Unas gotas de lluvia caían esa noche, empañando todas las ventanas del apartamento, junto al aire acondicionado potente que enfriaba gran parte del piso. Si dejabas las puertas abiertas, no tendrías que encender siquiera un ventilador. Ese aire funcionaba como uno central, de esos que solo los ricos podrían tener en sus viviendas.
Pero la mujer de cabello corto y negruzco, era una dama afortunada. No poseía grandes objetos ni ostentosos aparatos. Pero gozar de un piso completamente para ella en las circunstancias en las que se encontraba, no podría decirse que solo era un lujo. Porque "lujo" no era una palabra adecuada para describir todo lo que poseía.
Dina había pasado gran parte de su vida creyendo que un milagro ocurriría a continuación. Siempre esperando que algo pasara, sin darse cuenta muy bien, que cada cosa obtenida, era alcanzada por sus propios hechos. Sus movimientos para todo: desde saltar cuerda cuando pequeña, hasta el simple hecho de presentarse ante alguien, eran tan imperceptibles que se olvidaban. Si ella evitaba cada uno de sus pasos, era muy fácil que los demás olvidaran su existencia.
Aún Dina a sus 24 años de edad en ocasiones, creía fervientemente que aún no lograba encontrar ese detonante que la plasmara sobre un recuerdo. Seguía buscando a tientas o a fuego, razones para pertenecer en la memoria de alguien más, pero sin aparente éxito. Lo intentó con hombres de confianza, con personas estratégicas, con su madre y hasta con desconocidos. Y otra vez, se encontraba sola dentro de aquel cúmulo de paredes frías, a las once de la noche esperando que Romer llegara. Para que la ayudara quizás en qué cosa, algo que nuevamente no lograba recordar.
Sentada en medio del sillón de tres piezas, llevaba encima una bata de tela muy parecida a la seda, de color rosado. En la mano derecha, sostenía apretado contra el muslo, una copa de cristal, con un poco de Cereser30 de manzana. Su pie descalzo, deslizó lentamente algunos objetos que estaban dispersos sobre la mesa baja, para colocar allí sus piernas desnudas. La madera estaba fría, como todo lo que la rodeaba. Pero sin importarle mucho, descansó las batatas como pudo y estiró bien las rodillas. En el equipo de música, se escuchaba la melodía de Jezebel31 de Sade32, desde un cassette que había comprado siendo más joven. Escuchando la famosa canción que le despertaba todos los poros que creía congelados y dormidos, y en esa posición de total descanso, suspiró.
Dirigió su vista hasta el plato rectangular de porcelana negra que tanto le gustaba usar, antes de cerrar los ojos. Acercó la copa a su nariz y olió profundamente el fuerte y suave aroma de la bebida. Sidra burbujeante. Jamás dejaría de querer aquel sabor que llamaban en Maracaibo "vino champanizado". Cada vez que posaba su lengua o rostro en él, comprendía que todavía estaba con vida. Bueno a decir verdad, esa no era la única sustancia que le hacía comprender aquello. Quizás, algunas orgánicas o no, le daban a entender que en algún lugar del mundo, existía un propósito para ella.
En la muñeca izquierda tenía su reloj dorado. No era nada lujoso, pero Dina se encargaba de lucirlo como si fuese la prenda más costosa. Miró. ¿Había pasado ya media hora? ¿Tardó tanto aquella acción tan simple de sentarse a contemplar un rato sus piernas? Acercó dos dedos a la nuca justo debajo de la barbilla para medir sus pulsaciones. Sí. Efectivamente seguía siendo Dina. ¡Seguía estando viva! De pronto, escuchó un toque en su puerta.
Sintió miedo.
Se levantó rápidamente para ver de quien se trataba. Luego de saber la respuesta, abrió:
— ¿Aún despierta?
Ella no lo miró. Solo se limitó a dejarlo pasar:
— ¿Y tus llaves del apartamento? — preguntó Dina.
— Las dejé en el carro.
Romer entró al piso mientras cerraba la puerta tras de sí. Luego, se acercó a la ventana para trancarla y evitar que algunos papeles dejaran de volarse por la brisa que aumentaba cada vez más, gracias a la lluvia. Ella sintió de nuevo esa sensación adrenalínica que la cubría, al escuchar la voz gruesa de Aragón:
— Pensé que vendrías más temprano— mencionó la mujer.
Romer dejó las llaves del auto, su cartera y un celular sobre la mesa donde Dina sostenía sus extremidades:
— Baja las piernas, Dina.
La chica sonrió de lado ante aquel llamado de atención. Vio como Romer se sentaba frente a ella en un sillón más pequeño. Observó sus brazos asomar bajo aquella franela de manga corta y cómo se subía las perneras del jean para acomodarse mejor. Tragó grueso ante la imagen. Mirándolo fijamente, adivinaba sus próximos movimientos. A la cuenta de tres, él sacudiría su nariz con los dedos, casi imperceptiblemente. «Vamos Romer. No me decepciones» pensó, esperando que aquel obedeciera a sus adivinanzas secretas.
Contó: Uno, dos... Tres. ¡Ahí está! ¡La ligera sacudida! Sonrió para sí misma. Lo conocía demasiado.
— Creo que ya no necesitas que te compre nada— dijo él mirando la botella de Sidra sobre la mesa baja. — ¿Cuándo saliste a buscarla? — señaló el líquido.
Ella bebió lo que quedaba en su copa, antes de contestar:
— Hace unas horas.
Romer asintió. Estaba un poco extrañado por el hecho que Dina saliera de casa esa noche. No olvidaba que desde hace un año, ella había optado por el encierro y la demostración de una conducta antisocial. Se lo adjudicó a su carácter especial y diferente al resto de la humanidad. Luego miró todos los objetos que estaban desperdigados y puestos de cualquier forma sobre la mesa. La botella de Cereser casi al término, algunos pequeños plastiquitos arrugados, puestos cerca del típico plato de porcelana negra. Una cajetilla Marlboro33 y entre todo aquel desorden: las piernas de Dina. Unas piernas de un color muy blanco. Casi blanco perla, las cuales alguna vez habían sido de un brillante intenso. Romer pensó un momento en esas piernas torneadas. Esos pensamientos viajaban por la mente del chico, quien por alguna razón que no quería explicarse a esas horas, llegó al apartamento con un bulto visible bajo su pantalón. Y Dina lo notó.
— ¿De dónde vienes? — preguntó la chica, mirando la entrepierna del varón.
— De la casa de mi jefe.
Ella se enserió un poco:
— ¿Estaba Carlos contigo?
Él entrecerró los ojos. Ella comenzaba con las preguntas y no quería molestarse. Asintió. Dina se inclinó para dejar la copa sobre la mesa. Antes, no había obedecido la petición de bajar las piernas y si él le pedía que pusiera la copa sobre el portavasos, tenía planeado hacerse un poco la loca para picarlo. Efectivamente, él se removió en el asiento al momento de ella posar el cristal mojado sobre la hermosa enchapada. Pero de manera sorprendente, él no dijo nada. Dina frunció un poco el ceño y decidió enfocar el punto de mira, hacia otro lado. Con un pie, señaló la zona campal:
— Estás excitado— afirmó en un susurro. Él alzó una ceja. — ¿Desde cuándo te excita tu jefe? — siguió preguntando, batuqueando el famoso pie.
Aquel movimiento le molestó a Romer. Quien sin pensarlo dos veces, puso una mano sobre el dorso del pie para detenerlo. Dina tembló por la sorpresa y su respiración se paralizó por un instante. Romer apretó los dedos alrededor de aquella piel blanquecina. Alzó la otra mano e hizo lo mismo con la otra pierna. Tenía a Dina atrapada entre la mesa y sus palmas. Con los pulgares, inició movimientos circulares sabiendo que muchas veces allí, sobre esos sillones, la había tenido entre sus piernas. Presionó con más fuerza los tobillos y con un movimiento brusco, le separó las rodillas.
La bata de Dina se abrió, haciendo que ella ahogara un grito con la respiración entrecortada, sobre todo al sentir una corriente de aire frío pasar por la parte interna de sus muslos. Aragón ladeó la cabeza con los ojos fijos en el punto más escondido de la fémina. Entonces, reconoció el bikini que cargaba puesto, ya que tenía un manchón de color cobre que nunca se logró quitar en esa tela. Cerró los ojos. Sintió asco no tanto por lo que vio. Sino por la dirección de sus deseos esa noche, queriendo desahogar otros más ajenos.
Sin embargo, exageró para apartarse. Suspiró con fastidio y cansancio demostrando la rabia que le causaba el hecho de que Dina fuese tan dejada con su intimidad. Respiró hondo y viró los ojos. Se levantó, alzando al mismo tiempo las piernas de ella para lentamente, colocarle los pies en el suelo:
— Dina. Te dije que bajaras las piernas de la mesa.
Ella arrugó los labios:
— No es tu mesa. Es mía— dijo con los dientes apretados, más por la excitación no correspondida, a que fuese regañada como una adolescente.
— Pero este apartamento lo pago yo. Compórtate y cuida las cosas— se levantó del sillón, tomó sus objetos y metiéndolos en los bolsillos, se dirigió a la puerta. Pero antes de él salir, ella alzó la voz:
— ¿Me vas a dejar así?
Romer inhaló y exhaló profundamente:
— Dina, ya deshazte de esas pantaletas. Eres una mujer asquerosa, ¿no lo ves?
Ella separó sus labios asombrada por las palabras tan despectivas de su amigo, las que no le dio chance replicar, porque aquel ya había salido del piso.
— Es solo una mancha— susurró para nadie. Sus ojos se llenaron de lágrimas y el labio inferior comenzó a temblar. — ¡Es solo una mancha! — dijo más fuerte. — ¡¡¡Es solo una mancha!!! — gritó con furia.
Se inclinó rápido para alcanzar la copa y lanzarla contra la puerta, rompiéndola en mil pedazos. Y tras el sonido del cristal roto, se puso a llorar sobre el mueble, enroscándose como una gata herida. Era una mancha y por una mancha fue tratada con muy poca prudencia. Lloró por el dolor que la vergüenza le causaba. Lloró recordando que aquel lugar, solo le servía de escondite tras un miedo culposo. Lloró por nimiedades y elementos de fuerza mayor. Lloraría por no tener a Romer esa noche, pero aquellas lágrimas salían más por ella misma y su repudio a la existencia. El cassette seguía sonando, y a Dina le dio gracia en medio de aquel llanto desaforado, que la canción que seguía se titulara Mr. Wrong34. ¡Qué ironía! Pensó que los errores están sobre las personas porque no son capaces de ver las señales.
Luego de calmarse, comenzó a reír levemente, porque sabía que si Aragón la tildaba de asquerosa por una odiosa mancha de sangre vieja en su ropa interior, la odiaría al conocer el montón de "manchas" que cargaba en la consciencia. Solo debía mirar más a profundidad. Entonces Dina, mientras se cubría el rostro se preguntaba, si habría alguien en el mundo que tuviese el poder de borrar esas manchas. Unas más antiguas y otras recientes. Como la que formó su persona, aquel deseo de acabar con todo por el simple hecho de haber esperado por él durante horas, de haber sido rechazada por otros. Y de encontrarse en menos de cinco minutos, nuevamente sola.
Suspiró profundo alejando las risas y las lágrimas de toda la vida. La noche ya era corta, y dormiría solo para tener que olvidar.