Capítulo 35

 

   

 

Año 2000

 

 

Romer estaba feliz. Su rostro iluminado, el cual contemplaba a Canela mientras bailaba con ella en medio de la pista, lo confirmaba. Para él, ella estaba más hermosa que nunca. Su vestido blanco perla, a pesar de ser un conjunto de telas extrañas y algo exageradas, se mezclaban a la perfección con sus curvas y sus lindos pechos. Él mojaba sus labios, impaciente por probarlos, por quitarle cada prenda de ropa y dejarla como Dios la trajo al mundo. Desnuda y muy completamente desnuda para él, siendo ya su esposa. Su mujer.

Jamás imagino que aquello sería posible. Pero al saberse enamorado y siendo totalmente correspondido, ¿para qué esperar? Ellos crecerían juntos cómo debía ser. Él la protegería y jamás la abandonaría a su suerte, a la suerte de nadie más. Ni siquiera de su padre, que perdido en su culpa, se tragaba la fiesta entera. Romer quitó la mirada de aquel señor que aún era su jefe, y negó con la cabeza muy despacito, para que ella no lo notara. Las cosas no andaban bien entre ellos dos. Pero eran yerno y suegro. Y así debía ser.

Aragón daba vueltas ligeras bailando la canción Inolvidable73 en la versión del cantante mexicano, Luis Miguel74. Canela había elegido esa canción en honor a su amiga Alma, quien no había podido estar allí acompañándolos. Romer mandó a grabar la boda para mostrársela, en el momento que se encontraran con ella, en el viaje de luna de miel.

Mientras danzaban estrechados uno al otro, él pensaba en la preparación de ese viaje, recordando que todo estaba listo. Pasarían la noche en el Hotel del Lago, el mismo lugar donde celebraban su casamiento. Y al día siguiente, viajarían a los Estados Unidos y estarían tan solo quince días, a causa de los estudios de Canela y el trabajo de él, en la empresa. Ahora más que nunca, no podían descuidar su futuro.

— ¿Te gusta mi vestido?

Él arrugó los labios para molestarla:

— Mmm, nop.

Ella le dio un pequeño manotazo en el brazo, sin causarle el mínimo dolor. Haciéndolo reír.

— Me encanta porque lo llevas tú— le dijo en el oído, erizándole la piel. —Pero me encantará mucho más cuando te lo quite. Porque tú no moverás un dedo. Me darás el honor de quitártelo. Prenda a prenda…— ella curveaba su cuello para aplacar los poros abiertos. —Cinta a cinta, te deslizaré todo ese vestido que llevas y…

— ¿Y qué…?

Aragón fijó su mirada en un punto alejado de la fiesta. Se congeló.

— ¿Amor…? — dijo ella, volteando la cara para intentar ver lo que él estaba divisando.

Él movió su rostro a modo de despreocupación, sonrió de forma mecanizada y siguió hablando y a la vez, bailando.

— Te haré el amor. Toda la noche— completó lo que decía, dándole un beso. Luego, interrumpió el baile, pidiéndole disculpas para ir al baño.

— Ve, no hay problema. Yo iré por una bebida— dijo la recién casada.

Aragón se apartó de Canela y se dirigió hasta Carlos. Ella giró sus pasos en una nube, y se alejó hasta la barra siendo consentida por uno de los mesoneros, antes de que llegara. Habló con algunas personas, abrazó a su tía Lu, quien de forma extraña, conversaba con su hermana, Nereida. Y luego de ver aquel panorama con alegría, Canela se acordó de lo que cargaba debajo de su vestido. Entonces, se alejó de la fiesta rumbo a los cocoteros sembrados en fila, por la orilla de la playa.

 

 

 

***

 

 

 

— ¡¿Qué hace Dina aquí?!

— ¿Cómo? — Carlos volteó de un salto y vio la figura de la mujer, meterse en el restaurante cerrado. — ¿Tú la invitaste?

— ¡Claro que no!

— Romer…— Carlos lo atajó por un brazo. — ¿Qué vas a hacer?

Aragón miró la mano de su amigo sobre su brazo. Luego lo miró a él con molestia:

— Ven conmigo.

Ambos se dirigieron al lugar donde habían visto a Dina. Al entrar al restaurante, se dieron cuenta que no había nadie. Entonces Romer sin pensarlo dos veces, entró al baño de señoritas. Carlos por su parte, miró hacia afuera para asegurarse de que nadie los hubiese visto, y siguió a Romer.

— ¡¿Qué coño haces aquí!?

Aragón agarró a Dina de un brazo y apretó sin medida alguna.

— ¡Ahh! ¡Me haces daño! ¿A caso no puedo ir a la boda de mi hermano?

— ¡No somos hermanos! En mala hora vine yo a querer serlo.

— Romer, déjala. La vas a lastimar…— dijo Carlos, dándose cuenta de la furia que mostraba Aragón.

— ¡Suéltame! Si no quieres que grite aquí y se den cuenta todos con quien se ha casado la dulce y hermosísima Canelita.

— ¡¡¡Ni la menciones!!! — Romer la arrastró por el mismo brazo hasta una butaca que se encontraba en la esquina del tocador, y la sentó bruscamente. — ¿Qué haces aquí? Te exigí que no te acercaras. No eres bienvenida a esta celebración. Te exigí que te fueras de Maracaibo, que hicieras una vida lejos de nosotros. ¡Habla!

Dina inyectó sus ojos llorosos y rojos en Aragón:

— Tenía que verlo con mis propios ojos. Tenía que verte casado con ella...

— No me interesa. Vete.

— Aragón...

— ¡Vete! — miró a Carlos. —Sácala de aquí. Ayúdame para que nadie la vea…

— Romer, cálmate— rogaba el amigo.

— Es que…— Dina intentaba controlar su llanto.

— ¡Estás drogada! Y bebida, de paso— dijo Romer. —Si te hubieses comportado mejor, si fueses alguien diferente, estarías allá en la fiesta celebrando con nosotros. Cómo una más de la familia. ¿No te da pena con mamá? ¡¿Ah?! ¿Dónde estuviste en todo este tiempo? ¿Drogándote con tus amiguitos? Desde el secuestro de Canela, te busqué para contarte. Para que al menos hiciéramos una tregua; ¡Para que te acercaras a la familia! Ninguno de los dos queríamos incluirte en nada, pero mamá hablaba de ti. Ella era la única que hablaba contigo y nunca te apareciste. ¡Te perdiste! Le dijiste a mamá que te habías ido a Mérida. ¿Estabas allá? ¡¿Drogándote con tus amigotes?!

— ¡NO! No estaba con ellos porque ellos ya están muertos— escupió Dina.

Carlos y Romer detuvieron todo movimiento. Una pausa pesada, llenó la estancia.

— ¿Cómo dices? — Aragón no se preocupó porque su voz sonara quebradiza. — ¿De quienes hablas?

Dina abría la boca para tomar aire y aliviar el nudo en su garganta. Pero no existiría mejor alivio para ella, que hablar:

— Pitoquín… Caracas… El Merideño. Todos— soltó, llorando. —Pitoquín era el tipo que me vendía la droga. Y lo mataron.

Carlos dio un paso hacia atrás.

— ¿Qué mierda estás diciendo, Dina? — preguntó Aragón en un hilo de voz.  

— Ni tú, ni Carlucho...— Dina esnifaba mostrando cada vez su estado de embriaguez. —ni Josué, ni nadie me ayudó. ¡En nada! Yo me fui porque aquí no hacía nada.

— ¿Qué dices? ¡¿Por qué mencionas a mi tío?!

Dina paró de llorar de repente al escuchar a Carlos. Giró su cabeza lentamente hacia él y transformó su cara en una mueca burlona, fúrica y decidida. Sus ojos desencajados pero muy firmes a la vez, podían describir la esencia de la locura misma. Y con la voz más horrenda que encontró, soltó lo que ninguno de los dos hombres presentes se hubieran imaginado escuchar aquella noche:

— Querido Carlos… Yo fui amante del tonto de tu tío.

Carlos arrugó las cejas, sin entender aquellas palabras. Pero al sopesarlas, abrió los ojos a más no poder. Asombrado era poco para describirse. En cambio, Aragón reaccionó de otra manera. Tomó a Dina por la boca y apretó con fuerza:

— ¡¿Cuándo pasó eso?! — Dina intentaba soltarse. Carlos caminaba en retroceso, acercándose a la puerta. — ¡¡¡ ¿Cuándo pasó eso?!!! Eres una mentirosa y te encanta joderlo todo. Deja ya de escupir maldiciones— le batuqueaba el rostro. —Antes de que me arrepienta, vete de una vez de este hotel y de nuestras vidas. Agarra tu carterita de mierda y corres de aquí, bien lejos. Devuélvete a Mérida, de dónde nunca debiste salir— ella lloraba y se retorcía para librarse. —Nunca debí dejarme manipular por alguien como tú. Eres el diablo en persona. ¡Una basura! No sirves para nada. ¡¡¡Vete de una vez!!!

Romer la soltó como si le diera todo el asco del mundo, sin percatarse de que Carlos ya había salido del tocador.

— Pregúntale a Mercedes— dijo de repente, la mujer. —Pregúntale a Mercedes. A tu secretaria. Las secretarias siempre lo saben todo. Siempre.

Romer quedó estático con el corazón acelerado. Pero aquello no le arruinaría la noche. ¡No lo permitiría! Se aseguró que Dina saliera del baño y al pasar unos segundos, salió también para buscar a Canela y asegurarse que estuviese bien.

 

 

Dina caminó directo a las puertas de salida, casi chocando con Faustina; quien creyó haberla visto alguna vez. Llegó hasta el lobby, bañándose del aire acondicionado del salón central. Entonces, sintió frío. Pero no fue a causa de la corriente de aire artificial que prestaba el lugar. Era un frío distinto, peligroso. Un frío que atravesó sus manos y pies. Uno, que recorrió todas sus extremidades. Uno, que la impulsó a girar a la derecha, en vez de seguir hacia delante. Un movimiento que cambió la vida de más personas, esa noche.