Capítulo 13
—No lo ha dicho exactamente, Vanion —refirió Sparhawk—. Ya lo conocéis, pero en su voz había esa especie de regocijo afectado del que sabe algo que es exasperante para uno. Ambos conocemos lo bastante a Martel como para inferir a qué se refería.
—Repetid literalmente lo que os ha dicho —pidió Dolmant.
—Estábamos hablando de Wargun, Su Ilustrísima, y entonces ha dicho: «¿Qué suponéis que le ha sucedido? Es tan impropio de él demorarse de esa manera…». —Sparhawk hizo lo posible por imitar la entonaron de Martel.
—Tiene el toque del que sabe algo, ¿no es cierto? —convino Dolmant—. No conozco a Martel tan bien como vosotros dos, pero invoca la imagen de un hombre terriblemente pagado de sí.
—Sparhawk tiene razón —acordó Sephrenia—. Martel ha tramado alguna estratagema para mantener alejado a Wargun. Lo que ignoramos es el método que ha utilizado.
—Ahora no es eso lo que importa, pequeña madre —se pronunció Vanion. Los cuatro estaban sentados en una pequeña habitación contigua al estudio de sir Nashan—. Lo importante ahora es que los soldados eclesiásticos no se enteren de esto porque, a diferencia de los caballeros de la Iglesia, ellos no están entrenados para aceptar circunstancias desesperadas. En estos momentos a lo único que se aferran es a la esperanza de ver aparecer a los ejércitos de Wargun por los prados que se extienden al oeste del río Arruk. La ciudad interior no está realmente cercada todavía, y los saqueadores no prestan la más mínima intención al enemigo. Podríamos sufrir cientos de deserciones si se propagara la noticia. Informad discreta y confidencialmente a los caballeros de la Iglesia. Yo se lo diré a los otros preceptores.
—Y yo a Emban y Ortzel —prometió Dolmant.
Aquella semana parecía no acabarse nunca, a pesar de las múltiples tareas a realizar. Derribaron varias casas y utilizaron sus escombros para obstruir las tres puertas que Komier había decidido que eran sólo parcialmente defendibles. Kurik seguía entrenando caballeros eclesiásticos seleccionados en el uso de las ballestas. Berit reunió un grupo de jóvenes monjes con los que se turnaba para vigilar desde la linterna de la cúpula de la basílica. Emban merodeaba por el interior del templo, tratando de mantener los votos, objetivo que cada día se volvía más difícil. Ninguno de los defensores tuvo la temeridad de negar a los patriarcas de la Iglesia el derecho a subir a las murallas para observar la ciudad, y la vista que se apreciaba desde allá arriba no era muy halagüeña. Un buen número de patriarcas, entre los que se encontraban algunos de los más activos detractores del primado de Cimmura, se lamentaban amargamente viendo cómo el fuego se aproximaba a los barrios de la ciudad donde estaban ubicadas sus casas, y no eran pocos los que le advertían sin tapujos a Emban que en el futuro podía olvidarse de contar con su favor. Emban ofrecía un aspecto cada vez más demacrado y comenzó a quejarse de dolores de estómago al constatar cómo su apoyo se desintegraba a ojos vista.
Annias no hacía nada. Se limitaba a esperar. Y Chyrellos continuaba ardiendo.
Sparhawk se encontraba una tarde en lo alto de la muralla contemplando con humor sombrío las llamas que arrasaban la población, cuando oyó un quedo tintineo a su espalda y se volvió. Era sir Bevier.
—Un espectáculo poco risueño, ¿no es cierto? —observó el joven arciano, contemplando también él Chyrellos.
—En efecto —convino Sparhawk. Miró directamente a su joven amigo—. ¿Cuánto creéis que van a resistir estas murallas frente a un maganel, Bevier?
—No mucho, me temo. Fueron levantadas en la antigüedad, y no con el cometido de aguantar las embestidas de máquinas de asedio modernas. Tal vez Martel desdeñe construirlos, dado lo costoso de la operación. Si los obreros no arman bien un maganel, éste causará más daño en el propio bando que en el del enemigo. Es una tarea que exige una gran meticulosidad.
—Esperemos que así sea. Creo que estos muros resistirán a las catapultas normales, pero si empieza a lanzarnos piedras de media tonelada… —Sparhawk se encogió de hombros.
—Sparhawk. —Era Talen, que subía a toda velocidad por las escaleras—. Sephrenia quiere veros en el castillo. Dice que es urgente.
—Id, Sparhawk —indicó Bevier—. Yo haré guardia aquí.
Sparhawk asintió y descendió las escaleras para adentrarse por la calleja de abajo.
Sephrenia lo recibió en la entrada del piso inferior, con semblante más pálido de lo habitual.
—¿Qué sucede? —le preguntó Sparhawk.
—Se trata de Perraine, querido —respondió con voz queda—. Está agonizando.
—¿Agonizando? Todavía no se han producido ataques. ¿Que le ha pasado?
—Se ha suicidado, Sparhawk.
—¿Perraine?
—Ha ingerido un veneno y se niega a revelarme cuál.
—¿Existe algún modo de…?
—Quiere hablar con vos, Sparhawk —repuso la estiria, sacudiendo la cabeza—. Será mejor que os apresuréis. No creo que le quede mucho tiempo.
Sir Perraine yacía en un angosto camastro en una habitación de austeridad monacal, con el rostro mortalmente pálido, sudando copiosamente.
—Ciertamente os habéis tomado vuestro tiempo, Sparhawk —señaló con voz débil.
—¿Qué sentido tiene todo esto, Perraine?
—Es algo apropiado. No nos entretengamos con esto. Hay unas cuantas cosas que habéis de saber antes de que yo me vaya.
—Podemos hablar de ello después de que Sephrenia os administre el antídoto.
—No habrá ningún antídoto. Limitaos a callar y escuchar. —Perraine exhaló un profundo suspiro—. Os he traicionado, Sparhawk.
—Sois incapaz de ello, Perraine.
—Todo el mundo es capaz de traición, amigo mío. Lo único que necesita es un motivo. Yo tenía uno, creedme. No me queda mucho tiempo. —Cerró los ojos un momento—. Habéis notado que alguien ha intentado mataros últimamente, ¿no es así?
—Sí, pero ¿qué…?
—Era yo, Sparhawk…, o personas contratadas por mí.
—¿Vos?
—Gracias a Dios que fallé.
—¿Por qué, Perraine? ¿Os he… insultado en algo?
—No seáis necio, Sparhawk. Obraba siguiendo órdenes de Martel.
—¿Por qué ibais a acatar vos órdenes de Martel?
—Porque tenía suspendido algo sobre mi cabeza. Estaba amenazando a alguien más preciado para mí que mi propia vida.
Estupefacto, Sparhawk se disponía a hablar, pero Perraine lo acalló alzando una mano.
—No habléis, Sparhawk —dijo—. Escuchad. El tiempo apremia. Martel vino a verme en Dabour después de la muerte de Arasham. Yo me apresuré a empuñar la espada, claro está, pero él se rió de mi gesto. Me dijo que depusiera la espada si en algo me importaba Ydra.
—¿Ydra?
—Es de Kelosia del Norte. La baronía de su padre está al lado de la del mío. Ydra y yo nos amamos desde que éramos niños. Daría mi vida por ella sin pensarlo. Martel se enteró de ello de algún modo y razonó que, si estaba dispuesto a morir por ella, también lo estaría a matar. Me contó que había rendido el alma de ella a Azash. Yo no lo creí, convencido de que no podía hacer una cosa así.
—Es factible, Perraine —corroboró con tristeza Sparhawk, recordando el caso de Bellina, la hermana del conde de Ghasek.
—Eso es lo que averigüé. Me desplacé con Martel a Kelosia y allí me mostró a Ydra ejecutando un obsceno ritual ante una imagen de Azash. —Las lágrimas asomaron a los ojos de Perraine—. Fue horrible, Sparhawk, horrible. —Contuvo un sollozo—. Martel me dijo que, si no hacía exactamente lo que me ordenara, su corrupción iría en aumento hasta que se perdiera por completo su alma. Aunque no estaba seguro de que estuviera en su mano cumplir tal amenaza, no podía correr el riesgo.
—Podía hacerlo, en efecto —le aseguró Sparhawk—. Yo lo he visto.
—Intenté matarla —continuó Perraine con voz cada vez más frágil—, pero no pude hacerlo. Martel observaba mi lucha interior, burlándose de mí. Si se os presenta la oportunidad, espero que lo matéis.
—Tenéis mi palabra, Perraine.
Perraine volvió a suspirar y su rostro palideció aún más.
—Excelente veneno, éste —señaló—. Sea como fuere, Martel me tenia agarrado. Me indicó que fuera a Arcium, a reunirme con Vanion y los demás preceptores. A la primera ocasión, debía arreglármelas para regresar al castillo de Cimmura. No sé cómo, estaba al corriente de vuestro viaje a Thalesia y de que seguramente volveríais pasando por Emsat. Me dio dinero y me instó a tomar asesinos a sueldo. Tenia que hacer todo lo que exigía de mí… La mayoría de las veces fueron mis asesinos quienes realizaron los atentados, pero en una ocasión, cuando cruzábamos Demos de camino hacia aquí, yo os dispare una ballesta con mis propias manos. Podría fingir que erré el tiro a propósito, pero sería una mentira. Realmente trataba de mataros, Sparhawk.
—¿Y el veneno en la casa de Dolmant?
—Sí. Mi desesperación iba en aumento. Tenéis una suerte extraordinaria, amigo mío. Había probado todo lo que se me había ocurrido y no había conseguido mataros.
—¿Y el rendoreño que intentó clavarme un cuchillo emponzoñado en la basílica?
—Yo no tuve nada que ver con eso, Sparhawk —aseveró, algo desconcertado, Perraine—. Lo juro. Los dos hemos estado en Rendor y sabemos que no son de fiar. Debió de mandarlo otra persona… quizás el propio Martel.
—¿Qué os hizo cambiar de idea, Perraine? —preguntó apesadumbrado Sparhawk.
—Martel ha perdido su ascendiente sobre mí. Ydra ha muerto.
—Lo siento.
—Yo no. De alguna forma se dio cuenta de lo que ocurría. Fue a la capilla de la casa de su padre y rezó toda la noche. Después, justo cuando salía el sol, se clavó una daga en el corazón. Había enviado a uno de sus criados aquí con una carta en la que me explicaba todo lo sucedido. Éste llegó precisamente antes de que Martel cercara la ciudad. Ella está libre ahora y su alma se halla a salvo.
—¿Por qué habéis tomado el veneno pues?
—Voy a seguir sus pasos, Sparhawk. Martel me ha arrebatado el honor, pero nunca podrá robarme mi amor. —Perraine se quedó rígido sobre el estrecho camastro y luego se retorció de dolor por espacio de un momento—. Sí —jadeó—, un excelente veneno. Os lo recomendaría por su nombre, pero no acabo de fiarme de nuestra pequeña madre aquí presente. Con sólo la más mínima ocasión, creo que podría devolver la vida a una piedra. —Sonrió a su profesora—. ¿Podéis hallar en vuestro corazón la clemencia para perdonarme, Sparhawk?
—No hay nada que perdonar, Perraine —declaró Sparhawk con voz atenazada, tomando la mano de su amigo.
—Estoy seguro de que retirarán mi nombre de los pergaminos de la orden pandion y que se me recordará con desdén.
—No si yo puedo evitarlo —lo tranquilizó Sparhawk—. Protegeré vuestro honor, amigo mío. —Apretó con fuerza la mano de Perraine, formulando sin palabras un solemne juramento.
Sephrenia tomó la otra mano del agonizante.
—Ya casi ha acabado —dijo Perraine en un tenue susurro—. Ojalá… —Y entonces calló. El aullido de pena de Sephrenia fue casi como el de un niño herido. Acercó hacia sí el cuerpo yerto de Perraine.
—¡No hay tiempo para eso! —le hizo ver Sparhawk con brusquedad—. ¿Os importa quedaros aquí un momento? Tengo que ir a buscar a Kurik.
La mujer se quedó mirándolo con asombro.
—Tenemos que vestir a Perraine con su armadura —explicó—. Después Kurik y yo lo llevaremos a una de esas calles contiguas a la muralla. Le dispararemos una saeta de ballesta y lo dejaremos tendido allí. Cuando lo encuentren más tarde, todos creerán que uno de los mercenarios de Martel lo abatió en las almenas.
—¿Pero para qué, Sparhawk?
—Perraine era mi amigo y he prometido proteger su honor.
—Pero él intentó mataros, querido.
—No, pequeña madre, Martel intentó matarme. Obligó a Perraine a ayudarlo. La culpa es toda de Martel, y uno de estos días, a tardar, le haré responder por esto. —Hizo una pausa—. Podríais comenzar a reflexionar sobre una hipótesis que concebimos —agregó—, porque me parece que esto añade una pega a su credibilidad. —Entonces acordó del rendoreño del cuchillo envenenado—. Será eso o que existe más de un asesino suelto del que preocuparse —añadió.
Los primeros ataques de tanteo, cuyo objeto primordial era identificar los puntos fuertes y flacos, se iniciaron después de cinco días de saqueo. Los asediados llevaban cierta ventaja a ese respecto ya que habiendo Martel recibido su formación de Vanion, éste podía prever casi con exactitud lo que haría el antiguo pandion de pelo blanco y, además, podía disponer sus tropas de modo engañoso.
Las acometidas, cada vez más violentas, se producían en ocasiones al alba, en otras a última hora del día y en algunas en mitad de la noche, cuando la oscuridad envolvía la humeante ciudad. Los caballeros de la Iglesia, que se hallaban en continuo estado de alerta, no se quitaban la armadura y dormían a ratos en cualquier lugar o situación.
Cuando la ciudad exterior se había convertido en una casi completa ruina, Martel puso en acción sus artefactos de asedio, sometiendo a un martilleo constante las fortificaciones de la ciudad vieja. Del cielo llovían grandes rocas que aplastaban tanto a soldados como a ciudadanos. En las catapultas de Martel se montaban unos enormes cestos que, propulsados a gran altura, arrojaban al azar saetas de ballesta. Después llegó el fuego, en forma de bolas de brea o nafta ardiente que volaban por encima de las murallas para incendiar tejados o llenar las calles de grandes franjas de fuego cegador. Con todo, las rocas de media tonelada no habían hecho todavía acto de presencia.
Los asediados resistían. No podían hacer otra cosa.
Lord Abriel empezó a construir máquinas para contraatacar, pero, aparte de los escombros de las casas derruidas, apenas contaban con proyectiles que arrojar a Martel.
Sobrellevaron la incidencia de cada piedra, cada bola de fuego, cada chaparrón de flechas caídas del cielo en mortífera andanada, y todo ello no hizo más que incrementar su odio por los sitiadores.
El primer asalto en regla comenzó poco después de medianoche diez días después del inicio del saqueo. Una desorganizada horda de fanáticos rendoreños surgió chillando de entre las oscuras y humeantes calles de la zona suroeste con el propósito de atacar una torre algo inestable emplazada en la esquina de la antigua muralla. Los defensores corrieron hacia esa posición. Una cortina de flechas y saetas descendió sobre las filas de rendoreños de negros sayos y los abatió en hileras igual que el trigo recién segado. Los gritos expresaron esa nota de dolor que se ha elevado de cada campo de batalla desde el inicio de los tiempos. Una y otra vez, no obstante, reemprendían su arremetida los rendoreños, hombres tan salvajemente poseídos de fervor religioso que no prestaban atención a sus espantosas bajas y que en algunos casos hacían incluso caso omiso de heridas mortales recibidas y seguían arrastrándose hacia las murallas.
—¡La brea! —gritó Sparhawk a los soldados que disparaban enfebrecidamente flechas y saetas al hervidero de asaltantes congregado abajo.
Acercaron arrastrando los calderos de brea hirviente al borde del parapeto cuando ya las escaleras de mano se precipitaban estrepitosamente contra las erosionadas almenas. Con profusión de gritos de guerra y lemas religiosos, los rendoreños subían a trompicones por las rudas escalas para caer aullando y retorciéndose al vacío, escaldados y abrasados por los chorros de brea.
—¡Antorchas! —ordenó Sparhawk.
Medio centenar de ardientes teas volaron sobre las murallas para incendiar los charcos de nafta y brea líquida formados abajo. Una eran pantalla de llamas se elevó, lamiendo los muros y quemando a los rendoreños todavía aferrados a las escaleras, los cuales, chisporroteando consumidos cual hormigas, se soltaron para caer en la hoguera. De la multitud se apartaban hombres ardiendo que, chillando y tambaleándose, avanzaban enceguecidos dejando un reguero de goteantes llamas, como un cometa en su carrera.
Los rendoreños seguían acudiendo y las pesadas escalas seguían despegándose del suelo, impulsadas desde atrás por cientos de manos, para elevarse metro a metro, vacilar, luego erguirse verticalmente y después caer lentamente contra la muralla. Los fanáticos, con ojos desorbitados y en algunos casos echando espumarajos por la boca, ya estaban trepando desesperadamente antes incluso de que las escaleras estuvieran apoyadas. Desde los adarves, los defensores empujaban las escalas con largas varas y, sometidas al impulso contrario, aquéllas se balanceaban hacía atrás, permanecían inmóviles un instante y luego se volcaban hacia el suelo, llevándose a una muerte segura a los hombres encaramados en lo alto. En la base de las murallas se arracimaban cientos de rendoreños para evitar las flechas lanzadas desde arriba, y se precipitaban para subir las escaleras en dirección a las almenas.
—¡Plomo! —ordenó entonces Sparhawk.
El plomo había sido idea de Bevier. Habían fundido la efigie de plomo de cada sarcófago de la cripta de la basílica, despojándolos de su ornamentación. Obedeciendo a la orden de Sparhawk, los soldados empujaron los burbujeantes calderos emplazados de trecho en trecho en la muralla y arrojaron grandes cascadas plateadas sobre los rendoreños apiñados en la base de los muros. Los chillidos fueron breves aquella vez y nadie salió corriendo de aquel ataque, pues el plomo líquido sellaba su tumba.
Algunos pocos, que fueron aumentando progresivamente, lograron llegar al parapeto. Los soldados eclesiásticos lucharon con ellos con un arrojo que la desesperación alentaba y contuvieron a los fanáticos el tiempo suficiente para permitir que los caballeros acudieran en auxilio. Sparhawk, descargando rítmica e incesantemente su espada de hoja ancha, se mantuvo a la cabeza de la falange de pandion acorazados de negra armadura. Dado que la espada de hoja ancha no es un arma de florituras, el fornido pandion no se franqueaba tanto el paso entre los aullantes rendoreños como se abría a tajos un amplio camino, igual que se abate, para pasar entre ella, la maleza. Haciendo honor a su condición de instrumento de desmembramiento, los mandobles de su espada hacían saltar por los aires manos y brazos enteros que caían rodando sobre los atacantes que aún subían por las escaleras. Las cabezas salían despedidas y se precipitaban ya en el interior de la muralla o en el exterior, dependiendo de la dirección que Sparhawk imprimía a su ataque. Los caballeros que lo seguían y remataban a los heridos pronto chapotearon en sangre. Un rendoreño bastante flaco que empuñaba un herrumbroso sable se enderezó chillando ante el hombre de negra armadura que cargaba contra él. Sparhawk alteró ligeramente el curso de la mano y casi lo partió en dos por la cintura. El rendoreño salió despedido hacia las almenas por la fuerza del golpe y allí se desgajó el resto de carne que lo mantenía unido y el torso se volcó hacia abajo. La mitad inferior quedó medio prendida en una de las almenas, con las piernas sacudidas por una violenta convulsión. Sin llegar a tocar el suelo, el torso quedó colgando cabeza abajo sostenido por una larga cuerda de purpúreas entrañas que desprendían un vaho visible en el frío aire de la noche. El tórax osciló lentamente, agitado por ligeras sacudidas, y se inclinó hacia abajo a medida que los intestinos iban desenrollándose.
—¡Sparhawk! —gritó Kalten al advertir signos de fatiga en su amigo—. ¡Tómate un respiro! ¡Yo te supliré aquí!
Y así continuaron hasta que los adarves volvieron a ser un lugar seguro y se hubieron retirado todas las escalas. Los rendoreños se arremolinaban abajo, exponiéndose todavía a las flechas y a las grandes rocas que les arrojaban desde lo alto.
Al cabo se dispersaron y huyeron.
—Buena pelea —comentó a su regreso Kalten, sonriente y jadeante.
—Tolerable —acordó lacónicamente Sparhawk—. Aunque los rendoreños no son muy buenos guerreros.
—Son los mejores para luchar. —Kalten emitió una carcajada y, con un puntapié, desprendió del parapeto la mitad del flaco rendoreño.
—Déjalo donde está —le indicó Sparhawk—. Ofreceremos a la próxima oleada de atacantes algo que mirar mientras atraviesan el prado para llegar aquí. Podrías, asimismo, decirle a la gente que limpia los adarves que guarden todas las cabezas sueltas. Las expondremos clavadas a estacas en las almenas.
—¿Otra lección ejemplificadora?
—¿Por qué no? Un hombre que ataca una fortaleza defendida tiene derecho a saber lo que puede ocurrirle, ¿no te parece?
Bevier llegó, apresurado, hasta debajo del ensangrentado parapeto.
—¡Ulath está herido! —les gritó desde varios metros de distancia.
Se volvió para conducirlos hasta su amigo lastimado y los soldados eclesiásticos se esfumaron para cederles el paso. Tal vez inconscientemente Bevier seguía blandiendo su hacha.
Ulath yacía de espaldas con los ojos en blanco, perdiendo sangre por las orejas.
—¿Qué ha sucedido? —pregunto Sparhawk a Tynian.
—Un rendoreño se le acercó por la espalda y lo golpeó en la cabeza con un hacha. A Sparhawk le dio un vuelco el corazón.
Tynian le sacó con cuidado el yelmo con cúspide de cuernos y tanteó cautelosamente sobre el rubio pelo del caballero genidio.
—Me parece que no tiene la cabeza rota —informó.
—Quizás el rendoreño no le ha dado con bastante fuerza —apuntó Kalten.
—Yo he visto cómo lo golpeaba, tan duro como podía. Ese revés hubiera debido partirle la cabeza como un melón. —Frunció el entrecejo, tabaleando la prominente nudosidad de cuerno que unía las dos curvadas puntas que sobresalían de cada uno de los costados del yelmo cónico de su amigo. Después examinó el casco con atención—. Ni un rasguño —se maravilló. Tomó su daga y arañó el cuerno, pero no logró siquiera empañar su brillante superficie. Después, finalmente picado por la curiosidad, cogió el hacha de guerra caída de Ulath y la descargó sobre el cuerno sin siquiera robarle una astilla—. Es sorprendente —comentó—. Esta es la materia más dura que he visto nunca.
—Sin duda por eso Ulath todavía tiene el cerebro íntegro en el cráneo —observó Talen—. No presenta buen aspecto, sin embargo. Llevémoslo a que lo vea Sephrenia.
—Adelantaros vosotros tres —indicó con pesar Sparhawk—. Yo he de hablar con Vanion.
Los cuatro preceptores se encontraban juntos a cierta distancia, en el punto desde el que habían estado observando el ataque.
—Sir Ulath ha resultado herido —informó Sparhawk a Komier.
—¿Es grave? —se apresuró a inquirir Vanion.
—No existen heridas que no sean preocupantes, Vanion —señaló Komier—. ¿Qué ha ocurrido, Sparhawk?
Un rendoreño le ha golpeado la cabeza con un hacha, mi señor.
—¿En la cabeza, decís? En ese caso se pondrá bien. —Se llevó una mano a la cabeza y rozó con los nudillos su propio yelmo rematado con cuernos de ogro—. Por eso llevamos esto.
—Tenía mala cara —advirtió gravemente Sparhawk—. Tynian, Kalten y Bevier están trasladándolo para que lo examine Sephrenia.
—Se pondrá bien —insistió Komier.
—Creo haber adivinado parte de la estrategia de Martel, mis señores —manifestó Sparhawk, tras apartar de su mente la preocupación por Ulath—. Ha reclutado a esos rendoreños con un motivo específico. Los rendoreños no son muy buenos en las artes modernas de guerra. No llevan ningún tipo de armadura protectora, ni siquiera yelmos, y son incapaces de adquirir el menor dominio de un arma. Todo cuanto aportan es un desbordado fanatismo que los impulsa a atacar incluso contra insuperables cantidades de enemigos. Martel va a seguir arrojándonoslos para fatigarnos y causarnos bajas y después cuando estemos debilitados y exhaustos, pondrá en acción a sus mercenarios cammorianos y lamorquianos. Hemos de idear la manera de mantener a esos rendoreños apartados de las murallas. Voy a ir a hablar con Kurik. Tal vez él tenga algo que proponer.
Kurik, en efecto, propuso algo de interés. Sus años de experiencia y el contacto con los viejos veteranos que había conocido le habían aportado un gran bagaje de ideas. Había unos objetos a los que llamaba abrojos, unas piezas muy simples formadas por cuatro puntas de acero que, esparcidos a cualquier distancia, siempre presentaban una punta hacia arriba. Los rendoreños no llevaban botas, sino blandas sandalias de cuero, teniendo en cuenta lo cual, los abrojos, generosamente untados de veneno, pasarían de ser un mero inconveniente a convertirse en un arma letal. Unas vigas de tres metros de longitud erizadas de afiladas estacas también embadurnadas de veneno constituirían barreras casi inexpugnables si se las colocaba delante de las murallas apoyadas en travesaños que sobresalieran de éstas. Unos largos troncos que oscilaran pendularmente en paralelo a las murallas barrerían las escaleras de mano como si de telarañas se tratara.
Ninguno de estos procedimientos rechazará un ataque en regla —advirtió Kurik—, pero entorpecerán el ímpetu de los de abajo, convirtiéndolos en víctimas propiciatorias de arqueros y ballesteros. No serán muchos los asaltantes que lleguen a las almenas.
Eso es más o menos lo que pretendíamos —aprobó Sparhawk—. Vamos a reclutar a los ciudadanos y a ponerlos a trabajar en estas ideas. Todo cuanto hacen por el momento los habitantes de Chyrellos es permanecer sentados comiendo. Les daremos la oportunidad de costearse la manutención.
La construcción de los obstáculos de Kurik ocupó varios días, en el transcurso de los cuales los rendoreños atacaron de nuevo. Entonces las catapultas del preceptor Abriel esparcieron con profusión los abrojos delante de los parapetos y las vigas erizadas fueron dispuestas entrecruzadas y agrupadas a unos veinte metros de las murallas. Después de ello, fueron pocos los rendoreños que llegaron hasta los muros, y los que lo hicieron no cargaban con escalas. Normalmente se arracimaban allí abajo gritando consignas y aporreando las murallas con sus espadas hasta que los arqueros disponían de tiempo para matarlos. Tras unos cuantos asaltos frustrados, Martel se replegó para reconsiderar la estrategia. El verano aún no había acabado, no obstante, y las hordas de rendoreños muertos que se amontonaban al pie de las murallas comenzaban a hincharse bajo el sol, desprendiendo un olor a carne putrefacta que flotaba desagradablemente sobre la ciudad interior.
Una tarde, Sparhawk y sus compañeros aprovecharon el respiro para ir al castillo para bañarse y tomar una comida caliente. Antes de ello empero, fueron a visitar a sir Ulath. El corpulento caballero genidio yacía en la cama con la mirada todavía extraviada y un aire de confusión en el semblante.
—Estoy cansado de estar tumbado, hermanos —dijo con voz apagada— hace calor aquí. ¿Por qué no salimos y vamos a cazar un troll? La caminata por la nieve nos refrescaría un poco la sangre.
—Cree que está en la casa principal genidia en Heid —indicó en voz baja Sephrenia a los caballeros—. Todo el rato quiere ir a cazar trolls. Piensa que yo soy una moza de servicio y me hace toda clase de proposiciones deshonestas.
Bevier ahogó una exclamación.
—Y a veces se pone a llorar —agregó la estiria.
—¿Ulath? —se extrañó Tynian.
—Puede que sea un llanto ficticio, porque, la primera vez que lo hizo, intenté consolarlo y la cosa derivó en un reñido forcejeo. Está muy vigoroso, teniendo en cuenta su estado.
—¿Se repondrá? —preguntó Kalten—. Quiero decir que si recobrará el sentido de la realidad.
—Es difícil de prever, Kalten. Me parece que ese golpe le produjo una contusión en el cerebro, y nunca se sabe cómo va a evolucionar algo así. Mejor será que os marchéis, queridos. No lo excitéis.
Ulath se puso a pronunciar con voz cavernosa un largo discurso en la lengua troll, y Sparhawk descubrió con sorpresa que aún comprendía ese idioma. Al parecer, todavía persistían algunos de los efectos del hechizo invocado por Sephrenia en la cueva de Ghwerig.
Después de bañarse y afeitarse, Sparhawk se vistió con un hábito de monje y se reunió con los demás en el casi desierto refectorio en cuya larga mesa les habían servido la comida.
—¿Cuál será el próximo paso que dé Martel? —preguntaba el preceptor Komier a Abriel.
—Seguramente recurrirá a las tácticas de asedio ordinarias —respondió Abriel—. Lo más probable es que se limite a aguardar y deje que sus artefactos batan nuestras defensas. Esos fanáticos eran su única oportunidad de obtener una victoria rápida. Puede que esto se prolongue durante un tiempo.
Permanecieron sentados en silencio, escuchando el monótono impacto de las grandes rocas que caían en la ciudad. Entonces Talen irrumpió en la estancia con la cara manchada y la ropa sucia.
—¡Acabo de ver a Martel, mis señores! —anunció muy excitado.
—Todos lo hemos visto, Talen —replicó Kalten, arrellanándose en la silla—. Se pasea de vez en cuando a caballo fuera de las murallas para echar un vistazo.
—No estaba fuera de las murallas, Kalten —precisó Talen—. Estaba en el sótano de debajo de la basílica.
—¿Qué estáis diciendo, chico? —se interesó Dolmant.
—Yo… eh… bueno —comenzó a exponer, después de aspirar hondo Talen—, no fui del todo sincero con vosotros cuando os conté cómo conseguía colar a los ladrones de Chyrellos afuera —confesó. Puso una mano en alto—. Es verdad que preparé un encuentro entre los ladrones y esos soldados eclesiásticos de la muralla que tenían una cuerda. Esa parte es totalmente verídica. Lo único que no os expliqué es que había encontrado otro camino para salir de la ciudad vieja, simplemente porque no quería aburriros con detalles sin importancia. El caso es que, poco después de llegar aquí, me encontraba por azar en el sótano más profundo de la basílica y localicé un pasadizo. No sé para qué lo construyeron, pero sigue hacia el norte. Es perfectamente redondo y las piedras de las paredes y el suelo son muy lisas. Lo seguí y me llevó fuera de la ciudad.
—¿Muestra señales de que alguien lo utilice como pasadizo? —inquirió el patriarca Emban.
—La primera vez que fui por él, no, Su Ilustrísima. Estaba plagado de telarañas.
—Oh, eso —identificó sir Nashan—. He oído hablar de él, pero nunca he ido a investigar in situ. Las antiguas cámaras de tortura se hallan en ese sótano, lo cual lo convierte en un lugar que la mayoría de la gente tiende a evitar.
—El pasadizo, Nashan —inquirió Vanion—, ¿qué utilidad tiene?
—Es un antiguo acueducto, mi señor. Formaba parte de la construcción original de la basílica. Discurre en dirección norte hasta el río Kydu para abastecer de agua la ciudad interior. Todo el mundo me ha dicho que se había derrumbado hace siglos.
—No en su mayor parte, caballero —le aseguró Talen—. Continúa un buen trecho hasta la ciudad exterior y tiene una utilidad. Para abreviar, estaba mirando por allí y encontré ese… ¿cómo habéis llamado a ese pasillo?
—Un acueducto —apuntó Nashan.
—Una palabra curiosa. Bueno, lo encontré y lo seguí, e iba a parar al sótano de un almacén, varias calles más allá de las murallas. No se prolonga más, pero con eso basta. Hay una puerta que conecta ese sótano a un callejón. Ésa era la información que vendía a los ladrones de Chyrellos. Sea como fuere, esta tarde estaba en el sótano y he visto a Martel que salía sigilosamente del pasadizo. Me he escondido y, como estaba solo, lo he seguido. Ha ido a una especie de despensa, y allí estaba esperándolo Annias. No he podido oír lo que decían, pero tenían las cabezas muy juntas como los hombres que están tramando una intriga de consideración. Han hablado un rato y después han salido de la despensa. Martel le ha dicho a Annias que aguardara la señal habitual y que luego se reuniera allí con él. «Quiero que os instaléis en un lugar seguro cuando se inicie la batalla», eso es lo que ha dicho. Después Annias ha dicho que todavía le preocupaba la posibilidad de que llegara Wargun, pero Martel se ha echado a reír y le ha contestado: «No os inquietéis por Wargun, amigo mío. No sabe nada de lo que ocurre aquí». Y luego se ha ido. Yo he esperado un poco y después he venido corriendo aquí.
—¿Como se enteró Martel de la existencia del acueducto? —le preguntó Kalten.
—Supongo que alguno de sus hombres persiguió a uno de los ladrones y lo descubrió. —Talen se encogió de hombros—. A todo el mundo le dan arrebatos de civismo en lo que concierne al acoso de un ladrón. A mí a veces me ha perseguido gente a la que no conocía de nada.
—Eso explica la ausencia de Wargun —concluyó Komier con tristeza—. Lo más seguro es que hayan tendido emboscadas a todos nuestros mensajeros.
—Y Ehlana continúa sentada en Cimmura sin tener más que a Stragen y Platime para protegerla —añadió Sparhawk con tono preocupado—. Me parece que iré a ese sótano y esperaré a Martel. Acabará por acudir allí y entonces lo abordaré.
—¡De ningún modo! —le prohibió tajantemente Emban.
—Su Ilustrísima —arguyó Sparhawk—, creo que pasáis por alto el hecho de que, si Martel muere, este asedio concluiría con él.
—Y yo creo que vos olvidáis el hecho de que nuestra verdadera meta es derrotar a Annias en la elección. Necesito una transcripción de una conversación entre Annias y Martel con el fin de inclinar a mi favor los votos necesarios para derrotar al primado de Cimmura. En este sentido, nuestra situación es cada día más frágil, caballeros. Cada vez que ese incendio de allá afuera se propaga a un nuevo barrio, perdemos unos cuantos votos más.
—¿No despertaría las suspicacias de la jerarquía el que Talen hiciera un relato del encuentro entre Annias y Martel? —sugirió Kalten.
—La mayoría de los miembros de la jerarquía nunca han oído hablar de Martel, sir Kalten —replicó Emban—, y este chiquillo no es el mas fiable de los testigos. Es seguro que saldría alguien que conociera sus actividades como ladrón. Debemos disponer de un testigo totalmente incorruptible y que sea de fiar, uno cuya neutralidad y objetividad estén fuera de dudas.
—¿El comandante de la guardia personal del archiprelado, tal vez? —propuso Ortzel.
—Ese es el hombre indicado —acordó Emban, haciendo crujir los dedos—. Si logramos convencerlo para que baje al sótano y escuche a Martel y Annias hablando, su testimonio sería algo digno de presentar ante la jerarquía.
—¿No pasáis por alto el hecho de que cuando Martel entre por ese acueducto irá acompañado de un pequeño ejército, Su Ilustrísima? —preguntó Vanion—. Dijo algo sobre querer llevar a Annias a un lugar seguro antes del inicio de la batalla. Ello me induce a pensar que quizá se proponga realizar un ataque por sorpresa en la propia basílica. Vuestro testigo no hallará un auditorio muy atento si todos los patriarcas están corriendo para preservar sus vidas.
—No me turbéis con esos detalles, Vanion —replicó a la ligera Emban—. Limitaos a apostar unos cuantos hombres allí.
—Con gusto, ¿pero de dónde saco esos hombres?
—Tomad algunos de los que están en las murallas. De todas formas no están haciendo nada útil. Vanion enrojeció violentamente y una gruesa vena comenzó a latir visiblemente en su frente.
—Será mejor que me dejéis que se lo explique, Vanion —se ofreció Komier—. No querríamos que cayerais fulminado por un ataque de apoplejía. —Se volvió con desenvoltura hacia el obeso patriarca—. Su Ilustrísima —señaló amablemente—, cuando uno planea un ataque por sorpresa, le conviene distraer la atención del enemigo. ¿No os parece lógico?
—Bueno… —dijo Emban algo dubitativamente.
—Al menos, así es como actuaría yo, y Martel es una persona con una buena formación de base. Sospecho que lo que va a ocurrir es que Martel va a aguardar hasta tener construidos esos magones…
—Maganeles —lo corrigió el preceptor Abriel.
—Como se llamen. —Komier se encogió de hombros—. Después va a empezar a castigar nuestras murallas y luego va a emprender un asalto a las murallas con todos los hombres que pueda reunir. Creedme, Su Ilustrísima, los soldados de las murallas, o lo que queda de ellas, van a estar pero que muy ocupados. Entonces será cuando Martel baje al sótano, y nosotros no vamos a tener ningún hombre sobrante para salir a su encuentro.
—¿Por qué tenéis que ser tan condenadamente listo, Komier? —contraatacó Emban con brusquedad.
—¿Qué hacemos pues? —les preguntó Dolmant.
—No nos resta más alternativa —respondió Vanion—. Vamos a tener que derrumbar ese acueducto para que Martel no pueda pasar por él.
—¡Pero, si hacéis eso, no vamos a tener ningún testimonio del encuentro entre Annias y Martel! —protestó con voz aguda Emban.
—Intentad considerar todos los aspectos, Emban —aconsejó pacientemente Dolmant—. Tampoco desearíamos ver votar a Martel cuando elijamos un nuevo archiprelado.