BELTRÁN DE LA CUEVA

UN EMBARAZO QUE LO CAMBIA TODO

¡Más de veinte años esperando! Cuando parecía que Enrique no iba a ser capaz de concebir un heredero, lo ha conseguido. ¡Su trabajo le ha costado! Se rumorea que Enrique ha recurrido a todo tipo de artilugios para embarazar a la reina. Un testigo deja escrito que los médicos judíos que atienden a la reina han diseñado una técnica muy extraña, algo así como una especie de amago de fecundación a distancia a lo medieval. Parece ser que consiste en un tubito de oro que se introduce en la reina, para que, citamos textualmente, «el semen del rey penetre en la vagina de su esposa».

También se cuenta, aunque esto suena a cochina maledicencia, que cuando los médicos ven que su invento no funciona, prueban otro método: mientras la reina se deja hacer, Enrique tiene un amigo que le trabaja el miembro en modo mamporrero para facilitar la inseminación. Y ese amigo es Beltrán de la Cueva.

Don Beltrán está ganando puntos en la corte a un ritmo acelerado. Beltrán ha desplazado a Juan Pacheco, marqués de Villena, del lado del rey. Es el nuevo privado, el hombre fuerte del reino. Hoy diríamos que es un tipo hecho a sí mismo, que ha ido prosperando, pasito a pasito, haciendo carrera desde abajo; empezó siendo paje en la corte y ha acabado en el Consejo del reino. Enrique acaba de nombrarle conde de Ledesma con Grandeza de Castilla, nada más y nada menos. No es de extrañar; según se dice, Beltrán también ha desplazado al de Villena del corazón y la alcoba de Enrique.

Juan Pacheco tiene un ataque de celos. Esto de salirse del afecto real es lo mismo que despedirse del poder. Y no está dispuesto a tolerar semejante atropello. Pero no levanta la espada contra Enrique, todavía; se limita a afilar la lengua, inventar carnaza y atacar donde más duele. El marqués de Villena prepara el terreno de la rebelión mediante la calumnia. Convierte Castilla en un hervidero de rumores. Y así, los chismes van creciendo como la espuma, las patrañas se exageran de boca en boca y los bulos se salen de madre por los salones de todo el reino.

Se dice, se cuenta, se rumorea de un día para otro, que la reina trata a Beltrán con excesiva familiaridad, dándole singulares muestras de afecto, así, sin disimular ni nada. Los juglares les sacan cantares que dicen que Enrique, Juana y Beltrán forman un triángulo compenetrado, inquietante y escandaloso, en el que el privado reparte sus encantos, sus atenciones y sus ternuras a partes iguales entre los reyes.

A lo tonto a lo tonto, por aquí se insinúa que el rey está regalando títulos a su amante porque le debe favores; por allí se dice tímidamente que es porque comparten secretos inconfesables; por acullá se comenta en un susurro que, si durante tantos años ha sido impotente, es muy extraño que, de pronto, haya dejado embarazada a la reina; y, por fin, cuando todo el reino se pregunta quién es el verdadero padre de la criatura que la reina está esperando, siempre hay alguien que asegura, Dios nos coja confesados, que es Beltrán de la Cueva.

Esto ya no hay quien lo pare…

EL REBOTE DE ARÉVALO

Si es que se veía venir. El embarazo de la reina sienta fatal en Arévalo. Claro, que no es extraño, porque el orden sucesorio cambia de un plumazo. El pobre Alfonsito y la niña Isabel acaban de ser desplazados del trono por la criaturita que la reina Juana lleva en sus entrañas. Podríamos decir que la bellísima Isabel y su corte de portuguesas despechadas, que han preparado a los niños a conciencia para reinar, padecen el síndrome de Scar, el malo de El Rey León. Los niños se han quedado compuestos y sin trono, relegados a desempeñar el papel de segundones.

Juan Pacheco, marqués de Villena, se pasa por Arévalo, a ver si rasca algo en las aguas revueltas de la corte de portuguesas resentidas. Allí se juntan el hambre con las ganas de comer. La ambición de Pacheco con el despecho de la bellísima Isabel.

Alfonsito y la niña Isabel, en manos del marqués de Villena, se convierten en piezas importantes sobre el tablero de juego. Empieza a rumiarse lo de utilizar al pobre Alfonsito como cabeza de un levantamiento contra Enrique. Isabel la perturbada se lo cree, está como loca por sentar a su hijo en el trono y empieza a fabular con verle convertido en rey. Al de Villena se la trae al pairo; el niño solo es un monigote al servicio de sus propios intereses.

Enrique, que no tiene un pelo de tonto, se entera de que algo se está cociendo en la corte de portuguesas resentidas. Ordena sacar de Arévalo a Alfonsito y a la niña Isabel y se los trae su lado, para tenerlos controladitos y acabar con las maquinaciones. Normal.

Lo que pasa es que Alfonsito y la niña Isabel lo viven así como con mucho trauma. Ya se sabe, madre no hay más que una, aunque esté como una moto, y los niños echan de menos a la suya, «de cuyos brazos, inhumana y forzosamente, fuimos arrancados», como dejará por escrito años más tarde la niña Isabel. En Arévalo, ya se ha dicho, vivían súper protegidos por la corte de portuguesas amargadas y ahora, claro, se sienten prisioneros, en un entorno mucho más hostil y sin plañideras que les bailen el agua todo el rato.

La bella Isabel se queda sola en Arévalo, abandonada a su suerte, a su locura y a sus damas de compañía. Solo les queda el consuelo de conspirar en la sombra y echar más leña al fuego de los rumores que ha sembrado Juan Pacheco, marqués de Villena. Isabel, la loca de Arévalo, deja caer en las conversaciones, como quien no quiere la cosa, lo mucho que ha sufrido por culpa de su prima, la reina Juana, que se siente un vientre de alquiler y, encima, Enrique no puede copular con ella.

Todas las medidas son pocas para proteger el embarazo. La reina Juana se instala en Aranda, un lugar seguro y tranquilo. Cuando está a punto de salir de cuentas, Enrique se la trae de vuelta a Madrid con todos los cuidados del mundo, para que «viniese reposada y sin peligro de la preñez». Se monta un comité de bienvenida con el rey y los grandes de la Corte saliendo a recibirla a las afueras de la villa. Después de sentar a la reina en ancas de su mula, «para entrar con más honra y reposo en la ciudad», todos juntos en pandilla se dirigen al Alcázar.

Poco después, la reina Juana se pone de parto.

LA TRAICIÓN DEL DE VILLENA

Madrid. 28 de febrero. 1462. En el alcázar se presentan Enrique, Beltrán de la Cueva, Juan Pacheco y otros altos dignatarios del reino que no se quieren perder el espectáculo. De acuerdo con el protocolo castellano, la reina tiene que dar a luz en público. Por Dios, qué falta de intimidad, también en estos momentos… Tras un parto difícil, la reina Juana trae al mundo a una niña. Aplausos. Golpecitos en la espalda y puros para el rey. Flores para la reina. Siguiendo la tradición portuguesa, se le pone a la niña el nombre de su madre: Juana.

Para calmar ánimos y colmar de distinciones, Enrique nombra a la niña Isabel madrina de bautizo de la princesa Juana. Es su primer momentazo histórico de traje de gala como protagonista: llevar a la recién nacida hasta la pila bautismal. ¡Y sin tropezarse!

Enrique también se acuerda de Juan Pacheco y de su señora la marquesa de Villena, y les pone de padrinos. Oficia la ceremonia Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo. Así que ya tenemos juntos, en la foto oficial del evento, a la niña Isabel, al marqués de Villena y al arzobispo de Toledo. Menudo trío de ases alrededor de la bautizada. Un verdadero triángulo de las Bermudas con ganas de hincarle el diente a la princesa Juana. Desdichada.

Tal y como obliga el protocolo, unos días más tarde se reúnen las Cortes para jurar fidelidad a la princesa. El arzobispo Carrillo la lleva en brazos hasta las Cortes. Aquí vemos de nuevo a la niña Isabel y al pobre Alfonsito, al alto clero, a los grandes del reino y a los procuradores que representan a las ciudades. Los aquí presentes reconocen a Juana como legítima heredera del trono.

La sucesión está asegurada. La monarquía se consolida en línea recta. Enrique ya tiene heredera. Las aguas vuelven a su cauce, la situación se reintegra a la normalidad y todos tan contentos. Parece que no hay tormentas en el horizonte de la dinastía. Pero solo lo parece.

Juan Pacheco, marqués de Villena, el amigo de la infancia del rey, antiguo privado y ex amante de Enrique, el noble más ambicioso e intrigante de la época, es el primero en traicionar a la desdichada Juana. Al salir de las Cortes, manda llamar a un notario y declara en secreto que el juramento que acaba de hacer vale menos que el papel en que lo ha firmado: «Hemos jurado por primogénita heredera a doña Juana no lo siendo». La desdichada Juana no es primogénita heredera. Es hija extraoficial. No sirve para reina de Castilla.

El marqués de Villena manda varias copias del documento a sus amiguetes, que lo guardan con una sonrisa maliciosa dibujada en sus caras. Hasta ahora, Pacheco se ha limitado a atacar al rey haciendo correr ríos de rumores. Ahora tiene un papel firmado ante notario en el que deja sin efecto su juramento. Una firma que pone en marcha la gran rebelión nobiliaria contra Enrique. El pistoletazo de salida de la guerra civil castellana.

Un conflicto que acabará sentando en el trono a la niña Isabel, ya convertida en Isabel la Católica.

CAVANDO LA FOSA DE SU LINAJE

La fulgurante carrera de Beltrán de la Cueva parece no tener fin. Enrique le entrega la villa de Cuéllar, que el testamento de Juan II dejaba a la niña Isabel. Mal rollito. Luego le casa con una Mendoza, los enemigos tradicionales de los Pacheco. Le convierte en duque de Alburquerque. Y le ofrece el maestrazgo de Santiago.

Es la gota que colma el vaso. Una provocación. Los maestrazgos de las órdenes militares son los cargos más golosos del reino; el poder que amasan es tal que no hay noble que se atreva a toser a un maestre. Y, encima, es una fuente inigualable de riquezas. Según las últimas voluntades de Juan II, el de Santiago es para Alfonsito, pobre. «Y, si no, para mí», piensa el marqués de Villena, que sueña con que Enrique se lo deje a él. Pero el rey dice a todos los pretendientes que tararí que te vi, y convierte a su nuevo amiguito en maestre de Santiago. Al mostrarse tan generoso con él, Enrique está cavando la fosa de su linaje.

Juan Pacheco se muere de envidia. Beltrán es un trepa. Un advenedizo. El hombre más molesto del reino. En pleno ataque de cuernos, pasa de los rumores y los notarios a la rebelión pura y dura. No le cuesta demasiado intrigar en la corte, arrastrar a su causa a los grandes de Castilla y levantarlos contra el privado.

Juan Pacheco, marqués de Villena, monta la «Liga Nobiliaria». Aquí están, organizados por Juan Pacheco. El no va más de la jet set del momento, los nobles con más solera, el abolengo más rancio de las dos Castillas y León, encabritados por un rey que les está haciendo de menos.

Por aquí vemos a Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, el tipo que bautizó a Juana, el que la llevó en brazos a su juramento en Cortes. Carrillo es un poco el tonto útil, el más ruidoso, el más radical y el más poderoso de todos, que se la tiene jurada a Enrique desde que ya ni pincha ni corta en el reino. Otro que se suma a la Liga es Alonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, que también se siente un poco segundo plato.

Otro famosete al que todos conocemos es Rodrigo Manrique, el prota de las Coplas a la muerte de mi padre, las de «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir» y esas cosas que le cantará unos añitos más tarde su hijo, el poeta Jorge Manrique. Pues también anda por aquí, conspirando.

Todos estos grandes personajes de nuestra Historia (y de nuestra historia) se han venido arriba y se han puesto de acuerdo para firmar un manifiesto que lleva muy malas intenciones. Lo han escrito con una habilidad que, todavía hoy, nos pone los pelos como escarpias.

Van a poner por escrito, palabra sobre palabra, todos los rumores que circulan sobre el rey.

Es la guinda, calculada al milímetro, de la venganza de Juan Pacheco, marqués de Villena.

LA REBELIÓN DE LOS NOBLES

En Burgos, en 1464, el 28 de septiembre, todos a una, los nobles de la Liga gritan, escriben y firman que la voluntad del rey está en manos de Beltrán de la Cueva. En plan George Bush en la guerra del Golfo, se sienten en la obligación de luchar contra las fuerzas del mal, y liberar al reino de la tiranía del advenedizo.

Además, declaran que la desdichada Juana no es hija suya. Declaran que su mujer se la ha pegado con Beltrán de la Cueva, que, ¿lo ves?, es el mismísimo demonio. Declaran que aquella hija ilegítima no sirve para reinar. Y, ¡qué fuerte, qué fuerte, qué fuerte!, que el propio rey lo sabe y no hace nada. Es la primera vez que aparece por escrito esta afirmación, más propia de un Sálvame Deluxe que de unos tipos serios, con barbas largas y espadas, como los nobles de la Liga.

Ya metidos en faena, le acusan de tener presos al pobre Alfonsito y la niña Isabel, sangre de su sangre. Denuncian el peligro que corren cerca de Beltrán, que quiere asesinarlos para asegurar la sucesión de su hija Juana, la Beltraneja.

Y, para qué queremos más, le acusan de menospreciar a la Iglesia, dando protección a los infieles. Denuncian que tenga guardia mora en la corte y que defienda a los conversos. Por no hablar del trato con los médicos judíos que han asistido el embarazo de la reina.

Así que no queda más remedio que pedirle, «Márchese, señor Enrique», que proclame legítimo heredero del trono de Castilla a su hermanastro Alfonsito.

Pero no te vayas a pensar que los nobles montan todo este tinglado por sus propios intereses; qué va. Como puedes leer en cualquier libro de Historia serio, los nobles actúan de buena fe, mirando, cómo no, por el bien del pueblo. Porque, claro, ellos son nobles, y nobleza obliga, y están acostumbrados a la mansa servidumbre y al vasallaje; pero el pueblo, ay, el pueblo llano, no puede aguantar más las continuas injusticias que se viven en el reino sin que el rey mueva un dedo.

Resumiendo, por si algo no ha quedado claro:

Todo esto de Burgos es un acto de lealtad a Enrique, con la santa intención de abrirle los ojos y que vuelva al redil.

Esta reunión de amiguetes poderosos que desacreditan a la desdichada Juana vuelve a colocar a la niña Isabel en la línea directa a la sucesión.

Enrique es un hereje anticatólico rodeado de moros, conversos y judíos, un sodomita, un sádico secuestrador de hermanos indefensos, un pelele en manos de Beltrán; un cornudo, víctima, de nuevo, de Beltrán y de una reina putañera; un consentidor que tapa con una hija que no es suya sus problemas de alcoba y sus problemas de sucesión. En Burgos se desempolva, de nuevo, lo de la noche de bodas de Blanca de Navarra y les cuelgan definitivamente a los personajes el sambenito de Enrique IV el Impotente y Juana la Beltraneja.

Y lo de la impotencia, la cornamenta y el consentimiento informado son, todos juntos, el más grave insulto que puede lanzarse en esta época.

EL MÁS ABATIDO REY

Llegados a este punto, podemos preguntarnos, y nos preguntamos, cómo reacciona Enrique. Que te llamen todo eso por escrito es para pillarte un cabreo, y más si eres rey. Pues bien, Enrique también nos sorprende en esto. En una reunión con su Consejo, un obispo le pide que se ponga las pilas y corte por lo sano montando una guerra contra los rebeldes. Enrique, que es un tipo sabio y prudente, le contesta: «Los que no habéis de pelear, padre obispo, ni poner las manos en las armas, sois muy pródigos de las vidas ajenas. Bien parece que no son vuestros hijos los que han de entrar en la pelea».

Es una salida tan poco corriente en la época que todos se escandalizan y el obispo le replica: «Quedaréis, señor, por el más abatido rey que jamás hubo en España».

Enrique, para qué nos vamos a engañar, nos cae bien. Tenemos tendencia a identificarnos con los perdedores, y Enrique es un perdedor. Sin ánimo de hacernos los listos, estamos convencidos de que el rey es un buen cristiano que pretende llevar a cabo lo que dice san Agustín acerca de los buenos príncipes, que «son tardos y remisos en vengarse y fáciles en perdonar». Y aquí le tenemos, erre que erre, adelantado a su época, sanagustino, cristianísimo, buen príncipe, pacifista, sensato, templado, renacentista, reflexivo, leído y consciente de que dos no se pelean cuando uno no quiere. Y él no quiere.

Hay quien dice que la Liga es tan poderosa que Enrique no tiene nada que hacer en una guerra contra ellos. Habría que verlo, porque Enrique sigue siendo el legítimo rey. Y eso, en el siglo XV, pesa bastante entre los nobles a la hora de elegir bando. Lo que pasa es que Enrique no quiere ser el responsable de una guerra civil que bañe de sangre las tierras que pretende reinar en paz.

Así que se sienta a negociar, accede a las exigencias de la Liga, le hace un ERE a Beltrán, nombra legítimo sucesor al pobre Alfonsito y se lo entrega al marqués de Villena para que se encargue de su educación. A cambio, solo pone como condición que, llegado el momento, Alfonsito se case con la desdichada Juana. Esta clase de arreglos matrimoniales son típicos en los jaleos medievales.

Los nobles tensan un poco más la cuerda. Se supone que el acuerdo que entregan para la firma contiene una serie de medidas para mejorar el gobierno, pero lo que pretenden es quitarle poder el rey para dárselo al Consejo. Enrique dice que tururú. Nasti de plasti. Una cosa es sentarse a negociar por evitar una guerra y otra es ser tonto y firmar el harakiri de la monarquía.

Los de la Liga se sienten traicionados. Hay que seguir apretando las tuercas, provocar un poco más y hacer todo el ruido posible para que todo el mundo piense que el rey es un tirano y la princesa Juana es ilegítima.

Y montan la farsa de Ávila.