«Que tus palabras tengan un tono amable;
mantén la cabeza inclinada.
Baja tus ojos, y eleva tu corazón hacia el cielo;
y cuando hables,
no fijes tu mirada en tu interlocutor.
"Carta de Nahmánides a su hijo"»
No supo exactamente lo que pasaba, hasta que sintió la fuerza de unas manos sostenerle la cabeza; duro y con determinación. Canela puso la frente entre sus piernas, cuando una voz de hombre se lo indicó. La velocidad del vehículo era demasiado alta. Su propia estabilidad, era controlada por una persona a su lado. Por alguna razón, ella sentía que aquellos hombres no le harían nada malo. Estaba quizás, aferrada a una certeza de que todo acabaría pronto y aquellos maleantes obtendrían lo que querían. Pensó en su padre. Era obvio para ella que el dinero estaba dentro de las razones de su secuestro; su padre encontraría el dinero y la liberarían. ¡Tenía que ser así!
Los hombres no hablaban entre ellos. Incluso, solo se dirigieron a ella cuando la cambiaron de vehículo. Canela sabía por dónde se encontraban. También lo supo cuando mantenía su cuerpo inclinado, con la idea de no mirarlos a la cara. De igual forma, podía abrir los ojos con mucho cuidado, para mirar la hora en su reloj de muñeca; escuchando el motor del carro y sintiendo la velocidad alta en la que el chofer, manejaba.
Pero algo cambió los planes. Unas sirenas se escucharon a lo lejos, o eso pensó la joven. El aviso policial se acercó lo suficiente como para darse cuenta de que se dirigían hacia ellos. Fue entonces, cuando escuchó la voz de uno de los sujetos. Y fue precisamente aquello, lo que empezó a ponerla nerviosa. Ella conocía esa voz...
— Todo igualito, todo sigue normalito.
Canela apretó los ojos intentando aliviar el dolor en la nuca; intentando recordar dónde la había escuchado. Estaba cerca de saberlo. Apenas un palmo del cerebro y daría con la identidad del tipo. La velocidad era muy alta. Deseaba que el mundo se detuviese. Sus muslos se estaban acostumbrando al movimiento de la carrera, pero le dolían los hombros y la espalda. Aun así, no estaba desesperada. Sabía que no le harían nada malo. Lo sabía, estaba segura...
— Nos van a alcanzar si usted no se mete por donde dijimos.
Esa voz era de los andes venezolanos. Era obvio, el acento tenía que ser de aquellas ciudades o pueblos. Quizás Mérida; tal vez, era del estado Táchira. Esos pensamientos la ayudaron a dar un repaso a todas las personas que conocía con ese modo de hablar. Romer, Fedra… Dina. Desechó el terrible escalofrío que le produjo solamente el recuerdo de ese último nombre…
— Dele por ahí. ¡¿No le dije que le diera por ahí?!
Canela se movió para acomodarse, el dolor de cuello era insoportable.
— ¡Quieta pues!
El sujeto que le habló, estaba justo a su lado y no era el que daba las órdenes. Le sujetó el cabello y le gruñó aquello, muy pegado a su oreja. Canela se quejó por el dolor:
— Tranquilita que ya estarás más cómoda— susurró el mismo tipo.
Un rayo de terror atravesó su columna. ¿A dónde se dirigían? Sabía por dónde se encontraban. Se hizo un mapa mental desde que cambiaron de transporte. Ellos estaban corriendo hacia el norte de la ciudad. Pero, ¿a dónde?
Pensó en su cartera. Movió las retinas sin mover la cabeza. No estaba cerca de sus pies, tampoco la tenía al lado de las piernas o colgada del hombro. Maldijo mentalmente. La cartera tenía que estar en el otro carro. ¿Cómo harían para contactar a su familia? De seguro ellos tenían todos los datos de su padre. ¡Quizás los datos de la empresa! Los arruinarían, se llevarían una gran cantidad de dinero y se esconderían de la justicia… ¡quizás de por vida! Pero ella regresaría sana y salva. Junto a su familia… junto a Romer.
¡Romer! Los pensamientos de Canela viajaban a mil por hora. Romer tenía que estar atacado de los nervios. ¡Eso no era bueno para él! La última llamada que tuvieron fue extraña, pesada. Como todas las veces que él se sentía abrumado. Menos mal que hablar con él ayudó a calmarlo. Sobre todo, a no caer en aquel vacío, oscuro y profundo laberinto. Romer… Romer, Romer, Romer… El nombre de su novio era una plegaria al cielo.
De pronto, el carro cruzó y de inmediato entraron por un terreno inestable. Los sentidos de Canela se alertaron. Ella no conocía esa ruta. Unos segundos después, el vehículo se detuvo y la puerta se abrió:
— ¿Para dónde me llevan?
— Bájese, ¡bájese! — gritó el mismo sujeto que daba las órdenes.
— Chamo pero, por favor…— hablaba la chica.
— Caraqueño, ¡agárrela pues!
— Mira el suelo…— le susurró el presunto Caraqueño.
Canela sacó los pies de forma estrepitosa y tocó arena. ¡Estaban en un barrio! No había asfalto por ningún lado. Aquello parecía una invasión. La hicieron dar unos pasos al frente, hasta pisar una especie de acera. Luego, escuchó el rechinar de una reja. ¡La metían en una casa!
— ¡No chamo! ¡No chamo, por favor!
— ¡Agacha la cabeza, chica!
Un golpe en la cima del cráneo, le hizo trastabillar. Fue entonces cuando ella sintió pánico por primera vez, desde que se la habían llevado:
— ¡No! Yo no entro. ¡Yo no entro ahí! ¡¿Qué me van a hacer?!
El tercer sujeto gruñó con desesperación y tomó a Canela por la nuca con mucha fuerza, hasta meterla del todo en la casa. La arrastró por un corto pasillo, abrió una puerta de madera y la lanzó sobre un colchón.
— ¡¡¡NO!!!
El hombre se puso a horcajadas sobre la violenta Canela, para bloquearla. Levantó la mano y dejó caer un severo puño cerrado en su mejilla:
— ¡¡¡Quédate quieta!!!
Canela quedó sin aliento, su grito se desvaneció en el aire. Él le agarró la barbilla y le mostró el puño:
— Hablas, así sea pa' quejarte… y te desmayo con otro de éstos— dijo mirándola a la cara. Y la visión de aquel hombre, le provocó nauseas.
Él dejó ver sin problemas su rabioso rostro. Advirtiéndole con el puño, que se lo volvería a poner encima si dejaba salir de su boca, el mínimo suspiro. Canela pudo darse cuenta que los otros dos no eran los líderes. Quién dirigía el secuestro, era él. En ese momento, entró de forma desaforada un hombre a la habitación:
— ¡Nos agarraron, Pitoquín! ¡Tenemos que salir por atrás!
— ¿Qué mierda dices?
— ¡Tápele la cabeza! ¡Que me está mirando! Coño…
El recién llegado a la habitación, se acercó a trancadas hacia ellos y se abalanzó al rostro de Canela con intención de tomarla y sacarla de allí. Pero las horrendas manos de Pitoquín se lo impedían:
— ¡¿Qué vas a hacer, gocho de mierda?! — gritó el hombre que la había golpeado.
— ¡¿Qué cree usted que voy a hacer?!
— ¡Apártate!
Canela vio la batalla que ambos hombres tenían con las manos, como una maraña terrorífica frente a sus ojos. Solo pudo cubrirse la cabeza con los brazos para no ser herida ni golpeada de ninguna otra forma. Fue en ese momento cuando se detuvieron al escuchar unos golpes, voces y gritos que venían del exterior de la vivienda.
— ¡Maldita sea! ¡Vámonos de aquí! — gritó el tercer hombre desde la puerta.
El hombre con el acento andino tomó a Canela por el pelo e intentó arrastrarla.
— ¡¡¡No!!! — ella gritó al sentir el fuerte jalón de cabello.
— ¡Déjala aquí! — gritó Pitoquín. — ¡Vámonos por atrás!
El supuesto gocho empujó a Pitoquín, tumbándolo a un lado con una fuerza descomunal. Se abalanzó nuevamente hacia la joven y la tomó por los pies. Cuando comenzaba a arrastrarla, el sonido de un disparo lo detuvo.
— ¡Maldición! ¡Le dieron a Caracas! — gritó Pitoquín.
— ¡Policía Regional! ¡¡¡Quieto ahí!!! — Pitoquín se movió velozmente. Dos disparos se escucharon y uno de ellos lo devolvió al suelo.
Canela tenía los ojos cerrados, bien apretados y dentro de su agonía, gritó muy fuerte al sentir cómo el cuerpo del hombre que la arrastraba, había caído sobre ella. Sus manos aún permanecían arreguindadas a sus tobillos. Ella pateó muy fuerte y al abrir los ojos, solo pudo quitar aquellas asquerosas manos de sus piernas, y se movió de prisa contra la pared, para hacerse un ovillo de gritos y llanto.
— ¡Objetivo alcanzado! ¡Cayó el tercero! — dijo un sujeto con voz gruesa. — ¿Señorita Mendoza?
Ella lloraba sin detenerse. Pero la voz del oficial le hizo abrir los ojos aún más para observar lo que pasaba.
— Todo está bien. Ya todo terminó, puede confiar en mí…
Ella miró el cuerpo que había apartado del suyo. Estaba boca abajo, pero pudo verle el rostro con mayor precisión. ¡Dios mío! ¡Lo conocía! Era el mismo chamo que se había encontrado en la universidad. Abrió la boca por la sorpresa y de inmediato, su mente aclaró el acento andino que nunca tuvo tiempo de recordar. Miró a Pitoquín. Este se encontraba con los ojos abiertos, totalmente sin vida pegado a la pared de la habitación. Canela puso sus temblorosas manos en la boca, anonadada por todo lo que había sucedido. Luego, miró al oficial de policía:
— Ellos… ellos me iban a…
El oficial asentía, señalándole con las manos que podía confiar en él y que podían salir de allí. Cuando a lo lejos y cada vez más cerca, se escuchaba una voz aún más conocida:
— ¡¡¡Canela!!! ¡Déjenme pasar! ¡CANELA!
Estática sin saber exactamente por qué, observó cómo Romer entraba al cuarto intentando apartar de sí a los oficiales encargados de la misión. Y como si se tratara de un efecto mental, encargado de resguardar los momentos más álgidos de la vida misma, fue testigo de los pasos apurados de su novio hacia ella. Rápido pero lento a la vez, Romer se acercó a Canela y la abrazó fuertemente con el rostro cubierto de preocupación. La tomó en sus brazos y la sacó de allí.
Ella simplemente lloró. Siguió llorando dejándose abrazar. Sabía que estaba a salvo, que lo que aquellos tipos iban a hacerle, ya no sería posible. Pero sus manos comenzaron a temblar estrepitosamente.
— ¡¿Canela?!
La boca temblaba a la par que sus dedos. De repente, todo se puso negro. «¡No! Otra vez, no. ¡Por favor! ¡No me quiero separar de ti! ¡Quiero estar contigo, Aragón!»
— ¡Canela! ¡¡¡Alguien que me ayude!!!
Los labios se le desviaron un poco… tan solo un poco hacia un lado de la cara, cuando ella ya no pudo ver más nada.