Capítulo 25
—Rodeadlos, Sparhawk —indicó Sephrenia, mirando estremecida a los impúdicos zemoquianos—, y obligadlos a vestirse, por favor. —Dirigió la mirada al altar—. Talen —dijo—, recoge los fragmentos del ídolo. No nos conviene dejarlos aquí.
El chico no expresó ni un asomo de protesta.
No tardaron mucho en poner cerco a aquella multitud. La gente desnuda y sin armas no suele resistirse a las órdenes impartidas por hombres vestidos con cotas de mallas que esgrimen afilado acero. El sacerdote de alargada cabeza, en cambio, continuó gritándoles, pese a lo cual se guardó mucho de darles otros motivos para castigarlo.
—¡Apóstatas! —gritaba—, ¡profanadores! Invoco a Azash para que…
Sus palabras se prolongaron convertidas en una especie de graznido cuando Sephrenia alargó el brazo y la cabeza de la serpiente se irguió en la palma de su mano, moviendo velozmente la lengua. Se quedó mirando la oscilante imagen del reptil con ojos desorbitados y luego se vino abajo y se humilló en el suelo ante ella.
Sephrenia miró severamente a su alrededor y los otros zemoquianos también se postraron, emitiendo un horrorizado gemido.
—¡Pervertidos! —los recriminó en el corrupto dialecto zemoquiano—. Este rito fue prohibido hace siglos. ¿Por qué habéis decidido desobedecer al poderoso Azash?
—Nuestros sacerdotes nos engañaron, temible sacerdotisa —farfulló un individuo de enmarañado cabello—. Nos dijeron que la prohibición de nuestro rito era una blasfemia estiria y que los estirios que había entre nosotros estaban apartándonos del verdadero dios. —No daba muestras de percatarse del hecho de que Sephrenia fuera estiria—. Nosotros somos elenios —afirmó con orgullo—, y sabemos que somos los elegidos.
Sephrenia dirigió una elocuente mirada a los caballeros de la Iglesia y luego volvió a centrar la vista en la chusma de sucios «elenios» prosternados ante ella. Respiró hondo, al parecer con intención de pronunciar una violenta diatriba, pero al final dejó escapar el aire y, cuando habló, su voz sonó con extremo desapego.
—Os habéis desviado de vuestro camino —les dijo—, y por ello sois indignos de reuniros con vuestros compatriotas y participar en su sagrada guerra. Ahora volveréis a vuestras casas. Regresad a Merjuk y a las tierras que se extienden más allá y no os aventuréis más a venir a este lugar. No os acerquéis al templo de Azash, no sea que éste os destruya.
—¿Deberíamos ahorcar a nuestros sacerdotes? —le preguntó esperanzado el desgreñado zemoquiano—. ¿O quemarlos tal vez?
—No. Nuestro dios quiere adoradores, no cadáveres. De ahora en adelante os consagraréis únicamente a los ritos de purificación y de reconciliación y los de las estaciones. Sois como niños y como niños veneraréis. ¡Ahora marchaos!
Alzó el brazo, y la cabeza de serpiente que despuntaba de la palma de la mano se encabritó, hinchándose y creciendo hasta convertirse en un dragón que se puso a rugir y arrojar llamaradas por la boca.
Los zemoquianos huyeron.
—Debisteis haber dejado que colgaran al menos a ese tipo —se lamentó Kalten.
—No —replicó la mujer—. Acabo de ponerlos en la vía de una religión diferente, la cual prohíbe matar.
—Son elenios, lady Sephrenia —objetó Bevier—. Debisteis haberles indicado que practicaran la fe elenia.
—¿Con todos sus prejuicios e incoherencias, Bevier? —preguntó—. No, no me parece conveniente. Los he encaminado a una senda más llevadera. Talen, ¿has terminado?
—Tengo todos los pedazos que he podido encontrar, Sephrenia.
—Tráelos. —Hizo volver grupas a su blanco palafrén y, seguida de los demás, se alejó del burdo altar.
Regresaron a la cueva, recogieron sus pertenencias y volvieron a ponerse en camino.
—¿De dónde eran? —preguntó Sparhawk a Sephrenia mientras cabalgaban entre el penetrante frío.
—Del noreste de Zemoch —repuso ésta—, de las estepas que hay al norte de Merjuk. Son elenios primitivos que no han tenido la suerte de mantener contacto con un pueblo civilizado como la habéis tenido vosotros.
—¿Os referís a los estirios?
—Naturalmente. ¿Qué otro pueblo civilizado existe?
—No os propaséis —la reprendió.
—La inclusión de las orgías en el culto de Azash —señaló, sonriendo, la estiria— forma parte de la estrategia concebida en un principio por Azash. Esto atrajo a los elenios. El propio Otha es elenio y sabe cuan desarrollados están esos apetitos en vuestra raza. Los estirios tenemos perversiones más exóticas. Azash las prefiere en realidad, pero los primitivos de las zonas rurales siguen aferrados a las viejas costumbres. Son relativamente inofensivos.
—¿Qué queréis que haga con los pedazos de ese ídolo? —preguntó Talen, acudiendo a su lado.
—Ve tirándolos —repuso la maga—, un fragmento a cada kilómetro más o menos. Espárcelos con cuidado. El rito se había iniciado y hemos de evitar que alguien reúna las piezas y lo recomponga. Ya tenemos bastante problema con la nube y sólo nos faltaría que el propio Azash viniera detrás de nosotros.
—Amén —acordó fervientemente el chiquillo. Después se hizo a un lado, se irguió sobre los estribos y arrojó un trozo de arcilla a buena distancia.
—Entonces nos hallamos a salvo, ¿no es así? —dedujo Sparhawk—. Ahora que el ídolo está destruido y en cuanto Talen acabe de esparcir sus pedazos…
—No lo creo así, querido. Esa nube sigue ahí.
—Pero la nube nunca nos ha causado un daño real, Sephrenia. Trató de infundirnos temor y melancolía, pero nada más… y Flauta se encargó de contrarrestar ese efecto. Si eso es lo mejor que puede hacer, no representa una gran amenaza.
—No caigáis en un exceso de confianza, Sparhawk —le advirtió—. La nube, o la sombra, como quiera llamársela, es probablemente una criatura de Azash, y ello podría hacer que resultara tan peligrosa como el damork o el Buscador.
El paisaje no se dulcificó a medida que continuaban hacia el este, ni tampoco el tiempo. Hacía un frío glacial y las infladas nubes de polvo negro arañaban el cielo. La escasa vegetación que veían era raquítica y enfermiza. Seguían lo que semejaba un sendero, aunque lo sinuoso de su trazado denotaba más las huellas de animales salvajes que las de la mano del hombre. Las charcas eran poco frecuentes y el agua de las que encontraban era hielo que habían de fundir para abrevar los caballos.
—¡Maldito polvo! —tronó Ulath de improviso de cara al cielo, desprendiéndose de la tela que le cubría la boca y la nariz.
—Tranquilo —le dijo Tynian.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó Ulath, escupiendo polvo—. ¡Ni siquiera sabemos en qué dirección vamos! —Volvió a taparse la cara y siguió cabalgando, murmurando para sí.
Los caballeros continuaron avanzando con dificultad, haciendo saltar con los cascos pequeños terrones de tierra helada.
Era evidente que la melancolía que los había ganado en las montañas que se alzaban al oeste del golfo de Merjuk empezaba a asentarse de nuevo en ellos, y Sparhawk cabalgaba cautelosamente, observando con pesar cómo se deterioraba rápidamente el estado de ánimo de sus compañeros al tiempo que mantenía, vigilante, la mirada en los barrancos y salientes rocosos que los rodeaban. Bevier y Tynian estaban enzarzados en una sombría conversación.
—Es un pecado —decía obstinadamente Bevier—. Su sola sugerencia es una herejía y una blasfemia. Los padres de la Iglesia lo han razonado, y la razón, proviniendo como proviene de Dios, es patrimonio de Dios. Por ello es el propio Dios quien nos dice que Él y sólo Él es divino.
—Pero… —se dispuso a aducir Tynian.
—Escuchadme, amigo mío —lo interrumpió Bevier—. Puesto que Dios nos dice que no existen otras divinidades, es un terrible pecado el que cometemos creyendo lo contrario. Estamos embarcados en una búsqueda basada en una superstición infantil. Los zemoquianos son un peligro, sin duda, pero un peligro terrenal, al igual que los eshandistas. No tienen aliados supranaturales. Estamos desperdiciando nuestras vidas buscando a un mítico enemigo que sólo existe en las enfermizas mentes de nuestros enemigos paganos. Pienso dialogar con Sparhawk al respecto y no dudo de que podré persuadirlo para que abandonemos esta vana aventura.
—Eso sería lo mejor —convino, si bien un tanto dubitativo, Tynian.
Los dos parecían ignorar por completo que Sparhawk cabalgaba a una distancia desde la que podía oírlos con toda claridad.
—Tenéis que hablar con él, Kurik —pedía Kalten al escudero de Sparhawk—. No tenemos la más remota posibilidad.
—Decídselo vos —gruñó Kurik—. Yo soy un criado y no me corresponde a mí decirle a mi señor que es un loco y un suicida.
—Con franqueza, creo que deberíamos saltarle por la espalda y atarlo. No es únicamente mi vida la que trato de salvar, comprendedlo, sino también la suya.
—Comparto vuestra opinión, Kalten.
—¡Qué vienen! —gritó Berit, señalando una nube de polvo que giraba en remolino—. ¡A las armas!
Los agudos gritos de guerra de los amigos de Sparhawk contenían una nota de pánico y su arremetida tenía un cariz desesperado. Embistieron la nube de polvo, descargando las hachas y espadas contra el aire.
—¡Ayudadlos, Sparhawk! —rogó Talen con voz chillona.
—¿Ayudarlos a qué?
—¡Los monstruos! ¡Los matarán a todos!
—Lo dudo mucho, Talen —replicó fríamente Sparhawk, observando cómo sus amigos agitaban la nube con las armas—. Se enfrentan a algo que no está a su altura.
Talen lo miró airadamente un momento y luego se alejó varios metros, profiriendo juramentos por lo bajo.
—Infiero que vos tampoco veis nada en el polvo —comentó con calma Sephrenia.
—Eso es lo que es, pequeña madre: sólo polvo.
—Deshagamos la ilusión. —Habló brevemente en estirio y luego gesticuló.
La abultada y espesa acumulación de polvo pareció estremecerse y encogerse sobre sí por un instante y después emitió un largo y audible suspiro y resbaló hasta el suelo.
—¿Adonde han ido? —bramó Ulath, mirando en derredor y blandiendo el hacha.
Los demás caballeros parecían igualmente perplejos, y las miradas que le dirigían a Sparhawk estaban cargadas de sombrías sospechas.
Después de aquel incidente, lo evitaron y cabalgaron con torvo ceño, hablando en susurros entre sí y lanzándole furtivas miradas cargadas de hostilidad. A la noche instalaron el campamento en la banda de sotavento de un escarpado acantilado donde las erosionadas rocas blancas sobresalían de una malsana acumulación de arcilla desconchada que parecía afectada por alguna plaga. Sparhawk preparó la cena y sus amigos no quisieron quedarse sentados con él en el fuego como era habitual. Sacudió la cabeza con pesar y se fue a acostar.
—Despertad, caballero, si os place.
La voz, dulce y suave, parecía expresar un inmenso amor. Sparhawk abrió los ojos y se halló en un pabellón de alegres colores, más allá de cuya puerta se extendía un gran prado verde, lleno de flores silvestres. Había árboles, antiguos y colosales, con las ramas cargadas de aromáticas flores, que se prolongaban hasta un reluciente mar de un profundo color azul, enjoyado con el resplandor de los reflejos del sol. El cielo era como no había visto otro igual. Era un arco iris que cubría la totalidad de la cúpula celeste, bendiciendo al mundo que albergaba bajo ella.
La criatura que lo había despertado siguió a su lado, dándole golpéenos con el hocico y tocando impacientemente con una pata el suelo alfombrado del pabellón. Era una cierva muy pequeña, de una deslumbrante blancura que casi resultaba incandescente. Tenía unos ojos grandes y enternecedores de color castaño que reflejaban una docilidad, una confianza y un carácter tan afable que habrían conmovido a cualquiera. Sus modales, no obstante, eran insistentes. No cabía duda de que quería que se levantara.
—¿He dormido demasiado? —preguntó, algo preocupado por la posibilidad de haberla ofendido.
—Estabais fatigado, caballero —respondió automáticamente, como si acudiera en su defensa incluso ante la autocrítica—. Vestíos con cierto esmero —recomendó la mansa cierva—, pues me han ordenado que os lleve en presencia de mi ama, que gobierna este reino y a quien todos sus súbditos adoran.
Sparhawk le acarició cariñosamente el níveo cuello y sus grandes ojos se derritieron de amor. Se levantó y miró su armadura. Estaba como debiera estar: negra como el azabache y damasquinada en plata. Notó con agrado al ponérsela que no pesaba más que una gasa de seda. No era, sin embargo, de acero. A pesar de lo imponente de su espada, sabía que ésta cumplía una función meramente ornamental en aquel reino de hadas rodeado por un mar enjoyado que residía feliz bajo un cielo multicolor. Allí no había peligros, odio, ni discordia, y todo era duradera paz y amor.
—Debemos apresurarnos —le dijo la cierva—. Nuestra barca nos espera en aquella playa donde las pequeñas olas juegan con voluptuoso abandono bajo la luz siempre cambiante de nuestro encantado cielo. —Lo condujo con preciosos y delicados pasos al prado besado por las flores, un prado de aroma tan dulce que uno podía desmayarse por el halago que producía en los sentidos.
Pasaron junto a una blanca tigra indolente echada de espaldas bajo el cálido sol matinal en tanto que sus cachorros peleaban propinándose desmañados zarpazos que querían imitar la ferocidad. La blanca cierva se detuvo un momento para restregar el hocico en la cara de la felina, la cual le correspondió dándole un gran y afectuoso lametazo que le humedeció todo un lado de la cara, de la barbilla a la punta de la oreja.
Las hierbas coronadas de flores se inclinaban ante la tibia brisa al tiempo que Sparhawk seguía al níveo animal en dirección a la azulada sombra de los viejos árboles. A ellos sucedía en suave pendiente hasta un mar de azur una playa de gravilla de alabastro donde los aguardaba una embarcación que más semejaba un ave que un bajel. Esbelta era su proa, y airosa como el cuello de un cisne. Dos alas de albas velas se erguían sobre su cubierta de roble y las amarras daban tirones como si ansiaran hacerse a la mar.
Sparhawk observó a la blanca gama, se inclinó y, tomándola con un brazo bajo el pecho y el otro tras las ancas, la levantó sin apenas esfuerzo. El animal no forcejeó por librarse, pero sus enormes ojos expresaron una alarma momentánea.
—Calmaos —la tranquilizó—. Solamente os desplazo hasta la nave que nos aguarda para que no os enfriéis tocando las aguas que nos separan de ella.
—Sois muy amable, gentil caballero —le agradeció, apoyando confiadamente la barbilla en su hombro mientras él se adentraba con paso decidido en las juguetonas aguas.
En cuanto hubieron embarcado, su ansioso bajel partió con un brinco, enfrentándose valientemente a las olas, y pronto surgió ante ellos el lugar adonde se dirigían. Era un pequeño islote verde coronado con una arboleda sagrada de una antigüedad que no alcanzaba a conjeturar la imaginación, bajo cuyo desplegado ramaje vio Sparhawk las resplandecientes columnas de mármol de un templo.
Otra embarcación, no menos airosa y despreocupada de los caprichos de la cambiante brisa, también surcaba el mar de azur en dirección al islote que los atraía. Y, cuando posaron los pies en la dorada playa, sir Sparhawk reconoció los muy amados rostros de sus compañeros. Sir Kalten, inquebrantable y franco; sir Ulath, fuerte como un toro y valiente como un león; sir…
Sparhawk se despertó y sacudió la cabeza para ahuyentar la bruma de extravagantes imágenes que perduraban en su mente.
En algún lugar, un piececito golpeó el suelo con exasperación.
—¡No me hagáis enfadar, Sparhawk! —lo regañó una voz conocida—. ¡Ahora volveos a dormir de inmediato!
Lentamente los arrojados caballeros ascendieron la suave pendiente que conducía al islote coronado de árboles, contándose las aventuras vividas aquella mañana. A sir Kalten lo guiaba un tejón blanco; a sir Tynian, un león blanco; a sir Ulath, un gran oso blanco, y a sir Bevier, una nívea paloma. El joven aspirante a caballero, Berit, seguía a un cordero blanco; Kurik, a un fiel perro blanco, y Talen, a un armiño.
Sephrenia, vestida de blanco y con una guirnalda de flores en la cabeza, los aguardaba en las escalinatas de mármol del templo, y, sentada con toda calma en la rama de un roble que precedía a cualquier otro ser vivo, estaba la reina de aquel reino de hadas, la diosa niña Aphrael. Llevaba una túnica en lugar de aquel burdo sayo y tenía la cabeza tocada por un halo de luz. Puesto que ya no era preciso disimular con la flauta, ahora alzaba la voz entonando un claro y puro canto de bienvenida. Entonces se puso en pie y descendió por el aire con tanta naturalidad como si hubiera bajado por una escalera y, al llegar al fresco y lujuriante césped de la arboleda sagrada, se puso a bailar y giró y rió entre ellos, repartiendo besos a mansalva con su boquita de piñón. Aun cuando sus pies hollaran livianamente la blanda hierba, Sparhawk advirtió al instante que ése era el origen de aquellas manchas verdosas que siempre le habían intrigado. Besó incluso a aquellas níveas criaturas que habían conducido a los héroes ante su eminente presencia. Sparhawk gruñó para sus adentros, contrariado por lo vano de sus esfuerzos por evitar las floridas descripciones que le acudían a la mente. Aphrael hizo un gesto imperioso, indicándole que se arrodillara, le rodeó el cuello con sus bracitos y lo besó varias veces.
—Si no paráis de burlaros de mí, Sparhawk —le murmuró al oído—, os despojaré de vuestra armadura y os pondré a pastar con los corderos.
—Perdonad mi error, divina señora. —Le sonrió.
La pequeña rió y volvió a besarlo. Sephrenia había mencionado en una ocasión el hecho de que a Aphrael le encantaban los besos, una característica que no parecía haber cambiado en ella. Comieron para desayunar frutos desconocidos para el hombre y después descansaron a placer en la suave hierba, arrullados por los cantos de los pájaros posados en el ramaje de la sagrada arboleda. Entonces Aphrael se levantó y, tras realizar un nuevo recorrido para recibir besos de todos los miembros del grupo, les habló con grave semblante.
—A pesar de la aflicción que me ha causado mi ausencia de vuestro lado durante los últimos solitarios meses —manifestó—, no os he hecho venir aquí sólo para disfrutar de esta gozosa reunión, por más que ésta alegre mi corazón. Os habéis congregado a petición mía y con la ayuda de mi querida hermana —dirigió a Sephrenia una radiante y amorosa sonrisa— con el fin de qué pueda comunicaros algunas verdades. Disculpadme que no profundice demasiado en ellas, ya que son verdades divinas que me temo que se hallen fuera del alcance de vuestra comprensión; pues por más que me funda el amor que siento por cada uno de vosotros, debo deciros, sin ánimo cruel, que igual que yo aparecí ante vosotros como una niña, de la misma manera aparecéis vosotros ante mí. Por ello, no voy a asaltar las fronteras de vuestro entendimiento con cuestiones que no podríais discernir. —Miró sus expresiones de perplejidad—. ¿Qué os pasa a todos? —preguntó con exasperación. Sparhawk se puso en pie, hizo señas a la pequeña diosa para que se acercara y la llevó aparte.
—¿Qué? —inquirió ésta enojada.
—¿Estáis en disposición de recibir consejo? —le preguntó.
—Os escucho. —Su tono no prometía nada.
—Estáis apabullándolos con elocuencia, Aphrael. Kalten parece en estos momentos un buey desnucado. Somos hombres simples, pequeña diosa. Habréis de hablarnos sencillamente si queréis que os entendamos.
—He trabajado semanas en este discurso, Sparhawk —se lamentó, haciendo pucheros.
—Es un discurso encantador, Aphrael. Cuando contéis esto a los otros dioses, lo cual me consta que haréis, recitádselo como si lo hubierais pronunciado ante nosotros al pie de la letra. Estoy seguro de que se desvanecerán de deleite. En aras de la brevedad, ya que esta noche no va a durar eternamente, y en aras de la claridad, transmitidnos una versión resumida. Y también podríais prescindir de ese tono de sermón, que tiende a provocar somnolencia.
—Oh, muy bien, Sparhawk —accedió, torciendo levemente el gesto—, pero estáis privándome de toda la diversión.
—¿Podréis perdonarme alguna vez?
La niña le sacó la lengua y lo acompañó hasta donde se encontraban los demás.
—Este oso refunfuñón sugiere que vaya directamente al grano —dijo, mirando pícaramente de soslayo a Sparhawk—. Supongo que será perfecto como caballero, pero no está muy dotado para la poesía.
El caso es que os he pedido que vinierais para explicaros unas cuantas cosas relativas al Bhelliom…, por qué es tan poderoso y tan terriblemente peligroso. —Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo—. El Bhelliom no se compone de sustancia —continuó—. Es espíritu y precede a las estrellas. Existen muchos espíritus de esa clase y cada uno de ellos tiene muchos atributos. Uno de los más importantes de ellos es el color. Veréis, lo que sucede es… —Los recorrió con la mirada—. Quizá debamos reservar esto para otro día —resolvió—. Sea como fuere, esos espíritus que lanzamos al cielo para… —Volvió a callar—. Esto es muy difícil, Sephrenia —se quejó con vocecilla plañidera—. ¿Por qué tienen que ser tan obtusos estos elenios?
—Porque su Dios no les explica nada, Aphrael —le respondió Sephrenia.
—¡Es tan cascarrabias! —lo criticó Aphrael—. Dicta normas sin motivo alguno. Eso es lo único que hace: dictar leyes. Es tan pesado a veces…
—¿Por qué no proseguís con vuestra exposición, Aphrael?
—De acuerdo. —La niña diosa miró a los caballeros—. Los espíritus tienen colores y un cometido específico —declaro—. Creo que deberéis conformaros con esto por el momento. Una de sus funciones es crear mundos. El Bhelliom, que en realidad no se llama así, creó los azules. Visto desde lejos, este mundo es azul debido a sus océanos. Otros mundos son rojos, verdes, amarillos o de cualquier color imaginable. Dichos espíritus crean mundos atrayendo el polvo que circula constantemente en el vacío, el cual se aterrona en torno a ellos como mantequilla batida. Ahora bien, cuando el Bhelliom creó este mundo, cometió un error. Había demasiado polvo rojo. La esencia del Bhelliom es azul, y no puede soportar el rojo, pero, cuando se junta en materia palpable el polvo rojo, se obtiene…
—¡Hierro! —exclamó Tynian.
—Y decíais que no lo entenderían —señaló con tono de reproche Aphrael a Sparhawk. Corrió hacia Tynian y lo besó varias veces—. Muy bien —aprobó alegremente—. Tynian está en lo cierto. El Bhelliom no soporta el hierro porque es rojo. Para protegerse, endureció su esencia azul en el zafiro, que más tarde Ghwerig esculpió dándole la forma de una rosa. El hierro, la sustancia roja, cuajó a su alrededor y el Bhelliom quedó atrapado en el seno de la tierra.
Se quedaron mirándola fijamente, todavía sin acabar de comprender.
—Abreviad —aconsejó Sparhawk.
—Ya estoy haciéndolo.
—Como queráis, Aphrael. —Se encogió de hombros.
—El Bhelliom se condensó aún más porque los dioses troll están presos en su interior —prosiguió.
—¿Cómo? —se alteró Sparhawk.
—Todo el mundo lo sabe, Sparhawk. ¿Dónde creéis que los escondió Ghwerig cuando nosotros estábamos buscándolos?
Recordó con inquietud que el Bhelliom y sus obligados huéspedes se encontraban a escasos centímetros de su corazón.
—Lo fundamental de toda esta explicación guarda relación con el hecho de que Sparhawk haya amenazado con destruir el Bhelliom, y, como es un caballero elenio, utilizará probablemente una espada, un hacha o la lanza de Aldreas, o algo similar, algo de acero, lo cual equivale a hierro. Si golpea el Bhelliom con alguna arma de acero, lo destruirá, y el Bhelliom y los dioses troll están haciendo cuanto se halla en su poder para impedir que se acerque lo bastante a Azash como para sentir la tentación de descargar su espada contra él. Primero trataron de atacar su mente y, viendo que ello no surtía efecto, comenzaron a atacar la vuestra. No pasará mucho tiempo, queridos, antes de que uno de vosotros intente matarlo.
—¡Jamás! —protestó, casi gritando, Kalten.
—Si continúan presionándoos, sucederá, Kalten.
—Antes sucumbiremos por propia mano —aseveró Bevier.
—¿Para qué demonios deberíais hacerlo? —le preguntó la diosa—. Sólo tenéis que encerrar la joya en algún receptáculo de acero. Esa bolsa de lona está marcada con los símbolos estirios del hierro, pero el Bhelliom y los dioses troll están cada vez más desesperados y ahora los símbolos no bastan. Habréis de valeros del material real.
Sparhawk puso cara de circunstancias al advertir de improviso su necedad.
—Y yo que he estado pensando todo este tiempo que la sombra, y ahora la nube, provenía de Azash —confesó.
—¿Qué? —exclamó Aphrael, mirándolo con incredulidad.
—Parecía lógico —arguyó débilmente—. Azash viene intentando darme muerte desde que comenzó todo esto.
—¿Para qué iba a perseguiros por ahí Azash con nubes y sombras cuando cuenta con seres más sustanciales que obedecen sus órdenes? ¿Es esto lo más acertado que ha sido capaz de urdir vuestra lógica?
—¡Lo sabía! —exclamó Bevier—. ¡Sabía que había algo que no tomamos en consideración cuando nos hablasteis por primera vez de esa sombra, Sparhawk! Después de todo, no tenía que tratarse necesariamente de Azash.
—¿A qué se debe que yo tenga tanto poder sobre el Bhelliom? —preguntó Sparhawk, embargado por la sensación de ser un redomado estúpido.
—A los anillos.
—Ghwerig los tenía antes.
—Pero entonces eran piedras claras. Ahora son rojos porque se derramó sobre ellos la sangre de vuestra familia y la de Ehlana.
—¿Es simplemente el color lo que hace que me obedezca? Aphrael lo miró fijamente a él y luego a Sephrenia.
—¿Representa esto que no saben por qué es roja su sangre? —preguntó asombrada—. ¿Qué habéis estado haciendo, hermana?
—Es un concepto difícil para ellos, Aphrael.
La pequeña diosa se alejó con paso resuelto, realizando grandes aspavientos con los brazos y murmurando palabras estirias cuya existencia no debiera haber conocido.
—Sparhawk —explicó con calma Sephrenia—, vuestra sangre es roja porque contiene hierro.
—¿De veras? —estaba estupefacto—. ¿Cómo es posible?
—Creed lo que os digo, Sparhawk. Son esos anillos manchados de sangre lo que os confiere tanto poder sobre la joya.
—Qué asombroso —se extrañó. Aphrael regresó entonces.
—Una vez que el Bhelliom esté rodeado de acero, los dioses troll dejarán de interferirse en vuestro camino —les aseguró—. El resto de vosotros parará de planear el asesinato de Sparhawk y todos volveréis a estar unidos.
—¿No podríais habernos dicho lo que debíamos hacer sin darnos todas esas explicaciones? —le preguntó Kurik—. Son caballeros de la Iglesia, Flauta, y están acostumbrados a cumplir órdenes que no entienden.
—Supongo que sí —admitió, apoyándole con ademán acariciador una manita en la barba—, pero os echaba de menos, a todos vosotros, y quería que vierais el sitio donde vivo.
—¿Presumiendo de casa? —le tomó el pelo.
—Bueno… —La diosa niña se ruborizó ligeramente—. ¿Acaso es tan indecoroso?
—Es una isla preciosa, Flauta, y estamos orgullosos de que nos hayáis concedido el honor de enseñárnosla.
La niña le echó los brazos al cuello y lo cubrió de besos. Sparhawk advirtió que, no obstante, por su cara rodaban gruesas lágrimas mientras besaba al brusco escudero.
—Ahora debéis regresar —les dijo—, pues la noche está pronta a tocar a su fin. Antes, sin embargo…
Los besos se prolongaron un rato. Cuando la pequeña diosa de negros cabellos llegó a Talen, le rozó los labios con los suyos y luego se dirigió a Tynian. Entonces se detuvo, con una expresión especuladora en el rostro, y volvió a acercarse al joven ladrón para rematar el trabajo. Al alejarse de él, sonreía misteriosamente.
—¿Y ha resuelto nuestra graciosa ama vuestra confusión, caballero? —preguntó la blanca cierva mientras la grácil nave los devolvía a la playa de alabastro donde los aguardaba el pabellón de alegre colorido.
—Lo sabré con más certeza cuando mis ojos se abran de nuevo en el mundo terrenal del cual me ha convocado, gentil criatura —contestó, notando que, por más que intentara evitarlo, las frases floridas acudían por propio impulso a sus labios.
La nota de la flauta sonó levemente discordante, como si quisiera reprenderlo.
—Y así os plazca a vos, amada Aphrael —se rindió.
—Eso está mucho mejor, Sparhawk. —La voz no fue más que un susurro en sus oídos.
La pequeña cierva blanca lo acompañó al pabellón y allí volvió a acostarse, ganado por una extraña somnolencia.
—Recordadme —le pidió quedamente la gama, restregándole el hocico en la mejilla.
—Lo haré de buen grado —prometió—, pues vuestra dulce presencia es un bálsamo para mi turbada alma y me induce al reposo.
Y entonces volvió a dormirse.
Se despertó en un inhóspito mundo de arena negra y gelidez en que el viento arrastraba el hedor de seres perecidos mucho tiempo atrás. El polvo se había instalado en la nariz de sus cabellos y filtrado bajo su ropa. Pero no era el malestar por él producido lo que lo había despertado sino un tenue sonido metálico, el mismo que produciría alguien al golpear el acero con un pequeño martillo.
A pesar de los avatares del día anterior, se sentía enormemente descansado y en paz con el mundo.
El martilleo cesó y Kurik atravesó el polvoriento campamento con algo en las manos que luego tendió a Sparhawk.
—¿Qué os parece? —preguntó—. ¿Lo encerrará bien? —Lo que sostenía con sus encallecidas manos era una bolsa de malla metálica—. Es lo mejor que puedo hacer por el momento, mi señor, porque dispongo de poco acero.
Sparhawk tomó la bolsa y miró a su escudero.
—¿También tú? —inquirió—. ¿También has tenido un sueño?
—He hablado con Sephrenia de ello —dijo, tras asentir con la cabeza—. Todos hemos tenido el mismo sueño… aunque no ha sido exactamente un sueño. Ha intentado explicármelo, pero me he perdido. —Calló un momento—. Perdonad, Sparhawk, por haber dudado de vos. Todo parecía tan fútil e inútil.
—Los responsables eran los dioses troll, Kurik. Pongamos el Bhelliom en el receptáculo de acero para que no vuelva a ocurrirte.
—Sacó la bolsa de lona y comenzó a desatar los cordeles.
—¿No sería más sencillo dejarlo dentro de la bolsa de lona? —insinuó Kurik.
—Sería más fácil introducirla dentro de la de acero, pero llegará el momento en que tal vez tenga que sacarla apresuradamente y no sería conveniente tener que deshacer demasiados nudos cuando Azash esté tan cerca que pueda sentir su aliento.
—Sensato razonamiento, mi señor.
Sparhawk alzó con ambas manos la Rosa de Zafiro hasta la altura de su rostro.
—Rosa Azul —dijo en troll—, soy Sparhawk de Elenia. ¿Me conocéis? La rosa emitió sombríos destellos.
—¿Reconocéis mi autoridad?
La rosa se oscureció y de ella emanó un odio claramente perceptible.
Alargó el pulgar derecho y volvió el anillo, el cual puso en contacto con la gema…, no del lado del aro esa vez sino del de la piedra roja, y apretó con firmeza la mano.
El Bhelliom chilló y él notó cómo se retorcía en su mano como una serpiente viva. Rebajó ligeramente la presión.
—Me alegra que nos entendamos —dijo—. Abre la bolsa, Kurik.
Sin ofrecer resistencia, la joya entró, al parecer casi anhelante, en su prisión.
—Bien hecho —aprobó admirativamente Kurik en tanto Sparhawk ceñía con un alambre la boca de la bolsa de malla.
—He pensado que quizá valdría la pena intentarlo. —Sparhawk sonrió—. ¿Se han levantado los otros?
—Están en fila junto al fuego. Podríais plantearos conceder una amnistía general, Sparhawk, porque de lo contrario, se pasarán la mañana entera presentándoos excusas. Poned especial cuidado en Bevier. Ha estado rezando desde antes del amanecer y seguramente le llevará bastante tiempo expresaros hasta qué punto se siente culpable.
—Es un buen chico, Kurik.
—Por supuesto que lo es. Ese es el problema.
—Cínico.
Kurik le sonrió, y mientras cruzaban el campamento, alzó la mirada al cielo.
—El viento ha amainado —observó—, y parece que el polvo está asentándose. ¿Creéis que…? —dejó la frase por concluir.
—Es probable —acordó Sparhawk—. Encaja con todo lo demás, ¿no es cierto? Bueno, vamos allá. —Se aclaró la voz al aproximarse a sus avergonzados amigos—. Una noche interesante, ¿verdad? —comentó con desenvoltura—. Estaba tomándole cariño a esa cervatilla blanca. Aunque tenía un hocico mojado y frío.
Rieron de manera algo forzada.
—Bien —inició la cuestión—, ahora sabemos de dónde provenía el abatimiento, y no tiene gran sentido seguir hurgando en ello. No ha sido culpa de nadie, de modo que ¿por qué no lo olvidamos? Tenemos cosas más importantes en que pensar. —Levantó la bolsa de malla—. Aquí está nuestro amigo azul —anunció—. Espero que esté confortable en su nido de hierro, pero tanto si se siente cómodo como si no, ahí se va a quedar… como mínimo hasta que lo necesitemos. ¿A quién le toca preparar el desayuno?
—A vos —le respondió Ulath.
—Yo cociné la cena anoche.
—¿Y qué tiene que ver?
—No es justo, Ulath.
—Yo me limito a llevar el control de estas cosas, Sparhawk. Si os interesa la justicia, id a hablar con los dioses.
Los demás se echaron a reír y todo volvió a ser como antes.
Mientras Sparhawk cocinaba, Sephrenia se reunió con él junto al fuego.
—Os debo una excusa, querido —confesó.
—¿Sí?
—Ni siquiera sospeché que los dioses troll pudieran ser la causa de esa sombra.
—En nada habéis fallado, Sephrenia. Yo estaba tan convencido de que era Azash que de ninguna forma hubiera admitido cualquier otra posibilidad.
—Se supone que yo no debería basar mis juicios en la lógica.
—Creo que Perraine nos indujo a tomar una dirección errónea, pequeña madre —apuntó gravemente—. Él llevó a cabo esos ataques a instancias de Martel, el cual se limitaba a seguir una estrategia que había trazado anteriormente Azash. Puesto que se trataba de una continuación de lo que venía sucediendo antes, no teníamos motivos para sospechar que se hubiera sumado algo nuevo a los hostigamientos. Incluso tras haber averiguado que Perraine no tenía nada que ver con la sombra, persistimos en la tesis. No os culpéis a vos misma, Sephrenia, porque yo no os culpo absolutamente de nada. Lo que me sorprende es que Aphrael no viera que estábamos en un error y nos advirtiera de ello.
—Me temo que fue porque ella no podía creer que no lo comprendiéramos —indicó, sonriendo con cierto pesar—. No tiene una concepción real de nuestras limitaciones, Sparhawk.
—¿No deberíais hacérselas ver?
—Antes moriría que hacerlo.
La conjetura de Kurik podía haber sido o no correcta, pero, tanto si el constante viento que los había atormentado con la polvareda levantada durante los últimos días había sido natural como si había sido el Bhelliom el que lo había provocado, lo cierto era que ahora se había aplacado, y el aire era claro y frío. El cielo, brillante, semejaba un espejo azul y el sol, duro y definido, los saludaba en el horizonte. Ello, sumado a la visión de la noche anterior, les levantó el ánimo hasta permitirles hacer caso omiso de la negra nube que flotaba en la lejanía tras ellos.
—Sparhawk —anunció Tynian, situando su caballo junto a Faran, finalmente he descubierto el misterio.
—¿El misterio de qué?
—Me parece que ya sé cómo decide Ulath los turnos de cocina.
—¿Ah, sí? Me gustaría oírlo.
—Se limita a esperar a que alguien plantee la cuestión, eso es todo. Cuando alguien pregunta a quién le toca, Ulath lo designa para preparar la comida.
—Podríais estar en lo cierto —convino tras rememorar un instante—, pero ¿qué hace si nadie pregunta?
—Entonces Ulath tiene que cocinar. Eso ocurrió en una ocasión según recuerdo. Sparhawk reflexionó un momento.
—¿Por qué no se lo decís a los demás? —sugirió—. Me parece que a Ulath van a presentársele varios turnos seguidos, ¿no creéis?
—En efecto, amigo mío. —Tynian se echó a reír.
Hacia mediodía llegaron a una escarpada montaña de negra roca atravesada por un sinfín de fracturas hacia cuya cumbre ascendía, tortuoso, una especie de sendero. Cuando se hallaban en mitad de la pendiente, Talen llamó a Sparhawk desde atrás.
—¿Por qué no nos paramos aquí? —propuso—. Yo me deslizaré sigilosamente e iré a echar un vistazo.
—Es demasiado peligroso —rechazó su ofrecimiento Sparhawk.
—No seáis niño, Sparhawk. Eso es a lo que yo me dedico. Soy un ladrón profesional. Nadie me verá. Os lo garantizo. —El chico guardó silencio un momento—. Además —añadió—, si encontráis resistencia, vais a necesitar hombres adultos acorazados con acero que os ayuden. Yo no sería muy útil en una pelea, de manera que soy el único que os podéis permitir perder. —Esbozó una mueca—. No puedo creer que yo haya dicho esto. Quiero que todos me prometáis que mantendréis alejada de mí a Aphrael. Creo que la suya es una mala influencia.
—Olvídalo —lo disuadió Sparhawk.
—Imposible, Sparhawk —replicó con descaro el chiquillo, desmontando y echando a correr—. Ninguno de vosotros es capaz de alcanzarme.
—Hace tiempo que se merece una buena azotaina —gruñó Kurik mientras observaban cómo el ágil muchacho subía precipitadamente por la ladera.
—Tiene razón, sin embargo —señaló Kalten—. Él es el único del que podríamos permitirnos prescindir. A lo largo de este viaje ha desarrollado una vena de nobleza. Deberíais estar orgulloso de él.
—De poco me serviría el orgullo a la hora de tener que explicarle a su madre por qué dejé que se expusiera a la muerte.
Sobre ellos, Talen había desaparecido como si lo hubiera tragado la tierra. Unos minutos más tarde emergió de una fisura cercana a la cima de la montaña y regresó corriendo por el sendero hasta ellos.
—Hay una ciudad al otro lado —informó—. Sin duda se trata de Zemoch. Sparhawk extrajo el mapa de su alforja.
—¿Es grande la ciudad?
—Aproximadamente como Cimmura.
—En ese caso debe de ser Zemoch. ¿Qué aspecto tiene?
—Me parece que era algo así lo que tuvieron en cuenta al inventar la palabra «ominoso».
—¿Había humo? —inquirió Kurik.
—Solamente se elevaba de las chimeneas de un par de edificios situados en el centro de la población, que parecían estar conectados entre sí. Uno de ellos tenía muchas agujas y el otro, una gran cúpula negra.
—El resto de la ciudad debe de estar desierto —infirió Kurik—. ¿Habéis estado alguna vez en Zemoch, Sephrenia?
—En una ocasión.
—¿Cuál es ese lugar con tantos pináculos?
—El palacio de Otha.
—¿Y el de la cúpula negra? —La pregunta de Kurik era más bien innecesaria, pues todos conocían la respuesta.
—La edificación con la cúpula negra es el templo de Azash. Él está allí… esperándonos.