EL POBRE ALFONSITO

UNA BATALLA, UN NEGOCIADOR Y UN RESCATE

Dicen que la guerra civil es más bien una campaña de trifulcas, escaramuzas e insultos que, como dice Gila, no matan, pero desmoralizan. Dicen que alfonsinos y enriqueños solo se ven las caras en la batalla de Olmedo. Al frente de las tropas reales, Beltrán de la Cueva. Al mando de las tropas rebeldes, el arzobispo Carrillo. El gran ausente, Juan Pacheco, que anda peleándose por el maestrazgo de Santiago. Dicen que la guerra se limita a las tres horas que dura esta batalla.

Para algunos autores, Enrique le da pa’l pelo a los rebeldes y pone fin a la guerra. Según otros, el triunfo de Enrique no tiene ninguna repercusión. Para otros, la batalla queda en tablas y la guerra sigue su curso. Y algunos autores marcan la casilla que falta: las tropas de Enrique son vencidas, pero, gracias a la propaganda, convierten la derrota en una victoria. En definitiva, esto es como en las elecciones, que todo el mundo gana. Y así no hay quien se entere.

Sea cual sea el resultado, Enrique vuelve a sentarse a negociar con los rebeldes. La guerra civil, o lo que sea, se está haciendo muy larga, y ya no le apetece a nadie seguir batallando. En el proceso interviene hasta el papa. Pablo II, que es amiguete de Enrique, toma cartas en el asunto para colgarse la medalla de pacificador de Castilla. Encarga la misión a su mejor hombre, Antonio de Veneris. A nosotros nos da mucha risa por lo bajini, jijiji, que el negociador del papa se llame como uno de esos males que se cogen haciendo cochinadas. Sí, esas son las chorradas que nos hacen gracia, qué le vamos a hacer.

La intervención de Veneris resulta decisiva para acabar con la guerra. En cuanto llega, sienta cátedra: Enrique tiene razón, lo mires por donde lo mires; es el legítimo rey y debe ser acatado por todos. Alfonsito debe volver al redil con el título de príncipe y casarse dentro de unos años con su prima Juana. Enrique está de acuerdo. Solo quiere «huir toda discordia y rigor como aborrecible pestilencia».

Los rebeldes, lejos de alegrarse por tener un rey pacifista, mandan embajada a Roma. El papa se niega a recibirles si no vuelven a la obediencia de Enrique, su verdadero rey. Enfurruñados, los embajadores se marchan con el rabo entre las piernas y sin acatar la legitimidad. Pablo II sentencia, diciendo que siente mucho «que aquel príncipe mozo, por pecados ajenos, sería castigado con la muerte antes de tiempo». Qué infalibilidad, cómo se nota que es papa. Al tiempo.

Mientras todos andan en Olmedo, negociando, Juan Pacheco vuelve a hacer de las suyas: en un periquete, ataca Segovia a traición, la conquista en menos que canta un gallo y se lleva de allí a la católica Isabel. Pacheco quiere ganarse a la infanta para su causa, y le vende la moto de que aquello ha sido un rescate. En plan «me debes una», le concede la libertad. Un detalle que Isabel escribe con letras doradas: «Querido diario, el marqués de Villena mola. No te olvides nunca del día en que me sacó de Segovia». Un maestro, Pacheco, jugando a lo que más le conviene.

La católica Isabel se refugia en Arévalo, junto a su madre, Isabel la perturbada, un lugar seguro donde su hermano Alfonsito ha instalado su corte rebelde.

Ya vuelven a estar los tres juntitos. Y, ahora, ¿qué?

ALFONSITO EMPIEZA A MOLESTAR

En Arévalo reina el desasosiego. Claro, que las chicas de la corte de portuguesas despechadas no dejan de quejarse y la perturbada Isabel va gritando por el castillo lo de «Don Álvaro, don Álvaro». Así no hay quien viva.

La mayor parte del reino sigue considerando a Enrique como su único rey legítimo. Ni propaganda, ni rumores, ni cartas, ni beltranejismos, ni impotencias, ni farsas, ni batallitas. El pueblo quiere paz y quiere a su rey. Lo demás, empieza a molestar.

El pobre Alfonsito está perdiendo puntos entre los rebeldes. Pronto cumplirá los catorce años. Ya no es un niño. Y quiere tomar sus propias decisiones. A medida que el chico crece, la custodia se complica. Ya no es el rey pelele al que pueden manejar a su antojo. Alfonsito se está convirtiendo en un estorbo.

La católica Isabel, se supone, tampoco apoya la causa de su hermano. Pero cuando Alfonsito le concede el señorío de la villa de Medina del Campo, Isabel no dice, «oh, no, bribón, no me hagas regalos a título de rey, que los dos sabemos que no lo eres». Tampoco disimula con un «no me vengas con regalitos, que sabes que no me gustan». Isabel acepta el señorío y toma posesión antes de que se seque la tinta del documento en que se lo han concedido.

Juan Pacheco, después de rescatar a la católica Isabel, vuelve al lado del rey. Un noble de la época viene a decir que el marqués de Villena, con un pie en el hombro de Enrique y otro en el de Alfonsito, «nos riega a todos en derredor con inmundo líquido». Enrique vuelve a sentarle a su lado, después de haber estado liándola parda durante los últimos años.

Empieza un nuevo baile de fichas. Los Mendoza, que se han mantenido leales a la corona, se mosquean con el rey, piden una garantía y se les entrega a la desdichada Juana. Ahora están obligados a defender a muerte su legitimidad, porque si no, su rehén no vale ni un maravedí. Ojo al dato, que traerá miga.

Como los Mendoza se han llevado a la niña, el arzobispo Fonseca se pide a la reina Juana. Ya vemos que los personajes de la corte son intercambiables, «sile», «nole», como los cromos. Fonseca instala a Juana en Alaejos, Valladolid, bajo la atenta vigilancia de un sobrino suyo. Este dato, avisamos, es importante, porque, dentro de un rato, la reina nos va a dar un disgustazo. Pero todavía no.

Con todos estos movimientos, Enrique va y gana Toledo para su bando. Así que al pobre Alfonsito y a la católica Isabel se les acaba el chollo de Arévalo. Ya no pueden quedarse más tiempo en casa de mamá. Es el momento de tomar las riendas, de coger el toro por los cuernos, de enfrentarse con la realidad. Alfonsito y la católica Isabel salen en dirección a Ávila, ciudad muy leal a su causa. La idea es organizar desde allí la reconquista de Toledo.

Pero no van a llegar.

CUIDADO CON LAS TRUCHAS

De nuevo, el azar, la divina providencia o el veneno cambian el curso de la historia. A un tiro de piedra de Ávila, en la villa de Cardeñosa, el pobre Alfonsito cae enfermo. De repente. Unas fiebres. O algo así.

El médico dice que las fiebres le han dado por culpa de unas aguas contaminadas. También se habla, cómo no, de la peste, aunque el médico asegura que no tiene el más mínimo síntoma. Y, como tercera opción, elija usted la que quiera, se habla de una indigestión de trucha podrida que comió ayer; si es que a quién se le ocurre.

En principio, la cosa no es como para rasgarse las vestiduras. Son solo unas fiebres y dolores en el vientre. Y Alfonsito es joven, fuerte y sanote. Pero la enfermedad es tenaz, y ahora los médicos empiezan a decir que la cosa pinta muy malamente.

La católica Isabel no puede hacer nada más que cuidar a su hermano lo mejor que sabe y ayudarle a morir bien, nunca mejor dicho. Bueno, la verdad es que no pierde el tiempo; entre una oración por la salvación de su cuerpo y otra oración por la salvación de su alma, Isabel saca un rato y envía una carta para sondear a las ciudades, para saber qué puede esperar de ellas cuando llegue el fatal desenlace. En la carta recuerda que, en caso de que a Alfonsito le pase algo, «la sucesión de estos reinos y señoríos de Castilla y León, pertenezcan a mí como su legítima heredera y sucesora que soy». Desde nuestro humilde parecer, mientras Alfonsito está luchando por quedarse en este mundo, la católica Isabel parece que está pensando en heredarle.

Presa de agudos dolores, el pobre Alfonsito abandona este valle de lágrimas sin enterarse ni cómo ni por qué. Es el 5 de julio de 1468. Tiene catorce añitos y seis meses. Y ha reinado durante algo más de tres años.

Otra muerte repentina y oportuna. Tan repentina y oportuna que hay teorías para todos los gustos. Los cronistas de la corte católica confirman lo del veneno. En la versión oficial, el culpable es Juan Pacheco, el malo malísimo de esta historia. El móvil: cumplir la promesa que hizo a Enrique de librarle de su enemigo.

En 2007, en plena era CSI, la Universidad de León tuvo acceso a los restos de Alfonsito y le practicaron un análisis toxicológico. No encontraron veneno. Mala suerte. Los restos estaban en tan mal estado que no se puede descartar el envenenamiento. La ponzoña de la trucha puede haber sido indetectable. Quinientos años después, el caso sigue abierto.

La versión que más nos seduce es la que especula con que la católica Isabel, sangre de su sangre, le haya puesto un veneno suave en la trucha. Este es el segundo muerto sospechoso que le toca de cerca. Anticipamos que no será el último. Es probable que quiera quitárselo de en medio y subir un escaloncito en el orden sucesorio. Por delante ya solo le queda su sobrina, la desdichada Juana.

Seguro que también puede con ella.

LAS TRÁGICAS CONSECUENCIAS

Menudo jaleo se monta en el reino con la muerte de Alfonsito. Como en el juego de las sillas, todos andan corriendo como locos intentando no quedarse fuera.

Castilla está cansada de guerras. Llevamos cuatro años de conflicto. Y, encima, esta extraña muerte dinamita el arreglo matrimonial entre Alfonsito y Juana, el happy ending de la película que se había montado para poner fin a la crisis. Ahora, claro, el bodorrio entre Isabel y Juana, por razones de género, como que no vale. Todo el mundo se teme que la guerra continúe.

Enrique lo pasa fatal y llora desconsolado, «así por ser mi hermano como por morir en tan tierna e inocente edad». Al menos, dice, esto debería servir para traer la paz de vuelta a Castilla. Es hora de pasar página. Olvidar el pasado. Sin reproches. Por si las moscas, le dice a los rebeldes que ni se les ocurra calentar la cabeza de la católica Isabel con el título de reina. Ya veremos.

Al bando rebelde le quedan dos telediarios. Sin Alfonsito, la Liga pierde fuelle y está a punto de irse al garete. Muchos nobles cambian de chaqueta y vuelven con Enrique. Otros esperan, a ver qué pasa. Si es que pasa algo…

Isabel no tiene tiempo de llorar a su hermanísimo. En cuanto muere, envía otra carta a sus leales en la que les convoca para decidir lo que hay que hacer «según convenga a servicio de Dios y mío», «legítima heredera y derecha sucesora de estos reinos». Más claro, agua: ella es la única y legítima sucesora de Alfonsito. Si su hermano era Alfonso XII, ella es, por derecho, Isabel I.

El arzobispo Carrillo lo tiene claro. Es de los que piensan que, ya que están hasta el cuello, lo mejor es seguir hasta el final. A falta de Alfonsito, la única carta que les queda es la católica Isabel. Quiere proclamarla reina de Castilla. Cuanto antes.

Y mira que enreda Juan Pacheco. Es de los que saben jugar bien sus cartas. No se sabe cómo, empieza a culebrear en uno y otro bando. Como un malabarista consumado, maneja con la diestra los hilos de Enrique y con la siniestra, los de Isabel. A los dos les dice lo que quieren oír. A Isabel, que si quiere la corona, tiene que estar calladita y esperar a ver si suena la flauta. A Enrique, que si quiere la paz, tiene que dejar el asunto en sus manos. Pacheco está en su salsa, ahí, mamoneando con el uno y con la otra, jugando al tira y afloja y fabricando amenazas que solo él puede controlar. Los clásicos que siempre le han funcionado para tener las llaves del reino.

Isabel tiene todas las cartas sobre la mesa. La oferta de Carrillo, la de Pacheco y la de Enrique. Está esperando noticias del reino, y las que le llegan son alarmantes. Solo un puñado de ciudades le declaran su inquebrantable adhesión. Se está quedando sola. Y eso no es bueno.

Ahora no sabe qué hacer. Solo hay una cosa que tiene claro.

Quiere la corona, cueste lo que cueste.

EL REY CANSADO

Son malos tiempos para Aragón. Juan II, pobrecito mío, está cansado. Tiene sesenta y tres años. Se está quedando ciego por culpa de las cataratas. Y se siente solo. Acaba de enviudar de su segunda esposa, Juana Enríquez. Se había casado en 1441, capicúa. Entonces tenía cuarenta y seis años; Juana, que era monísima, veintiuno.

Durante todo este tiempo, Juana Enríquez ha sido su principal consejera. Eso quiere decir que mandaba mucho. Se ganó a pulso su posición durante la trifulca con el hijo mayor de Juan II, Carlos, príncipe de Viana, que les había salido respondón. Allí se juntaron el hambre con las ganas de comer: Carlos estaba como loco por colocarse la corona de su padre. Y Juana Enríquez estaba como loca por quitárselo de encima, para que la corona acabara sobre la testa de su hijo Fernandito. Cosas de familia. A juzgar por los resultados, al final ganó Juana Enríquez. Carlos acabó envenenado y Fernando, de príncipe heredero. Se ve que Dios también estaba de su parte.

Ahora Juan II lo está pasando fatal. Tiene a Cataluña levantada en armas. Las arcas del reino están vacías. Las Cortes cada vez ponen más pegas a la hora de aflojar la mosca. Y anda con el agua al cuello. Juan II se ha aliado con Francia para controlarle el reino, y le ha salido por un pico. Ha tenido que entregarles la Cerdaña y el Rosellón. Aragón necesita aliados que le ayuden a ganar las guerras de una vez por todas y, a ser posible, que le ayuden a recuperar lo que le han quitado los franceses.

A pesar de estar viejo, cansado y solo, Juan II es un tipo astuto. Un marrullero. Sabe reconocer una buena oportunidad. Y los jaleos en Castilla podrían ser lo que estaba buscando. Castilla tiene los hombres y el dinero que a él le hacen falta. Los vecinos están pasando por un buen momento. Necesita, sea como sea, aliarse con ellos.

Antes de morir Alfonsito, Juan II había enviado a uno de sus hombres de confianza, el condestable de Navarra, Pierres de Peralta, una especie de Señor Lobo aragonés. Peralta se dio cuenta enseguida de que el que maneja el cotarro en el reino es el marqués de Villena. Si quieren estrechar lazos con los vecinos, hay que casar a Fernandito, el futuro rey Católico, con Beatriz Pacheco, la hija del marqués. A Juan II, en principio, el plan le pareció bien. A Pacheco, no hay ni que decirlo; su hija será madre de reyes. A estas alturas, todavía nadie había pensado en la católica Isabel como candidata al trono de Aragón.

Pero la muerte de Alfonsito lo cambia todo. A Juan II se le encienden los ojillos con la posibilidad de casar a su Fernandito con la princesa de los rebeldes.

Esta boda es, precisamente, la oportunidad que estaba esperando.

Y no está dispuesto a dejarla escapar.