EN LA CORTE DE OCAÑA

CALMA CHICHA EN OCAÑA

Cumpliendo su parte del trato, la recién jurada princesa de Asturias se instala en la Corte. En Casarrubios del Monte, al rey le sale la vena literaria, saca la pluma y manda dos cartas al reino. En la primera, anuncia que la guerra, por fin, ha terminado y, aprovechando la presente, recuerda a los rebeldes que quedan que el que manda en el reino ahora es él y solo él, así que, todos a obedecerle. En la segunda, que es la que tiene miga, ordena que se reconozca a Isabel como princesa heredera, para que el reino no se quede sin «legítimos sucesores de nuestro linaje». De la autenticidad de esta carta no hay ninguna duda. Es la prueba que exhiben los defensores de Guisando para decir que allí no se ha manipulado nada. Nosotros, a callar. Más de quinientos años de enigmático misterio impenetrable no se van a resolver en estas páginas.

Luego los hermanos se instalan en Ocaña, a un tiro de piedra de Toledo. La villa pertenece a la Orden de Santiago y Juan Pacheco, por fin, ha conseguido el título de maestre. Ocaña cuenta con todo lo que hace falta para controlar a Isabel. Cualquiera podría pensar que Pacheco ha tendido una tela de araña para atraparla. Incluso que la tiene presa en sus redes. Pero, no. La realidad es mucho más sencilla.

Digan lo que digan, Isabel está en la gloria. Por primera vez en mucho tiempo, gracias a las donaciones de Enrique, cuenta con las generosas rentas que le proporcionan el principado de Asturias y otras villas, tal que Medina del Campo. Y tiene su propia casa, dirigida por su gente de confianza, unos tipos muy jóvenes y muy listos, que vienen de la pequeña nobleza y han pasado por la Universidad.

Según el pacto, ahora le toca mover ficha a Enrique. Tuya, mía. Lo de Guisando es, como si dijéramos, un contrato privado. Ahora, si quiere que la tomen en serio como princesa, la tienen que jurar en Cortes. Y Enrique tiene que convocarlas.

Lo que pasa es que el marqués de Villena, que ha estado mostrando su mejor sonrisa durante las negociaciones, sigue cabreado con lo de la boda de su hija y sigue sospechando que Isabel es la candidata aragonesa. La mejor defensa es un buen ataque. O una buena carambola. Si consigue que Isabel se case con Portugal, no podrá casarse con Fernando. Si Fernando se queda libre, a lo mejor Juan II se replantea lo de Beatriz. Isabel tendrá su juramento como princesa cuando acepte la boda con Alfonso V. Mientras tanto, no hay Cortes.

Isabel y el arzobispo Carrillo ven que el temita pinta mal, se ponen en contacto con un notario y le mandan los papeles de Guisando para que, si eso, vaya haciendo una copia, por si las moscas.

A todo esto, la cosa se va calentando en el reino. Diez días después de lo de los Toros, los Mendoza siguen cabreados, hacen pandilla alrededor de la desdichada Juana, defienden que es hija legítima de Enrique y dan fe de que el matrimonio en el que ha nacido está legitimado por los papas. Se quejan por escrito de la farsa de Guisando, pillan cuatro clavos, un martillo y un bocata para la merienda y se plantan a la puerta de la iglesia de Colmenar de Oreja para clavar el papel.

Parece que la paz en Castilla no está tan cerca como pensábamos.

HAY QUE CASAR A LA PRINCESA

Desde lo de Guisando, la mano de la católica Isabel se cotiza al alza. Le salen pretendientes a tutiplén, por toda Europa. Por aquí, haciendo cola, vemos a Ricardo de Gloucester, duque de York, que más tarde será Ricardo III de Inglaterra, el personaje malísimo, feo y jorobado de la tragedia de Shakespeare, ese que muere recitando lo de «¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!». También está el duque de Guyena, hermano de Luis XI de Francia.

Pero, para lo nuestro, solo nos interesan dos. En el lado izquierdo del ring, según se mira el mapa, con el apoyo de Enrique, del marques de Villena y de la política internacional de Castilla, sentado en el trono de Portugal, ¡Alfonso V, el Africano! En el lado derecho, con el apoyo de Juan II de Aragón y el arzobispo Carrillo, calentando la banda para sentarse en el trono de su padre, ¡el príncipe Fernandito!

Conviene saber que las reglas del juego son muy sencillas. Las bodas reales son una cuestión de Estado. Príncipes y princesas son educados para sacrificarse por el bien de la Corona. Sus matrimonios se conciertan por razones políticas. A nadie se le ocurre discutir eso. Príncipes y princesas, nobles e, incluso, plebeyos; todo el mundo sabe que la política matrimonial de la familia no se discute.

Enrique lo tiene claro. Portugal es el mejor aliado para Castilla. Sus proezas en el Atlántico, sus nuevas rutas y sus conquistas en África le hacen soñar a Enrique con un imperio colonial castellano. Las instituciones portuguesas se adaptan mejor a las de Castilla que las aragonesas y Portugal es un reino más rico que Aragón. Isabel se ha criado en la corte de portuguesas despechadas hablando en portugués, así que domina perfectamente el idioma. Enrique tiene razón. Es mucho mejor que Isabelita se case con el portugués.

Enrique también tiene claro que Aragón es un mal compañero de viaje. Es el enemigo tradicional de la corona de Castilla. Muchos nobles se han forrado a costa de las tierras que han expropiado a los infantes de Aragón y verían fatal que volvieran. Y, tal como está ahora Juan II, solo puede aportar sus problemas con Francia. Ya se ha contado que Juan II necesita desesperadamente la alianza con Castilla.

Respecto a la eterna cuestión de la unidad de destino en lo universal, la perspectiva histórica de Enrique le hace saber que Lusitania fue tan Hispania como la Tarraconensis. Portugal siempre ha sido uno de los cinco reinos cristianos de España, junto con León, Castilla, Aragón y Navarra. Si el objetivo es unir España, aliarse con Portugal vale tanto como hacerlo con Aragón.

Villena también lo tiene claro. Así que todos tan contentos. Se da el pistoletazo de salida a los preparativos para concertar la boda portuguesa, se estrechan los lazos con el reino vecino y se empiezan a gestionar en Roma todos los papeleos, bulas y dispensas que hacen falta para casar a la parejita.

Cuando Carrillo se entera de que la quieren casar con Alfonso V, pone el grito en el cielo. Pierde los papeles. Y busca soluciones. Hay que darse prisa. Esto solo puede arreglarlo Pierres de Peralta. «Hola, Señor Lobo. Estoy metido en cierto problema».

LA SOLUCIÓN PERALTA

Peralta, el Señor Lobo de Aragón, se deja caer por Ocaña para hacerle una visita a Isabel. Ha llegado el momento de proponerle oficialmente y en secreto lo del matrimonio con Fernando. Se dice que Peralta trae un retrato en miniatura del príncipe, y que Isabel, al verlo, se lleva un chasco, qué se le va a hacer. Fernandito no es precisamente un Adonis. Y eso que el dibujito le saca mucho partido. Pero ni por esas. Isabel agradece la oferta, hace una reverencia cortés y se retira a sus aposentos para encontrar en la oración la respuesta que necesita.

Peralta mata dos pájaros de un tiro y, ya que está en Ocaña, se pasa a ver al legado Veneris, que prepara las maletas para volver a Roma. Es probable que no sea la primera vez que hacen negocios. Sin grandes rodeos, le cuenta lo importante que es para Aragón casar a Isabel y Fernando. Veneris le dice que llega tarde; Castilla y Portugal ya han pedido la bula, y no pueden dar dos bulas distintas para la misma novia. Cuestión matemática. Tras una conversación muy sabrosa, Veneris acaba entendiendo la trascendencia de este matrimonio. Se compromete a hacer todo lo que esté en su mano para conseguir que la boda se celebre.

Teniendo en cuenta que Peralta está excomulgado por haber participado en el asesinato de un obispo, es sorprendente la mano izquierda que tiene todavía con la gente del Vaticano. A estas alturas, no sabemos si pensar que este nuevo cambio de actitud es otro milagro propiciado por las oraciones de la católica Isabel o por la generosa contribución con que Peralta soborna al legado: la sede episcopal de Orihuela, la promesa de darle Tortosa en cuanto quede libre y una renta siciliana de mil onzas de oro anuales. Acabáramos. Ahora ya endentemos de qué pie cojea, y, probablemente, a qué se debe el cambió de actitud en las negociaciones previas a Guisando. Por una pequeña propina es capaz de violar los votos de pobreza y de obediencia. El de castidad ya lo dimos por perdido al ver lo que entre unos y otros le están haciendo a la desdichada Juana.

Esta misma noche, Peralta escribe en secreto a Juan II: «el legado está en todo». Por esta parte, no hay que preocuparse. Es el Señor Lobo. Soluciona problemas.

El marqués de Villena avanza en la boda portuguesa. Visita en Guadalajara a los Mendoza, que siguen bastante cabreados. Viene a traerles novedades. La propuesta portuguesa afecta también a la desdichada Juana. La idea es casar a Isabel con el padre y a Juana con el príncipe heredero, el futuro Juan II de Portugal. Este matrimonio dará a Juana la dignidad real que se merece. Los Mendoza se quedan un poco más tranquilos, se les pasa un poco el mosqueo y dan el visto bueno.

Poco después se celebra en Villarejo de Salvanés una reunión del Consejo Real en la que Pacheco explica cómo van los planes. Cuando el reino está revuelto, lo mejor es darle al pueblo un buen bodorrio que llevarse a la boca. Y este doble enlace castellano-portugués va a traer grandes alegrías. A los miembros del Consejo les parece estupendo. Cualquier cosa menos Aragón.

Parece que las aguas del reino van volviendo a su cauce.

A ver por dónde nos sale la católica Isabel.

LAS DUDAS DE ISABEL

A Isabel no le gusta Fernando. O, por lo menos, no le gusta su retrato. El arzobispo Carrillo le sugiere que mande a Zaragoza a alguien de confianza para echar un ojo al príncipe. El panegírico del espía tampoco le deja tranquila. Dice que es «de mediana estatura, bien proporcionado, moreno, con los ojos rientes, los cabellos prietos y, en general, todo él muy atractivo». Le da mucho bombo a sus dotes personales, a su fama de sosegado y a su inteligencia. Y le parece un punto a su favor que le hayan proclamado rey de Sicilia. Juan II, viejo zorro, le ha cedido el reino con todas sus rentas. Es verdad que Sicilia no es Portugal, pero, al menos, si se decide por él, la católica Isabel también podrá firmar como «Yo, la reina».

Carrillo no quiere sorpresas ni caprichitos de última hora. Hay mucha gente involucrada en este matrimonio y el arzobispo quiere que sea un éxito. Esta boda podría ser su gran triunfo. Así que toca seguir conspirando y explicarle a la católica Isabel de qué va esto. Fernando es el único varón de la línea joven de los Trastámara. Solo por ser varón, muchos le consideran primero en el orden sucesorio de Castilla. Lo mismo que pasó con el pobre Alfonsito. Si se casa con Fernando, se quita de problemas. A ver si después de todo lo que les ha costado librarse de Juana ahora va a aparecer un heredero varón y la liamos. Mirando en otros terrenos más prácticos, la boda con Aragón fortalecerá su causa, en caso de que a Juana le dé por reclamar lo que es suyo. Fernando es un gran militar. Y el ejército aragonés está curtido en mil batallas.

Como esta boda va de segundas intenciones, vamos a conocer las de Carrillo. Juan II y Fernando son aragoneses, y en Aragón las mujeres no pueden reinar. El marido es el legítimo propietario de la herencia de su esposa. Con Isabel en el trono de Castilla, Fernando reinará en beneficio de Aragón. Con los hombres castellanos, reforzará los ejércitos aragoneses. Con las riquezas de Castilla, financiará sus guerras en el Mediterráneo. Isabel solo será una marioneta al son que viene desde Aragón. Pero ella no lo sabe, todavía.

Isabel está hecha un lío. El angelito que toca el arpa sobre su hombro derecho le dice que tiene que hacer caso a su sentido común, a su sentido de la realeza y a Enrique. Tiene que casarse con quien le mandan. El diablo sobre su hombro izquierdo le dice que haga caso a sus consejeros, que la están volviendo loca con el tema aragonés. Ay, madre, vaya lío. Qué complicación. Menudo dilema.

Y, como siempre que está en un atolladero, Isabel se pone a rezar.

UN RAZONAMIENTO PARA ISABEL

Enrique y Pacheco siguen con los trámites. Ya han conseguido la bula. (Oh, oh, Veneris se está quedando sin su propinilla episcopal). Y Alfonso V comunica que ha mandado una embajada para ir solemnizando el matrimonio.

Cuando se entera de lo de la embajada, a Carrillo casi le da un chungo. Empieza la cuenta atrás. Y se le acaban las estrategias. Le pide a uno de esos consejeros jóvenes y universitarios que escriba para Isabel un Razonamiento que le haga salir del reclinatorio y, sobre todo, que le recuerde las ventajas que tiene elegir a Fernando. Si tiene que exagerar, que exagere. Pero que se lo deje claro. El bodorrio aragonés es lo que conviene. Y se le pide, literalmente, que no se escaquee «diciendo que todas vuestras cosas ponéis en manos de Dios, porque habéis de saber, Señora, que después de tantas oraciones como le habéis hecho, la voluntad de Dios es que declaréis y digáis lo que os place». Que se deje de rezos, se ponga las pilas y elija marido de una vez.

La embajada de Portugal llega a Ocaña. Vienen a rematar las condiciones de la boda. Enrique y Pacheco dan por cerrado el asunto. Con esa presión en el cuerpo, la católica Isabel se ve obligada a tomar una decisión. Estamos en enero de 1469. Parece que las cosas llegan a su fin. El matrimonio portugués está cantado.

Y entonces, Isabel se saca de la manga la cláusula de libre voluntad. Dice que nanai. Da calabazas al futuro marido portugués. Los embajadores miran extrañados a Enrique. Enrique pide explicaciones. Isabel le pide que no insista. En Guisando se ha firmado que pueden proponerle candidatos, pero no que tenga que aceptarlos. No va a casarse con el anciano rey. Y punto. Isabel da por zanjadas las conversaciones. Alfonso V ordena a sus embajadores que se vuelvan a Lisboa. Se acabó lo que se deba.

Menudo cabreo se pilla Juan Pacheco, marqués de Villena. Nadie se esperaba que Isabel se plantara como se ha plantado. ¿Desde cuándo una mujer decide con quién se casa? Desobediencia. Deslealtad. Alta traición. Que detengan a Isabel. Que la encierren en el Alcázar de Madrid.

Enrique, para variar, se niega a demostrar su poder y se sienta a charlar con ella, «Isabel, mira a ver qué es lo que estás haciendo, que voy a suspender los acuerdos y te voy a desheredar», o algo así. Pero Isabel, que a veces parece una niña indefensa y a veces no da puntada sin hilo, lo tiene claro. Enrique ha reconocido en Guisando que ella, solo ella, es su única pariente legítima. Es más. Si a ella le pasara algo, Dios no lo quiera, los derechos reconocidos en los acuerdos de Guisando pasarían a la rama aragonesa de los Trastámara, es decir, a Fernando. Por eso ha decidido casarse con él. Con Fernando y con ningún otro. Es el candidato más adecuado. El único que garantiza una paz duradera en el reino de Castilla.

A Enrique se le desencaja la mandíbula. Ahora se da cuenta de que le han tomado el pelo. Ahora se da cuenta de lo que ha firmado en Guisando. Ahora se da cuenta de que Isabel y sus secuaces se han salido con la suya. Manda huevos.

A ver cómo salimos de esta.