicaron el cargo, un joven novicio con la cara llena de espinillas de mediano mérito y cuestionable piedad, sollozó de gratitud al darse cuenta de que su posición en la vida era segura ahora, y que sólo se requeriría de él la realización de algún trabajo aproximadamente una vez por generación.

El interminable sepelio se prolongó horas y horas, interrumpido regularmente por oraciones e himnos. En momentos determinados, la congregación se ponía en pie; en otros, se arrodillaba; y en otros más volvía a sentarse. Todo era muy solemne y en su mayor parte carecía de todo sentido.

El primado Annias estaba sentado tan cerca como osaba de la cuerda de terciopelo que separaba a los patriarcas de los espectadores en el lado norte de la vasta nave, rodeado de lacayos y sicofantes. Dado que Sparhawk no podía situarse a corta distancia de él, el fornido pandion decidió en su lugar instalarse en la galería sur justo frente a él, donde, acompañado de sus amigos, podía mirar directamente los ojos del eclesiástico de ceniciento rostro. La reunión de los patriarcas opuestos a Annias dentro de los muros del castillo pandion se había desarrollado según lo previsto, y el arresto y encarcelamiento de seis patriarcas leales al primado —o, al menos, a su dinero— se había llevado, asimismo, a cabo sin obstáculos. Annias, con frustración patente en el semblante, se mantenía ocupado escribiendo notas al patriarca de Coombe, las cuales entregaban varios miembros de un grupo de jóvenes pajes. Por cada nota despachada a Makova, Sparhawk mandaba una a Dolmant. El caballero disponía de cierta ventaja en ese quehacer puesto que, en tanto Annias redactaba realmente un texto, él se limitaba a enviar trozos plegados de papeles en blanco. Era aquélla una táctica a la que, sorpresivamente, Dolmant había aceptado prestarse.

Kalten se deslizó hasta un asiento contiguo al de Tynian, escribió una nota por su propia cuenta y la hizo llegar a Sparhawk.

Vuena suerte. Cuatro más de los patriarcas que faltavan se an presentado en la puerta trasera del catillo ace media ora. Se enteraron de estábamos protejiendo a nuestros amijos y se fueron coriendo ayí. Benturoso, ¿e?

Sparhawk hizo una ligera mueca de espanto al comprobar que el desconocimiento de la ortografía de la lengua elenia de Kalten era incluso más grave de lo que temía Vanion. Mostró la nota a Talen.

—¿Cómo modifica esto las cosas? —susurró.

—El número de votantes sólo cambia en un número —musitó el chico—. Nosotros hemos encerrado a seis de los de Annias y hemos recuperado a cinco de los nuestros. Ahora tenemos cincuenta y dos, él tiene cincuenta y nueve, y todavía están los nueve neutrales. Eso hace en total de ciento veinte votos. Siguen necesitándose setenta y dos para ganar, pero ni siquiera esos nueve podrían ayudarlo a conseguirlo ahora. Con ellos sumaría sesenta y ocho votos, con lo que se quedaría corto por cuatro votos.

—Dame la nota —indicó Sparhawk. Anotó los números bajo el mensaje de Kalten y luego agregó dos frases: «Sugiero que suspendamos toda la negociación con los neutrales. Ya no los necesitamos». Entregó el papel a Talen—. Llévalo a Dolmant —pidió—, y no estaría mal que sonrieras justo un poco mientras te diriges abajo.

—¿Una sonrisa perversa, Sparhawk? ¿Afectada, tal vez?

—Hazlo lo mejor que puedas. —Sparhawk tomó otra hoja de papel, escribió la información en ella y la hizo circular entre sus amigos.

El primado Annias se encontró de pronto enfrentado a un grupo de caballeros de la Iglesia que le sonreían desde el otro lado de la nave de la basílica. Con rostro ensombrecido, comenzó a morderse nerviosamente una uña.

La ceremonia llegó finalmente a su conclusión. La multitud del templo se levantó para desfilar tras el cadáver de Clovunus hasta su lugar de reposo en la cripta subterránea de la basílica. Sparhawk se demoró junto a Talen para hablar un momento con Kalten.

—¿Dónde aprendiste a escribir? —le preguntó.

—La ortografía es de ese tipo de cosas por las que no debería preocuparse ningún caballero, Sparhawk —replicó con altivez Kalten. Miró minuciosamente a su alrededor para cerciorarse de que nadie iba a oírlo—. ¿Dónde está Wargun? —susurró.

—No tengo ni idea —musitó Sparhawk—. Quizá tuvieron que hacerle recuperar la sobriedad. La orientación de Wargun no es muy buena cuando está bebido.

—Sería aconsejable que ideáramos un plan alternativo, Sparhawk. La jerarquía va a reanudar las sesiones en cuanto hayan sepultado a Clovunus.

—Disponemos de votos suficientes para mantener a raya a Annias.

—Le bastarán dos votaciones para hacerse cargo de la situación, amigo mío. A partir de entonces comenzará a actuar precipitadamente, y nosotros estamos en clara minoría aquí. —Kalten observó las pesadas vigas de madera alineadas en la escalera que conducía a la cripta—. Tal vez debiera prender fuego a la basílica —comentó.

—¿Te has vuelto loco?

—Provocaría un retraso, y eso es lo que necesitamos desesperadamente ahora.

—No creo que debamos recurrir a tales extremos. Mantengamos a los cinco patriarcas a buen recaudo por el momento. Talen, sin esos cinco votos, ¿cómo quedan las cuentas?

—Ciento quince votantes, Sparhawk. Ello representa sesenta y nueve para ganar.

—Le sigue faltando un voto… incluso aunque logre sobornar a los neutrales. Seguramente aplazará cualquier tipo de enfrentamiento si cree que se halla tan cerca. Kalten, llévate a Perraine y vuelve al castillo a buscar a esos cinco patriarcas. Vístelos con piezas de armadura para disfrazarlos y después tráelos aquí con una escolta de unos quince caballeros. Ponlos en una antesala. Dejaremos que Dolmant decida cuándo los necesita.

—De acuerdo. —Kalten sonrió con malicia—. Hemos vencido a Annias, ¿verdad, Sparhawk?

—Eso parece, pero no cantemos victoria hasta que haya otra persona sentada en ese trono. En marcha.

Cuando los miembros de la jerarquía, todavía vestidos de carmesí reanudaron sus deliberaciones, se pronunciaron varios discursos. Las alocuciones corrieron a cargo de patriarcas demasiado carentes de importancia para haber participado en los servicios ceremoniales de la nave. El patriarca Ortzel de Kadach, hermano del barón Almstrom de Lamorkand, fue particularmente tedioso. La sesión se interrumpió temprano y prosiguió a la mañana siguiente. Los prelados que se oponían a Annias se habían reunido la noche anterior y habían elegido a Ortzel como su abanderado. Sparhawk todavía conservaba graves reservas respecto a Ortzel, pero se guardó de manifestarlas.

Dolmant mantuvo en reserva a los cinco patriarcas que tan recientemente se habían reincorporado a sus filas. Disfrazados con retazos diversos de armadura, permanecían sentados con un pelotón de caballeros eclesiásticos en una habitación de bajo techo no muy lejos de la sala de audiencia.

En cuanto la jerarquía se hubo instalado ordenadamente, el patriarca Makova se puso en pie y propuso el nombre del primado Annias como candidato al archiprelado. Su discurso se prolongó durante casi una hora, pero los aplausos que lo acogieron no fueron especialmente calurosos. Después Dolmant propuso a Ortzel y su alocución, más pertinente, fue seguida de aplausos más entusiastas.

—¿Van a votar ahora? —susurró Talen a Sparhawk.

—No lo sé —admitió Sparhawk—. Depende de Makova. Él es el que ostenta la presidencia por el momento.

—Estoy deseando presenciar una votación, Sparhawk —aseguró ansiosamente Talen.

—¿No estás tan seguro de tus cálculos? —inquirió Sparhawk con cierta aprensión.

—Claro que sí, pero los números no son más que números. Cuando la gente interviene en algo pueden ocurrir muchas cosas. Fijaos en eso, por ejemplo. —Talen señaló a un paje que se apresuraba a llevar una nota de los nueve patriarcas no comprometidos a Dolmant—. ¿Qué se proponen ahora?

—Supongo que querrán saber por qué ha parado tan repentinamente de ofrecerles dinero Dolmant —infirió Sparhawk—. Sus votos carecen de valor en estos momentos, aun cuando es probable que ellos no acaban de comprenderlo.

—¿Qué creéis que harán ahora?

—¿Quién sabe? —Sparhawk se encogió de hombros—. ¿Y a quién le importa?

Makova, de pie ante el atril, hojeó un fajo de notas y luego alzó la mirada y se aclaró la voz.

—Antes de pasar a realizar nuestra votación inicial, hermanos míos —comenzó—, un asunto de gran urgencia acaba de reclamar mi atención. Como muchos de vosotros debéis de saber, los zemoquianos están reuniéndose en masa en la frontera oriental de Lamorkand con evidentes intenciones hostiles. Creo que debemos esperar con cierta certeza que Otha invadirá el oeste… posiblemente en los próximos días. Es, por lo tanto, vital que las deliberaciones de este organismo queden concluidas con la menor dilación posible. Nuestro nuevo archiprelado habrá de enfrentarse casi inmediatamente después de su elevación a la más terrible de las crisis que han padecido la Iglesia y sus fieles hijos a lo largo de los últimos cinco siglos.

—¿Qué está haciendo? —susurró sir Bevier a Sparhawk—. Todo el mundo sabe en Chyrellos que Otha se encuentra en Lamorkand oriental.

—Está yéndose por las ramas —interpretó Sparhawk, frunciendo el entrecejo—, pero no tiene ningún motivo para hacerlo.

—¿Qué está tramando Annias? —preguntó Tynian, dirigiendo una airada mirada al otro lado de la cámara de la audiencia, al primado de Cimmura, que permanecía sentado sonriendo con aire satisfecho.

—Está esperando a que ocurra algo —dedujo Sparhawk.

—¿Qué?

—No tengo la más mínima idea, pero Makova va a seguir hablando hasta que suceda. Entonces Berit entró en la sala de audiencia, con la cara pálida y los ojos desorbitados, y casi tropezó en un escalón al encaminarse al banco donde se hallaba Sparhawk.

—¡Sir Sparhawk! —gritó.

—¡Hablad en voz baja, Berit! —lo instó Sparhawk—. ¡Sentaos y recobrad el aplomo! Berit tomó asiento y aspiró aire.

—De acuerdo —decidió Sparhawk—. Hablad quedamente y decidnos qué está pasando.

—Hay dos ejércitos que se aproximan a Chyrellos, mi señor —anunció tensamente el novicio.

—¿Dos? —se extrañó Ulath—. Quizá Wargun haya dividido sus fuerzas por algún motivo.

—No son las huestes del rey Wargun, sir Ulath —lo disuadió Berit—. En cuanto los hemos visto, unos cuantos caballeros eclesiásticos han salido a caballo para averiguar quiénes eran. Los que bajaban del norte Parecen lamorquianos.

—¿Lamorquianos? —repitió, estupefacto, Tynian—. ¿Qué hacen aquí? Deberían estar en la frontera defendiéndose de Otha.

—No creo que a esos lamorquianos en concreto les interese Otha, mi señor —señaló Berit—. Algunos de los caballeros que fueron a investigar eran pandion, y han identificado a Adus y Krager como cabecillas del ejército lamorquiano.

—¿Cómo? —exclamó Kalten.

—¡No eleves la voz, Kalten! —recomendó Sparhawk—. ¿Y el otro ejército, Berit? —preguntó, a pesar de conocer ya la respuesta.

—En su mayoría rendoreños, mi señor, pero también había un buen número de cammorianos.

—¿Y su dirigente?

—Martel, mi señor.