Capítulo 26
El disimulo no era una opción practicable, concluyó Sparhawk mientras él y sus compañeros dejaban de lado sus sencillos disfraces para enfundarse las armaduras. Era factible engañar a ignorantes campesinos y soldados de poca categoría, pero habría sido inútil tratar de pasar inadvertidos en una ciudad desierta patrullada por tropas de élite. En última instancia, se verían obligados a recurrir a la fuerza de las armas y, en aquellas circunstancias, lo mejor era llevar la armadura al completo. La cota de mallas era adecuada para improvisadas reuniones sociales en medios rurales, pensó irónicamente, pero la vida en la ciudad requería mayor etiqueta. No les serviría de nada llevar atuendos campestres.
—¿Y bien, cuál es el plan? —preguntó Kalten mientras los caballeros se ayudaban unos a otros a colocarse las armaduras.
—Todavía no he elaborado ninguno —reconoció Sparhawk—. Para seros sincero, no pensé que llegáramos realmente tan lejos. Consideraba que podríamos darnos por satisfechos si nos acercábamos lo bastante a la ciudad de Otha como para incluirla en la devastación generalizada que desencadenaría la destrucción del Bhelliom. Cuando acabemos de ponernos el arnés, hablaremos con Sephrenia.
Durante la tarde habían ido instalándose en el cielo altas y finas nubes que habían aumentado con la proximidad del atardecer. El seco frío comenzó a remitir y fue sustituido por un extraño bochorno. Por oriente, en la lejanía, retumbaban algunos truenos aislados cuando, al ponerse el sol entre arreboladas nubes, los caballeros se reunieron en torno a Sephrenia.
—Nuestro glorioso líder parece haber descuidado algunas cuestiones de estrategia sin importancia —anunció Kalten para iniciar la conversación.
—No te excedas —murmuró Sparhawk.
—De ningún modo, Sparhawk. No he pronunciado la palabra «idiota» ni siquiera una vez. La pregunta que a todos nos hace arder de curiosidad es: ¿qué hacemos ahora?
—Así, de primera instancia, diría que podemos descartar un asedio —observó Ulath.
—Las luchas frontales son siempre más divertidas —convino Tynian.
—¿Me permitís? —intervino Sparhawk con acritud—. Así es como yo veo la situación, Sephrenia. Tenemos una ciudad en apariencia desierta en la que, sin embargo, habrá sin lugar a dudas patrullas de las guardias de élite de Otha. Cabe la posibilidad de que logremos esquivarlas, pero no sería aconsejable abrigar grandes esperanzas al respecto. Lo que desearía es conocer más detalles sobre la ciudad en sí.
—Y el grado de profesionalidad de la guardia de élite de Otha —agregó Tynian.
—Son buenos soldados —le aseguró Bevier.
—¿Comparables a los caballeros de la Iglesia? —inquirió Tynian.
—No, ¿pero quién lo es? —Bevier realizó aquella observación sin el menor asomo de inmodestia—. Deben de estar a la altura de los soldados del ejército de Wargun.
—Vos habéis estado antes aquí, Sephrenia —dijo Sparhawk—. ¿Dónde están situados exactamente el palacio y el templo?
—En realidad forman parte del mismo edificio —repuso la mujer—, y se encuentran en el justo centro de la ciudad.
—Entonces da lo mismo por qué puerta entremos, ¿no es así? La maga asintió con la cabeza.
—¿No es un tanto peculiar que se hallen bajo el mismo techo un templo y un palacio? —preguntó Kurik.
—Los zemoquianos son gente peculiar —le recordó Sephrenia—. En realidad, media una separación entre ellos, pero para llegar al templo se debe pasar por el palacio, ya que aquél carece de toda abertura al exterior.
—En ese caso no nos queda más que cabalgar hasta el palacio y llamar a la puerta —simplificó Kalten.
—No —disintió con firmeza Kurik—. Iremos a pie al palacio y ya hablaremos de si llamamos a la puerta cuando estemos allí.
—¿A pie? —exclamó con tono ofendido Kalten.
—Los caballos hacen demasiado ruido en calles pavimentadas y es bastante difícil esconderlos cuando uno tiene que ocultarse.
—No es nada agradable caminar con la armadura puesta, Kurik.
—Queríais ser un caballero. Según recuerdo, vos y Sparhawk os presentasteis voluntarios incluso.
—¿Podríais silbar ese hechizo de invisibilidad del que nos habló Sparhawk? —preguntó Kalten a Sephrenia—. ¿El que Flauta tocaba con el caramillo? La mujer hizo un gesto negativo.
—¿Por qué no? —insistió Kalten.
—¿Reconocéis esta melodía? —le preguntó Sephrenia después de tararear una corta frase musical.
—No —reconoció Kalten, frunciendo el entrecejo.
—Era el tradicional himno pandion. Estoy segura de que estáis familiarizado con él. ¿Queda respondida vuestra pregunta?
—Oh. La música no es uno de vuestros puntos fuertes, comprendo.
—¿Qué ocurriría si lo intentarais y equivocarais las notas? —inquirió Talen con curiosidad.
—No quiero ni pensarlo —respondió, estremecida, la estiria.
—Entonces iremos a hurtadillas —resolvió Kalten—. Vamos allá.
—Cuando haya anochecido —replicó Sparhawk.
Tras recorrer los casi dos kilómetros de polvorienta llanura que los separaba de las lúgubres murallas de Zemoch, los caballeros sudaban copiosamente al llegar a la puerta oeste.
—Qué bochorno —se quejó Kalten, enjugándose la empapada cara—. ¿Es que no existe nada normal en Zemoch? No debería haber una atmósfera tan asfixiante en esta época del año.
—Hace un tiempo definitivamente insólito —convino Kurik.
El distante fragor de los truenos y el pálido centelleo de los relámpagos que iluminaban los cúmulos de nubes apretadas en el este confirmaban sus observaciones.
—Tal vez podríamos acudir a Otha para guarecernos de la tormenta —comentó Tynian—. ¿Son hospitalarios los zemoquianos?
—No mucho —respondió Sephrenia.
—Deberemos movernos lo más silenciosamente posible cuando estemos en el interior de la ciudad —advirtió Sparhawk.
Sephrenia irguió la cabeza y clavó la mirada en el este, con el pálido rostro apenas visible en la sofocante oscuridad.
—Esperemos un poco —propuso—. Esa tormenta avanza hacia aquí. Los truenos sofocarían cualquier ruido metálico accidental.
Aguardaron apoyados en las murallas de basalto de la ciudad mientras el desgarrado bramido de los truenos marchaba inexorablemente en dirección a ellos.
—Esto debería apagar todo ruido que hagamos —dijo al cabo de unos diez minutos Sparhawk—. Entremos antes de que empiece a llover.
La puerta, formada por troncos toscamente escuadrados unidos con hierro, estaba ligeramente entornada. Sparhawk y sus compañeros desenvainaron las armas y se deslizaron uno a uno por el resquicio.
En la ciudad flotaba un olor especial que no se parecía a ninguno presente en todos los lugares que Sparhawk había visitado. No era aromático ni desagradable, sino peculiar. Como no había antorchas que les alumbraran el camino, hubieron de depender de los intermitentes fogonazos de los relámpagos que surcaban los nubarrones que rodaban por oriente. Las calles que su luz les permitía distinguir eran angostas, con empedrados desgastados por un trajín de siglos, y las casas, altas y estrechas, tenían ventanas pequeñas protegidas en general por barrotes. Los perpetuos vendavales de polvo que azotaban la ciudad habían erosionado las piedras de los edificios, limando su superficie. La arenilla acumulada en las esquinas y en los alféizares de las casas confería a la ciudad, que a no dudar había sido abandonada hacía tan sólo unos meses, el aspecto de una ruina inhabitada durante centurias.
Talen se deslizó tras Sparhawk y le arañó la armadura.
—No hagas eso, Talen.
—He conseguido vuestra atención, ¿no es cierto? Tengo una idea. ¿Vais a discutir conmigo al respecto?
—Creo que no. ¿Sobre qué querías que discutiéramos?
—Yo tengo ciertos talentos que domino exclusivamente en nuestro grupo.
—Dudo que encuentres muchas bolsas que rajar, Talen. No veo que haya tanta gente por aquí.
—Ja —se mofó Talen con descaro—. Ja, ja, ja. Ahora que ya habéis mencionado esa cuestión, ¿vais a escucharme?
—Lo siento. Continúa.
—Ninguno de vosotros sería capaz de atravesar un cementerio sin despertar a la mitad de sus ocupantes, ¿me equivoco?
—Yo no iría tan lejos.
—Yo sí. Me adelantaré un trecho… No mucho, sólo lo suficiente, y así cuando vuelva podré deciros si se acerca alguien… o si nos han tendido una emboscada.
Sparhawk no esperó esa vez. Alargó el brazo hacia el muchacho, pero éste se zafó ágilmente.
—No hagáis eso, Sparhawk. Os ponéis en ridículo.
Se alejó corriendo unos metros y luego se paró e introdujo la mano en una de sus botas. Sacó un largo puñal de punta afilada como una aguja y después se perdió en la oscura calleja.
Sparhawk profirió un juramento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kurik.
—Talen acaba de escaparse.
—¿Cómo?
—Dice que va a explorar. He intentado detenerlo, pero no he podido atraparlo.
En algún punto indeterminado entre el laberinto de calles sonó una especie de inhumano aullido.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Bevier, apretando con fuerza el largo mango de su hacha.
—¿El viento tal vez? —apuntó Tynian sin mucha convicción.
—No sopla viento alguno.
—Lo sé, pero de todas formas prefiero creer que era eso lo que ha ocasionado ese ruido. No me gustan las otras alternativas.
Siguieron avanzando pegados a los edificios y parándose involuntariamente en seco con cada relampagueo y retumbo de trueno.
Talen regresó con paso rápido y sigiloso.
—Se aproxima una patrulla —anunció, quedándose a una distancia prudencial para que no pudieran cogerlo—. ¿Creeréis que llevan antorchas? No están intentando localizar a nadie, sino todo lo contrario.
—¿Cuántos son? —preguntó Ulath.
—Unos doce.
—Entonces no hay de qué preocuparse.
—¿Por qué no os desplazáis a la otra calle por este callejón? Así no tendréis ni ocasión de verlos, ni mucho menos de preocuparos. —El chiquillo se precipitó por una calleja y volvió a desaparecer.
—La próxima vez que elijamos a un líder, creo que yo lo votaré a él —murmuró Ulath. Siguieron caminando por las angostas y tortuosas calles y, con la ayuda de Talen, lograron evitar fácilmente las esporádicas patrullas zemoquianas. Al aproximarse al centro de la población, no obstante, llegaron a un barrio de edificios más imponentes y calles más anchas.
La próxima vez que regresó Talen, el momentáneo resplandor de un rayo reveló una expresión de disgusto en su cara.
—Hay otra patrulla justo delante —informó—. El único problema es que no están patrullando. Parece como si hubieran forzado la puerta de una bodega. Están sentados en medio de la calle bebiendo.
—Pues los sortearemos dando un rodeo por los callejones —declaró, encogiéndose de hombros, Ulath.
—No podemos —lo disuadió Talen—. De esta calle no parte ningún callejón secundario. No he encontrado ninguno para dar un rodeo y debemos pasar necesariamente por esta calle. Según mis conclusiones, es la única de la zona que conduce al palacio. Esta ciudad está construida sin orden y concierto. Ninguna calle va a donde debería ir.
—¿A cuántos juerguistas de ésos nos hemos de enfrentar? —le preguntó Bevier.
—Cinco o seis.
—¿Y llevan antorchas? Talen asintió.
—Están justo después de la próxima curva de la calle.
—Con el deslumbre de las antorchas, no verán mucho en la oscuridad. —Bevier flexionó el brazo, moviendo sugerentemente el hacha.
—¿Qué te parece? —preguntó Kalten a Sparhawk.
—Podríamos intentarlo —acordó Sparhawk—. No se prevé que vayan a cedernos voluntariamente el paso.
Lo que sucedió después se asemejaba más al asesinato que a una pelea. Los zemoquianos, que llevaban bastante rato de jarana, habían llegado a un estado de alegre despreocupación y los caballeros de la Iglesia sólo tuvieron que caminar hacia ellos y clavarles las armas. Uno de ellos lanzó un breve grito que ahogó el desgarrado fragor de un trueno.
Sin pronunciar palabra alguna los caballeros arrastraron sus cuerpos inertes a los zaguanes próximos y los ocultaron. Después se arracimaron con ademán protector en torno a Sephrenia y prosiguieron por aquella ancha calle alumbrada por relámpagos en dirección al mar de humeantes antorchas que parecía rodear el palacio de Otha.
Nuevamente oyeron aquella especie de aullido que en nada sugería una garganta humana. Talen volvió y en aquella ocasión no realizó ningún intento para esquivarlos.
—El palacio no queda lejos —dijo, hablando en voz baja a pesar de los truenos que retumbaban casi constantemente—. Hay guardias en la parte de delante, vestidos con unas armaduras de las que sobresalen toda clase de púas de acero. Parecen puercoespines.
—¿Cuántos son? —inquirió Kalten.
—Más de los que he tenido tiempo de contar. ¿Oís esa especie de gemido?
—He estado tratando de no escucharlo.
—Más vale que os acostumbréis a él, porque son los guardias los que lo emiten.
El palacio de Otha era mayor que la basílica de Chyrellos, pero carecía de toda gracia arquitectónica. Otha había pasado los años tempranos de su vida siendo un cabrero, y el principio que parecía dirigir su sentido del gusto podía resumirse en la palabra «grande». En la mentalidad de Otha, cuanto más colosal era algo, mejor. Su mansión había sido construida con fracturada y negra roca basáltica, la cual era más fácil de tallar debido a la disposición lisa de sus capas, pero que no daba grandes resultados en cuanto a belleza se refería. Propiciaba la construcción de imponentes edificios, pero poco más.
El palacio se alzaba como una montaña en el centro de Zemoch. Tenía torres, desde luego, al igual que todos los palacios, pero las toscas agujas negras que arañaban el cielo por encima del edificio principal carecían de donaire, equilibrio y, en la mayoría de los casos, de propósito evidente. Muchas de ellas, iniciadas siglos antes y todavía por concluir, sobresalían en el aire, incompletas y rodeadas por los podridos restos de toscos andamiajes. El palacio no transmitía tanto una sensación de maldad como de locura, de una suerte de frenético esfuerzo exento de toda finalidad.
Más allá del palacio Sparhawk veía la abultada cúpula del templo de Azash, una perfecta semiesfera de color negro herrumbroso formada por enormes bloques hexagonales rígidamente simétricos que le conferían la apariencia del nido de algún enorme insecto o de una vasta llaga infectada.
El área que rodeaba ambas edificaciones era una especie de zona pavimentada inerte donde no había edificios ni árboles ni monumentos. Era simplemente una lisa explanada que se prolongaba a unos doscientos metros de las paredes que en aquélla, la más oscura de las noches, iluminaban antorchas clavadas sin ninguna simetría en los entresijos de las losas, formando lo que casi semejaba un campo de fuego agitado.
La ancha avenida por la que caminaban los caballeros continuaba directamente, cruzando la desolada plaza, hasta el portal principal de la morada de Otha, en el que se adentraba sin estrecharse bajo el par de puertas arqueadas más amplias y más altas que Sparhawk había visto nunca. Las puertas permanecían ominosamente abiertas.
Los guardias, apostados en el espacio intermedio entre los muros y aquel sembrado de antorchas, llevaban las armaduras más fantásticas que a Sparhawk le había sido dado contemplar. Los yelmos, rematados por bifurcadas antenas de acero, tenían forma de calavera; las diversas junturas —en hombros, codos, caderas y rodillas— estaban decoradas con largas púas y llamativas protuberancias, y los antebrazos estaban tachonados con ganchos. Las armas que asían, con filos aserrados y lengüetas finas como cuchillas, no eran tanto instrumentos de muerte como medios para causar dolor. Los escudos eran grandes y estaban cubiertos con espantosas pinturas.
Sir Tynian era deirano, y los deiranos han sido desde tiempo inmemorial los más afamados expertos en armaduras del mundo.
—Esta es la forma de fanfarronería más infantil que he visto en mi vida —comentó con desdén a los demás, aprovechando una momentánea calma en los truenos.
—¿Oh? —se extrañó Kalten.
—Esas armaduras son casi inservibles. Una buena armadura ha de proteger a quien la lleva, pero dejándole una cierta libertad de movimientos. No se trata de convertirlo en una tortuga.
—Sin embargo, resultan un tanto intimidatorias.
—Eso es lo único que son: algo puramente ostentatorio. Todos esos ganchos y púas son inútiles y, lo que es peor, lo único que harían sería guiar el arma del adversario a los puntos vulnerables.
¿En qué estarían pensando sus armeros?
—Es un legado de la última guerra —explicó Sephrenia—. La apariencia de los caballeros de la Iglesia impresionó mucho a los zemoquianos. Como no comprendieron el cometido real de la armadura y sólo repararon en su espantoso aspecto, sus armeros se concentraron en la apariencia más que en la utilidad. Los zemoquianos no llevan armadura para protegerse sino para asustar a sus adversarios.
—Pues yo no estoy asustado en lo más mínimo, pequeña madre —señaló alegremente Tynian—. Esto va a ser casi demasiado sencillo.
Entonces, obedeciendo a alguna señal que sólo percibieron los horriblemente ataviados guardias de Otha, todos emitieron aquel quejido irracional, una suerte de aullido farfullado carente de todo sentido.
—¿Se supone que es alguna especie de grito de guerra? —inquirió con nerviosismo Bevier.
—Es lo mejor que logran articular —le respondió Sephrenia—. La cultura zemoquiana es básicamente estiria, y los estírios lo desconocen todo sobre la guerra. Esos guardias tratan de imitar los gritos que profieren los elenios al atacar.
—¿Por qué no sacáis el Bhelliom y los borráis del mapa, Sparhawk? —sugirió Talen.
—¡No! —se mostró tajantemente en desacuerdo Sephrenia—. Los dioses troll están confinados ahora y no conviene soltarlos hasta que nos hallemos en presencia de Azash. Sería absurdo valernos del Bhelliom para destruir a unos simples soldados y arriesgar el buen final de nuestra misión.
—No anda errada —concedió Tynian.
—No se mueven —indicó Ulath, mirando a los guardias—. Estoy seguro de que nos ven, pero no están haciendo ningún esfuerzo por formar y proteger esa entrada. Si conseguimos trasponer el umbral y cerrar las puertas tras nosotros, no tendremos por qué preocuparnos más de ellos.
—Ése es el plan más burdo que me han propuesto nunca —se mofó Kalten.
—¿Tenéis otro mejor?
—No, ninguno.
—¿Y entonces?
Adoptando la formación de cuña habitual en esos casos, los caballeros se encaminaron con paso resuelto hacia el portal del palacio de Otha. Al atravesar aquella desolada explanada, Sparhawk percibió una pestilencia que le era extrañamente familiar.
Tan repentinamente como se habían iniciado, los inopinados aullidos cesaron, y los guardianes de cadavérico yelmo continuaron impasibles, de pie, sin esgrimir las armas ni intentar siquiera concentrarse ante el portal.
De nuevo el aire se impregnó de aquel penetrante hedor, que barrió, por fortuna, una súbita ráfaga de viento. Los relámpagos redoblaron su furia y comenzaron arrancar con ensordecedor estruendo grandes bloques de piedras de los edificios cercanos. Los rodeaba una atmósfera que parecía haber cobrado de improviso vida.
—¡Al suelo! —vociferó Kurik—. ¡Todos al suelo!
Aun sin comprender, todos lo obedecieron al instante, provocando un gran estrépito al chocar sus armaduras contra el pavimento.
Pronto fue patente el motivo del alarmado grito de Kurik. Dos de los grotescamente acorazados guardianes apostados a la izquierda de las imponentes puertas fueron de pronto engullidos por una brillante bola de fuego azulado y quedaron literalmente hechos trizas. Sus compañeros no se inmutaron ni giraron siquiera la cabeza para mirar, a pesar de la lluvia de pedazos chamuscados de carne y armadura que cayó sobre ellos.
—¡Es la armadura! —gritó Kurik para hacerse oír entre el ruido de los truenos—. ¡El acero atrae los rayos! ¡Quedaos tumbados!
Los relámpagos continuaron abatiéndose sobre las filas de soldados revestidos de metal, y el olor a carne y cabello quemados se esparció por la amplia explanada impulsado por el repentino viento que, formando torbellinos, rebotaba en los altos muros de basalto del palacio.
—¡Ni siquiera pestañean! —exclamó Kalten—. No existe nadie tan disciplinado.
La tormenta prosiguió su pesada marcha y fue a descargar la furia de los relámpagos sobre las casas abandonadas, olvidando a los hombres recubiertos de acero.
—¿Ha pasado ya? —consultó Sparhawk a su escudero.
—No lo sé seguro —le respondió Kurik—. Si notáis una especie de hormigueo, echaos de inmediato al suelo.
Con cautela, se pusieron en pie.
—¿Era Azash? —preguntó Tynian a Sephrenia.
—Me parece que no. Si Azash hubiera dirigido los relámpagos, creo que nos habría acertado. Es posible, no obstante, que se tratara de Otha. Hasta no haber llegado al templo, lo más probable es que hayamos de enfrentarnos a las obras de Otha más que a cualquier fenómeno conjurado por Azash.
—¿Otha? ¿Es realmente tan hábil?
—Hábil no acaba de ser la palabra apropiada —repuso la mujer—. Otha posee un gran poder, pero es torpe. Es demasiado perezoso para practicar.
Prosiguieron su amenazador avance, pero los hombres que los aguardaban vestidos con aquella grotesca armadura siguieron sin hacer el menor ademán de atacar o de reforzar el número de quienes protegían la puerta.
Cuando Sparhawk llegó hasta el primero de los inmóviles guardias, alzó la espada y entonces éste aulló y alzó sin maña un hacha de hoja ancha adornada con inútiles púas y ganchos. Sparhawk la apartó de un golpe y arremetió con la espada. La armadura de espantosa apariencia, apenas más gruesa que el papel, resultó incluso más ineficaz de lo que Tynian había previsto. La estocada de Sparhawk horadó el cuerpo del soldado como si no hubiera hallado la más mínima resistencia. Incluso si hubiera ensartado a un hombre totalmente desprotegido, su hoja no habría penetrado tan profundamente en él.
Entonces el soldado se vino abajo y la desgarrada armadura se abrió. Sparhawk se encogió presa de una súbita repugnancia. El cuerpo que había dentro de la armadura no había sido el de un hombre vivo. Parecía componerse exclusivamente de renegridos huesos a los que se pegaban algunos putrefactos jirones de carne. De la brecha de la armadura emanaba un espantoso hedor.
—¡No están vivos! —tronó Ulath—. ¡No tienen más que huesos y entrañas en descomposición!
Aquejados de náuseas, los caballeros siguieron luchando, abriéndose camino entre sus enemigos ya muertos.
—¡Deteneos! —gritó Sephrenia con tono perentorio.
—Pero… —se dispuso a objetar Kalten.
—¡Separaos un metro de ellos…, todos!
Retrocedieron a desgana, y los cadáveres que los amenazaban, inmóviles de nuevo, volvieron a emitir aquel impasible aullido, como si respondieran a una invisible señal.
—¿Qué sucede? —preguntó Ulath—. ¿Por qué no atacan?
—Porque están muertos, Ulath —contestó Sephrenia. Ulath apuntó a una forma desplomada con el hacha.
—Muerto o no, ése intentó clavarme una lanza.
—Porque os habéis situado en el radio de alcance de su arma. Miradlos. Nos rodean y ni siquiera hacen nada por defender a sus compañeros. Dame una antorcha, Talen.
El muchacho arrancó una antorcha del suelo y se la tendió. Entonces ella escrutó el empedrado.
—Es terrorífico —dijo, estremeciéndose.
—Nosotros os protegeremos, lady Sephrenia —le aseguró Bevier—. No tenéis nada que temer.
—Nada hemos de temer, querido Bevier. Lo que en realidad es pavoroso es el hecho de que Otha disponga probablemente de más poder que cualquier otro ser humano vivo, pero que sea tan estúpido que ni siquiera sepa cómo usarlo. Hemos pasado varios siglos amedrentados por un perfecto imbécil.
—Levantar a los muertos es algo bastante impresionante, Sephrenia —arguyo Sparhawk.
—Cualquier niño estirio es capaz de animar a un cadáver, pero Otha no sabe ni lo que ha de hacer una vez que los ha revivido. Cada uno de estos guardias fallecidos se mantiene de pie sobre una baldosa, y esa baldosa determina la única superficie que protege.
—¿Estáis segura?
—Comprobadlo por vos mismo.
Sparhawk levantó el escudo y se acercó a uno de los hediondos guardias. No bien hubo posado el pie en la losa, el ser de cadavérico rostro dirigió con espasmódico impulso contra él un hacha de hoja dentada, que él esquivó fácilmente. Cuando se apartó, el soldado volvió a adoptar su posición anterior y permaneció tan rígido como una estatua.
El vasto círculo de guardias que rodeaban el palacio y el templo volvió a exhalar su extravagante gemido.
Entonces, para horror de Sparhawk, Sephrenia tomó con la mano la falda de su blanco vestido y comenzó a caminar tranquilamente entre las hileras de pestilentes muertos. Se detuvo y se giró hacia ellos.
—Oh, vamos. Entremos antes de que empiece a llover. Lo único que tenéis que hacer es no pisar esas losas.
Era extraño andar junto a aquellas figuras salvajemente inquietantes, con su terrible pestilencia y sus caras de calavera bajo la fantasmagórica luz de los relámpagos, pero, de hecho, no más peligroso que evitar las ortigas en el sendero de un bosque.
Cuando pasaban junto al último de los cadavéricos centinelas, Talen se paró y observó con ojos entornados una de las hileras que componían.
—Respetado maestro —dijo en voz baja a Berit.
—¿Dime, Talen?
—¿Por qué no empujáis a éste? —Talen señaló la espalda de una de las figuras vestidas con armadura—. Hacia ese lado…
—¿Para qué?
—Dadle un empujón, Berit, y ya veréis. —Talen sonreía maliciosamente.
Si bien algo desconcertado, Berit tomó el hacha y propinó un buen empellón al rígido cadáver, el cual cayó y chocó contra otro. El segundo centinela decapitó prestamente al primero, reculando con precario equilibrio al hacerlo, y fue víctima al punto del rechazo de un tercero.
El caos se extendió rápidamente, y un buen número de los intimidatorios muertos fueron despedazados por sus compañeros en una estrambótica sucesión de irracionales reacciones de inútil violencia.
—Es muy listo ese chico vuestro, Kurik —alabó Ulath.
—Tenemos puestas ciertas esperanzas en él —replicó modestamente Kurik.
Se volvieron hacia el portal y se pararon en seco. Suspendido en el aire, en el centro exacto del oscuro zaguán, había un etéreo rostro dibujado en el vacío con unas llamas verdes de repulsivo aspecto. La cara era grotescamente deforme y expresaba una desmedida e implacable maldad… y era familiar. Sparhawk la había visto antes.
—¡Azash! —musitó Sephrenia—. ¡Quedaos atrás! Observaron con asombro la espectral aparición.
—¿De veras es él? —preguntó, admirado, Tynian.
—Es una imagen de él —respondió Sephrenia—. Otra de las artimañas de Otha.
—¿Es peligrosa? —inquirió Kalten.
—Poner el pie en el umbral acarrearía la muerte, y algo peor que la muerte.
—¿Existen otros medios de entrar? —le preguntó Kalten, con la mirada temerosamente fija en la verdusca faz.
—Estoy convencida de que sí, pero dudo mucho que los localicemos.
Sparhawk suspiró. Hacía tiempo que había decidido lo que haría cuando llegara ese momento. Su aprensión se debía más a la discusión que ello iba a ocasionar que el acto en sí. Desató del cinturón la bolsa de malla del Bhelliom.
—Bien —dijo a sus amigos—, será mejor que os pongáis en camino. No puedo garantizaros cuánto tiempo podré proporcionaros, pero resistiré cuanto pueda.
—¿De qué estás hablando? —se alarmó Kalten.
—Me temo que no podemos aproximarnos más a Azash. Todos sabemos lo que inexcusablemente debe hacerse, y con uno solo de nosotros bastará. Si alguno consigue regresar a Cimmura, decidle a Ehlana que me habría gustado que las cosas hubieran sido distintas. Sephrenia, ¿estoy lo bastante cerca? ¿Será destruido Azash?
La mujer asintió con los ojos anegados de lágrimas.
—No nos pongamos sentimentales —indicó Sparhawk con brusquedad—. No tenemos tiempo. Ha sido un honor conoceros… a todos. Ahora marchaos de aquí. Es una orden. —Debía obligarlos a moverse antes de que comenzaran a tomar insensatas decisiones de nobleza—. ¡Idos! —les gritó—. ¡Y vigilad dónde ponéis los pies al pasar junto a los guardias!
Estaban moviéndose. Los militares siempre obedecen las órdenes… si éstas se expresan a voz en grito. Se movían, y eso era lo importante. De todas formas, aquel gesto resultaría probablemente infructuoso. Si lo que había dicho Sephrenia era cierto, necesitarían como mínimo un día para salir de la zona que quedaría totalmente destruida cuando hiciera añicos el Bhelliom, y eran escasas las esperanzas de que no lo descubrieran a él durante ese tiempo. Aun así, debía al menos tratar de ofrecerles aquella azarosa posibilidad. Tal vez no saliera nadie del palacio ni acertara a verlo ninguna de las patrullas que recorrían las calles. En todo caso, era agradable pensar que podía suceder así.
No quiso ver cómo se alejaban. Era preferible no hacerlo. Tenía, además, cosas que hacer, cosas mucho más importantes que quedarse plantado tristemente como un niño que se ha portado mal y al que dejan en casa mientras el resto de la familia se va de fiesta. Miró primero a la derecha y luego a la izquierda. Si Sephrenia había estado en lo cierto y aquél era el único modo de entrar en el palacio de Otha, sería mejor que se situara a cierta distancia del portal y de su brillante aparición ya que, de ese modo, sólo tendría que ocuparse de evitar a las patrullas y nadie… ni nada… que saliera de la mansión lo vería de inmediato. ¿A izquierda o derecha? Se encogió de hombros. ¿Qué más daba? Quizá sería mejor rodear el perímetro del palacio y esperar junto a la pared del propio templo. Así estaría más próximo a Azash y éste se hallaría más cerca de la absoluta destrucción que le prometía el Bhelliom. Giró un poco la cabeza y entonces los vio. Estaban al otro lado de las hileras de repugnantes cadáveres, con la resolución pintada en los semblantes.
—¿Qué hacéis? —les gritó—. Os he dicho que os fuerais de aquí.
—Hemos decidido esperarte —contestó Kalten. Sparhawk dio un paso amenazador hacia ellos.
—No seáis necio, Sparhawk —le advirtió Kurik—. No podéis permitiros correr el riesgo de errar el paso entre esos muertos. Si ponéis un pie donde no debierais, uno de ellos os descabezará por la espalda… y entonces Azash se quedará con el Bhelliom. ¿Hemos hecho tan largo viaje solamente para eso?