SEGUNDO VIAJE A CASTILLA

TODO O NADA

8 de enero. 1506. Estamos en el puerto de Middleburg. En la costa de Holanda. El mismo puerto en el que cientos de castellanos murieron de hambre y frío.

En el puerto hay toda una flota esperando que llegue el buen tiempo. Según quién te lo cuente, entre cincuenta y setenta navíos. Felipe está nervioso. Le han dicho que la flota no puede salir. Este despliegue le ha salido por un pico. Cuando mira aquellos barcos, no ve una flota imponente, solo una deuda imponente. Una deuda que ha pagado con promesas que no sabe si podrá cumplir.

La flota que trajo a Juana fue todo un despliegue de fuerza y poder. La de Felipe no puede ser menos. Tiene que demostrar su riqueza y su fortaleza. Mucha ostentación y un ejército aterrador. El problema es que Castilla pudo permitírselo. Felipe, ahora, como que no.

Juan Manuel está tan pringado en aquel viaje como Felipe. Ha jugado duro, muy duro. Ha traicionado a tres reyes: a Isabel, a Fernando y a Juana. Lo ha apostado todo por su joven amo. Estar cerca de Felipe, susurrándole al oído, tiene un precio. Y lo está pagando. Ahora le desprecian, en Castilla y en Borgoña. Todos lo ven como un traidor, un trepa, una rata ambiciosa, un advenedizo que quiere codearse con los nobles de rancio abolengo, como si las estirpes de toda la vida no tuvieran un origen tan vergonzoso como el suyo.

Su única garantía se llama Felipe el Hermoso y le conoce bien. Eso es lo que le da miedo. Es voluble, caprichoso y traicionero, y peligrosamente inexperto. Si pierde el favor de Felipe, acabará con una soga al cuello. Necesita inmunidad y sabe cómo conseguirla. Necesita que le nombren caballero de la Orden del Toisón de Oro.

La Orden del Toisón de Oro, una orden de caballería fundada por su abuelo para la defensa de la cristiandad y esas cosas, un club privado de nobles y ricos que se vanaglorian de ser la vanguardia de la fe, una orden de mucho renombre que aún hoy tiene caché. Casi todos los monarcas europeos forman parte del club. Pero a Juan Manuel lo de la fe o lo del renombre le importa un bledo, lo que le importa es que los miembros de la Orden no pueden ser juzgados por los tribunales ordinarios, solo pueden ser juzgados por la propia Orden y eso le viene de perlas.

Mientras sale la flota, convence a Felipe de que convoque la Orden a capítulo. Y Felipe lo hace. Sabe que Juan Manuel le es útil y le será más útil en Castilla. Si quiere que le sirva bien, tiene que pagarle bien. Lo que pasa es que sabe que Juan Manuel es un traidor, su más leal traidor. Si ha traicionado antes, aunque haya traicionado para servirle, puede traicionar después, así que la única manera de tenerle satisfecho es darle todo lo que le pida. Ese es su dilema. Ahora puede pagarle con algo que cualquier traidor desearía: impunidad.

En Middelburg, mientras la flota flamenca espera el clima propicio para partir, Juan Manuel es nombrado caballero de la Orden del Toisón de Oro. Ahora se siente más seguro. Y Felipe también. Ahora, Juan Manuel le pertenece.

Sus destinos están unidos. Van a por una corona. Caiga quien caiga.

A FELIPE NO LE SIENTA BIEN EL MAR

Juana es una loba herida. Antes de partir, exige que desembarquen todas las damas flamencas de la corte. Felipe le dice que sí, cariño, lo que tú quieras. Las baja a todas, pero las sube en otro barco. Luego, le exige que prometa que cuando lleguen a Castilla, le permita verse a solas con su padre. Felipe lo hace, aunque sabe que no puede permitir que cuente lo que ha pasado en Flandes.

La han tratado fatal y nadie la ha defendido. Este viaje es su oportunidad de vengarse. Felipe se dirige a Castilla para enfrentarse a su padre. Quiere quitarle su corona. Pero no va a poder. Las cosas van a cambiar. Ahora, ella tiene las mejores cartas para ganar la partida. Ella es la reina, la reina de Castilla.

A Felipe le entran las prisas. No puede esperar más. A pesar de los consejos del capitán de la armada, Felipe ordena levar anclas. Es un niño caprichoso. La espectacular flota real y la escolta de lansquenetes alemanes se hacen a la mar.

Como era previsible, se levanta una tormenta que desbarata la escuadra. Cada navío queda navegando a su suerte. Felipe pierde la compostura. La nave donde viaja sale muy malparada. Un golpe de viento desarbola el palo mayor y cae al mar junto a la vela; el fardo de tela, cuerdas y madera queda unido al barco, como una especie de ancla flotante. Pueden hundirse en cualquier momento.

La dignidad ha saltado por la borda con el velamen del palo mayor. Sálvese quien pueda. Los nobles flamencos se apilan unos al lado de otros. Dicen que uno de ellos tiene un ataque de incontinencia urinaria encima de otro. Y solo acierta a decir: «Perdonadme, señor, pero es que, de puro miedo, me meo».

También se habla de otro que recorre la borda buscando a alguien que le dé una bofetada, por aquello de emular a Jesucristo. Parece ser que un castellano cede a sus súplicas y le atiza con fuerza. El flamenco abofeteado se ofrece a devolverle el favor, a lo que el castellano contesta: «No soy tan perfecto para recibirla».

Los caballeros flamencos y las damas de la corte están muertos de miedo y mareados. Juana, sin perder la compostura, dice: «¿Por qué habría de tener miedo? ¿Es que acaso se conoce de algún monarca que haya perecido ahogado?».

El capitán decide soltar lastre. Un grupo de nobles confiesa que en la bodega hay más de cuarenta mujeres que ellos mismos han embarcado en secreto. Y proponen arrojarlas al mar. Son ellas quienes han desatado la cólera de Dios. Juana se entera y sale en su defensa. Dice que si hay que soltar lastre, «comencemos por los caballeros que se sirven de ellas, que son los que las trajeron a bordo».

El barco va a la deriva. Felipe está descompuesto. El capitán se lanza sobre él y lo inmoviliza. Con un cubo de brea y una brocha gorda, escribe en su espalda: «Rey Philippo», para que reconozcan su cadáver, si lo encuentran. Y le cose alrededor del pecho un odre de cuero inflado. Un rudimentario salvavidas que puede mantenerle a flote. Al menos un tiempo, antes de que la hipotermia acabe con su vida.

Cuando Juana ve lo que están haciendo con Felipe, decide darle una lección.

DIGNIDAD O LOCURA

Juana se dirige a su camarote. El barco sigue atado al velamen del palo mayor. Mientras las olas lo sacuden, ella, muy tranquila, se quita el traje a la flamenca. Ordena que le traigan recado de coser y se prepara para hacer historia.

Ante la mirada desconcertada de su servicio, Juana va cosiendo todas sus joyas a su mejor vestido. Un vestido castellano. Cuentan que dice que «para ser reina, hay que saber vivir con dignidad real, pero también hay que saber morir como una reina». Cuando encuentren su cadáver, no habrá lugar a dudas. Ella es Juana I de Castilla, hija de Isabel I de Castilla y de Fernando de Aragón: «Y seré enterrada como reina, como católica y como castellana».

En cubierta, Felipe maldice su suerte. El odre de cuero inflado apenas le deja moverse. Solo puede aferrarse a su barandilla. Frente a él, un montón de hombres agazapados, atados con cuerdas para no salir despedidos por la borda. Uno de ellos, un joven, se le queda mirando descaradamente, a él, al Duque de Borgoña. El joven le mira con la boca abierta. Se suelta una mano de la cuerda y se santigua. Los hombres apilados junto al joven giran la cabeza. Todos le miran a él. Y se santiguan. Felipe llega a pensar que ya está muerto. Y entonces se da cuenta de que toda la cubierta está mirando al mismo punto. No le miran a él. Miran a su espalda.

Como puede, muerto de pánico, se da la vuelta. Y la ve, allí está, de pie, en la popa. Juana I Trastámara, legítima heredera de la corona de Castilla. Erguida, solemne, vistiendo su mejor traje, de un azul oscuro como el mar que quiere devorarlos, y llevando encima todas sus joyas. En ese momento, todos estos hombres asustados son conscientes de que viajan con una reina. La reina de Castilla.

Felipe mira a Juana. Y se ve a sí mismo. Con un flotador de cuero. Y la camisa pintada de brea. Y la odia. Más que nunca. La odia con todas sus fuerzas. Juana conoce esa mirada. Después de esos ojos siempre viene la venganza en privado. El encierro, los golpes, los gritos. Pero, esta vez, le da lo mismo. Se ha salido con la suya, le ha dado una lección de dignidad real, le ha enseñado cómo se comporta una reina en una situación desesperada.

El tiempo se detiene en la cubierta. Algunos lo ven como un milagro, una aparición, la mismísima Virgen del Mar del Norte, aparecida para salvarles. Otros lo ven como un síntoma más de la locura de la reina Juana. Porque hay que estar como una regadera para pretender morir con dignidad en medio de una tormenta como esta.

En ese momento, un marinero se juega la vida para intentar salvar el barco. Se tira al agua con una cuerda atada a la cintura y un cuchillo en la boca. Llega hasta la vela, que sigue haciendo peligrar el barco, corta todos los cabos, uno a uno, y libera el barco.

Cuando regresa a cubierta, allí, está ella, su reina, su señora. La encarnación de Dios en el mundo. Es un milagro. Dios ha tenido a bien salvarles.

Ahora hay que intentar llegar a buen puerto.

REHENES EN INGLATERRA

La flota se ha hecho añicos. Su nave, sin palo mayor y sin velamen, apenas es maniobrable. Se han perdido muchos barcos. Y muchos hombres. Aquello es un desastre. Felipe ha empezado con mal pie la carrera más decisiva de su vida. Endeudado, perdido, asustado y humillado por su esposa. Para qué quieres más.

La tormenta les ha empujado hacia Inglaterra. Tierra a la vista. Hay que parar y hacer reparaciones. Una escala que ya conoce Juana de su primer viaje a Flandes.

Al llegar a la costa, son muy mal recibidos. Los ingleses piensan que vienen en son de guerra. Pero, en cuanto Enrique VII, rey de Inglaterra, se entera de que han llegado los reyes de Castilla, los invita a la corte, donde podrán olvidar los trágicos momentos sufridos en el mar. Enrique VII tiene mucha pasta. Le gusta prestar dinero a otros monarcas. Precisamente, ha financiado parte de la flota de Felipe y ahora quiere agasajarles. Son sus invitados.

Felipe trata de encerrar a Juana, como en casa. Pero la corte inglesa no es la suya, y aquí se reclama la presencia de los dos. Juana asiste a todos los eventos, comportándose como lo que es, una princesa muy cuerda, ingeniosa e inteligente.

Felipe quiere salir por patas cuanto antes. Juana le está desmontando el chiringuito de su locura ante los ingleses. Cuando todo está listo, se despide de su anfitrión. El inglés, con toda su flema, le pregunta que a qué tanta prisa; que, ya que está aquí, como invitado, deberían hablar de un asuntillo que tienen pendiente. Felipe le dice que, aparte de devolverle el préstamo, no tiene ni idea de qué le está hablando. Enrique VII le refresca la memoria: «Quiero que me entregues al conde de Suffolk».

«Ahhhh, es eso», dice Felipe, que ni se acordaba del conde. No es más que un noble inglés que ha tenido sus más y sus menos con Enrique VII, ha huido de Inglaterra y ha pedido asilo a Flandes. Pues bien. Enrique VII quiere su cabeza. Felipe ni se lo piensa. Sin importarle la suerte de su protegido, le dice que vale. Que se lo entrega. Y pregunta si se pueden marchar ya. El inglés dice que ni de coña. Que no le vale con su palabra. Que no saldrá de Inglaterra hasta que el conde de Suffolk llegue de Flandes, grilletes incluidos.

Felipe se acaba de dar cuenta de que Enrique VII le tiene cogido por las gónadas. Eso sí. El inglés se encarga de que tengan una prisión dorada y se dedica a organizar festejos para agasajar a la parejita. Juana, al ver que las fiestas se alargan, se retira a la costa. Felipe se cabrea por el desplante de su esposa, pero a Enrique le ha gustado. Ojo, spoiler: cuando Juana quede viuda, Enrique le pedirá la mano con insistencia. Dirá que jamás la vio comportarse como una loca, sino todo lo contrario, como una reina prudente, graciosa y con majestad.

Pero, en fin. Entre enviar la orden, la detención y el traslado del reo, pasan casi tres meses. En cuanto llega el de Suffolk, se hacen a la mar.

El trono de Castilla les espera.