CARLOS VIII DE FRANCIA

ESTALLA LA GUERRA DE NÁPOLES

Mientras padre e hijo se entretienen con sus problemas domésticos, Carlos se reúne con el católico Fernando en Barcelona. En vez de negociar, le compra descaradamente. Aragón tiene un asunto pendiente con Francia desde que Luis XI le hizo «la trece-catorce» a Juan II, y se quedó por la cara el Rosellón y la Cerdaña. Pues ahora Carlos le dice que está dispuesto a devolvérselos, siempre y cuando haga lo mismo que le ha pedido a Maximiliano: mirar para otra parte en lo de Nápoles.

Fernando no sabe qué hacer. Por un lado, le apetece recuperar el Rosellón y la Cerdaña. Por otro, tiene una deuda familiar con su primo el rey de Nápoles. Además, odia a los franceses y le sabe a cuerno quemado firmar un acuerdo con ellos. Lo ideal sería recuperar el Rosellón y la Cerdaña por las bravas, y pararle los pies en Nápoles. Ahora que acaba de conquistar Granada se siente invencible. Isabel le baja los humos: «Anda, cariño, no seas tonto y firma rapidito lo que te ofrece el primo Carlos, que te vas a liar, te vas a gastar una pasta en otra guerra contra Francia y, al final, te vas a arrepentir de haberle dicho que no. Y tú sabes mejor que nadie, pichoncito mío, que los contratos se pueden romper». Mano de santo, oye. El católico Fernando firma el tratado de Barcelona con Carlos VIII.

Con estos antecedentes, Carlos VIII entra en Italia con un ejército que ya quisieran para sí Fernando y Maximiliano. Un porrón de hombres, muy profesionales ellos, con la mejor artillería de la época y la temible caballería pesada francesa, acompañados por algunas reliquias, tal que una espina de la corona de Cristo o un hueso de San Dionisio, y una escolta personal de medio centenar de muchachitas muy bien escogidas. A Carlos, ya se ha dicho, le gustan las mujeres.

En Milán, Ludovico Sforza, el Moro, gobierna en nombre de su sobrino. No duda en aliarse con Carlos VIII. Dicen, aunque en esto de las fuentes depende mucho de dónde salgan y esta historia es difícil de confirmar, que al entrar en Milán, Ludivico el Moro le prepara al rey francés un sarao con muchas y muy hermosas mujeres. Parece ser que Carlos se queda colgado con una prostituta, y se pasa casi un mes estrechando vínculos con ella. Aunque hay otras fuentes que dicen que lo que le retiene en Asti es que está «peligrosamente enfermo». Quién sabe. Mientras tanto, su ejército se dedica a saquear, violar, torturar y asesinar por los alrededores.

Carlos sabe que el papa, por tradición y por autoridad, es el único que puede coronar al rey de Nápoles. El trono de San Pedro en el Vaticano anda recién ocupado por nuestro viejo conocido Alejandro VI. El papa Borgia tiene sus propios intereses en Italia. Es su cotarro y no está dispuesto a que venga nadie a tocarle la mitra. Pero Carlos lo tiene claro. Si no le corona por las buenas, tendrá que hacerlo por las malas.

Durante varios meses, los ejércitos franceses se pasean por Italia. Nadie se atreve a oponerle resistencia, excepto, tímidamente, Venecia y el Papado. Alejandro no sabe qué hacer. Primero piensa en plantar batalla. Luego, da orden de empaquetar todos sus bienes para salir huyendo. Después, vuelve a cambiar de opinión y se queda. Nadie sale en su defensa.

Carlos le manda un aviso. El día 31 de diciembre, a media noche, entrará en Roma.

UN PASEO TRIUNFAL

El ejército francés se acerca a Roma. Alejandro se encierra en el castillo inexpugnable de Sant’Angelo. Carlos intenta mantener la disciplina entre sus tropas: «No tomarán ni una gallina ni un huevo, ni el objeto más pequeño, sin pagar su justo precio». Ahorca a cierto número de ladrones para atraerse la simpatía de los romanos.

Una patrulla francesa de avanzadilla captura a dos mujeres que tratan de huir de Roma. Al enterarse que son la bella Julia Farnesio, amante del papa, y su suegra, Carlos pide un rescate de 3000 ducados. Ludovico el Moro pone el grito en el cielo cuando se entera: «Son el corazón y los ojos del pontífice. Habrían constituido el mejor látigo para obligarle a hacer lo que quisiéramos de él, pues no puede vivir sin ellas», dicen que dice el Moro.

Por fin, tal como han dicho, entran el 31 de diciembre a media noche. Los consejeros de Carlos quieren procesar a Borgia por simonía. Todo el mundo sabe que ha comprado votos para salir elegido papa. Todo el mundo sabe que organiza orgías. Todo el mundo sabe que tiene diez hijos bastardos. Todo el mundo sabe que nombra cardenales previo pago y que luego les envenena para buscar reemplazo. Hay que acabar con él. La decisión es de Carlos, pero no se atreve a tomarla, por miedo a las consecuencias.

En lugar de eso, se reúne con Alejandro y le presiona para que le corone. Le pide que nombre cardenal a uno de sus favoritos. Y le exige, como garantía, que su hijo César le acompañe en la marcha hacia Nápoles. El Borgia se mantiene en sus trece. Solo cede en lo del capelo cardenalicio. También ofrece a su hijo, pero César se escapa poco después de salir de Roma.

El embajador aragonés en Roma se reúne con Carlos y le enseña el Tratado de Barcelona para recordarle que no puede atacar los feudos del papa sin antes negociar con Fernando. Carlos, que no da para más, se envalentona. Dice que después de tomar Nápoles, tal vez hable con Fernando. El embajador, muy latino, rompe el documento delante de todo el mundo.

Carlos se encoge de hombros y sigue la marcha hacia Nápoles. El católico Fernando ya tiene la excusa perfecta para pasarse el contrato por el arco de triunfo y batallar contra el francés. Y no será por falta de ganas.

Cuando Carlos entra en Nápoles, los napolitanos le dan la bienvenida arrojando flores a su paso. En el comité de recepción, dicen las fuentes cuestionables, ochenta y cuatro hermosas doncellas han sido especialmente seleccionadas para él. Disfruta con todas y cada una de ellas y las ama apasionadamente. Y mientras los franceses gastan energías en la lujuria napolitana, sus aliados se realinean a sus espaldas.

Carlos está teniendo demasiado éxito en Italia. Si dejan que se salga con la suya, Francia se convertirá en la mayor potencia europea. Carlos VIII es muy joven y van a tener rey de Francia para rato. Hay que bajarle los humos.

El católico Fernando prepara el golpe de gracia.

HACIENDO AMIGOS

Alejandro está como loco, pidiendo ayuda. El único que responde a la llamada es el católico Fernando, que le tiene tantas ganas a Carlos que se le enciende la bombilla: «¡Eureka!», dice; «lo que aquí está haciendo falta es… ¡una Liga Santa!».

Cuando lo cuenta en El Vaticano, al Borgia le falta tiempo para convocarla. Maximiliano comprende la jugada a la primera y se suma sin pensárselo. Ludovico el Moro, aliado hasta ese momento de Carlos VIII, cambia de chaqueta sin ponerse colorado. Y también firma Venecia, que pone un nombre molón a la Liga. Alejandro, de repente, está rodeado de amiguitos para echar a los franceses.

Y, fíjate. Lo mejor de estas timbas es que siempre se conoce gente. Maximiliano coincide con su pareja perfecta para jugar al mus. Fernando tiene más ojeriza a los franceses que él. Y se nota que hará lo que sea por conservar su herencia italiana.

Maximiliano es un tahúr y sabe perfectamente lo que tiene que hacer para que Fernando muerda el anzuelo: convencerle de que hay que aislar a Francia como sea. La unión hace la fuerza. Pero no basta la Liga Santa. Su alianza tiene que ser definitiva. Los dos saben de sobra que un acuerdo escrito, firmado, sellado, con notario, testigos, jueces, padrinos, luces, taquígrafo y sancionado por el papa de Roma, vale menos que el papel, la tinta y el tiempo que gastan en redactarlo.

Solo hay una manera: «Oye, maño, tú tienes un hijo estupendo, ¿no?, y cuatro hijas casaderas. Pues mira tú qué casualidad, que yo tengo la parejita. Majísimos, oye». A Fernando se le ponen los dientes largos. No todos los días todo un emperador te propone emparentar. A lo tonto, a lo tonto, la guerra de Nápoles está cambiando la Historia de España.

La verdad es que aquí se le ve el plumero al católico Fernando. Él es el que lleva los pantalones de la política internacional del matrimonio. Y su política es típicamente aragonesa. Castilla y Francia han sido aliadas desde hace más de doscientos años. Como aliada, Francia apoyó a la legítima Juana en la guerra civil. Y eso, quieras que no, enfría una relación cordial centenaria entre reinos cuando la usurpadora se hace con el trono. La católica Castilla siempre va por detrás en política europea.

Maximiliano y el Tanto Monta conciertan dos bodas cruzadas. Juanito, el príncipe de Asturias, se casará con Margarita, la novia repudiada de Carlos VIII. Y a Felipe, soberano de los Países Bajos y heredero del Emperador, con una de las hijas del Tanto Monta. Como Juana, la segunda, tiene más o menos la misma edad que Felipe, se lleva el premio gordo. Ninguna de las novias llevará dote.

Maximiliano está pletórico. Acaba de negociar la boda de una hija a la que apenas conoce y de un hijo con el que está peleado. Sus matrimonios van a servir para hacerle la pinza Francia y dejarla aislada. Y, encima, el bodorrio de sus hijos lleva premio gordo, que es lo que andaba buscando: emparentar con Castilla, la niña bonita de los reinos europeos que, según parece, va a pegar el pelotazo del siglo con la conquista del Nuevo Mundo. Acaba de meter el mejor gol de su vida.

Pero todavía tiene que acabar el asunto que le ha traído a Italia.

ITALIA NO QUIERE HABLAR FRANCÉS

Cuando Carlos se entera de lo de la Liga que se han montado contra él a traición y por la espalda, se le desencaja la mandíbula. ¡Si es que ha firmado hasta su socio Ludovico el Moro! Y, para colmo, han sufrido un ataque muchísimo más violento que causa estragos entre sus tropas: la sífilis, esa nueva enfermedad que los italianos llaman «mal francés», los franceses «mal napolitano» y medio mundo «mal español».

En la huida, los franceses van infectando toda Italia con el virus. Para colmo, empieza a correrse el bulo de que la enfermedad se cura con aceite de oliva. Los enfermos de sífilis pagan millonadas a los productores de aceite para que les permitan meterse en los toneles, a ver si es verdad que se curan. Luego venden el aceite y provocan una verdadera epidemia.

Entre los sifilíticos y la Liga, Carlos le ve las orejas al lobo y pone pies en polvorosa. Aunque corre que se las pela, los de la Liga le pillan a mitad de camino para plantarle batalla. Cuando acaba el intercambio de tiros, cargas y mandobles, los franceses se baten en retirada.

Se dice que, en la huida, Carlos pierde su equipaje en el campo de batalla. Entre lo que deja hay varios cajones de naranjas, el sello real de oro y un cuadernillo escandaloso con retratos y retratos de las italianas a las que se ha pasado por la piedra en el viaje. Se ve que no ha perdido el tiempo, aunque es probable que todas estas noticias relacionadas con la afición faldera de Carlos solo sea un cuento para ilustrar que la lascivia francesa trajo la sífilis a Italia.

Poco después, Carlos firma un acuerdo para retirar del norte de Italia lo poco que queda de su ejército. En el sur, en Nápoles, la guerra se prolonga durante unos añitos más. En este escenario aparece uno de los mejores generales de la Historia: el Gran Capitán, que será la pesadilla de los franceses. Pero eso es otra historia.

Y así, con el rabo entre las piernas, sin entender nada, acaba el debut en Primera de Carlos VIII de Francia. Lo de Nápoles va a ser que no. Y, encima, se la han jugado. Ha perdido el Rosellón y Cerdaña por un lado, el Franco Condado y el ducado de Borgoña por otro. Le han tachado de antipapa. Se ha convertido en el malo de Europa. Y, para colmo, ha provocado el matrimonio de las familias de sus dos peores enemigos. ¡Menuda cuadrilla de maleantes!

Unos años más tarde, volviendo de Italia, acompañado de un montón de artistas italianos, organiza una de sus famosas fiestas. Un buen día primaveral, 1498, se dirige a ver un partido de pelota. Al meter la cabeza en un corredor oscuro, a pesar de que es medio enano, se da un golpe tonto con el dintel de la puerta. Titubea, pero llega al partido. Mientras disfruta del espectáculo, de repente, pierde el habla y cae. Diez horas más tarde, tirado en un colchón sucio, muere. Tiene veintiocho años.

Como los cuatro hijos que ha tenido con Ana han nacido muertos, el reino pasa a un primo de Orleans, Luis XII, que, por ahora, pone fin a la primera guerra italiana.

Pero antes de que todo eso ocurra, han pasado muchas cosas en Castilla. Veamos.