JUANA SE QUEDA SOLA

EL VIAJE DE MARGARITA

Margarita y Juanito están casados por poderes desde el 5 de noviembre de 1495 y recasados antes de que Margarita salga de Flandes. El 22 de enero de 1497, embarca rumbo a Castilla para encontrarse con Juanito, su joven esposo.

Se cuenta que, durante el viaje, vuelve a pillarles una aparatosa tormenta en mitad del Canal de La Mancha. Dicen que esta es peor que la que pilló a Juana en el viaje de ida. Es tan mala que la tripulación empieza a temerse lo peor. Margarita, que tiene mucha retranca, está tan convencida de que van a palmarla que les dice a sus compañeros de viaje que quiere que le pongan sobre su tumba:

Aquí yace Margarita,

¡infeliz ella!,

pues, dos veces casada,

murió doncella.

En este epitafio apócrifo, Margarita se refiere a su primer matrimonio con Carlos VIII de Francia, del que salió repudiada antes de consumar. Y, por lo que se ve, tampoco va a tener tiempo de consumar este matrimonio con Juanito.

Como viene siendo habitual, las mil versiones de esta anécdota varían. En unas, Margarita escribe el epitafio en un pliego. En otras, por si alguien rescata su cuerpo, en una tablilla que se cuelga en el pecho. En las más, lo comunica de viva voz. En todas, Margarita destaca por su sentido del humor insólito, por su entereza ante el peligro y por su carácter apasionado.

Afortunadamente, Margarita llega al puerto de Santander el 6 de marzo, sana y salva, después de un viaje «harto arriesgado e muy azaroso». En el puerto, un nutrido séquito de nobles hace guardia para llevarla al lado del príncipe, que la espera impaciente en Burgos. Dicen que Juanito no puede más y le sale al paso. El encuentro se produce en Villasevil, en el interior de Cantabria, a treinta y cinco kilómetros de Santander. Él tiene diecinueve años; ella, dieciocho. Él es enclenque, leporino y tartamudo. Ella es fuerte, arrebatadora y locuaz. Ninguno de los dos ha conocido los placeres de la alcoba y dicen que, al verse, les entran las prisas. Estamos en Cuaresma y la Iglesia no permite que tengan trato carnal, ni siquiera estando recién casados. El príncipe arde en deseo y suplica a sus padres que hagan lo que sea para franquearle en lecho conyugal. Se habla de una bula del papa Borgia que autoriza la cópula carnal a pesar de la Cuaresma.

Mientras llega la bula, todos alaban la belleza de la novia, admiran su cutis y comentan sorprendidos que no usa colorete. La católica Isabel la cubre de regalos.

La boda se celebra en Burgos. Mientras la ciudad está de fiesta, los recién casados apuran su adolescencia, dan rienda suelta a sus hormonas y corren a encerrarse en su alcoba. Todo parece indicar que este matrimonio va a traer muchos hijos a la pareja y mucha felicidad al reino.

Pronto, los planes de la católica Isabel empezarán a torcerse.

CASTILLA, CADA VEZ MÁS LEJOS

Juana sigue sin un duro. Felipe no quiere pagarle los 20 000 escudos anuales que le corresponden para sus gastos. Sin dinero, no puede mantener en su servicio a sus damas ni a su gente de confianza. Como Felipe está obligado por contrato a correr con los gastos del séquito de Juana, va echando con cajas destempladas a todos los castellanos y está colocando a sus amigotes flamencos. Si él paga, él elige.

Los flamencos tienen claro que, en casa de Juana, trabajan para Felipe. Le hacen la pelota descaradamente. Y lo peor es que los pocos leales que le quedan a Juana van cayendo en la telaraña. Si tragas, Felipe te da cargos y regalos. Si no tragas, Felipe te da problemas. La frase del momento es «No muerdas la mano que te da de comer». Muchos castellanos se dejan llevar por las costumbres tan cachondas de Flandes y se nos han «aflamencado». Muchos renuncian a sus nombres castellanos y los cambian por su versión afrancesada. Castilla está cada vez más lejos.

El servicio espía los actos, las visitas y los correos de Juana. Su vida está totalmente controlada por Felipe. Sin dinero, Juana no puede agradecerles sus servicios, ni presionarles, ni comprar sus voluntades con regalitos. La casa de Juana está llena de ojos y oídos que trabajan para Felipe.

Cuando sus católicas altezas se enteran de que Juana está pelada, protestan. Felipe se los quita de encima diciendo que es muy complicado, porque todos los gastos los tiene que aprobar la Cámara. Un infierno. Se sabe que, por ejemplo, nada más llegar a los Países Bajos, se aprueba una ayuda de 60 000 libras para celebrar la llegada de Juana. No puede recaudarse hasta tres años después. Y cuando se consigue, le llegan a Juana poco más de mil trescientas libras. Las cincuenta y ocho mil libras restantes sirven para pagar «compensaciones». Es decir, se las quedan los hombres de Felipe en plan: «¡Me lo llevo!».

Además de dejarla sin un duro y de espiarla, Felipe ha impuesto la estricta etiqueta borgoñona alrededor de Juana. Nadie puede acercarse a ella. Es intocable. Dicen que lo hace para protegerla. En realidad, la está aislando. Felipe quiere evitar que Juana tenga su propio mundo, sus confidentes y sus amistades. Desde el minuto uno, Juana solo tiene acceso a las compañías que aprueba su marido. No es nada personal, solo política. Pura, dura y cruel política. Menudo capullo, Míster Flandes.

Pero, lo peor de todo, al menos desde el punto de vista castellano, es que Juana está abandonando sus prácticas religiosas. Antes de irse a Flandes, era tan piadosa que se flagelaba. Ahora, pasa de todo. Los clérigos que la acompañan están tan estupefactos que escriben a sus católicas altezas para chivarse. Pues bien, con la que está cayendo en Flandes, lo que de verdad le preocupa a la católica Isabel es que su hija ha relajado la práctica de la religión. Inconcebible.

La historia oficial mantiene que Juana está tan enamorada de su marido que no hace nada al respecto. Y eso que siempre ha sido testaruda, como su madre. Le sobra personalidad para intentar solucionar esta situación o cualquier otra. Cuando quiere algo, se lo pelea hasta que lo consigue. A lo mejor es que está loca.

O a lo mejor es que hay cosas que no nos han contado.

JUANA ESTÁ HARTA

Juana y Felipe no hacen buenas migas. Por mucho que nos cuenten que están enamoradísimos, las cuentas no cuadran. Juana está aislada, controlada y sin un duro. Y a Felipe se le ha acabado la pasión, si es que la ha sentido alguna vez. Se intuye porque Felipe sigue tirándose todo lo que se menea. Como dice el cronista, es «muy dado a mujeres».

Mientras Felipe se dedica a sus juergas flamencas, Juana tiene que tragarse en silencio sus infidelidades. Al principio, hace todo lo posible por gustar a su marido. Conoce sus obligaciones como esposa y como princesa, y se deja hacer cuando Felipe tira de débito conyugal. Dicen que a Juana la acicalan unas esclavas moras que se ha traído de Castilla. Felipe las odia; está convencido de que son hechiceras que tratan de embrujarle con sus perfumes. Y sigue con su vida alegre.

Juana sabe que su marido se la pega. Y está dispuesta a plantar batalla. Que todos los nobles y los ricos lo hagan no quiere decir que ella esté dispuesta a tolerarlo. Al principio, Juana actúa con la discreción. No se aparta de él ni a sol ni a sombra. Sabe que, en cuanto se descuide, él aprovechará su ausencia para ponerle los cuernos. Y las broncas las tiene en privado.

Poco a poco, empieza a pelearse abiertamente. Si se entera de una infidelidad, se la reprocha en público. De los reproches conyugales pasan a los rifirrafes políticos. Juana desautoriza a su marido en cualquier ocasión. Felipe solo es un pansinsal al que le han dado poder.

Felipe se siente fatal al lado de su esposa. Se da cuenta de que Juana le da mil vueltas en sensatez, en criterio y en inteligencia. Ella es mejor que él en casi todo. Ahora lo llamamos complejo de inferioridad. En Flandes se llama resentimiento.

La corte de Borgoña pronto se convierte en la corte de los gritos y de los desplantes. Cada vez que Juana le monta el pollo, Felipe se la quita de encima como puede. Más de una vez ordena que la encierren en sus aposentos, con un par de guardias en la puerta con orden de impedir que salga.

A los seis meses, más o menos, no se soportan. Ni Felipe la soporta a ella, ni ella le soporta a él. Juana está harta, y con razón. No le pasa ni una. No le perdona. No aguanta más cómo le está tratando. Está hasta las narices de ver cómo Felipe le pone los cuernos.

Las broncas de los archiduques dan pie a murmullos, chascarrillos y bromas a sus espaldas. Se empieza a comentar la incompetencia de Felipe y las salidas de tono de Juana. El archiduque es tan incapaz de controlar y someter a su mujer como de dirigir Borgoña.

Hace falta atajar este asunto. Juana se les está yendo de las manos. Es demasiado lista. Y empieza a ser demasiado peligrosa. Alguien se acuerda, de pronto, de que una abuela suya estaba loca. Y que su madre también es muy celosa. ¡Bingo!

Busleyden acaba de encontrar el punto débil de Juana.

FABRICANDO UNA LOCURA

Ya hemos hablado de la bellísima Isabel, la perturbada. La que encerraba a damas de la corte en los baúles. La que se volvió loca cuando murió su marido. La que vagaba por los corredores de su castillo gritando el nombre de Álvaro de Luna.

Como la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, Busleyden relaciona la locura de la abuela con la locura de la nieta. Si Isabel, la perturbada, estaba loca, Juana tiene que estarlo. Su madre, la católica Isabel, también se vuelve loca de celos cuando sabe que su Fernando le pone los cuernos. Debe ser cosa de familia.

Felipe no la aguanta más. Le pide a sus consejeros que se la quiten de en medio. Busleyden le dice que ya sabe cómo solucionar el «problema Juana» y, al mismo tiempo, recuperar su posición internacional, conseguir volver a nadar entre dos aguas y volver a colocarse entre Francia y el Imperio. La muerte tan repentina como oportuna de Juana podría traerles consecuencias nefastas. Es mucho más fácil anular el matrimonio.

Lo que pasa es que, si quieren anular este matrimonio, necesitan el beneplácito del papa. Y Roma, Castilla, Aragón y el Imperio son amiguetes y socios del exclusivo club de la Liga Santa contra Francia. Antes de solicitar la bula, hay que preparar el terreno. Y ahora tienen un as en la manga: la salud mental de Juana.

Juana ha demostrado que es una mujer de armas tomar. Una mujer que no se deja humillar. Que no se calla con nada. Lo mejor que puede hacer Felipe es provocarla. Sacarla de quicio. Darle donde más duele. Él solo tiene que conseguir que Juana la líe, que monte el pollo, que se ponga como loca, y, entonces, un escribano de la corte estará allí presente para ir tomando nota y dejar constancia en un cuaderno de su trastorno. Cuando les haga falta, podrán sacar a la luz el cuaderno, declarar loca a Juana y anular el matrimonio.

Felipe se convierte en un consumado maestro en el arte de la provocación. No es que le ponga los cuernos. Es que se los pone delante de sus narices. Con un descaro que no tiene precedentes.

Juana entra al trapo. Se encela. Y se deja llevar. Cuando ve que Felipe pone ojos tiernos a alguna de las damas, le corta el pelo allí mismo. Dicen que, una vez, llega más lejos. Felipe, delante de Juana, le pasa una notita a una joven. Juana le exige que se la entregue. La dama mira a Felipe, Felipe se encoge de hombros y la joven, provocativa, se traga la nota. Sin importarle que toda la corte esté delante, Juana se abalanza sobre ella, le corta el pelo y, con las mismas tijeras, le marca la cara. El escándalo que se monta es de aúpa.

El cuaderno se va llenando. Juana es el hazmerreír de la corte. Sus ataques son cada vez más violentos. Felipe y sus consejeros dejan caer en las conversaciones que Juana está mal de la cabeza. La locura de la archiduquesa se convierte en uno de los chascarrillos favoritos de Borgoña. Los rumores saltan fronteras y llegan hasta Castilla.

Las malas noticias no han hecho más que empezar.