LA PASIÓN DE ENRIQUE IV

EL DESLIZ DE ALAEJOS

Enrique se nos viene abajo. Se produce lo que podríamos llamar su definitivo desplome moral. Le da un vahído cuando se entera, suspira desesperadamente y siente que su virilidad vuelve a tambalearse por culpa, culpita, de un amor adúltero y clandestino que le ha salido a la reina. Hay que joderse con la reina Juana.

La cosa podría haberse forjado tal que así: un campesino, al amanecer, vio a la reina paseando por los alrededores de Alaejos, acompañada, quizá, de un joven; la pareja salió al trote internándose en el boque campo a través, o es posible que siguieran la calzada empedrada al galope, no está seguro. Lo que más adelante vio una anciana que andaba recogiendo el guano de las gallinas a la puerta de su casa fue a la pareja, él, buen mozo y guapetón, ella, con cara de espanto o de lascivia, no es capaz de precisarlo, alejándose de Alaejos a uña de caballo. Un pastor de cabras tuerto que andaba preparándose unas migas manchegas para combatir el hambre de mediodía se atreve a asegurar que vio a la pareja besándose en un claro del bosque, incluso apostaría el ojo que le queda que la dama era la reina y que el joven guapetón era don Pedro, Pedro de Castilla el Mozo, bisnieto bastardo de Pedro I el Cruel, o el Justiciero, y sobrino del arzobispo Fonseca, aunque no lo vio con claridad dado su justificado impedimento para captar nítidamente las formas en la lejanía. Una novicia que volvía al convento por los caminos, después, dice, de escuchar misa de siete en la Iglesia del Salvador, o vaya usté a saber de dónde venía, asegura que la reina y don Pedro se detuvieron a charlar con ella para preguntarle, muy educadamente, si el lugar en el que estaban era Cuéllar o si sabía dónde quedaban los dominios de don Beltrán de la Cueva; la novicia es incluso capaz de tomar el nombre de Dios en vano y jurar ante la Biblia que eran ellos, que la reina estaba embarazada y que don Pedro el Mozo la tomaba afectuosamente de la mano mientras la conversación con ella, aunque nunca ha visto a la tal reina ni al tal don Pedro ni sabe cómo son y es probable que en su testimonio influyan bastante los cinco maravedíes que le dio un caballero vestido de arzobispo por contar esta historia. Al llegar el cuento a oídos de la corte, la mujer, sin duda alguna, es la reina que, mira tú qué escándalo, está preñada de los hijos gemelos de don Pedro, así se escribe la Historia.

Recapitulando, que es gerundio. Las crónicas cuentan que cuando Enrique llama a su esposa para que se presente en la Corte segoviana, está embarazada. El hijo que espera es, esta vez sí, y sin posibilidad alguna de discusión, fruto de una pasión adúltera. Enrique y Juana viven separados desde hace más de nueve meses. La reina, veintiocho añitos, en la flor de la edad, tratada como un cromo, entregada al arzobispo Fonseca, desconcertada y desvalida, sucumbe al único amor que conoce, su amante, su amigo, el tal don Pedro del que ya se ha hablado. Por eso la reina Juana, antes de enfrentarse a su deshonra, prefiere fugarse de Alaejos. Sale por la ventana, se descuelga en un cesto atado con una cuerda, se deja resbalar por la muralla y cae aparatosamente antes de llegar al suelo, produciéndose heridas varias, sin mayores consecuencias. La reina y don Pedro se refugian en Cuéllar, una villa de Beltrán de la Cueva. La elección parece poco apropiada, a juzgar por los antecedentes. Pero esta es la versión oficial de los sucesos narrada por los cronistas isabelinos. El famoso desliz de Alaejos.

O, quizá, solo es un nuevo camelo malintencionado.

LAS MIL VERSIONES DEL DESLIZ

Es tan repentino y oportuno lo del desliz de Alaejos que hay historiadores que piensan que todo es un invento de los enemigos de Enrique, un disparo en la línea de flotación de la legitimidad de la desdichada Juana y una historia más de la campaña de propaganda orquestada contra ella.

También hay quien asegura que, por lo que se ve, el fruto de las infidelidades de la reina está documentado en forma de gemelos, Andrés y Apóstol (Pedro), que aparecen oportunamente señalados en un par de fuentes como «los hijos de la reina Juana». Y estos hijos de la reina a veces son hermanos y a veces son gemelos. Eso dicen. Nosotros ni quitamos ni ponemos desliz.

También hay algunas variantes extraordinarias e incómodas en la narración de los hechos. Se cuenta, ¡qué fuerte, qué fuerte, qué fuerte!, que el arzobispo Fonseca le ha estado tirando los tejos a la reina durante su cautiverio de Alaejos. Otros dicen que no era solo pasión, que el arzobispo «perdió el seso» por la reina y se enamoró locamente de ella. Incluso hay quien va más lejos y llega a insinuar que la reina es tan fácil que pasan a mayores. De dejarse llevar a atribuir la paternidad de los gemelos al mismísimo Fonseca, va solo un paso, que algunos autores se atreven a dar. Aunque otros aseguran que el arzobispo no logra culminar sus propósitos afectivo-pasionales y que, uy, uy, uy, uy, esta negativa dispara el odio visceral entre los dos personajes. Ya se sabe, del amor al odio hay un desliz de Alaejos.

Nos gusta mucho una versión que cuenta que la única razón por la que la reina se fuga de su prisión de oro es escapar de Fonseca. Lo del embarazo clandestino no existe sino en la imaginación despechada del arzobispo, que, tirando del hilo de los rumores beltranejos, se empeña en hacer correr el bulo de los gemelos para dar rienda suelta a sus más bajos instintos de venganza. A saber.

Nosotros no vamos a ser menos y, ya puestos, como hacen otros, improvisamos una teoría conspiranoica, que siempre son más comerciales, y vemos la mano negra de algún enemigo de Enrique, aflojando la mosca, comprando la voluntad de Pedro el Mozo, sobrino del arzobispo, para que, en plan chulochueca, busque la oportunidad de hacer caer en la tentación a la reina cautiva Juana, una mujer con un desenfrenado amor por la vida y pocas satisfacciones amatorias a la vista en la prisión melancólica de Alaejos.

Porque otra de las versiones, que sirve de colofón a la nuestra, asegura (¿qué me estás contando?) que Pedro el Mozo, poco después de encintar a la reina, la deja más tirada que una colilla, es un decir y, lo sabemos, una comparación anacrónica que lo mismo no satisface plenamente a quien nos lea, qué le vamos a hacer.

Pero, en fin. Sea como sea, parece que los amoríos, el embarazo, la fuga precipitada y los gemelos de la reina Juana, o su rumor malévolo, modifican sustancialmente el escenario de las negociaciones.

Enrique está herido en su mismísima virilidad.

LAS TEORÍAS DE ALAEJOS

Este capítulo perjudica seriamente su salud. La de Enrique, decimos. Deja su dignidad a la altura del betún. Si a su virilidad le quedaba algo de reputación, acaba de perderla. Y es la puntilla definitiva a la causa de la desdichada Juana. Qué conveniencia tan oportuna.

En esta época, el adulterio de la mujer está castigado con la pena de muerte. El marido burlado tiene derecho a aplicarla; incluso la obligación: si no lo hace, la ofensa caerá sobre él y sobre su familia. El adulterio salpica al marido, que solo se podrá liberar de que le llamen cornudo si acaba con la vida de la mujer infiel y de su amante.

A Enrique se le llevan los demonios. Al fin y al cabo, los cuernos tienen mucho que ver con Satanás. Al diablo se le representa con cuernos o como macho cabrío. No es casualidad que al marido ultrajado se le llame cabrón ni que se le pongan cuernos imaginarios. Ahora Enrique es un rey endemoniado, encabronado y cornudo.

Aunque el desliz de Alaejos, o su rumor, no demuestra que la desdichada Juana sea hija bastarda, ya se sabe lo que pasa por una vez que maté un perro. Para más inri, vuelven a poner a Enrique en el disparadero de los rumores y el cachondeo. Su primera esposa le ha dejado marcado con el sambenito de la impotencia y el hechizo. Su segunda mujer le ha coronado la real testa con unos cuernos endiablados y dos hijos que no son suyos. Enrique, dicen, va perdiendo la paciencia para aguantar más de lo mismo, que ya ha tenido suficiente.

Es probable que el desliz de la reina, si es que ha existido, contribuya a derrumbar las últimas resistencias que podía ofrecer Enrique ante el golpe de estado sucesorio que se le viene encima. Es posible que todo este asunto nos ayude a entender un poquito mejor, quizá, por qué Enrique acaba convirtiendo a Isabel en su legítima sucesora al trono de Castilla. Aunque somos de los que pensamos que todo este asunto de Alaejos es, ya se ha dicho, un montaje de Isabel y sus secuaces para desprestigiar a la desdichada Juana.

Pero, con desliz o sin desliz, la verdad es que no hay por dónde coger a Enrique. No hay quien entienda por qué acepta entrar en un proceso que supone una humillación moral para él y su familia. Un proceso que le lleva a asegurar en un documento firmado que su hija Juana es ilegítima.

Y, precisamente, en un momento de confusión en el bando Alfonsino, cuando acaban de perder a su rey, cuando tienen a Villena jugando a dos bandas, cuando los rebeldes están dando la espalda a Isabel, cuando el reino quiere acabar de una vez por todas con este asunto, cuando Enrique podría asestar el golpe definitivo, cuando podría desatar una guerra que, tal como están las cosas en el bando de Isabel, debería ser rápida.

Enrique sabe que solo hay dos maneras de lograr la paz en el reino. La guerra o la humillación. No le gustan las guerras. Solo le queda aceptar su propio sacrificio.

La pasión de Enrique IV de Castilla.

EL SUICIDIO DE UNA ESTIRPE

Una vez superado, es un decir, el berrinche del desliz de la reina, se logra un principio de acuerdo, en el que figuran los tres puntos necesarios para lograr la paz, a saber: uno, Isabel se sale con la suya y se le reconoce como princesa sucesora; dos, los hermanos y sus respectivos bandos se reconcilian; y tres, todos se someten a Enrique. Eso es todo. Allí en medio, como las lonchas de un bocata, la letra pequeña y los vericuetos de la cláusula matrimonial.

Se fija la fecha y el lugar del encuentro el 19 de septiembre en la explanada de Guisando, cerca de Ávila, la sede de Isabel; a Enrique le toca hacer el viaje más largo en señal de cortesía. Hasta en eso se la cuelan. Ya está todo preparado para lo que conocemos como el Pacto de los Toros de Guisando.

Este acuerdo se puede resumir más o menos así: «Por el bien y sosiego del reino», todos reconocen que Enrique es el legítimo rey. Para que el reino no se quede «sin legítimos sucesores del linaje» del rey, y puesto que la católica Isabel «puede casar y tener generación», no queda más remedio que aceptarla como heredera del trono.

Una vez jurada como princesa, Isabel se trasladará a la Corte, donde quedará bajo custodia de Enrique, del marqués de Villena y del arzobispo Fonseca. La católica Isabel se compromete a casarse con quien se le diga «y no con otra persona alguna»; pero, eso sí, «de voluntad de la dicha señora infanta», su as en la manga.

Como ya hemos visto, este chanchullo está justificado porque Enrique «no fue ni pudo estar legítimamente casado» con la reina Juana. Se le obliga a hacer «divorcio y separación», enviando a la reina Juana de vuelta a Portugal.

Se dice expresamente que la reina Juana «de un año a esta parte no ha usado limpiamente de su persona». La reina ha sido mala desde hace un año, no antes; cuando nació Juana, la reina todavía era fiel. No hay duda de quién es su padre.

El documento se refiere a la desdichada Juana como «la hija de la reina». En ningún momento se dice que sea bastarda o adulterina. Hasta que se acuerde para ella un matrimonio conveniente, se quedará tranquilita en la Corte, en poder del rey, su padre, que será quien decida qué hacer con ella.

Lo dicho. A Enrique se la cuelan. Se la dan con queso. Se mete solito en la boca del lobo. Se humilla públicamente. Ofende a su esposa. Insulta a su hija y la deja compuesta y sin trono. Ríete tú del enigma de las pirámides de Egipto. ¡Esto sí que es un misterio!

Porque podríamos pensar que, a última hora, Enrique tiene un momento de sensatez y se echa para atrás. Pero no. Aquí les tenemos. Día 18, por la mañanita. Isabel firma el acuerdo en Cebreros y se convierte en princesa de Asturias y heredera del reino.

Enrique lo firma en Cadalso de los Vidrios. Acaba de firmar el suicidio de su propia estirpe.

EN LA EXPLANADA DE GUISANDO

Es curioso. No se conserva el original del documento que se va a leer en Guisando. Solo existen algunas copias. Hay autores, tal que Vicens Vives, que insisten en que estas copias son más falsas que un billete de seis euros con la cara de Esperanza Aguirre. Es imposible que Enrique acepte un acuerdo en el que se dice que su mujer es infiel y que su matrimonio y su hija son ilegítimos. Raro, raro, raro.

Isabel sale de Cebreros acompañada del arzobispo Carrillo, que lleva ganas de liarla. No piensa besar la mano del rey hasta que no jure a Isabel como princesa. Más o menos a la misma hora, Enrique sale de Cadalso, con Juan Pacheco a su derecha. Por allí sopla el arzobispo Fonseca. Los Mendoza ni están ni se les espera.

Las dos pandillas se encuentran en la explanada de los Toros de Guisando, a los pies del monasterio de los Jerónimos, en el término municipal de El Tiemblo. A estas alturas, el pescado está vendido. No hay nada que tratar. El acuerdo ya está firmado. Lo que van a hacer es solo una puesta en escena. Un teatrillo. La foto del pacto. Como la Farsa de Ávila, pero en plan buen rollo. La imagen de la reconciliación que tiene que recordar todo el reino.

Pacheco ha rodeado la zona con un montón de hogueras para que los rebeldes piensen que tienen un gran ejército esperando acontecimientos. La treta funciona.

Isabel llega montada en una mula. Carrillo le lleva las riendas. Cuando ve al rey, se baja de la mula, se dirige hacia él y hace amago de besarle la mano. Enrique no se lo consiente; levanta a su hermana y la abraza. Este gesto también está pactado. Pretende dar a entender que los dos hermanos vuelven a quererse. Pamplinas.

Tras el abrazo de pacotilla, toma la palabra el legado Veneris. Refrescamos un poco la memoria. Este tipo llega a Castilla en el capítulo de El pobre Alfonsito. Le envía Pablo II, que es amiguete del rey. Viene con plenos poderes para atar y desatar las cosas de Enrique, tal como se le ha mandado. Puede anular juramentos, conceder dispensas y arreglar matrimonios. Entre otras cosas, viene para arreglar lo de la boda ilegítima de Enrique y Juana. Sin embargo, de repente, Veneris da un bandazo y, sin venir a cuento, se pasa por el arco de triunfo las órdenes de su jefe del Vaticano, le da la espalda a Enrique y se cambia de chaqueta para atar y desatar las cosas de Isabel. Ay, el poder de la oración. Un poco más adelante contamos el milagro que ha hecho cambiar de opinión al mismísimo legado papal. Ahora, cerramos el paréntesis y seguimos con el pacto de Guisando.

Gracias a sus superpoderes vaticanos, Veneris anula todos los juramentos que impidan realizar este acto. Amén. Ahora, libres de cargas, hay que jurar de verdad de la buena. Los rebeldes, a Enrique. Y Enrique, a Isabel. La toma por hija y la declara sucesora suya. Hala. Carrillo ya puede besar la mano de Enrique y poner punto final a lo de Guisando.

La desdichada Juana pierde de un plumazo su honor y sus derechos. La católica Isabel ya tiene lo que quería: sus papeles y su herencia.

La paz ha vuelto a Castilla.