Capítulo 23
La tierra de los keloi era un vasto prado indiviso que jamás había arañado un arado. Los vientos otoñales barrían aquel inacabable pastizal bajo un cielo encapotado, susurrando un canto mortuorio por el extinto verano. Cabalgaban en dirección este hacia un elevado pináculo rocoso que sobresalía en el centro de la llanura, arrebujados en las capas para resguardarse del árido frío y con el ánimo ensombrecido por la interminable penumbra.
Al llegar al rocoso promontorio al atardecer, descubrieron que en sus alrededores reinaba una frenética actividad. Kring, que se había adelantado para reunir a los keloi, salió a recibirlos a caballo, con la cabeza cubierta con un tosco vendaje.
—¿Qué os ha ocurrido, amigo Kring? —le preguntó Tynian.
—Ha habido una ligera insatisfacción en lo referente al plan de sir Bevier —respondió tristemente Kring—. Uno de los disidentes me ha atacado por la espalda.
—Nunca hubiera imaginado que un guerrero keloi hiciera tal cosa.
—Desde luego que no lo hacen, pero mi agresor ha sido una mujer. Una dama keloi de alta posición social se me ha acercado disimuladamente por detrás y me ha golpeado la cabeza con una olla.
—Espero que la hayáis castigado como se merece.
—De ningún modo podía hacerlo, amigo Tynian, porque se trata de mi propia hermana. Nuestra madre jamás me habría perdonado que le diera una azotaina a esa mocosa. A ninguna de las mujeres les ha complacido la idea de sir Bevier, pero mi hermana ha sido la única que se ha atrevido a reconvenirme.
—¿Temen por su propia seguridad? —inquirió Bevier.
—Por supuesto que no. Son valientes como leonas. Lo que las preocupa es que una de ellas vaya a quedarse a cargo del campamento femenino. Las mujeres keloi son muy susceptibles en lo que respecta a la categoría de cada cual. Todos los varones han calificado de espléndida la idea, pero las mujeres… —Abrió los brazos en ademán de impotencia—. ¿Dónde está el hombre capaz de llegar a entender a una mujer? —Entonces irguió los hombros y se centró en cuestiones de interés concreto—. He ordenado a mis lugartenientes la organización del campamento. Dejaremos una fuerza mínima aquí y los demás cabalgaremos ostentosamente hacia Zemoch como si tuviéramos la intención de invadirlo. Por la noche iremos regresando de poco en poco en destacamentos y nos apostaremos en las colinas de los alrededores para esperar a los zemoquianos. Vosotros vendréis con nosotros y os separaréis discretamente al llegar a la frontera.
—Un plan muy sensato, amigo Kring —aprobó Tynian.
—Yo había pensado más o menos lo mismo. —Kring sonrió—. Venid, amigos míos. Os llevaré a las tiendas de mi clan. Estamos asando un par de bueyes para la cena. Tomaremos la sal juntos y hablaremos de negocios. —Pareció recordar algo—. Amigo Stragen —dijo—, vos conocéis a esa Mirtai mejor que el resto de nuestros amigos. ¿Es habilidosa en el arte de la cocina?
—Nunca he comido nada que hubiera preparado ella, domi —admitió Stragen—. Pero, en una ocasión, nos relató un viaje que había hecho a pie cuando era una muchacha. Según tengo entendido, se alimentó básicamente de carne de lobo.
—¿De lobo? ¿Y cómo se cocina un lobo?
—No creo que lo hiciera. Supongo que tendría prisa y que lo comería tal como venía.
—¿Se lo comió crudo? —inquirió, asombrado, Kring, después de tragar saliva—. ¿Cómo se las arregló para atraparlo?
—Lo más probable es que lo persiguiera y lo abatiera —repuso el thalesiano, con un encogimiento de hombros—. Después le arrancó los bocados más apetecibles y se los comió sin parar de correr.
—¡Pobre lobo! —exclamó Kring. Entonces miró con suspicacia al ladrón thalesiano—. ¿Es una invención vuestra, Stragen? —preguntó.
—¿Una invención? —Los azules ojos de Stragen traslucían la misma inocencia que los de un niño.
Al día siguiente se pusieron en camino al alba y Kring situó su caballo junto al de Sparhawk.
—Stragen sólo trataba de tomarme el pelo anoche, ¿verdad, Sparhawk? —inquirió con semblante preocupado.
—Sin duda —repuso Sparhawk—. Los thalesianos son un poco raros y tienen un sentido del humor bastante peculiar.
—Sin embargo, ella sería capaz de hacerlo —declaró Kring con tono de admiración—. Abatir un lobo y comérselo crudo, quiero decir.
—Supongo que podría hacerlo si se lo propusiera —reconoció Sparhawk—. Veo que todavía pensáis en ella.
—Casi no pienso en otra cosa, Sparhawk. He intentado olvidarla, pero todo es en vano. —Suspiró—. Mi gente no la aceptaría nunca, me temo. Sería más fácil si mi posición no fuera tan prominente, pero, si me caso con ella, será la doma de los keloi, la pareja del domi, y la jefa de las mujeres. Las otras mujeres se concomerían de celos y hablarían mal de ella a sus maridos. Luego los hombres la criticarían en nuestros consejos, y yo tendría que matar a muchos de los amigos que conservo desde la infancia. Su presencia entre nosotros destruiría la unidad de mi pueblo. —Volvió a suspirar—. Tal vez pueda componérmelas para que alguien me mate en la guerra que se avecina. De esa forma evitaría tener que elegir entre la obligación y el amor. —Enderezó la espalda—. Basta de pláticas femeninas —se atajó—. Después de haber aniquilado la fuerza principal de los zemoquianos, asolaremos las tierras lindantes de un lado y otro de la frontera y así los zemoquianos andarán escasos de tiempo para ocuparse de vos y vuestros amigos. Es muy fácil despistar a los zemoquianos. Les destruiremos los templos e ídolos, que es algo que, por alguna misteriosa razón, los pone fuera de sí.
—Habéis estudiado detenidamente la estrategia a seguir, ¿no es cierto, Kring?
—Siempre es aconsejable saber adonde se encamina uno, Sparhawk. Cuando nos dirijamos al este, tomaremos el camino que lleva a la ciudad zemoquiana de Vileta. Escuchadme con atención, amigo mío. Éstas son las instrucciones que necesitaréis para encontrar ese paso que os mencioné. —Entonces dio una explicación del camino que habían de seguir, especificando señales y distancias—. Eso es todo, más o menos, amigo Sparhawk —concluyó—. Ojalá pudiera hacer más por vos. ¿Estáis seguro de que no querríais que fuera con vosotros junto con unos cuantos miles de jinetes?
—No me importaría seguir en vuestra compañía —reconoció Sparhawk—, pero una fuerza de tales dimensiones atraería demasiado la atención y ello nos retrasaría. Tenemos amigos en las llanuras de Lamorkand que cuentan con que nosotros lleguemos al templo de Azash antes de que los zemoquianos los arrollen.
—Lo entiendo perfectamente, amigo Sparhawk.
Cabalgaron hacia oriente durante dos días, al cabo de los cuales Kring informó a Sparhawk que a la mañana debían desviarse hacia el sur.
—Os aconsejaría que partierais dos horas antes del amanecer, amigo Sparhawk —dijo—. Si algún explorador zemoquiano os viera a vos y a vuestros amigos abandonando el campamento con luz del día, podría sentir curiosidad y seguiros. Dado que el terreno es bastante llano en dirección sur, no incurriréis en gran peligro cabalgando a oscuras por él. Os aguarda un largo viaje. Rezaremos por vosotros… cuando no estemos ocupados matando zemoquianos.
La luna se elevaba entre las nubes dispersas cuando Sparhawk salió de su pabellón para respirar aire fresco. Stragen lo siguió.
—Hermosa noche —comentó el esbelto y rubio thalesiano con su resonante voz.
—Un poco fría, no obstante —replicó Sparhawk.
—¿Quién querría vivir en una tierra donde siempre fuera verano? No creo que os vea cuando partáis, Sparhawk, pues no soy muy madrugador que se diga. —Stragen introdujo la mano bajo el jubón y sacó un pliego de papel algo más grueso que los que le había entregado previamente—. Éste es el último —dijo, tendiéndoselo—. He concluido la tarea que me encomendó la reina.
—La habéis cumplido bien, Stragen… supongo.
—Reconocedme un poco más de mérito, Sparhawk. He hecho exactamente lo que Ehlana me ordenó.
—Os habríais ahorrado muchas leguas de ir a caballo si me hubierais dado todas las cartas de una vez.
—No me ha importado en absoluto hacer el viaje. Os tengo bastante aprecio a vos y a vuestros amigos… No tanto como para emular vuestra apabullante nobleza, por supuesto, pero me caéis bien.
—Yo también os aprecio, Stragen… No tanto como para fiarme de vos, claro está, pero una cosa no quita la otra.
—Gracias, caballero —dijo Stragen, con una burlona reverencia.
—No hay de qué, milord. —Sparhawk sonrió.
—Tened cuidado en Zemoch, amigo mío —le recomendó en serio Stragen—. Profeso una gran estima por vuestra voluntariosa reina y preferiría que no le partierais el corazón cometiendo alguna insensatez. Otro consejo: si Talen os dice algo, prestadle atención. Sé que sólo es un chiquillo… y un ladrón de mucho cuidado… pero posee una aguda intuición y una extraordinaria capacidad mental. No sería descabellado afirmar que es la persona más inteligente que ambos hemos conocido. No perdáis, Sparhawk. No me atrae mucho la idea de postrarme ante Azash. —Esbozó una mueca—. Pero ya basta de dejarme llevar por mi vena sensiblera. Volvamos adentro y descorchemos un par de botellas para brindar por los viejos tiempos… a menos que queráis leer el correo.
—Me parece que lo reservaré para más adelante. Puede que en Zemoch me asalte el abatimiento y necesite algo para levantarme el ánimo.
Las nubes habían vuelto a empañar la luna cuando se reunieron antes de que clarease el día. Sparhawk expuso el bosquejo de la ruta a seguir, insistiendo en las marcas en el terreno que Kring había especificado, y después montaron y se alejaron del campamento. La oscuridad era tan densa que resultaba prácticamente impenetrable a la mirada.
—Podríamos estar dando vueltas en círculos —se quejó Kalten con algo de mal humor en la voz.
Kalten, que se había quedado despierto hasta altas horas de la noche con los keloi, tenía los ojos enrojecidos y las manos paralizadas cuando Sparhawk lo había despertado.
—Limitaos a seguir cabalgando, Kalten —le indicó Sephrenia.
—Claro —contestó sarcásticamente—, ¿pero hacia qué lado?
—En sentido suroeste.
—Fantástico, pero ¿dónde queda el suroeste?
—En esa dirección. —Apuntó a lo lejos en las tinieblas.
—¿Cómo lo sabéis?
La mujer habló rápidamente en estirio durante un momento.
—Ya está —concluyó—. Con eso deberíais comprenderlo todo.
—Pequeña madre, no he entendido ni una palabra de lo que habéis dicho.
—No es culpa mía, querido.
El alba tardó en llegar esa mañana, entorpecida por las acumulaciones de nubes, particularmente densas por levante. Al cabo de un rato, comenzaron a distinguir los contornos de unos recortados picos que se alzaban a varias leguas de distancia por el este…, picos que sólo podrían hallarse en Zemoch.
A última hora de la mañana, Kurik refrenó el caballo.
—Ahí está esa cumbre roja que habéis mencionado, Sparhawk —anunció, señalándola.
—Parece como si estuviera sangrando, ¿no es cierto? —observó Kalten—. ¿O serán mis ojos que lo ven así?
—Un poco de cada cosa tal vez, Kalten —apuntó Sephrenia—. No debisteis beber tanta cerveza anoche.
—Debisteis darme ese consejo anoche, pequeña madre —replicó lúgubremente el caballero.
—Muy bien, caballeros —llamó la atención de todos la mujer—, es hora de que mudéis la vestimenta. Vuestra armadura sería demasiado ostentosa en Zemoch. Poneos las cotas de mallas si lo consideráis imprescindible, pero tengo reservado un sayo estirio para cada uno de vosotros. Cuando os hayáis cambiado, os modificaré la cara.
—Yo estoy ya más o menos acostumbrado a la mía —objetó Ulath.
—Puede que vos sí, Ulath, pero a los zemoquianos quizá los asuste un poco.
Los cinco caballeros y Berit se desprendieron de sus ceremoniosas armaduras —los caballeros con evidente alivio y Berit con manifiesto pesar— y las sustituyeron por las cotas de mallas, escasamente menos incómodas, y los sayos estirios.
—Conservad los cintos de las espadas sobre los sayos por el momento —indicó Sephrenia, tras observarlos con mirada enjuiciadora—. Dudo que los zemoquianos tengan realmente una costumbre establecida respecto a la forma de llevar puestas las armas. Si más tarde descubrimos que mi previsión es errónea, realizaremos un ajuste. Ahora, quedaos quietos todos. —Fue deteniéndose frente a cada uno de ellos, tocándoles la cara y repitiendo el mismo encantamiento estirio en cada caso.
—Me parece que no ha funcionado, lady Sephrenia —señaló Bevier, mirando a sus compañeros—. Yo los veo igual que antes.
—No estoy tratando de disfrazar su aspecto de cara a vos, Bevier. —Sonrió y luego se dirigió a su alforja y sacó un pequeño espejo—. Así es como os verán los zemoquianos —dijo, entregándoselo.
Bevier lanzó una ojeada y luego cruzó los dedos, como si ahuyentara a los demonios.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Estoy horrible!
Se apresuró a tender el espejo a Sparhawk y éste examinó con cuidado su rostro extrañamente alterado. Su pelo seguía igual de negro, pero su atezada piel había adquirido la palidez característica de la raza estiria. Tenía, además, las cejas y los pómulos mucho más prominentes, no exentos de cierta tosquedad. Advirtió con cierto desencanto que Sephrenia le había dejado la nariz tal como estaba. Por más que se dijera a sí mismo que en realidad no le importaba la nariz rota, hubo de reconocer que había sentido curiosidad por ver cuál sería su aspecto teniéndola derecha.
—Os he hecho adoptar la apariencia de estirios de pura cepa —señaló la mujer—. Estos son bastante comunes en Zemoch y yo me siento más a gusto con ellos. Por algún motivo, me repugna la imagen de un mestizo de elenio y estirio.
Entonces alargó el brazo derecho, habló unos minutos en estirio y luego gesticuló. Una oscura tira en espiral muy semejante a un tatuaje le envolvió el antebrazo y la muñeca para culminar en la palma de la mano en una representación asombrosamente natural de la cabeza de una serpiente.
—Supongo que esto tendrá algún sentido —comentó Tynian, observando aquella marca lleno de curiosidad.
—Desde luego. ¿Nos vamos?
La frontera entre Kelosia y Zemoch estaba mal definida y el único punto de referencia que ofrecía era una serpenteante línea en la que finalizaba la crecida hierba, dando paso por el este a un suelo rocoso y árido de vegetación raquítica. El oscuro lindero de un bosque de coníferas se recortaba a poco más de un kilómetro, en lo alto de la escarpada ladera ante la que se hallaban. Cuando habían recorrido tal vez la mitad de esa distancia, una docena de jinetes vestidos con sucios sayos blancos surgió de entre los árboles y se aproximó a ellos.
—Yo me ocuparé de esto —anunció Sephrenia—. No digáis nada y tratad de ofrecer un aspecto amenazador.
Los zemoquianos tiraron de las riendas. Algunos tenían aquellas facciones estirias que recordaban a una estatua no del todo acabada; otros podían pasar fácilmente por elenios, y el resto parecía ser un malsano cruce de ambas razas.
—Gloria al temible dios de los zemoquianos —entonó su cabecilla en una corrompida lengua híbrida de estirio y elenio en la que se conjugaban los peores rasgos de ambos idiomas.
—No habéis pronunciado su nombre, kedjek —le hizo notar fríamente Sephrenia.
—¿Cómo sabía el nombre de ese tipo? —susurró Kalten a Sparhawk, demostrando que comprendía mejor el estirio de lo que lo hablaba.
—«Kedjek» no es un nombre —repuso Sparhawk—, sino un insulto.
—¡Las mujeres y los esclavos no hablan en ese tono a los miembros de la guardia imperial! —espetó el zemoquiano con tez aún más pálida de lo habitual y ojos entornados en expresión de odio.
—Guardia imperial —se mofó con desprecio Sephrenia—. Ni vos ni ninguno de vuestros hombres serviríais ni para componer una verruga en el cuerpo de un guardia imperial. Pronunciad el nombre de nuestro dios para que yo sepa que profesáis la auténtica fe. Decidlo, kedjek, o moriréis.
—Azash —murmuró el hombre con actitud insegura.
—Su nombre es mancillado por la lengua que lo pronuncia —dijo ella—, pero a Azash le divierte a veces la profanación.
—Tengo órdenes de reclutar al pueblo —declaró, enderezando la espalda, el zemoquiano—. Está próximo el día en que el bendito Otha descargará su puño para aplastar y esclavizar a los infieles de Occidente.
—Obedeced pues. Proseguid con vuestro trabajo. Sed diligente, pues Azash castiga la falta de celo con atroces sufrimientos.
—No necesito que me dé lecciones una mujer —replicó secamente—. Preparaos para llevar a vuestros criados al lugar donde va a librarse la guerra.
—Vuestra autoridad no es aplicable a mí. —La estiria alzó la mano derecha, con la palma encarada hacia él, y las marcas de su antebrazo y muñeca parecieron retorcerse y encresparse al tiempo que la imagen de la cabeza de serpiente emitía un silbido, moviendo velozmente la viperina lengua—. Tenéis permiso para saludarme —señaló.
El zemoquiano se echó atrás, con el rostro desencajado a causa del terror. Dado que el ritual de salutación estirio exigía besar las palmas de las manos, el «permiso» de Sephrenia era una clara invitación al suicidio.
—Perdonadme, suprema sacerdotisa —imploró con voz temblorosa el hombre.
—Me parece que no —contestó sin miramientos la mujer. Miró a los otros zemoquianos, que tenían los ojos desorbitados por el horror—. Este manojo de basura me ha ofendido —les dijo—. Obrad según es costumbre.
Los zemoquianos desmontaron a toda prisa, bajaron del caballo a su cabecilla y, venciendo su resistencia, lo decapitaron en el acto. Sephrenia, que normalmente habría presenciado con repulsión tal muestra de salvajismo, observó la escena con expresión imperturbable.
—Adecuado —aprobó sin entusiasmo—. Exponed lo que resta de él según la manera habitual y continuad con vuestro trabajo.
—Ah… eh… temible sacerdotisa —tartamudeó uno de ellos—, ahora no tenemos jefe.
—Vos habéis hablado y por lo tanto vos tomaréis el mando. Si actuáis como es debido, seréis recompensado. Si obráis mal, en vuestra mente llevaréis el castigo. Ahora quitad a esta carroña de mi paso.
—Apretó los talones contra los flancos de Ch’iel y la esbelta yegua blanca echó a andar, evitando delicadamente pisar los charcos de sangre que había en el suelo.
—El que ostenta el mando entre los zemoquianos parece estar sujeto a ciertos riesgos —comentó Ulath a Tynian.
—Así es —convino Tynian.
—¿Realmente teníais que hacerle eso, lady Sephrenia? —preguntó Bevier con tono consternado.
—Sí. El zemoquiano que ofende a los sacerdotes es castigado siempre, y en Zemoch sólo existe un castigo.
—¿Cómo habéis conseguido que se moviera el dibujo de la serpiente? —inquirió Talen, trasluciendo cierto temor en la mirada.
—No se ha movido —respondió la mujer—. Sólo ha parecido que se movía.
—Entonces no lo habría mordido de veras, ¿no es cierto?
—Él habría creído que sí, y el resultado habría sido el mismo. ¿Hasta dónde os ha indicado Kring que nos adentráramos en este bosque, Sparhawk?
—Aproximadamente el trecho recorrido en una jornada —repuso el caballero—. Nos desviaremos hacia el sur en el linde oriental de la foresta, justo antes de llegar a las montañas.
—Pongámonos en marcha pues.
Todos estaban un tanto impresionados por la aparente transformación de Sephrenia. La despiadada arrogancia que había manifestado durante el encuentro con los zemoquianos había sido tan radicalmente diferente de su comportamiento normal que incluso los había asustado un poco también a ellos. Cabalgaron entre la penumbra del bosque abatidos y en silencio, lanzando frecuentes miradas en dirección a la mujer, hasta que al cabo ésta refrenó su palafrén.
—¿Vais a parar de mirarme así? —les dijo cáusticamente—. No me han salido dos cabezas. Estoy representando el papel de una sacerdotisa zemoquiana y obrando tal como lo haría una sacerdotisa de Azash. Cuando uno imita a un monstruo, debe hacer a veces cosas monstruosas. Prosigamos. Contadnos una historia, Tynian, para apartar de nuestras mentes este desagradable incidente.
—Sí, pequeña madre —acordó el deirano de ancho rostro. Sparhawk había advertido que, tal vez de modo inconsciente, todos habían adoptado aquella forma de tratamiento para dirigirse a ella.
Acamparon en el bosque esa noche y reemprendieron camino a la mañana siguiente bajo un cielo todavía nublado. El aire era cada vez más frío conforme iban ascendiendo. Alrededor de mediodía llegaron al linde oriental de la foresta y giraron hacia el sur, aunque permanecieron bajo su espesura a unos cien metros del linde para aprovechar el resguardo que ofrecía a las miradas.
Tal como había indicado Kring a Sparhawk, a última hora del día encontraron una gran arboleda afectada por una plaga. Los desnudos troncos muertos de los árboles se sucedían en la ladera de la montaña semejando una leprosa cascada, hediondos e infestados de hongos, ocupando una franja de una legua de ancho.
—Este sitio tiene el aspecto… y el olor… de las afueras del infierno —observó Tynian con voz sombría.
—Quizá se deba al tiempo nuboso —apuntó Kalten.
—No creo que los rayos del sol mejoren mucho la impresión que causa —disintió Ulath.
—¿Qué puede haber dejado baldía una región tan extensa? —preguntó Bevier con un estremecimiento.
—La tierra en sí está enferma —respondió Sephrenia—. No nos demoremos demasiado en este bosque maldito, queridos. Aunque un hombre no es un árbol, el nocivo miasma de este lugar no puede ser saludable.
—Nos queda poco rato de luz del día, Sephrenia —señaló Kurik.
—Eso no constituirá un problema. Dispondremos de luz suficiente para seguir cabalgando después de que haya anochecido.
—¿Qué hizo enfermar a la tierra, lady Sephrenia? —inquirió Berit, mirando a su alrededor los blancos árboles que se erguían sobre el contaminado suelo como implorantes manos esqueléticas.
—No hay modo de saberlo, Berit, pero la fetidez de este paraje es el hedor de la muerte. Es posible que en el subsuelo se hallen horrores que no alcanza a definir la imaginación. Apuremos el paso para dejar atrás este lugar.
El cielo se oscureció con la proximidad del crepúsculo, pero, al cerrar la noche, los secos árboles comenzaron a despedir en torno a sí un repulsivo resplandor verdusco.
—¿Estáis provocándola vos, Sephrenia? —preguntó Kalten—. La luz, quiero decir.
—No —respondió ésta—. La luz no tiene nada que ver con la magia.
—Debí haberlo recordado —dijo Kurik, riendo con cierto pesar.
—¿Recordar el qué? —se interesó Talen.
—Los troncos podridos y sustancias parecidas a veces brillan en la oscuridad.
—No lo sabía.
—Has pasado demasiado tiempo en las ciudades, Talen.
—Uno tiene que ir al sitio donde están los clientes. —El chiquillo se encogió de hombros—. No se saca demasiado beneficio estafando a las ranas.
Continuaron cabalgando en el transcurso de las primeras horas de la noche entre aquel tenue relumbre verdoso, con la nariz y la boca embozadas con la capa, y poco antes de medianoche llegaron a una empinada loma cubierta de árboles. Prosiguieron un trecho y después asentaron el campamento en un hondo barranco donde el aire nocturno se les antojó dulce y puro tras interminables horas de soportar la fetidez de aquel bosque muerto.
La perspectiva que se presentó ante ellos a la mañana siguiente cuando coronaron la loma no era mucho más alentadora, pues, si el día anterior había estado presidido por una blancura de muerte, lo que les aguardaba aquella jornada era también una expresión de muerte, aun cuando su tono predominante fuera esta vez negro.
—¿Qué diantre es esto? —exclamó Talen, observando la bullente extensión de negro fango de apariencia pegajosa.
—Las ciénagas de alquitrán que mencionó Kring —respondió Sparhawk.
—¿Podemos rodearlas?
—No. El alquitrán se filtra por la pared de un acantilado y las ciénagas se prolongan varias leguas hasta las colinas que hay al pie de las montañas.
Las ciénagas, semejantes a grandes charcos de reluciente y resbaladiza humedad burbujeante, se extendían hasta una estribación rocosa de la que los separaban tal vez unos ocho kilómetros. Cerca de la otra orilla se elevaba un penacho de llama azulada casi tan alto como la aguja que remataba la catedral de Cimmura.
—¿Cómo vamos a cruzar esto? —se desesperó Bevier.
—Con mucho cuidado, diría yo —replicó Ulath—. He atravesado en varias ocasiones terrenos de arenas movedizas en Thalesia. Hay que desperdiciar un montón de tiempo tanteando con un palo… que sea bien largo, a ser posible.
—Los keloi tienen marcado el camino —les aseguró Sparhawk—. Clavaron estacas en tierra firme.
—¿Y en qué lado de las estacas se supone que debemos poner el pie? —inquirió Kalten.
—Kring no lo especificó —contestó Sparhawk con despreocupación—. Imagino, no obstante, que no habremos recorrido mucho trecho antes de averiguarlo.
Bajaron la pendiente y se introdujeron con prudencia en el untuoso cenagal negro. Sparhawk comenzó a experimentar un ligero mareo al cabo de poco debido al aire cargado, impregnado de penetrante olor a nafta que flotaba sobre el lodazal.
Siguieron avanzando pesadamente, al paso lento que dictaba la necesaria cautela, mientras a su alrededor surgían de las profundidades unas grandes y viscosas burbujas que estallaban produciendo extraños sonidos. Ya cerca de la ribera sur, pasaron junto al ardiente pilar, una columna de llamas azules que brillaba con flujo incesante de las entrañas de la tierra, y a partir de allí el terreno comenzó a elevarse y pronto se hallaron fuera de la ciénaga. Tal vez fuera el calor de los hirvientes gases que emanaban de la tierra lo que hizo el contraste tan patente, pero, cuando los hubieron dejado atrás, notaron el aire mucho más frío.
—Se avecina mal tiempo —predijo Kurik—. Probablemente lluvia al principio, pero creo que después va a nevar.
—Ningún viaje entre montañas es completo sin nieve —observó Ulath.
—¿Qué señal debemos reconocer ahora? —preguntó Tynian a Sparhawk.
—Ésa —respondió éste, apuntando a un elevado peñasco cuya cara recorrían anchas vetas amarillas—. Kring da unas instrucciones excelentes. —Miró al frente y vio un árbol con un trozo de corteza arrancada—. Estupendo —dijo—. El sendero que lleva al desfiladero está marcado. Sigamos cabalgando antes de que empiece a llover.
El desfiladero era en realidad el antiguo lecho de un riachuelo. El clima de Eosia había cambiado con el correr de las eras y, a medida que Zemoch se volvía más y más árido, el riachuelo que había labrado pacientemente el angosto paso había ido secándose hasta no quedar más recuerdo de él que el empinado barranco que surcaba la imponente pared de roca.
Tal como había pronosticado Kurik, la lluvia se inició al caer la tarde en forma de una constante llovizna que acabó por impregnarlo todo.
—Sir Sparhawk —llamó Berit desde atrás—, me parece que deberíais darle una mirada a esto. Sparhawk tiró de las riendas y volvió sobre sus pasos.
—¿De qué se trata, Berit?
Berit señaló hacia poniente, donde el sol no era más que un disco de un gris apenas más claro que el del resto del encapotado cielo. En el centro de aquella esfera más pálida flotaba una amorfa nube negra como el carbón.
—Está moviéndose en dirección contraria, sir Sparhawk —señaló Berit—. El resto de las nubes se desplazan hacia el oeste y ésta viene en dirección este, justo hacia nosotros. Es parecida a aquella en la que se escondían esos hombres del alba, ¿no es cierto? Aquella que estaba siguiéndonos…
—En efecto, Berit —reconoció Sparhawk, sintiendo que se le encogía el corazón—. ¡Sephrenia! —llamó.
La mujer se reunió con ellos.
—Ahí está de nuevo —le comunicó Sparhawk, apuntándola con el dedo.
—Ya veo. ¿No esperaríais que se fuera sin más, Sparhawk?
—Confiaba en que así sería. ¿Podemos hacer algo?
—No.
—Entonces continuaremos avanzando —decidió con aire resuelto.
Con la luz menguante del atardecer, siguieron lentamente el curso del empinado barranco que serpenteaba por la roca. Al doblar una pronunciada curva, vieron un desprendimiento de roca, que estrictamente hablando no era tal, sino una pared desplomada: un lugar donde la cara sur de la quebrada se había desgajado y caído en el cauce, cegándolo, al parecer, por completo.
—Esto es bastante intimidante —observó Bevier—. Espero que Kring os diera buenas indicaciones, Sparhawk.
—Se supone que debemos torcer a la izquierda aquí —les comunicó Sparhawk—. Encontraremos una maraña de ramas, troncos y maleza en el lado inferior del desprendimiento, pegada a la cara norte del barranco, que oculta la entrada de un pasadizo subterráneo. Los keloi lo utilizan cuando van a Zemoch en busca de orejas.
—Vayamos a mirar —propuso Kalten, enjugándose la cara.
En la penumbra que preludiaba la noche, la pila de árboles cortados y arbustos enredados presentaba el aspecto genuino de una fortuita acumulación de madera flotante y detritos que en todo barranco arrastran consigo las crecidas de la primavera. Talen desmontó, trepó por un tronco inclinado y se asomó a una oscura brecha que se abría entre la broza.
—Hola —gritó. El sonido de su voz retornó como un eco.
—Probemos a ver si responde alguien —sugirió Tynian.
—Lo hemos encontrado, Sparhawk —anunció el chico—. Hay un gran espacio hueco detrás de esta pila.
—Pongámonos manos a la obra, entonces —sugirió Ulath, lanzando una mirada al lluvioso y plomizo cielo—. Podríamos pasar la noche allá adentro —añadió—. Sería un refugio contra las inclemencias del tiempo, y, de todas formas, ya está anocheciendo.
Compusieron yugos con troncos de árboles desperdigados y utilizaron los mulos de carga para apartar la maraña de troncos y arbustos. La boca del pasadizo era triangular, dado que el lado exterior se apoyaba contra la cara norte de la quebrada, y su interior era angosto y olía a humedad.
—Está seco —apreció Ulath—, y a buen recaudo de las miradas. Podríamos adentrarnos un poco más y encender fuego. Si no nos secamos la ropa, estas cotas de mallas van a estar completamente oxidadas mañana por la mañana.
—Tapemos antes la abertura —aconsejó Kurik, si bien del tono de su voz se desprendía que no abrigaba grandes esperanzas de que la pila de maleza fuera a cortar el paso a la oscura nube que venía siguiéndolos desde Thalesia.
Después de cubrir el agujero, encendieron antorchas y caminaron unos cien metros por la estrecha galería hasta un lugar donde ésta se ensanchaba.
—¿Os parece bien aquí? —preguntó Kurik.
—Al menos está seco —aprobó Kalten. Removió con el pie el arenoso suelo del pasadizo y desenterró un pedazo de descolorida madera—. Puede que incluso encontremos leña suficiente para encender fuego.
Se instalaron para hacer noche en aquel reducido refugio y pronto tuvieron encendida una pequeña fogata.
—Continúa varios cientos de metros más allá —informó Talen, que había ido a explorar lo que restaba del corredor—. El otro extremo está tapado con maleza igual que el de abajo. Kring disimula con mucho cuidado la existencia de este pasadizo.
—¿Qué tiempo hace en el otro lado? —preguntó Kurik.
—Está cayendo aguanieve, padre.
—Parece que estaba en lo cierto. Oh, bueno, supongo que no será la primera vez que tengamos que soportar un temporal de nieve.
—¿A quién le toca preparar la cena? —inquirió Kalten.
—A vos —le respondió Ulath.
—No puede ser que me toque otra vez a mí.
—Lo siento, pero así es.
Kalten se fue refunfuñando hacia las alforjas y se puso a revolver desordenadamente su contenido.
La cena consistía en las raciones que solían comer en sus viajes los keloi: cordero ahumado, pan moreno y una espesa sopa elaborada con guisantes secos, todo muy nutritivo, aunque de sabor poco espectacular. Cuando acabaron de comer, Kalten comenzó a retirar los restos. Estaba recogiendo los platos cuando se paró de repente.
—Ulath… —dijo con tono de sospecha.
—¿Sí, Kalten?
—En todo el tiempo que llevamos viajando juntos no os he visto cocinar más de un par de veces.
—No, seguramente no.
—¿Y cuándo os toca a vos el turno?
—No me toca. Mi trabajo es llevar la cuenta de los turnos de cada cual. No iríais a esperar que hiciera eso y además cocinara, ¿verdad? No sería justo.
—¿Quién os designó para el cargo?
—Me presenté voluntario. Es lo que se espera de un caballero de la Iglesia a la hora de realizar una tarea desagradable. Ése es uno de los motivos por los que la gente nos tiene tanto respeto. Permanecieron sentados alrededor del fuego, contemplando las llamas con ánimo sombrío.
—Son días como éste los que me inducen a interrogarme por qué adopté la profesión de caballero —comentó Tynian—. Cuando era más joven tuve oportunidad de seguir la carrera de abogado, pero, como pensé que sería aburrido, elegí esta vida. No sé por qué lo haría.
Sonó un murmullo general de asentimientos.
—Caballeros —les llamó la atención Sephrenia—, desterrad de la mente esta clase de pensamientos. Ya os he dicho antes que, si nos ponemos melancólicos o cedemos a la desesperación, caeremos directamente en manos de nuestros enemigos. Ya es suficiente con tener una nube oscura cernida sobre nuestras cabezas. No agreguemos a ella nubarrones de creación propia. Cuando la luz vacila, las tinieblas obtienen la victoria.
—Si lo que intentáis es animarnos, adoptáis un enfoque muy raro, Sephrenia —observó Talen.
—Tal vez he exagerado un poco —concedió con una tenue sonrisa—. Lo cierto es, queridos, que todos debemos estar prevenidos. Debemos precavernos contra la depresión, el desaliento y, sobre todo, la melancolía. La melancolía es una forma de locura.
—¿Qué debemos hacer? —le preguntó Kalten.
—Es muy sencillo, Kalten —le contestó Ulath—. Vos observáis atentamente a Tynian y, en cuanto empiece a comportarse como una mariposa, avisáis a Sparhawk. Yo os vigilaré a vos para ver si presentáis síntomas de querer convertiros en rana. En el momento en que comencéis a intentar cazar moscas con la lengua, sabré que estáis perdiendo la noción de la realidad.