Envuelto hasta la cintura con sus sábanas azul celeste, desnudo por completo y quizás, aguantando un poco el frío de su apartamento, Romer se encontraba en total tensión. Era en esos momentos de desvelo, que recordaba que aún no era un hombre completo. Podía tener una vida llena de responsabilidades y todo lo contrario en los momentos de ocio. Pero sabía exactamente el peso de la que no tenía. Romer Aragón a las dos de la mañana, miraba a la nada asomada, en la ventana de ese cuarto raro y desprolijo de cortinas.
Mirar, pensar y tragar grueso mientras se estiraba para acomodarse. ¿Qué lo tenía en vela esa madrugada? Generalmente, asistía al rescate de la "loca de Dina", como él la llamaba. Se desfogaba en cosas que sin querer admitirlo, le gustaban y después, terminaba por conciliar el sueño de una vez; como un bebé. Quizás el cansancio del día, el viaje de regreso a Maracaibo y trabajar hasta tarde en casa de su jefe, hicieron mella en la visita que le había hecho a su amiga.
Al salir del apartamento, la había escuchado gritar y también se percató del sonido roto, quizás de la copa al romperse. Romer cerró los ojos, y suspiró profundo. Estaba cansado pero no podía dormir. Y pensar en Dina le daba tiempo para que amaneciera y lograra encontrar en algún momento, ese sueño tan anhelado. Se dijo que debía calmarse y aclararle a su mente saturada, que aquella mujer solo estaba enferma.
Volvió a negar con la cabeza. Recordó cómo Dina llegó a la hacienda donde trabaja su madre. Eran los dos tan solo unos niños, pero la pequeña estaba sentada sobre una piedra con sus ropas rotas y con olor a viejo, terrible. Ella estaba impregnada con el olor de un total abandono. Parecía perdida y tenía la piel quemada por el sol que se sufre en la altura merideña. El cabello también había sufrido por aquellos potentes y peligrosos rayos del astro rey. Los vestigios amarillentos en su pelo, así lo explicaban.
Ella se hallaba contando pequeñas flores de las que nacen en la abundante grama húmeda. Cuando Fedra, la madre de Aragón se aceró a la niña, se percató que esta última no podía hablar bien; como si no supiera hacerlo. De inmediato, la progenitora de Romer le pidió a su hijo que se quedara junto a la pequeña, y corrió a buscar al dueño de la finca. Después de aquello, pasó tanto… tantas cosas entre el crecimiento de ambos y la adolescencia. Entre la bruma que escondía la identidad exacta de la "niña puerca", como algunos la nombraban fuera del parcelamiento.
De repente, sintió aquel dolor en la rodilla izquierda que tanto le molestaba cuando la mantenía en una sola posición por mucho rato. Una herida vieja precisamente formada en su etapa más agitada de la adolescencia. Se removió en el colchón y miró el reloj que colgaba en la pared, entrecerrando los ojos para poder divisar los números en medio de aquella especie de oscurana: Las 3:00am. Miró de nuevo la ventana y sobó un poco sus partes más íntimas, cosa que solía hacer con desfogo cuando no había nadie alrededor. Y de inmediato, su entrepierna comenzó a brillar en su interior, avisándole que necesitaba atención.
Pensó en Dina y arrugó la cara. Muy bien; Se había acostado con ella muchísimas veces, la verdad. Pero en ese momento no le inspiraba el menor pensamiento lujurioso. Cerró los ojos apretándolos para traer a colación alguna imagen femenina que le gustara recordar. Fue entonces como un cabello castaño, algo desordenado, una cola apretada y desaliñada, unos labios perfectos y provocativos… aparecieron dentro de la caja imaginaria del hombre. Su corazón comenzó a bombear a un ritmo extraño. Se apretó el miembro duro como intentando con eso, apagar el interruptor de fotografías mentales que le había hecho a esa dama: Su mirada llena de sapiencia y a la vez, inmadurez. La sonrisa nerviosa dirigiéndola hacia él. Sí, ¡hacia él! Esos dientes casi blancos fueron mostrados solos para él. El corazón le iba a estallar, no se había dado cuenta de que su mano derecha se movía de arriba abajo, raspando con fuerza cada recuerdo, sobre todo aquellas montañas pequeñas que se divisaban debajo del suéter femenino. Sus senos; ¡Oh, Dios! Sus senos debían ser una hermosura, ricos. ¡Divinos! Siseó pensando en aquello, las palabras se mezclaban con los flashback que describían a una dama joven y delicada. Recordó su boca soplando ese humo dañino y volvió la rabia a manifestarse. Se mordió los labios por el enojo que sintió al verla hacer aquello. ¿Dónde había aprendido a hacerlo? La pregunta exacta sería ¿de dónde había llegado esa carajita? Antes era una niña, ¿por qué tenía que haber crecido tan rápido? Los movimientos se acoplaron con el ritmo del corazón, tan rápido como la forma en que se presentaban las imágenes. No quería, sabía que no podía hacerlo pero ya era inevitable en medio del camino arado. Tenía que imaginársela sin ropa. Sí, sin nada de ropa. Quitándosela como si desenvolviera el mejor regalo del mundo. Imaginó vello en sus partes, no muy abundante, lo suficientemente largos como para removerlos con sus yemas hasta provocarles un leve pellizco. Imaginó que debajo de aquello, se descubrían unos labios tan apetitosos como los que usaba para hablar. Imaginó la piel roja al marcarla cómo un salvaje. No podía, ¡No, ya no podía! ¡Oh, Santo Cielo! Rápido y más rápido hasta sisear y gruñir de satisfacción, gruñidos tan parecidos a la expresión de dolor y placer. No había marcha atrás. Comenzó a gemir. Gimió al ritmo de todo lo demás y sin detenerse, al cabo de unos segundos, aquella chiquilla estaba siendo liberada en forma líquida y pastosa. Como si hubiesen abierto una represa en medio de un desierto.
Listo. Relajación.
Romer calmó su sed con la lengua alrededor de los labios, y separó las manos del miembro para observar el desastre. No se había preparado con una toalla y la viscosidad estaba en todas partes. Aquello eran pedazos de él, regados ahí sobre las sábanas azul celeste. Se levantó más tranquilo, se dirigió al baño y regresó con las manos lavadas y todos los implementos para limpiar y cambiar la tela del colchón. Luego, se dejó caer de súbito sobre la cama con los brazos estirados.
Al pasar unos minutos de silencio, miró de nuevo por la ventana a la nada, contemplando la poca luz que entraba a aquellas horas y bañaban de forma tenue, la habitación. Varias cosas aún rondaban su cabeza. Los detalles de la joven, que él utilizó casi sin querer para tocarse, variaban entre lo hermosa que era y lo agradable que fue conocerla un poco más, esa noche. Pero sobre todo, Aragón pensó una y otra vez antes de quedarse dormido, en la forma en cómo ella penetró en la parte más privada de un hombre: «Tan solo tiene 18 años» pensó quejándose.
El serio de Romer, calculando la locura que sería cortejar a esa jovencita, quedó rendido próximo al amanecer. Pero no se percató de algo muy importante: en su cara aletargada por el sueño, también se dibujaba una perfecta y dulce sonrisa.