EL AVISPERO FLAMENCO
FELIPE ROMPE CON SU PADRE
Felipe, por lo que se ve, está en Innsbrück, con su padre. La versión oficial dice que Maximiliano le llamó en primavera para que presidiera una dieta en su nombre. Y que se están complicando las cosas. Al menos esto es lo que se cuenta.
La realidad es muy distinta. Cuando Maximiliano se entera de que pretende convertirse en un monarca independiente y ha cedido el control de sus territorios a los nobles, le llama a capítulo. Es primavera, cinco meses antes del viaje de Juana.
En Austria, la tensión con los borgoñones salta enseguida. El doble matrimonio es un exitazo del Imperio frente a la política pro gabacha. Carlos VIII se ha cabreado. Los flamencos tienen miedo de perder posiciones cuando la boda se celebre. Y ahora no pueden rendirse. Maximiliano los acusa de tener idiotizado a su hijo. Les guste o no les guste, «su» duque de Borgoña también tiene intereses patrimoniales en Austria. ¡Y ni siquiera se han preocupado por enseñarle alemán!
Busleyden, como siempre, intenta calmar los ánimos, y todas las iras, de unos y de otros, recaen sobre él. Es el ministro principal de Felipe, su hombre de confianza, y eso levanta ampollas entre los flamencos. En el Imperio le culpan de la política delirante de Felipe. Tampoco les gusta. Se ve que todos se la tienen jurada. Busleyden cae en desgracia. Tanto, que Maximiliano le echa de sus territorios.
Felipe es como un niño, caprichoso, malcriado y falto de cariño. Cuando su mano derecha se va, le da un perrengue y lo paga con su padre. Dice que se arrepiente de haber firmado las capitulaciones de su boda. Que Juana ya no es asunto suyo, sino de su padre. Que no piensa cumplir su compromiso. Y se queda en el Tirol, haciendo tiempo. Para tensar la situación. Para sacar de quicio a su padre. Él es así.
Maximiliano no entra al trapo. Sencillamente, le dice que ya es mayorcito para saber lo que tiene que hacer, le pide que piense bien lo que va a decirles a sus suegros, los Reyes Católicos, y le desea buena suerte con su prometida. «Muy bien», dice Felipe; «pues a partir de ahora, voy a demostrar todo el rato que estoy cabreado». La guerra contra los Austrias ha empezado. Y Juana es una pieza más en esta guerra; el blanco de la ira contra su padre. Él y sus consejeros borgoñones están dispuestos a amargarle la vida y el matrimonio.
Cuando, casi seis meses después de la bronca con su padre, se entera de que su prometida ha llegado, no tiene ninguna prisa por reunirse con ella. Busleyden, desde Flandes, le escribe para cantarle las cuarenta. ¿Cómo puede ser tan tonto? ¿Cómo se le ocurre insultar así al cortejo castellano que ha venido a entregar a la princesa? ¿Acaso no le ha enseñado a nadar entre dos aguas? Lo está echando todo a perder. Felipe, indolente, se pone en marcha.
Ya en camino, Felipe manda a Juana una carta apasionada contándole que, por fin, están a punto de encontrarse. Suele decirse que es su forma de pedir perdón. Es más probable que esté jugando con ella para empezar a volverla loca.
Juana quiere creer en su sueño de amor. Pero algo le dice que no tardará en convertirse en una pesadilla.
Y, POR FIN, LLEGA FELIPE
Ha pasado casi un mes desde que la comitiva castellana llegó a Flandes. Una semana desde que se instalaron en Leirre y y siguen esperando que aparezca Felipe. El almirante está que trina, y con razón. Esto no tiene nombre. Es una tomadura de pelo.
Cuando Felipe anuncia que está a puntito, a puntito de llegar a Leirre, Juana, el almirante y los nobles más grandes de Castilla esperan tener el recibimiento que se merecen y las explicaciones debidas después de un mes esperando.
Nada más lejos de la realidad. Cuando, por fin, llega Felipe, en un atardecer lluvioso y otoñal, lo primero que hace es irse a dormir. Está muy cansado del viaje. Qué se le va a hacer. Nada de darse prisa en ir a conocer a su prometida, ni en agasajar a sus invitados como se merecen, ni dar ninguna explicación.
Al día siguiente, se levanta con parsimonia, desayuna, se acicala y, casi al mediodía, va a ver a la que será su esposa. Le acompañan Busleyden y los consejeros pro gabachos. En cuanto las dos comitivas se ven las caras, saltan todas las alarmas.
Felipe, desdeñoso, se sienta en un trono y estira la mano para que los castellanos se la besen. El Almirante se queja y exige una explicación. Los flamencos se revuelven contra él: ¿Cómo se atreve a desafiar la autoridad del Duque? Los castellanos echan mano a las empuñaduras. La pobre Margarita intenta poner paz. Busleyden no puede creerse que Felipe sea tan idiota; lo está echando todo a perder. Y las ilusiones de Juana se desvanecen en cuanto ve que su Felipe se comporta como un vulgar patán, un matón de patio del colegio. No. No hay flechazo. Si Cupido llega a aparecer con su arquito y sus flechas del amor, el almirante le corta las alas ahí mismo de un mandoblazo.
Se nos ha contado una y otra vez que los dos tortolitos no pueden esperar los dos días que les falta para la boda para consumar su matrimonio. Se nos ha contado que los dos están de acuerdo en llamar a un sacerdote para que les case allí mismo y empezar a consumar el matrimonio cuanto antes.
La realidad es otra. Felipe ordena de malas maneras oficiar la boda allí mismo. No hay arrebato de pasión. Hay ganas de demostrar quién manda aquí. La boda precipitada es otro insulto calculado por los ministros de Felipe, una forma de mostrar el poco respeto que les merece esta unión y una manera de desafiar a Maximiliano. La boda se celebra en una villa de tercera fila, un lugar de paso, en vez de hacerlo en Bruselas o en Amberes.
Esa misma tarde, un poco aquí te pillo aquí te mato, Felipe y Juana se casan en Lierre. Es el 20 de octubre de 1496. Las caras de los invitados flamencos del novio y las de los invitados castellanos de la novia, son muy, pero que muy largas. Lo mismo que las caras de los recién casados. Juana cumple con su obligación como una campeona. No se puede decir lo mismo de Felipe.
Las cosas no han empezado bien. Es probable que no mejoren con el tiempo.
AQUÍ NO HAY QUIEN SE ENTIENDA
Después de la boda, hay que pasear el amor de los nuevos archiduques ante las gentes de Flandes. Juana tiene que hacer su «Alegre entrada» en las ciudades, como hizo Felipe cuando empezó a gobernar. Y asistir a todas las fiestas.
En Bruselas se celebran unas justas en honor de los archiduques. Nada más empezar uno de los torneos, un caballero derriba a su oponente con tal rudeza que mata al caballo. Sangre, muerte, suciedad y violencia. Flandes no es la tierra refinada que nos vende la historia oficial. Es la Edad Media en estado puro.
En una cena de bodorrio por todo lo alto se lía parda. Los castellanos a un lado. Los flamencos, al otro, y allí, en medio los archiduques. Mucha música, mucha comida, mucho vino y mucha cerveza. Los flamencos están en su salsa. Los castellanos, no. No están acostumbrados a la cerveza. Y el vino es muy malo. Están de mal humor.
Los flamencos están desatados. Cuando se emborrachan, cazan a las mujeres al vuelo y las sientan en sus rodillas. Les da igual ocho que ochenta, nobles que criadas. Cualquier cosa les vale para intentar pillar cacho. Si no encuentran una mujer que llevarse a las rodillas, está permitido sentarse encima de cualquiera.
La mitad del banquete está escandalizada con este juego. La otra mitad, de noche loca, prisa poca. Los castellanos no dan crédito. Las damas de Juana no saben dónde meterse. Hacen piña unas con otras. Y eso excita aún más los ánimos. La cosa se va animando. Donde fueres, haz lo que vieres. Algún castellano se deja llevar. Vaya desmadre. Viva la liberación. Los otros, los más rancios, se mosquean. Esas no son formas de estar en una corte extranjera.
De pronto, un castellano borracho cruza todas las líneas rojas. Llega a la altura de Juana y se sienta sobre sus rodillas. Para qué quieres más. Todo ocurre muy rápido. Uno de los castellanos sobrios y escandalizados se levanta, desenvaina la espada, y se lanza sobre el destripaterrones que se ha sentado sobre Juana gritando «yo a ti te mato tres veces, desgraciao». Los flamencos, que no se han enterado de que la movida es entre castellanos, se levantan sacando sus espadas. Todos a una, los castellanos responden al ataque flamenco desenvainando las suyas, gritando, jurando y mentando a los santos como solo se puede hacer en español. La música se para de sopetón. El silencio es de los que acongojan. Mesas volcadas, platos por el suelo, espadas en alto. Ojos enrojecidos por el alcohol y la violencia.
Felipe y Busleyden ponen orden. La cosa se calma. Se impone el sentido común. Juana se quiere morir. A ella la han educado para saber estar y para ser princesa. Esto le viene grande. Jamás de los jamases ha pasado algo así en la Corte de su católica madre.
El desencuentro entre Castilla y Borgoña no solo es solo político; es cultural. Borgoña no quiere a Castilla. Castilla no se entiende con Borgoña. Isabel y Fernando no han contado con esto. Poner al Imperio del lado de Castilla para aislar a Francia suena muy bien sobre el mapa. En la práctica, esto no va nada bien.
Con tantas diferencias no hay ganador. Solo hay una perdedora. Juana.
TRAGEDIA EN EL PUERTO DE ZELANDA
Mientras Juana sigue sus «alegres entradas» por las ciudades de los Países Bajos, llega una noticia dramática. La tragedia ha caído sobre el puerto de Zelanda.
Un temporal asola la costa donde están atracados los barcos castellanos. Llevan meses esperando a Margarita para llevarla a Castilla. Se acerca el invierno. Hasta que no mejore la situación de la mar, no pueden salir. Quince mil hombres se acomodan como pueden en los barcos. En un barco azotado por un temporal, en invierno, es imposible mantenerse caliente y seco. Algunos han empezado a morir de frío. Otros, de hambre. Los castellanos malvenden lo que tienen para comprar lo que necesitan a precios desorbitados. La situación es insostenible.
El almirante de Castilla pide ayuda. Felipe le contesta que los castellanos se han comprometido a financiar esta expedición. El almirante le recuerda que el barco con el ajuar y el dinero de Juana se hundió en el viaje. Solo le pide que se encargue de los gastos de la comitiva castellana y de los que están en Zelanda. La delegación castellana es muy numerosa y hay que acomodarla, alimentarla y vestirla para el invierno. Han gastado mucho más de lo previsto, esperando el ansiado encuentro entre los dos novios, en las alegres entradas y, ahora, esperando que pase el invierno. Castilla ha corrido con todos estos gastos extraordinarios. Pero se les están acabando los fondos. Y necesitan ayuda.
Felipe dice que no es su problema. Si quieren dinero, que lo manden de Castilla. El almirante le asegura que, en cuanto llegue la primavera, tendrá de vuelta su dinero con los intereses. Necesitan tiempo para reunir lo que se ha hundido en el Mar del Norte. Mientras tanto, la corte de Juana podría apañarse con las rentas que le corresponden como duquesa. Pero, para eso, tiene que cobrarlas. Felipe dice que eso es un trámite muy complicado y no puede hacer nada. Está claro que no va a poner ni un duro.
Juana y el almirante aceleran los preparativos para la vuelta. Tienen que irse de Flandes cuanto antes. En Amberes, Margarita se desposa por poderes con el príncipe Juan, heredero de sus católicas altezas. Unos días más tarde, todo está listo para partir hacia Castilla. Felipe acompaña a su hermana Margarita hacia el puerto de Zelanda. Allí les espera el verdadero alcance de la tragedia.
La hora de las despedidas se tiñe de luto. No se sabe cuántos castellanos han muerto a lo largo de este invierno. Las crónicas más exageradas hablan de 9 000, aunque la cifra es lo de menos. Lo importante es que los flamencos les han dejado morir como perros. Los supervivientes culpan a Juana por no haber hecho nada. El caso, utilizado convenientemente, es una bomba de propaganda en manos de los enemigos de Juana y su imagen se verá muy dañada en Castilla.
Estamos a marzo. La flota castellana se vuelve con Margarita. Juana se queda sola. La demostración de fuerza que pretendían sus católicas altezas no ha surtido el efecto que esperaban. Borgoña está más lejos de Castilla y del Imperio que antes de la boda.
Con una diferencia. Ahora tienen a Juana como rehén.