Capítulo 24

La llovizna que se filtraba arremolinada por el angosto pasadizo llevaba consigo copos de nieve casi tan grandes como monedas. Los cuervos permanecían encaramados en las ramas, chorreando, y lanzando miradas de mal agüero. Aquélla era una de esas mañanas que reclamaban a voz en grito consistentes paredes, un techo firme y un alegre fuego, pero, dado que tales comodidades se hallaban fuera del alcance de los caballeros, Sparhawk y Kurik siguieron arrastrándose hasta el corazón de la espesura de enebros y aguardaron.

—¿Estás seguro? —susurró Sparhawk a su escudero.

—Era humo sin lugar a dudas, Sparhawk —repuso en voz baja Kurik—, y alguien estaba friendo tocino, que seguro que se le ha quemado.

—No nos queda más remedio que esperar —se resignó Sparhawk—. No quiero darme de bruces con nadie. —Trató de modificar la posición en que se encontraba, pero estaba encajado entre dos achaparrados árboles.

—¿Qué ocurre? —susurró Kurik.

—Me está goteando el agua de una rama directamente en la nuca.

—¿Cómo os sentís, mi señor? —inquirió Kurik, después de dirigirle una larga e inquisitiva mirada.

—Mojado. Gracias por preguntarlo, de todos modos.

—Ya sabéis a qué me refiero. Una de mis obligaciones es ocuparme de vuestro bienestar. Vos sois la pieza clave de esta expedición. No importa que los demás caigamos en la autoconmiseración, pero si vos comenzáis a tener dudas y temores, todos saldremos malparados.

—Sephrenia muestra a veces los mismos instintos maternales que una gallina clueca.

—Os quiere mucho, Sparhawk. Es natural que se preocupe.

—Ya estoy grandecito, Kurik. Incluso estoy casado.

—Vaya, me parece que tenéis razón. ¡Qué raro que no me hubiera dado cuenta!

—Muy gracioso.

Aguardaron, aguzando el oído, pero no oyeron más que el sonido del agua que goteaba de las ramas.

—Sparhawk —dijo al cabo Kurik.

—¿Sí?

—Si me ocurriera algo, vos cuidaréis de Aslade, ¿verdad? Y de los chicos.

—No va a sucederte nada, Kurik.

—Espero que no, pero de todas formas necesito saberlo.

—Vas a cobrar una pensión… bastante suculenta, por cierto. Hasta puede que tenga que vender algunos acres para pagártela. A Aslade no le va a faltar nada.

—Eso suponiendo que también vos salgáis con vida de ésta —señaló irónicamente Kurik.

—No tienes por qué inquietarte por eso, amigo mío. Está en mi testamento. Vanion se ocupará de ello… o Ehlana.

—Pensáis en todo, ¿eh, Sparhawk?

—Tengo una profesión peligrosa y estoy más o menos obligado a tomar ciertas disposiciones… por si se presentara algún accidente. —Sparhawk sonrió a su amigo—. ¿Has sacado a colación este tema con el incomprensible propósito de levantarme el ánimo?

—Sólo quería saberlo, nada más —respondió Kurik—. Es mejor tener paz de espíritu en lo concerniente a estas cuestiones. Aslade podría entonces dar un oficio a los muchachos.

—Tus hijos ya tienen reservado un oficio, Kurik.

—¿De granjeros? Es una ocupación un poco incierta.

—No me refería a eso. He hablado con Vanion de ellos. Tu hijo mayor probablemente entrará como novicio cuando hayamos concluido este viaje.

—Eso es ridículo, Sparhawk.

—No tanto. La orden pandion necesita siempre hombres valientes y honrados, y, si han salido a su padre, tus hijos son inmejorables. Te hubiéramos armado caballero a ti hace años, pero nunca me has dejado ni plantearlo. Eres un hombre obstinado, Kurik.

—Sparhawk… —se dispuso a contraatacar Kurik—. ¡Se acerca alguien! —musitó.

—Esto es una tontería como una casa —declaró una voz desde el otro lado del bosquecillo en la vulgar mezcla de elenio y estirio que identificaba como zemoquiano a su propietario.

—¿Qué ha dicho? —susurró Kurik—. No acabo de entender ese parloteo.

—Te lo diré después.

—¿Por qué no regresas y le dices a Surkhel que es un idiota, Houna? —sugirió otra voz—. Estoy seguro de que le interesará conocer tu opinión.

—Surkhel es un idiota, Timak. Es de Korakach, y allí todos están locos o son débiles mentales.

—Cumplimos órdenes de Otha, no de Surkhel, Houna —precisó Timak—. Surkhel sólo está haciendo lo que le han encargado.

—Otha —resopló Houna—. Yo no creo que exista ningún Otha. Es una mera invención de los sacerdotes. ¿Quién lo ha visto?

—Tienes suerte de que soy amigo tuyo, Houna. Podrían arrojarte para alimento de los buitres por hablar de ese modo. No te quejes tanto. Este trabajo no es tan malo. Todo cuanto hemos de hacer es cabalgar buscando gente en una zona donde no hay nadie. Todos sus habitantes han sido reclutados y enviados a Lamorkand.

—Estoy cansado de soportar la lluvia, eso es todo.

—Puedes estar contento de que sólo sea lluvia lo que cae del cielo. Cuando nuestros amigos se enfrenten a los caballeros de la Iglesia en los llanos de Lamorkand, probablemente habrán de soportar chaparrones de fuego o de relámpagos… o de serpientes venenosas.

—Los caballeros de la Iglesia no pueden ser tan temibles —se mofó Houna—. Nosotros tenemos a Azash para protegernos.

—Hasta cierto punto —bufó Timak—. Azash hierve niños zemoquianos para dar consistencia a la sopa.

—Eso son supersticiones carentes de sentido, Timak.

—¿Has conocido a alguien que haya ido a su templo y haya vuelto a salir? En la lejanía sonó un agudo silbido.

—Es Surkhel —identificó Timak—. Es hora de ponernos en marcha. Me pregunto si se da cuenta de lo irritante que es ese silbido.

—Tiene que silbar, Timak. Todavía no ha aprendido a hablar. Vámonos.

—¿Qué han dicho? —susurró Kurik—. ¿Quiénes son?

—Parece que son miembros de una especie de patrulla —repuso Sparhawk.

—¿Están buscándonos? ¿Logró Martel organizar una persecución después de todo?

—Creo que no. Por lo que decían esos dos, se dedican a hacer la leva de todos los que no han ido a la guerra. Reunámonos con los demás y partamos.

—¿De qué hablaban? —preguntó Kalten cuando se disponían a volver a ponerse en camino.

—Estaban lamentándose —respondió Sparhawk—. Se expresaban tal como lo hacen todos los soldados en el mundo entero. Creo que, si dejáramos al margen todas las historias de horrores que circulan, descubriríamos que los zemoquianos no son tan distintos del común de los pueblos que habitan otros lugares.

—Adoran a Azash —objetó obstinadamente Bevier—. Eso ya los convierte en monstruos de entrada.

—Temen a Azash, Bevier —lo corrigió Sparhawk—. Existe una gran diferencia entre el miedo y la adoración. Me parece que no hay necesidad de que nos embarquemos en una guerra de total aniquilación aquí en Zemoch. Es preciso liquidar a los fanáticos y a las tropas de élite… junto con Azash y Otha, por supuesto. Creo que después podemos dejar que el pueblo llano elija su propia teología, ya sea elenia o estiria.

—Son una raza degenerada, Sparhawk —insistió Bevier con terquedad—. El matrimonio mixto entre estirios y elenios es una abominación a los ojos de Dios.

Sparhawk suspiró, decidiendo que era inútil discutir con una persona de ideas tan archiconservadoras.

—Podemos resolver estas diferencias de punto de vista cuando haya acabado la guerra —dijo—. Ahora debemos proseguir sin faltar a la prudencia. Mantengamos los ojos bien abiertos, aunque no creo que debamos andar con paso furtivo.

Volvieron a montar y, cabalgando, salieron del desfiladero y desembocaron en una montuosa meseta en la que había diseminadas varias arboledas. Seguía lloviendo y los copos de nieve mezclados con el agua se hacían cada vez más recios a medida que avanzaban hacia el este. Esa noche acamparon en un bosquecillo de píceas, al escaso calor de la pequeña y raquítica hoguera que consiguieron encender con ramas mojadas. A la mañana siguiente, al despertar, hallaron la tierra cubierta de una capa de nieve medio derretida de un grosor de unos ocho centímetros.

—Es hora de tomar una decisión, Sparhawk —planteó Kurik, mirando la nieve que no cesaba de caer.

—¿Oh?

—Podemos intentar continuar siguiendo este sendero, que no está muy bien marcado para empezar y que probablemente desaparecerá por completo dentro de una hora, o bien ponernos en camino hacia el norte. Podríamos estar en el camino de Vileta a eso de mediodía.

—Infiero que tú tienes una preferencia clara.

—Así es. No me atrae la perspectiva de vagar por tierra extraña tratando de encontrar un sendero que podría conducirnos incluso a un sitio al que no queremos ir.

—De acuerdo pues, Kurik —aceptó Sparhawk—. Ya que te entusiasma tanto esta segunda opción, haremos como tú dices. Lo único que me preocupaba era atravesar la zona fronteriza donde Martel pretendía tendernos emboscadas.

—Perderemos medio día —objetó Ulath.

—Perderemos mucho más tiempo si nos extraviamos por estas montañas —arguyó Sparhawk—. No tenemos concertada una cita a una hora determinada con Azash. Nos recibirá lleguemos cuando lleguemos.

Cabalgaron rumbo norte, hollando la licuada nieve, con el panorama de las cercanas colinas empañado por la niebla y la cortina de tupidos copos incesantemente renovados. La aguanieve iba depositándose sobre ellos, formando una capa que los calaba hasta los huesos, sumando su malestar a la tendencia sombría de su humor. Ni Ulath ni Tynian consiguieron levantarles el ánimo con las varias tentativas humorísticas realizadas y al cabo de un rato el silencio se aposentó entre ellos y cada cual se sumió en la melancolía de los propios pensamientos.

Tal como había previsto Kurik, llegaron al camino de Vileta hacia mediodía y volvieron a adoptar rumbo este. No se veían huellas de que alguien hubiera transitado aquella ruta desde que había comenzado a nevar. El atardecer, un gradual oscurecimiento de la penumbra reinante, apenas si supuso una diferencia de matiz en aquel día presidido por la nevada. Se refugiaron para pasar la noche en un viejo corral en lastimoso estado y, como tenían por costumbre hacer en territorio hostil, dispusieron turnos de guardia.

A última hora del día siguiente pasaron Vileta, eludiendo entrar en ella, en parte porque no tenían nada que hacer en la ciudad y también para eludir riesgos inútiles.

—Está desierta —sentenció Kurik mientras cabalgaban por las afueras.

—¿Cómo lo sabéis? —inquirió Kalten.

—No hay humo. Hace frío y todavía sigue nevando. Habrían encendido fuego.

—Oh.

—Me pregunto si se dejarían algo olvidado al marcharse —caviló Talen con ojos brillantes.

—Olvídalo —le recomendó concisamente Kurik.

La nieve disminuyó algo el día posterior y ello les devolvió el aliento, pero, cuando se despertaron a la mañana siguiente, volvía a nevar y se les vino abajo el ánimo de nuevo.

—¿Por qué hacemos esto, Sparhawk? —preguntó Kalten, malhumorado, cuando el día tocaba a su fin—. ¿Por qué tenemos que ser nosotros?

—Porque somos caballeros de la Iglesia.

—Hay otros caballeros de la Iglesia. ¿No hemos hecho bastante ya?

—¿Quieres regresar? No os pedí que vinierais, ni a ti ni a nadie.

—No, desde luego que no. No sé cómo se me ha ocurrido decirte algo así. Olvídalo. Sparhawk, no obstante, lo recordó. Aquella noche sostuvo una conversación en privado con Sephrenia.

—Creo que tenemos un problema —le dijo.

—¿Estáis comenzando a experimentar sensaciones insólitas? —se apresuró a inquirir la mujer—. ¿Algo que podría proceder de algún lugar ajeno a vos?

—No acabo de comprenderos.

—Creo que todos hemos reparado en ello en varias ocasiones. Todos hemos padecido esos repentinos accesos de duda y depresión. —Esbozó una tenue sonrisa—. Ese es un rasgo impropio del carácter de los caballeros de la Iglesia. La mayor parte del tiempo sois optimistas hasta el límite de la locura. Esa vacilación y ese pesimismo es algo que nos viene impuesto desde fuera. ¿Es esto lo que sentís? ¿Es ése el problema?

—No se trata de mí —le aseguró—. Me encuentro un poco abatido, pero creo que es simplemente a consecuencia del tiempo. Son los otros los que me inquietan. Kalten ha venido a preguntarme hoy por qué teníamos que ser nosotros los que hacemos esto. Kalten jamás haría una pregunta semejante. Por lo general hay que contenerlo, pero ahora me parece que lo único que desea es abandonarlo todo e irse a casa. Si todos mis amigos juzgan de este modo la situación, ¿por qué no siento yo lo mismo?

La mujer fijó la mirada en la nieve que continuaba abatiéndose, y él se sorprendió una vez más por el esplendor de su belleza intemporal.

—Creo que os teme —apuntó al cabo de unos momentos.

—¿Kalten? Qué tontería.

—No me refiero a él. Es Azash quien os teme, Sparhawk.

—Eso es absurdo.

—Lo sé, pero de todas formas creo que es verdad. Vos poseéis un control sobre el Bhelliom como jamás nadie lo ha tenido. Ni siquiera Ghwerig tenía un poder tan absoluto sobre la gema. Ésa es la verdadera razón del miedo de Azash. Por eso no se atreve a enfrentarse directamente a vos y trata, en su lugar, de descorazonar a vuestros amigos. Está atacando a Kalten, Bevier y los demás porque teme atacaros a vos.

—¿A vos también? —preguntó—. ¿Habéis sucumbido como los otros a la desesperación?

—Por supuesto que no.

—¿Por qué «por supuesto»?

—Tardaría demasiado en explicároslo Yo me haré cargo de esto, Sparhawk. Acostaos.

Al amanecer los despertó un sonido familiar, claro y puro; una melodía de flauta que, aunque en tono menor, parecía henchida de un goce infinito. Sparhawk zarandeó a Kalten al tiempo que en sus labios se asentaba lentamente una sonrisa.

—Tenemos compañía —anunció.

Kalten se incorporó de un salto, alargando la mano hacia la espada, y entonces oyó la música de la flauta.

—¡Hombre! —Sonrió—. Ya era hora. Será una alegría volver a verla. Salieron de la tienda y miraron en derredor. Todavía nevaba y la niebla, pertinaz, seguía desdibujando las siluetas de los árboles. Sephrenia y Kurik estaban sentados junto al fuego.

—¿Dónde está? —preguntó Kalten, escrutando entre la nieve.

—Está aquí —respondió sin inmutarse Sephrenia, tomando un sorbo de té.

—No la veo.

—No tenéis por qué verla, Kalten. Sólo debéis saber que está aquí.

—No es lo mismo, Sephrenia —arguyó, evidenciando sólo una ligera decepción en la voz.

—Al fin lo consiguió, ¿eh? —Kurik se echó a reír.

—¿Qué consiguió? —inquirió Sephrenia.

—Pescar a un grupo de caballeros de la Iglesia delante de las mismas narices del Dios elenio.

—No seáis necio. Ella no haría tal cosa.

—¿No? Fijaos en Kalten. Tiene la expresión más parecida a la adoración que he visto nunca en su cara. Si en estos momentos montara algo semejante a un altar, sin duda se hincaría de rodillas.

—Tonterías —replicó Kalten, levemente embarazado—. Me gusta, eso es todo. Me hace sentir a gusto cuando está cerca.

—Por supuesto —dijo Kurik con escepticismo.

—Creo que no deberíamos seguir hablando de este tema cuando venga Bevier —advirtió Sephrenia—, podríamos confundirlo.

Los demás también salieron de las tiendas luciendo anchas sonrisas y Ulath reía a carcajadas. Su estado de ánimo había mejorado enormemente, y la oscura mañana se les antojaba casi soleada. Hasta los caballos estaban frescos, fogosos casi. Sparhawk y Berit fueron a llevarles su ración matinal de grano. Faran solía despertarse con un aspecto de clara desazón, pero ese día el grande y feo ruano parecía tranquilo, sereno incluso. Estaba observando una gran haya de amplia copa. Sparhawk lanzó una ojeada en la misma dirección y se quedó paralizado. Aun cuando el árbol estuviera medio oculto por la niebla, le pareció ver con bastante claridad la conocida figura de la niña que acababa de librarlos de su desesperación con su alegre canción. Su apariencia era exactamente la misma que presentaba la primera vez que la habían visto. Estaba sentada en una rama, con la flauta de pan pegada a los labios, una cinta de hierba trenzada alrededor de su brillante pelo negro, el mismo sayo corto de lino ceñido a la cintura y los piececitos manchados de hierba cruzados a la altura de los tobillos. Sus grandes ojos oscuros lo miraban fijamente, y en cada una de sus mejillas se adivinaba un hoyuelo.

—Berit —dijo en voz baja Sparhawk—, mirad. El joven aprendiz se volvió y se paró de pronto.

—Hola, Flauta —la saludó con sorprendente naturalidad.

Aphrael hizo sonar un breve trino en respuesta y continuó con su melodía. Después la niebla se arremolinó en torno al árbol y, cuando se despejó, ella ya no estaba. Su música, sin embargo, seguía sonando.

—Tiene buen aspecto, ¿eh? —observó Berit.

—No podía ser de otro modo —concedió, riendo, Sparhawk.

Los días parecieron transcurrir en un suspiro a partir de entonces Lo que antes había sido una penosa y tediosa marcha entre la nieve y la penumbra tenía ahora un aire casi festivo. Reían y bromeaban y hacían incluso caso omiso del tiempo, pese a que éste no había mejorado sensiblemente. Seguía nevando cada noche y cada mañana, pero, hacia mediodía, la nieve cedía gradualmente paso a la lluvia, y ésta fundía el manto blanco formado por la noche de modo que, pese a haber de cabalgar continuamente sobre el fango, la nieve no se acumulaba lo suficiente para entorpecer su avance. De tanto en tanto, el sonido de la flauta de Aphrael surgía entre la niebla, alentándolos a proseguir.

Varios días más tarde llegaron a una colina desde la que se dominaba la plomiza extensión del golfo de Merjuk, medio velada por la neblina y la fría llovizna. En la orilla cercana se apiñaban varios edificios de escasa altura.

—Debe de ser Albak —identificó Kalten. Se enjugó la cara y observó atentamente la población—. No veo humo —apreció—. No, esperad.

Hay una chimenea encendida cerca del centro del pueblo.

—Podemos ir allí pues —decidió Kurik—. Vamos a tener que robar una barca.

Bajaron por la ladera de la colina y entraron en Albak. Las calles, sin pavimentar, estaban cubiertas de nieve medio fundida que no habían convertido en lodo las pisadas, una señal inconfundible de que la población estaba deshabitada. La única espiral de humo, fina y desmayada, brotaba de la chimenea de un edificio bajo con apariencia de cobertizo que daba a una especie de plaza.

—Una taberna, a juzgar por el olor —señaló Ulath tras olfatear el aire.

Desmontaron y entraron en una larga estancia de techo bajo, con vigas ahumadas y el suelo cubierto de enmohecida paja, fría, húmeda y maloliente. No había ventanas y la única luz procedía de un pequeño fuego que ardía en un lugar en el otro extremo, donde un hombre jorobado vestido con harapos rompía un banco a patadas para hacer leña con él.

—¿Quién viene? —preguntó.

—Viajeros —respondió Sephrenia en estirio, con un tono de voz raro en ella—. Buscamos un lugar para pasar la noche.

—Aquí no miréis —gruñó el jorobado—. Ésta es mi casa.

Arrojó varios pedazos de banco al hogar, se tapó los hombros con una grasienta manta y, ya sentado, acercó hacia sí una jarra de cerveza y luego extendió las manos en dirección a las débiles llamas.

—Nos iremos de buen grado a otro lugar —le dijo la mujer—. Pero necesitamos información acerca de algo.

—Id a preguntar a otro.

La miró con ojos entornados, bizqueando y dirigiendo la vista a un lado de ella, con la peculiar forma de atisbar que tienen las personas casi ciegas.

Sephrenia cruzó el suelo sucio de paja y se encaró al maleducado jorobado.

—Parece que vos sois el único que queda aquí —señaló.

—Sí —confirmó sombríamente—. Todos los demás se marcharon para morir en Lamorkand. Yo moriré aquí. Así no tendré que caminar tanto. Ahora marchaos de aquí.

La mujer alargó el brazo y luego lo volvió hacia la barba incipiente del zemoquiano. La imagen de la cabeza de serpiente se irguió sobre la palma de su mano, agitando la lengua. El cegato jorobado frunció el entrecejo y volvió a un lado y otro la cabeza, esforzándose por ver lo que tenía en la mano. Después emitió un grito de terror, se incorporó y, al retroceder, tropezó con el taburete y derramó la cerveza.

—Tenéis permiso para presentarme vuestro saludo —dijo Sephrenia con tono implacable.

—No sabía quién erais, sacerdotisa —farfulló—. Perdonadme, por favor.

—Veremos. ¿No hay nadie más en el pueblo?

—Nadie, sacerdotisa… Sólo yo. Estoy demasiado tullido para viajar y no veo casi. Me dejaron aquí.

—Buscamos a otro grupo de viajeros: cuatro hombres y una mujer. Uno de ellos tiene el pelo blanco y el otro parece un animal. ¿Los habéis visto?

—No me matéis, os lo ruego.

—Hablad pues.

—Ayer pasaron por aquí unas personas que quizá fueran las que estáis buscando. No puedo asegurarlo porque no se acercaron lo bastante al fuego para que pudiera verles las caras, pero los oí hablar. Dijeron que iban a ir a Aka y de allí a la capital. Robaron la barca de Tassalk. —El jorobado se sentó en el suelo, se rodeó el tronco con los brazos y comenzó a balancearse rítmicamente, murmurando para sí.

—Está loco —susurró Tynian a Sparhawk.

—Sí —acordó tristemente éste.

—Todos se han ido —canturreó el jorobado—. Todos se han ido para morir por Azash. Matar a los elenios y luego morir. Azash ama la muerte. Todos muertos. Todos muertos. Todos muertos por Azash.

—Vamos a llevarnos una barca —interrumpió sus desvaríos Sephrenia.

—Lleváosla. Lleváosla. Nadie volverá. Todos morirán, y Azash se los comerá. Sephrenia le dio la espalda y regresó a donde aguardaban los otros.

—Vayámonos de aquí —dijo con voz inflexible.

—¿Qué va a ser de él? —le preguntó Talen con aire apenado—. Está completamente solo y casi ciego.

—Morirá —replicó con brusquedad la estiria.

—¿Solo? —inquirió sombríamente Talen.

—Todo el mundo muere solo, Talen. —La maga salió resueltamente de la pestilente taberna. Una vez fuera, no obstante, se abatió y dio rienda suelta al llanto.

Sparhawk sacó un mapa de la alforja y lo examinó con entrecejo fruncido.

—¿Para qué iba a ir Martel a Aka? —murmuró a Tynian—. Representa desviarse varias leguas de su camino.

—Hay una carretera de Aka a Zemoch —observó Tynian, señalando el mapa—. Hemos estado sometiéndolo a una presión constante y sus caballos deben de estar casi extenuados.

—Puede que sea esto —concedió Sparhawk—. Y a Martel nunca le ha gustado viajar a campo traviesa.

—¿Seguiremos la misma ruta?

—Me parece que no. El tiene pocos conocimientos sobre navegación, de modo que se pasará varios días dando tumbos por el golfo. Kurik, en cambio, es un marino, y podremos cruzar sin demora hasta la otra orilla. Desde la ribera oriental a la capital tardaremos quizá tres días. Tenemos posibilidades de llegar antes que él. Kurik —llamó—, vayamos a buscar una barca.

Sparhawk estaba acodado en la barandilla de la amplia chalana embreada que Kurik había seleccionado. La dirección de los vientos se había modificado a su favor y su nave surcaba velozmente las picadas aguas del golfo hacia el este. Sparhawk extrajo del interior de su túnica la carta de Ehlana.

Amado:

Si todo ha salido bien, ahora os encontráis muy cerca de la frontera zemoquiana. Debo creer que todo ha ido bien o de lo contrario me volveré loca. Vos y vuestros compañeros vais a conseguir vuestro propósito, mi querido Sparhawk. Tengo la misma certidumbre al respecto como si el propio Dios me lo hubiera revelado. Nuestras vidas están extrañamente controladas, amor mío. Estábamos destinados a amarnos… y a casarnos. Creo que no tuvimos una posibilidad real de elección… aun cuando yo por nada del mundo habría escogido a otro. Nuestro encuentro y nuestro matrimonio formaban parte de un designio más grandioso, al igual que la coincidencia y reunión de vuestros compañeros. ¿Quién en el mundo podía poseer talentos más adecuados para ayudaros que los grandes hombres que cabalgan con vos? Kalten y Kurik, Tynian y Ulath, Bevier y el querido Berit, tan joven y tan valeroso, todos se han unido a vos movidos por el amor y por un anhelo compartido. Sin duda no podéis fracasar, amado mío, teniendo a tales guerreros a vuestro lado. Apresuraos, paladín y esposo mío. Llevad a vuestros invencibles amigos a la guarida de nuestro antiguo enemigo y enfrentaos allí con él. Que tiemble Azash, pues el caballero Sparhawk llegará con el Bhelliom en la mano, y ni todos los poderes del infierno podrán superarlo. Apresuraos, querido, y sabed que no solamente vais armado con el Bhelliom, sino también con mi amor.

Os amo, Ehlana.

Sparhawk leyó la misiva varias veces, constatando la marcada tendencia a la oratoria que dominaba en ella. Incluso en sus cartas, su esposa adoptaba el tono de una alocución pública. A pesar de lo conmovedor de su contenido, él habría preferido algo menos ceremonioso, más genuino, porque, aun sabiendo que los sentimientos que expresaba eran auténticos, sentía que su afición por las frases bien construidas se entrometía entre ellos.

—Oh, bueno —suspiró—. Seguramente se relajará cuando lleguemos a conocernos mejor. Entonces Berit salió a cubierta y Sparhawk recordó algo. Releyó la carta y tomó rápidamente una decisión.

—Berit —lo llamó—, ¿podría hablar un momento con vos?

—Desde luego, sir Sparhawk.

—He pensado que tal vez os gustaría ver esto. —Sparhawk le tendió la carta.

—Pero es algo personal, sir Sparhawk —objetó Berit, mirándola.

—Me parece que os concierne. Podría ayudaros a resolver un problema que tenéis últimamente. Berit leyó la misiva y su rostro adoptó una extraña expresión.

—¿Os alivia en algo? —le preguntó Sparhawk.

—¿…lo sabíais? —tartamudeó, ruborizado.

—Sé que os será difícil creerlo, amigo mío —explicó, sonriendo irónicamente, Sparhawk—, pero yo también fui joven en un tiempo. Lo que os ha ocurrido a vos le ha sucedido probablemente a todo joven que ha pasado por esta vida. En mi caso, se produjo cuando fui a la corte por primera vez. Ella era una joven aristócrata, y yo estaba absolutamente convencido de que el sol salía y se ponía en sus ojos. Todavía pienso en ella de vez en cuando… con bastante cariño, en realidad. Ahora es mayor, claro está, pero sus ojos todavía me causan temblor cuando me miran.

—Pero vos estáis casado, sir Sparhawk.

—Eso es algo reciente y no tiene nada que ver con lo que sentí por esa joven aristócrata. Preveo que soñaréis vanamente con Ehlana durante mucho tiempo. Todos hacemos lo mismo en tales ocasiones, pero tal vez ello contribuya a hacer hombres mejores de nosotros.

—No iréis a decírselo a la reina. —Berit parecía asustado.

—No, no lo creo. No le incumbe realmente, de modo que ¿por qué iba a contárselo? Lo que pretendo haceros ver, Berit, es que lo que sentís forma parte del proceso de crecimiento. Todo el mundo lo experimenta alguna vez… si es afortunado.

—¿No me odiáis pues, sir Sparhawk?

—¿Odiaros? Oh, no, Berit. Me decepcionaríais si no os despertara tales sentimientos alguna hermosa joven.

—Gracias, sir Sparhawk —dijo, suspirando, Berit.

—Berit, no falta mucho tiempo para que os convirtáis en un caballero pandion hecho y derecho, y entonces seremos hermanos. ¿Qué os parece si os olvidáis de ese «sir»? «Sparhawk» sólo estará bien. Así también reconozco el nombre.

—Como deseéis, Sparhawk —aceptó Berit. Le ofreció la carta.

—¿Por qué no me la guardáis vos? Tengo un gran desorden en las alforjas y no querría perderla. Después, casi rozándose los hombros, ambos se encaminaron a popa para ver si Kurik necesitaba ayuda para manejar el barco.

Echaron el ancla al atardecer y, cuando se levantaron a la mañana siguiente, descubrieron que la nieve y la lluvia habían cesado, aunque el cielo seguía aún plomizo.

—Esa nube está allí de nuevo —informó Berit, acudiendo a popa—. Se encuentra bastante lejos, pero sigue ahí.

Sparhawk miró atrás. Ahora que podía verla con claridad, no le parecía tan amenazadora, mientras que, cuando había sido una vaga sombra que se cernía siempre en el margen de su visión, le había provocado un pavor desconocido. Tendría que cuidarse de no considerarla más que un mero inconveniente porque, en fin de cuentas, todavía era peligrosa. Esbozó una tenue sonrisa. Por lo visto, incluso un dios podía cometer un error e insistir en algo que ya no surtía efecto alguno.

—¿Por qué no la disuelves con el Bhelliom, Sparhawk? —le preguntó Kalten, irritado.

—Porque volvería a formarse. ¿Para qué desperdiciar el esfuerzo?

—¿No vas a hacer nada al respecto entonces?

—Por supuesto que sí.

—¿Qué?

—No hacerle caso.

Hacia media mañana desembarcaron en una playa nevada, llevaron los caballos a la orilla y dejaron el barco a la deriva. Después montaron y se dirigieron al interior.

La ribera oriental del golfo era mucho más árida que las montañas que habían atravesado y las rocosas colinas estaban cubiertas de una capa de fina arena negra, profundamente espolvoreada de nieve en los puntos resguardados. El gélido viento levantaba nubes de polvo y nieve que los engullían en su avance. Cabalgaban entre lo que parecía un perpetuo crepúsculo, con la boca y la nariz protegidas con bufandas.

—Vamos a paso muy lento —observó Ulath, retirando con cuidado la arena que se le prendía en los ojos—. Puede que la decisión de Martel de pasar por Aka haya sido más sensata.

—Estoy seguro de que en el camino de Aka a Zemoch hace tanto frío y hay tanta polvareda como aquí —aseveró Sparhawk. Sonrió levemente—. Martel es un tanto melindroso y detesta enormemente ensuciarse. No sé por qué, la idea de que tenga que soportar que se le cuele un kilo de arena negra mezclada con nieve por debajo de la nuca me resulta estimulante.

—Eso es muy mezquino, Sparhawk —lo regañó Sephrenia.

—Lo sé —reconoció éste—, a veces soy así.

Se refugiaron en una cueva para pasar la noche y, cuando salieron de ella por la mañana, vieron que el cielo estaba despejado, si bien el viento, que había arreciado, agitaba nubes de persistente polvo.

Berit, que era el tipo de joven que se tomaba muy en serio las responsabilidades, se había encargado de ir a explorar los alrededores con la primera luz del día. Mientras los demás se reunían en la boca de la caverna, regresó con una expresión de repulsión en la cara que nadie dejó de ver.

—Hay algunas personas allá, Sparhawk —anunció al desmontar.

—¿Soldados?

—No. Llevan consigo ancianos, mujeres y niños. Tienen algunas armas, pero no parece que sepan manejarlas.

—¿Qué están haciendo? —inquirió Kalten. Berit tosió con nerviosismo y miró en derredor.

—Preferiría no referirlo, sir Kalten, y no creo conveniente que lady Sephrenia los vea. Han dispuesto una especie de altar con un ídolo de barro encima, y están haciendo cosas que la gente no debería hacer en público. Me parece que son simplemente un grupo de campesinos degenerados.

—Será mejor que se lo digamos a Sephrenia —decidió Sparhawk.

—No podría hacerlo, Sparhawk —adujo Berit, sonrojándose—. No podría describir lo que están haciendo delante de ella.

—Generalizad, Berit. No tenéis por qué entrar en detalles. Sephrenia, no obstante, dio muestras de curiosidad.

—¿Qué es lo que hacen exactamente, Berit?

—Sabía que iba a preguntarlo —murmuró en tono de reproche Berit a Sparhawk—. Están… eh… sacrificando animales, lady Sephrenia, y no llevan ropa… con el frío que hace. Se untan el cuerpo con la sangre de los sacrificios y… eh…

—Sí —lo rescató del apuro la mujer—. Conozco ese ritual. Describid a las personas. ¿Tienen aspecto de estirios o más bien de elenios?

—Muchos de ellos tienen el pelo claro, lady Sephrenia.

—Ah —dijo—, entonces ya sé quiénes son. No constituyen ningún peligro en especial. El ídolo, empero, es otra cuestión. No podemos dejarlo detrás de nosotros. Debemos hacerlo pedazos.

—¿Por el mismo motivo por el que tuvimos que romper el que había en el sótano de Ghasek? —preguntó Kalten.

—Así es —torció un tanto el gesto—. No debería decirlo, pero los dioses menores cometieron una equivocación al confinar a Azash en ese ídolo de arcilla que hay en el santuario próximo a Ganda, ya que, pese a que la idea era buena, no tuvieron en cuenta que los hombres pueden reproducir el ídolo y, con la celebración de ciertos ritos, insuflar en las réplicas el espíritu de Azash.

—¿Qué hacemos? —inquirió Bevier.

—Vamos a aplastar el ídolo antes de que concluyan el ritual.

Los desnudos zemoquianos que había en el cañón iban sucios y desgreñados. Sparhawk no había reparado hasta entonces hasta qué punto la vestimenta oculta la fealdad humana. Los adoradores de Azash, campesinos y pastores, a juzgar por su apariencia, se pusieron a chillar aterrorizados cuando los caballeros arremetieron contra ellos. Con confusión que acrecentaba el hecho de que los atacantes fueran disfrazados de zemoquianos, corrían de un lado a otro, bramando con pavor.

De los cuatro hombres, vestidos con toscos hábitos eclesiásticos, que permanecieron ante el altar donde acababan de sacrificar una cabra, tres observaban con estupor e incredulidad a los caballeros, pero el cuarto, un individuo de rala barba y cabeza alargada, movía los dedos y hablaba desesperadamente en estirio. Invocó una serie de apariciones tan ineptamente formadas que inducían a risa.

Los caballeros siguieron, cabalgando, imperturbables, entre las imágenes y el hervidero de gente.

—¡Defended a nuestro dios! —chillaba el sacerdote con los labios salpicados de espuma. Sus parroquianos, no obstante, optaron por la pasividad.

El ídolo de arcilla que reposaba en el rudo altar pareció moverse ligeramente, al igual que una colina distante da la impresión de danzar y oscilar con la calina de una calurosa tarde de verano, y de él emanaron continuas oleadas de malevolencia. El aire se tornó repentinamente glacial. Sparhawk sintió de pronto que le abandonaban las fuerzas y Faran titubeó. Entonces pareció que el suelo se hinchaba frente al ara. Había algo que se agitaba bajo la tierra, algo tan espantoso que Sparhawk desvió la mirada con incontrolable repugnancia. El suelo se elevó, y Sparhawk sintió la fría tenaza del miedo en el corazón. La luz comenzó a desvanecerse de sus ojos.

—¡No! —gritó vigorosamente Sephrenia—. ¡Manteneos firme! ¡No puede haceros daño! Se puso a hablar rápidamente en estirio y luego alargó la mano. En ella apareció una radiante esfera, del tamaño de una manzana al principio pero que, al remontarse en el aire, fue creciendo e incrementando su brillo hasta convertirse en una especie de pequeño sol que quedó flotando ante el ídolo, expandiendo una calidez que disipó el frío glacial. El suelo dejó de elevarse y la figura del dios se inmovilizo de nuevo.

—Kurik espoleó su tembloroso caballo y descargó una sola vez su pesada maza El grotesco ídolo se hizo añicos que salieron volando en todas direcciones.

Los desnudos zemoquianos aullaron, presas de absoluta desesperación.