El rostro de Romer era un cubo de hielo. Como una tabla clavada en la pared, escuchaba a Dina una vez más. Ella estaba presa, custodiada por la policía en esa tétrica habitación de hospital. Herida y malograda por la vida. Y por sus propios actos.
— No dejaste que terminara la historia. Aun así, me creíste mentirosa y me botaste del hotel.
Romer calibraba aquellas palabras, sintiendo un ahogo extraño. Sentía peso en los hombros y asco en la boca. Pero el peso por muy raro que pareciera, era liviano. Asemejado a un peso muerto, cuando ya nada importa.
— Lo de Josué, lo dije para herir a Carlos. Él se merecía su parte, por haberme rechazado.
— Pero es verdad— dijo Aragón. Josué bajó la cabeza. Canela miró a su padre.
Dina sonrió:
— Tan verdad como el hecho de estar presa ante ustedes… Aquí me tienen. Deben sentirse todos contentos. Pero no me iré al infierno sin contarles, que esa gente ya no haría nada— hizo una pausa. —Josué había pagado todo el puto dinero que el Merideño le pidió. Sin embargo, fue divertido hacerlo sufrir. Porque él también me rechazó.
Aragón alzó la mirada del suelo para alinearla con la de ella. Dina continuó:
— Yo cuadré tu secuestro, Canela.
— No me nombres— pidió la joven.
Dina rio, haciendo también un gesto de dolor:
— Más allá de todo, siempre quise dinero— dijo mirando fijamente a Romer. —Y el secuestro de tu bella esposa me lo daría. Conocerla en persona me ayudó a cuadrar todo. Y, ¿sabes? No es fácil planificar algo así. Además, me aproveché del odio que el Merideño le tenía a tu jefe. Y también aproveché la sapiencia delictiva de Pitoquín...
Romer tragó grueso. No le preguntaría absolutamente nada más. La forma cómo hizo todo, o el tiempo que tardó para cumplir cada uno de sus planes... Aquellas interrogantes quedarían en las manos de toda deidad y de la policía. Para él, no valía la pena decir nada más referente a la información que ella les estaba dando. Solo un pensamiento rondaba su cabeza. Y era el hecho de saber lo cercana que Dina siempre estuvo de él.
Aragón pensaba que las cosas serían diferentes si no hubiese trabajado para Josué. Si al menos él, Romer Aragón, hubiese conocido toda maldad que guardaba Dina, no se habría traído a Canela de vuelta a Maracaibo. Todo aquello no habría sucedido. Esa pobre mujer, la mucama del hotel, no habría fallecido en manos de aquella asesina.
Su media hermana... Aquella fémina que se crio con él. Por la que casi mure defendiéndola. Por quien ganó una lesión en su rodilla que le quedaría para siempre.
Romer bajó la cabeza y cerró los ojos. Puso las manos en su espalda y se recostó en la pared. Sintió el anillo de casado, dándole algunas vueltas con sus yemas. El nudo en la garganta apareció de súbito, pero controló todo sentimiento…
— Te quise mucho, Dina— susurró.
Canela dejó salir una lágrima al escucharlo. Y vio cómo su esposo salía de la habitación.
La tabla en la que se convirtió Aragón, cobró vida y caminó a través del pasillo. Canela lo persiguió, le habló… pero él la apartó de su lado con una disculpa. Llegó hasta su llorosa madre, y la abrazó. La abrazó fuerte, sobó su espalda y dejó un beso en su cabeza. Se separó de ella y siguió caminando hasta encontrarse de frente a Carlos y a Lucía, quienes iban llegando al hospital. Los observó por un instante, pestañando y sin decir nada, se apartó para seguir con su camino.
Dio todos los pasos necesarios hasta la salida, dándose cuenta de que había amanecido. Escuchó a lo lejos pasos de tacones y un grito con su nombre. Canela le gritaba, lo llamaba… pero él no volteó. Siguió caminando hasta el borde de la acera y giró a la izquierda. Siguió caminando y caminando. Sin rumbo fijo. Tragando grueso, aplacando la culpa y el dolor que se fabricaba en su pecho. Y sin detenerse, comenzó a apurar el paso hasta correr.
Aragón comenzó a correr para drenar.
Aragón corría intentando olvidar todo…
Aragón corría para alejarse.
Correr, correr; Correr.
Correr…
Aragón corrió veloz.