Capítulo XX. La masonería y la Segunda República española (III): la guerra civil
1936: los masones se dividen
Es difícil exagerar a la hora de calibrar las gravísimas consecuencias del alzamiento protagonizado por el PSOE y la Esquerra, con el apoyo directo de la masonería, contra el gobierno de la República en octubre de 1934. De hecho, el descoyuntamiento de la vida política y social provocado por la sublevación fue tan grave que a partir de ese momento aquélla discurrió fundamentalmente en el terreno de la propaganda y fuera del Parlamento. En paralelo, y no resulta extraño que así aconteciera, se produjo un escalofriante aumento de la violencia callejera. La misma obedeció una vez más al impulso de una izquierda que —como en 1917 o 1930— comprobó que la acción legal que contra ella ejercía la derecha carecía de la energía suficiente como para controlar la situación.
En teoría —y más si se atendía a la propaganda de las izquierdas—, el gobierno de centro-derecha podría haber aniquilado poniéndolas fuera de la ley a formaciones como el PSOE, la CNT o la Esquerra Republicana que habían participado abierta y violentamente en un alzamiento armado contra la legitimidad y la legalidad republicanas. Sin embargo, la conducta seguida por las derechas fue muy distinta. La represión, a pesar de lo indicado por la propaganda izquierdista, fue limitada y, en un esfuerzo por alcanzar la paz social, incluso se avanzó en terrenos donde la acción de la conjunción republicano-socialista había ido poco más allá que las palabras. Ciertamente, el 2 de enero de 1935 se aprobó por ley la suspensión del Estatuto de Autonomía de Cataluña, pero, a la vez, bajo su impulso tuvo lugar el único esfuerzo legal y práctico que mereció en todo el periodo republicano el nombre de reforma agraria. Como señalaría el socialista Gabriel Mario de Coca, «los gobiernos derechistas asentaron a 20000 campesinos, y bajo las Cortes reaccionarias de 1933 se efectuó el único avance social realizado por la República». No se redujo a eso su política. Federico Salmón, ministro de Trabajo, y Luis Lucía, ministro de Obras Públicas, redactaron un «gran plan de obras pequeñas» para paliar el paro; se aprobó una nueva Ley de Arrendamientos Urbanos que defendía a los inquilinos; se inició una reforma hacendística de calado debida a Joaquín Chapaprieta y encaminada a lograr la necesaria estabilización; y Gil Robles, ministro de la Guerra, llevó a cabo una reforma militar de enorme relevancia. Consideradas con perspectiva histórica, todas estas medidas denotaban un impulso sensato por abordar los problemas del país desde una perspectiva más basada en el análisis técnico y especializado que en el seguimiento de recetas utópicas. Fue precisamente desde el terreno de las utopías izquierdistas y nacionalistas desde donde se planteó la obstrucción a todas aquellas medidas a la vez que se lanzaba una campaña propagandística destinada a desacreditar al gobierno y cuya base única eran los relatos, absolutamente demagógicos, de las supuestas atrocidades cometidas por las fuerzas del orden en el sofocamiento de la revolución de octubre. De manera inquietante, semejante propaganda pretendía convertir en héroes —y en buena medida lo consiguió— a los que se habían alzado en armas contra el orden constitucional, a la vez que denigraba, como si de viles canallas se tratara, a los que lo habían defendido. Semejante subversión de la realidad democrática iba a rendir sus dividendos a las izquierdas, pero empujaría directamente al país a una guerra civil.
A lo anterior se unió en septiembre de 1935 el estallido del escándalo del estraperlo, una estafa que afectó al partido radical de Lerroux. Como señalaría lúcidamente Josep Pla,[1] la Administración de Justicia no pudo determinar responsabilidad legal alguna —precisamente la que habría resultado interesante—, pero en una sesión de Cortes del 28 de octubre se produjo el hundimiento político del partido radical, unas de las fuerzas esenciales en el colapso de la monarquía constitucional y el advenimiento de la República menos de cuatro años antes. Así, la CEDA quedaba prácticamente sola en la derecha frente a unas izquierdas poseídas de una creciente agresividad. Porque no se trataba únicamente de propaganda y demagogia. Durante el verano de 1935, el PSOE y el PCE —que en julio ya había recibido de Moscú la consigna de formación de frentes populares— desarrollaban contactos para una unificación de acciones.[2] En paralelo, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes mientras los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un ejército rojo. El fracaso del alzamiento armado —que descaradamente negaron los responsables socialistas y de la Esquerra— no sólo no contribuyó a disuadir a sus protagonistas de utilizar la violencia, sino que los llevó a adentrarse por ese camino de una manera más organizada.
Precisamente en ese clima que anunciaba que se produciría una nueva revolución de las izquierdas en cuanto que existiera oportunidad, el 14 de noviembre, Azaña propuso a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas. Acababa de nacer el Frente Popular. En esos mismos días, Largo Caballero, el «Lenin» español, salía de la cárcel —después de negar cínicamente su participación en la revolución de octubre de 1934— y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista.
El Frente Popular tendría paralelos en la doctrina de la Komintern sobre el tema y, por ejemplo, en Francia, había incluido, entre otros pasos, el solicitar la colaboración del Gran Oriente francés. En el caso español, resulta indiscutible que la masonería como tal estaba dispuesta a apoyar al Frente Popular. Cuestión aparte era la conducta peculiar de algunos masones. Para no pocos —y así quedaría trágicamente de manifiesto al estallar la guerra civil—, España estaba viviendo un proceso similar al atravesado por Rusia en 1917. Si las izquierdas regresaban al poder, lo que cabría esperar sería la repetición de un proceso revolucionario como el de 1934, la liquidación de los restos del sistema re-publicano y la implantación de una dictadura como la soviética. En ese sentido, el apoyo al Frente Popular —ordenaran lo que ordenaran las logias— resultaba, desde su punto de vista, un suicidio. De forma bien significativa, estos masones comenzaron a bascular, partiendo de esas premisas, hacia una postura decididamente contraria al Frente Popular.
El año 1935 concluyó con el desahucio del poder de Gil Robles; con una izquierda que creaba milicias y estaba decidida a ganar las siguientes elecciones para llevar a cabo la continuación de la revolución de octubre de 1934; y con reuniones entre Chapaprieta y Alcalá Zamora para crear un partido de centro en torno a Portela Valladares que atrajera un voto moderado preocupado por la agresividad de las izquierdas y una posible reacción de las derechas. Esta, de momento, parecía implanteable. La Falange, el partido fascista de mayor alcance, era un grupo muy minoritario;[3] los carlistas y otros grupos monárquicos carecían de fuerza y, en el ejército, un personaje de la relevancia de Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad golpista a la espera de la forma en que podría evolucionar la situación política. Sería su peso específico el que impidió la salida golpista en aquella época.[4]
En ese clima, cuando el 14 de diciembre Portela Valladares formó gobierno era obvio que se trataba de un gabinete puente para convocar elecciones. Finalmente, Alcalá Zamora disolvió las Cortes (la segunda vez que lo hacía durante su mandato, lo que implicaba una violación de la Constitución) y convocó elecciones para el 16 de febrero de 1936 bajo un gobierno presidido por Portela Valladares. El 15 de enero de 1936 se firmó el pacto del Frente Popular como una alianza de fuerzas obreras y burguesas cuyas metas no sólo no eran iguales sino que, en realidad, resultaban incompatibles. Los republicanos como Azaña y el socialista Prieto perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de abril de 1931, en el que la hegemonía política estaría en manos de las izquierdas y las derechas, supuestamente deslegitimadas, no podrían gobernar. Para el resto de las fuerzas que formaban el Frente Popular, especialmente el PSOE y el PCE, se trataba tan sólo de un paso más hacia la aniquilación de la República burguesa y la realización de una revolución que concluyera en una dictadura obrera. Dudosamente puede afirmarse que cualquiera de los planteamientos fuera democrático. Sin embargo, las declaraciones de los distintos dirigentes eran obvias. Si Luis Araquistáin insistía en hallar paralelos entre España y la Rusia de 1917, donde la revolución burguesa sería seguida por una proletaria,[5] Largo Caballero, en el curso de una convocatoria electoral que tuvo lugar en Alicante, afirmaba: «Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos.»[6] Tras el anuncio de la voluntad socialista de ir a una guerra civil si perdía las elecciones, el 20 de enero Largo Caballero decía en un mitin celebrado en Linares: «… la clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la revolución.»[7] El 10 de febrero de 1936, en el Cinema Europa, Largo Caballero volvía a insistir en sus tesis: «… la transformación total del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas… estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia.»[8]
No menos explícito sería el socialista González Peña, liberado, según el testimonio de Juan Simeón Vidarte, gracias a las presiones de la masonería,[9] al indicar la manera en que se comportaría el PSOE en el poder: «… la revolución pasada (la de Asturias) se había malogrado, a mi juicio, porque más pronto de lo que quisimos surgió esa palabra que los técnicos o los juristas llaman “juridicidad”. Para la próxima revolución es necesario que constituyéramos unos grupos que yo denomino “de las cuestiones previas”. En la formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres simple, y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant, Rousseau y toda esa serie de sabios. Es decir, que esos grupos harían la labor de desmoche, de labor de saneamientos, de quitar las malas hierbas, y cuando esta labor estuviese realizada, cuando estuviesen bien desinfectados los edificios públicos, sería llegado el momento de entregar las llaves a los juristas.»
De esta manera, aunque los firmantes del pacto del Frente Popular (Unión Republicana, Izquierda Republicana, PSOE, UGT, PCE, FJS, Partido Sindicalista y POUM)[10] suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de los detenidos y condenados por la insurrección de 1934[11] —reivindicada como un episodio malogrado pero heroico— no es menos cierto que los más moderados perseguían establecer un sistema parlamentario monopolizado por la izquierda, y los más radicales aspiraban, lisa y llanamente, a implantar la dictadura del proletariado aun conscientes de que eso significaría la guerra civil y el exterminio de sectores enteros de la población española. La gravedad de estos planteamientos difícilmente puede pasarse por alto.
En ese contexto, no puede extrañar que los adversarios políticos del Frente Popular centraran buena parte de la campaña electoral en la mención del levantamiento armado de octubre de 1934. Desde su punto de vista —y a juzgar por las declaraciones públicas de las izquierdas era lo que cabía esperar— el triunfo del Frente Popular se traduciría inmediatamente en una repetición, a escala nacional y con posibilidades de éxito, de la revolución. En otras palabras, no sería sino el primer paso hacia la liquidación de la República y la implantación de la dictadura del proletariado con su secuela de fusilamientos, saqueos, destrucciones y persecución religiosa.
En medio de un clima que no sólo preludiaba sino que anunciaba a gritos —literalmente— la guerra civil, las elecciones de febrero de 1936 no sólo concluyeron con resultados muy parecidos para los dos bloques sino que además estuvieron señaladas por la violencia, no únicamente verbal, y, de manera muy acusada, por el fraude en el recuento de los sufragios. Así, sobre un total de 9716705 votos emitidos,[12] 4430322 fueron para el Frente Popular, 4511031 para las derechas y 682825 para el centro. Otros 91641 votos fueron emitidos en blanco o resultaron destinados a candidatos sin significación política. A juzgar por estas cifras resultaba obvio que la mayoría de la población española se alineaba en contra del Frente Popular y si a ello añadimos los fraudes electorales encaminados a privar de sus actas a diputados de centro y derecha difícilmente puede decirse que las izquierdas contaran con el respaldo de la mayoría de la población. A todo ello hay que añadir la existencia de irregularidades en provincias como Cáceres, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Granada, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería, Valencia y Albacete, entre otras contra las candidaturas de derechas. Con todo, finalmente, este cúmulo de irregularidades se convertiría en una aplastante mayoría de escaños para el Frente Popular.
En declaraciones al Journal de Geneve,[13] sería nada menos que el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, el que reconociera la peligrosa suma de irregularidades electorales: «A pesar de los refuerzos sindicalistas, el Frente Popular obtenía solamente un poco más, muy poco, de doscientas actas, en un Parlamento de 473 diputados. Resultó la minoría más importante, pero la mayoría absoluta se le escapaba. Sin embargo, logró conquistarla consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando todos los escrúpulos de legalidad y de conciencia. Primera etapa: desde el 17 de febrero, incluso desde la noche del 16, el Frente Popular, sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados, la que debería haber tenido lugar ante las juntas Provinciales del Censo en el jueves 20, desencadenó en la calle la ofensiva del desorden, reclamó el poder por medio de la violencia. Crisis: algunos gobernadores civiles dimitieron. A instigación de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales: en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados. Segunda etapa: conquistada la mayoría de este modo, fue fácilmente hacerla aplastante. Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió la Comisión de validez de las actas parlamentarias, la que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsaron de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria; hacer en la Cámara una convención, aplastar a la oposición y sujetar el grupo menos exaltado del Frente Popular. Desde el momento en que la mayoría de izquierdas pudiera prescindir de él, este grupo no era sino el juguete de las peores locuras. Fue así que las Cortes prepararon dos golpes de Estado parlamentarios. Con el primero se declararon a sí mismas indisolubles durante la duración del mandato presidencial. Con el segundo, me revocaron. El último obstáculo estaba descartado en el camino de la anarquía y de todas las violencias de la guerra civil.»
Las elecciones de febrero de 1936 se habían convertido ciertamente en la antesala de un proceso revolucionario que había fracasado en 1917 y 1934 a pesar de su éxito notable en 1931. Así, aunque el gobierno quedó constituido por republicanos de izquierdas bajo la presidencia de Azaña para dar una apariencia de moderación, no tardó en lanzarse a una serie de actos de dudosa legalidad que formarían parte esencial de la denominada «primavera trágica de 1936». Mientras Lluís Companys, el masón golpista de octubre de 1934, regresaba en triunfo a Barcelona para hacerse con el gobierno de la Generalitat, los detenidos por la insurrección de Asturias eran puestos en libertad en cuarenta y ocho horas y se obligaba a las empresas en las que, en no pocas ocasiones, habían causado desmanes e incluso homicidios, a readmitirlos. En paralelo, las organizaciones sindicales exigían en el campo subidas salariales de un cien por cien, con lo que el paro se disparó. Entre el 1 de mayo y el 18 de julio de 1936, el agro sufrió 192 huelgas. Más grave aún fue que el 3 de marzo los socialistas empujaran a los campesinos a ocupar ilegalmente varias fincas en el pueblo de Cenicientos. Fue el pistoletazo de salida para que la Federación —socialista— de Trabajadores de la Tierra quebrara cualquier vestigio de legalidad en el campo. El 25 del mismo mes, sesenta mil campesinos ocuparon tres mil fincas en Extremadura, un acto legalizado a posteriori por un gobierno incapaz de mantener el orden público. El 5 de marzo, el Mundo Obrero, órgano del PCE, abogaba, pese a lo suscrito en el pacto del Frente Popular, por el «reconocimiento de la necesidad del derrocamiento revolucionario de la dominación de la burguesía y la instauración de la dictadura del proletariado en la forma de soviets».
A la violación sistemática de la legalidad, al uso de la violencia y a la adopción de medidas abiertamente revolucionarias se sumó una censura de prensa sin precedentes y una purga masiva en los ayuntamientos considerados hostiles o simplemente neutrales por las fuerzas que constituían el Frente Popular. El 2 de abril, el PSOE llamaba a los socialistas, comunistas y anarquistas a «constituir en todas partes, conjuntamente y a cara descubierta, las milicias del pueblo». Ese mismo día, Azaña chocó con el presidente de la República, Alcalá Zamora, y decidió derribarlo con el apoyo de sus aliados del Frente Popular. Lo consiguió el 7 de abril alegando que había disuelto inconstitucionalmente las Cortes dos veces y logrando que las Cortes lo destituyeran con sólo cinco votos en contra. Por una paradoja de la Historia, Alcalá Zamora se veía expulsado de la vida política por sus compañeros de conspiración de 1930-1931 y sobre la base del acto suyo que, precisamente, les había abierto el camino hacia el poder en febrero de 1936. Las lamentaciones posteriores del presidente de la República no cambiarían en absoluto el juicio que merece por su responsabilidad en todo lo sucedido durante aquellos años.
El 10 de mayo de 1936, Azaña era elegido nuevo presidente de la República. Tanto para el PSOE y el PCE como para las derechas, el nombramiento fue interpretado como carente de valor salvo en calidad de paso hacia la revolución. Así, mientras en la primera semana de marzo se acordaba en una reunión de generales[14] la realización de «un alzamiento que restableciera el orden en el interior y el prestigio internacional en España» y durante el mes de abril Mola se hacía cargo de la dirección del futuro golpe, Largo Caballero afirmaba sin rebozo que el presente régimen no podía continuar. La resuelta actitud del dirigente del PSOE tuvo entre otras consecuencias la de impedir que, por falta del apoyo de su grupo parlamentario, Indalecio Prieto formara gobierno y que Azaña tuviera que encomendar esa misión a Casares Quiroga.
A pesar de sus metas revolucionarias comunes, el enfrentamiento en el seno de las izquierdas —un enfrentamiento que había comenzado en el siglo anterior con la división del socialismo en el seno de la Internacional— persistía. Durante el mes de junio iba a comenzar con el desencadenamiento de una huelga general de la construcción en Madrid convocada por la CNT con intención de vencer a la rival UGT. La acción cenetista se tradujo en conseguir el paro de 150000 obreros en unas condiciones de tanto extremismo que ignoraría el estallido de la guerra civil en julio y se mantendría hasta el 4 de agosto de 1936. El día 5 del mismo mes, el general Mola emitía una circular en la que señalaba que el Directorio militar que se instauraría después del golpe contra el gobierno del Frente Popular respetaría el régimen republicano. La gravedad de la situación provocaba que la tesis de Mola fuera ganando adeptos, aunque entre ellos no se encontraba todavía Franco, que esperaba una reorientación pacífica y dentro de la legalidad de las acciones del gobierno. Se trataba de una esperanza totalmente vana porque el 10 de junio el gobierno del Frente Popular dio un paso más en el proceso de aniquilación del sistema democrático al crear un tribunal especial para exigir responsabilidades políticas a jueces, magistrados y fiscales. Compuesto por cinco magistrados del Tribunal Supremo y doce jurados, no sólo era un precedente de los que serían tribunales populares durante la guerra civil sino también un claro intento de aniquilar la independencia judicial para someterla a los deseos políticos del Frente Popular.
No se trataba de que el fascismo acosara a la democracia. Era, por el contrario, que la revolución estaba liquidando a la República y amenazando a sectores completos de la población en su camino hacia implantar la dictadura del proletariado y que éstos se habían visto obligados a plantearse la necesidad de defenderse frente a un ataque que procedía de las más altas instancias del Estado y de sus bases políticas, un ataque en el que no sólo peligrarían sus haciendas sino también sus vidas. El 16 de junio, Gil Robles denunciaba ante las Cortes el estado de cosas iniciado tras la llegada del Frente Popular al gobierno. Entre los desastres provocados entre el 16 de febrero y el 15 de junio se hallaban la destrucción de 196 iglesias, de 10 periódicos y de 78 centros políticos, así como 192 huelgas y 334 muertos, un número muy superior al de los peores años del pistolerismo. El panorama era ciertamente alarmante y la sesión de las Cortes fue de una dureza extraordinaria por el enfrentamiento entre la «media España que se resiste a morir» y la que estaba más que dispuesta —y así lo anunciaba— a asesinarla. Calvo Sotelo, por ejemplo, abandonó la sede de las Cortes con una amenaza de muerte sobre su cabeza que no tardaría en convertirse en realidad. Porque, desde luego, las amenazas de las izquierdas no se reducían a palabras. Así, entre el 20 y el 22 de junio, un congreso provincial del PCE celebrado en Madrid reveló que el partido contaba en esa ciudad con unas milicias antifascistas obreras y campesinas —las MAOC— que disponían de dos mil miembros armados. Se trataba de un verdadero ejército localizado en la capital a la espera de llevar a cabo la revolución proletaria.
El 23 de junio, el general Franco, que seguía manifestando una postura dubitativa frente a la sublevación militar, envió una carta dirigida a Casares Quiroga advirtiéndole de la tragedia que se avecinaba e instándole a conjurarla. El texto ha sido interpretado de diversas maneras y, en general, los partidarios de Franco han visto en él un último intento de evitar la tragedia mientras que sus detractores lo han identificado con un deseo de obtener recompensas gubernamentales que habría rayado la delación. Seguramente, se trató del último cartucho que Franco estaba dispuesto a quemar a favor de una salida legal a la terrible crisis que atravesaba la nación. Al no obtener respuesta, se sumó a la conspiración contra el gobierno del Frente Popular. Era uno de los últimos pero su papel resultaría esencial.
El proceso revolucionario y la enorme carga de violencia aneja al mismo —y que sólo acababa de empezar— fue captado de manera trágica pero inequívoca por los viajeros y diplomáticos extranjeros a su paso por España.[15] Shuckburgh, uno de los funcionarios especializados en temas extranjeros del Foreign Office británico, señalaba en una minuta del 23 de marzo de 1936: existen dudas serias de que las autoridades, en caso de emergencia, estén realmente en disposición de adoptar una postura firme contra la extrema izquierda, que ahora se dirige con energía contra la religión y la propiedad privada. Las autoridades locales, la policía y hasta los soldados están muy influidos por ideas socialistas, y a menos que se las someta a una dirección enérgica es posible que muy pronto se vean arrastradas por elementos extremistas hasta que resulte demasiado tarde para evitar una amenaza seria contra el Estado.»[16]
Sir Henry Chilton, el embajador británico en Madrid, en un despacho dirigido el 24 de marzo de 1936 a Anthony Eden le indicaba que sólo la proclamación de una dictadura podría evitar que Largo Caballero desencadenase la revolución ya que el dirigente del PSOE tenía la intención clara de «derribar al presidente y al gobierno de la República e instaurar un régimen soviético en España». Para justificar ese paso, Largo Caballero tenía intención de aprovechar la celebración de las elecciones municipales en abril.[17] Sin embargo, el gobierno —que recordaba otras elecciones municipales celebradas en abril y sus resultados— optó por aplazar la convocatoria electoral.
El deterioro del Estado de derecho era tan acusado en España que el Western Department del Foreign Office británico encargó a Montagu Pollock un informe al respecto. El resultado fue una Nota sobre la evolución reciente en España. El documento tiene una enorme importancia porque en el mismo se describe cómo la nación atravesaba por una «fase Kerensky» previa al estallido de una revolución similar a la rusa de octubre de 1917. Entresacamos algunos párrafos de este documento crucial: «Desde las elecciones la situación en todo el país se ha deteriorado de manera constante. El gobierno, en un intento cargado de buenas intenciones de cumplir las promesas electorales, y bajo fuerte presión de la izquierda, ha promulgado un conjunto de leyes que han provocado un estado crónico de huelgas y cierres patronales y la práctica paralización de buena parte de la vida económica del país.»[18]
De especial interés resultaba asimismo la pérdida de independencia del poder judicial que, recordemos, había sido impulsada por el Frente Popular: «En muchos lugares, a causa del sentimiento de miedo y confusión creado por la desaparición de la autoridad, el control del gobierno local, de los tribunales de justicia, etc., ha caído en manos de las minorías de extrema izquierda.»
Para remate, durante el mes de julio, Largo Caballero realizó algunas declaraciones ante la prensa londinense que no podían sino confirmar la tesis Kerensky de que el actual gobierno sólo era un paso previo a un golpe de izquierdas que desatara la revolución e instaurara la dictadura, tal y como había sucedido en Rusia: «Deseamos ayudar al gobierno en la realización de su programa; le colocamos donde está sacrificando nuestra sangre y libertad; no creemos que triunfe; y cuando fracase nosotros lo sustituiremos y entonces se llevará a cabo nuestro programa y no el suyo… sin nosotros, los republicanos no pueden existir, nosotros somos el poder y si les retiramos el apoyo a los republicanos, tendrán que marcharse.»[19]
El 11 de julio de 1936 despegaba el Dragon Rapide, encargado de recoger a Franco para que encabezara el golpe militar en África. A esas alturas, las fuerzas de izquierda, especialmente socialistas, ya habían comenzado a realizar detenciones arbitrarias de adversarios políticos. El 12, un grupo derechista asesinó al teniente de la Guardia de Asalto, José del Castillo, muy vinculado a las milicias del PSOE, cuando abandonaba su domicilio. La respuesta de los compañeros del asesinado fue fulminante. Varios guardias de asalto de filiación socialista y estrechamente relacionados con Indalecio Prieto se dirigieron a la casa de Gil Robles. Al no encontrarlo en su domicilio, se encaminaron entonces al de Calvo Sotelo. Allí lo aprendeherían, para después asesinarlo y abandonar su cadáver en el cementerio.
El hecho de que el asesinato de Calvo Sotelo hubiera sido predicho en una sesión de las Cortes sólo sirvió para convencer a millones de personas de que el gobierno y las fuerzas que lo respaldaban en el Parlamento perseguían poner en marcha a escala nacional unos acontecimientos semejantes a los que había padecido Asturias durante el mes de octubre de 1934 y, de manera lógica, contribuyó a limar las últimas diferencias existentes entre los que preparaban un golpe contra el Frente Popular. El 14 de julio, Mola concluyó el acuerdo definitivo con los tradicionalistas, mientras José Antonio, el dirigente de Falange que estaba encarcelado desde primeros de año, enviaba desde la prisión de Alicante a un enlace (Garcerán) para que presionara en favor de adelantar el golpe. Dos días después, Gil Robles afirmó ante las Cortes que no creía que el gobierno estuviera implicado en la muerte de Calvo Sotelo, pero que lo consideraba responsable moral y políticamente. El gobierno, por su parte, estaba al tanto de los preparativos de golpe pero creía que la táctica mejor sería esperar a que se produjera para luego sofocarlo como el 10 de agosto de 1932. También lo ansiaban las fuerzas del Frente Popular que creían en una rápida victoria en una guerra civil que habían contribuido, en especial desde 1934, decisivamente a desatar.
Sabido es de todos que la guerra civil estalló. Menos conocido es que los masones, que no la masonería, partidaria del Frente Popular, se dividieron en su apoyo a los dos bandos. Al respecto, resulta interesante un reciente estudio sobre los militares que eran masones y su reacción durante la guerra civil.[20] Aunque el listado no es completo —señálese como dato curioso que en él no aparece el abuelo del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, militar y masón—, no deja de ser significativo alguno de los datos contenidos en el mismo. De una muestra total de 646 militares, 92 no llegaron a ser iniciados y 617 eran militares profesionales, una cifra que indica que la penetración de la masonería en las fuerzas armadas no era escasa. Antes de la guerra fallecieron 40 y de los que intervinieron en ella 29 eran milicianos y movilizados, 171 se sumaron al alzamiento de julio de 1936 y 16 sirvieron como agentes a favor de los sublevados, datos todos ellos que confirman nuestra tesis de que no fueron pocos masones los que abandonaron las logias y se sumaron a la rebelión al contemplar la impronta revolucionaria del Frente Popular.
Esta circunstancia viene además abonada por el hecho de que en la zona controlada por el Frente Popular murieron 32 militares masones, 6 de ellos fusilados y 26 por causas diversas, incluida también la represión. En la zona controlada por los nacionales, los muertos por diversas causas llegaron a 36, los fusilados hasta el año 1942 fueron 73 y —dato muy relevante— los perdonados que además siguieron en activo en las fuerzas armadas, 27. Ciertamente, la visión profundamente antimasónica de Franco es innegable, pero no es menos cierto que admitió la posibilidad de cambio y adhesión en los miembros de las logias.
La colaboración de los «hijos de la viuda» en algunos de los episodios más siniestros acontecidos en la España controlada por el Frente Popular resulta innegable. Así, a inicios de agosto de 1936, se celebró en el palacio del Círculo de Bellas Artes una reunión decisiva que respondía a una convocatoria de Manuel Muñoz Martínez, director general de Seguridad. Muñoz Martínez no pertenecía a ninguno de los partidos que habían propugnado históricamente la revolución sino que era diputado de Izquierda Republicana, la formación política de Manuel Azaña, y pertenecía a la masonería, en la que ostentaba el grado treinta y tres.[21]
La carrera de Muñoz Martínez en la masonería fue realmente notable. Ingresó en ella en 1924, cuando tan sólo contaba treinta y seis años de edad. Conspirador contra la monarquía y a favor de la República, el día de la proclamación de ésta fue promovido al grado 24 de la masonería. En 1933 fue designado vocal del gran consejo federal simbólico y en agosto de 1935, designado candidato a la elección de Gran Maestro nacional. No lo consiguió al quedar el cuarto, pero ese mismo año se le confirió el grado 33.
Esta reunión, a la que asistieron representantes de todos los partidos y sindicatos que formaban el Frente Popular, tuvo un resultado de enorme relevancia ya que en el curso de la misma se acordó la constitución de un Comité Provincial de Investigación Pública que, en coordinación con la Dirección General de Seguridad, iba a encargarse de las tareas de represión en la denominada zona republicana. El Comité en cuestión tendría entre otras competencias la de acordar las muertes que estimara convenientes.[22]
El Comité Provincial de Investigación Pública, formado por secciones o tribunales, contaba como ya hemos señalado con representantes de todos los partidos y sindicatos del Frente Popular, es decir, del PSOE, del PCE, de la FAI, de Unión Republicana, del partido sindicalista, de Izquierda Republicana, de UGT, de la CNT, de las Juventudes Socialistas Unificadas y de las Juventudes Libertarias. Hasta finales de agosto de 1936, el Comité funcionó en los sótanos del Círculo de Bellas Artes. En esas fechas se trasladó a un palacio situado en el número 9 de la calle de Fomento, donde permaneció hasta su disolución en noviembre del mismo año. Este traslado explica el nombre popular de Checa de Fomento con el que fue conocido —y temido— el Comité.
La constitución del Comité implicó consecuencias de tremenda gravedad para el respeto a los derechos humanos en la zona controlada por el Frente Popular. De entrada, su mera existencia consagraba el principio de acción revolucionaria —detenciones, torturas, saqueos, asesinatos—, respaldándolo además con la autoridad del propio gobierno del Frente Popular y de la Dirección General de Seguridad que éste nombraba. De esa manera, los detenidos podían ser entregados por las autoridades penitenciarias o policiales al Comité sin ningún tipo de requisito quebrando cualquier vestigio de garantías penales que, tras varias semanas de matanzas, imaginarse pudieran. Por si esto fuera poco, la constitución del Comité no se tradujo en la disolución de las checas que actuaban en Madrid[23] sino que les proporcionó, a pesar de su conocida actuación, una capa de legalidad ya que las convirtió en de-pendientes del citado Comité.
Partiendo de esas bases, no puede resultar extraño que motivos no políticos se sumaran a las razones de este tipo en la realización de las detenciones y de las condenas.[24] Los interrogatorios se encaminaban desde el principio a arrancar al reo alguna confesión sobre sus creencias religiosas o simpatías políticas, circunstancias ambas que servían para incriminarlo con facilidad. En el curso de este interrogatorio, el acusado no disfrutaba de ninguna defensa profesional e incluso era común que se le intentara engañar afirmando que se poseía una ficha en la que aparecía su filiación política. Como mal añadido se daba la circunstancia de que los reos eran juzgados de manera apresurada y masiva, lo que facilitaba, sin duda alguna, la tarea de los ejecutores pero eliminaba cualquier garantía procesal.
Los tribunales de la checa —seis en total, con dos de ellos funcionando de manera simultánea— mantenían una actividad continua que se sucedía a lo largo de la jornada, en tres turnos de ocho horas, que iban de las 6 de la mañana a las 14 horas, de las 14 a las 22 y de las 22 a las 6 del día siguiente. En el curso de cada turno a los dos tribunales se sumaba la acción de un grupo de tres comisionados. De éstos, uno se encargaba de la recepción y control de los detenidos, en compañía de dos policías; otro registraba los objetos procedentes de las requisas realizadas en los domicilios y el último de la administración del centro. La actividad, no ya de los tribunales pero sí de las brigadillas, era especialmente acusada durante la noche y la madrugada, que eran los periodos del día especialmente adecuados para proceder a los asesinatos de los reos.
Las sentencias dictadas por los diferentes tribunales carecían de apelación, eran firmes y además de ejecución inmediata. Esto se traducía en que, tras la práctica del interrogatorio, el tribunal tomaba una decisión que sólo admitía tres variantes: la muerte del reo, su encarcelamiento o su puesta en libertad. A fin de ocultar las pruebas documentales de los asesinatos, éstos se señalaban en una hoja sobre la que se trazaba la letra L —igual que en el caso de las puestas en libertad—, pero para permitir saber la diferencia a los ejecutores la L que indicaba la muerte iba acompañada de un punto. No hace falta insistir en el clima de terror que provocó de manera inmediata la citada checa en la medida en que cualquiera podía ser detenido por sus agentes y no sólo no contaba con ninguna posibilidad de defensa sino que además estaba desprovisto del derecho de apelación.
Una vez establecido el destino del reo, éste era entregado a una brigadilla de cuatro hombres bajo las órdenes de un «responsable». Todos los partidos y sindicatos del Frente Popular contaban con representación en las diferentes brigadillas.[25] Sin embargo, ocasionalmente las tareas de exterminio encomendadas a estas unidades eran demasiado numerosas y entonces se recurría para llevarlas a cabo a los milicianos que prestaban servicios de guardia en el edificio de la checa. Dado el carácter oficial del que disfrutaban los miembros de la checa, para llevar a cabo sus detenciones no precisaban de «órdenes escritas de detención y registro, bastando su propia documentación de identidad para poder realizar tales actos».[26] De hecho, «la fuerza pública y Agentes del Gobierno del Frente Popular… (estaban)… obligados a prestar toda la cooperación que los Agentes del Comité de Fomento necesitasen».[27]
Como ya se ha indicado, la relación entre los miembros de la checa y las autoridades republicanas era constante y se extendía no sólo al director de Seguridad sino también al ministro de la Gobernación, Ángel Galarza. El masón Muñoz desempeñaría además un papel esencial en la perpetración del terrible crimen contra la Humanidad que tuvo como escenario Paracuellos del Jarama en noviembre de 1936. En el curso del mismo, las fuerzas republicanas asesinaron a cerca de cinco mil presos, procediendo luego a su enterramiento en grandes fosas comunes. Aunque se ha hablado más de una vez de la indudable responsabilidad del comunista Santiago Carrillo en los crímenes,[28] no puede pasarse por alto el hecho de que el masón Muñoz fue precisamente el que, librando una orden a la socialista y también iniciada en la masonería Margarita Nelken para que realizara las primeras sacas, permitió la realización de los asesinatos masivos.
En el otro bando, la represión antimasónica fue inmediata. El 15 de septiembre de 1936, Franco —uno de cuyos compañeros de alzamiento era el general masón Cabanellas— dictaba el primer decreto contra la masonería en Santa Cruz de Tenerife. Durante los años siguientes, la represión en la zona nacional tuvo a los «hijos de la viuda» como uno de sus blancos más específicos. En ellos veía no sólo a los culpables de haber creado un régimen sectario que había degenerado en un enfrentamiento fratricida, sino también a los colaboradores indispensables de la revolución y, en términos históricos, a los responsables de no pocos males, entre los que se hallaba la pérdida del imperio en ultramar.
De manera bien significativa, hay que indicar que no sólo Franco consideró que la presencia de los masones era un peligro para el ejército —¿qué entidad jerárquica no se sentiría inquieta al saber de la existencia de una sociedad secreta en su seno?— sino que entre los opositores encarnizados a ella se encontró Stepánov, uno de los principales agentes de Stalin en la España del Frente Popular.
Los soviéticos abominan de los masones
Stoyán Minéyevich Ivanov, alias Stepánov y Moreno, fue uno de los agentes de la Komintern enviados por Stalin para fiscalizar lo que sucedía en España durante la guerra civil. Personaje de aventuras intensas e importantes, a él le debemos un informe sobre el conflicto que fue remitido al Secretariado de la Komintern y al propio Stalin y que no ha sido accesible hasta la caída de la URSS. El Informe Stepánov, a pesar de su carácter comprensiblemente tendencioso, constituye una fuente histórica de primer orden que ya hemos utilizado con anterioridad.[29] En esta obra resulta de enorme interés porque proporciona abundante noticia sobre el comportamiento de la masonería en la zona de España controlada por el Frente Popular.
Para Stepánov, resultaba obvio que la acción de los «hijos de la viuda» había sido una de las no escasas causas de la derrota del Frente Popular. De hecho, según sus propias palabras, «la masonería representó un papel no poco importante en la creación de unas condiciones que condujeron a la catástrofe». ¿A qué se debía ese juicio tan severo?
«En España —según Stepánov—, la masonería es, al igual que en otros países, un movimiento liberal burgués, predominantemente intelectual, que intenta penetrar en el seno de la clase obrera y de las organizaciones obreras.» La finalidad de esa penetración era «asegurarse el apoyo de los trabajadores contra el clero, los terratenientes y la casta de oficiales y asegurarse la participación de los trabajadores en la lucha política democrático-burguesa, aunque bajo la dirección de los partidos burgueses; por otra parte, guardar a la clase obrera de actuaciones políticas de clase independientes».
La masonería española —a la que Stepánov atribuía erróneamente un papel en la lucha contra Napoleón— se había sumado a la República en abril de 1931 y al producirse el alzamiento de julio de 1936 «los oficiales masones se enrolaron en el ejército y en las unidades que se formaron». De manera sorprendente para Stepánov, el peso de los masones en el aparato del Estado frentepopulista era verdaderamente espectacular. Como él mismo afirmaba, «todos los componentes de la traidora junta casadista… eran masones. El presidente de la República, Azaña, es masón. Todo su aparato y su séquito militar son masones. El presidente de las Cortes, Martínez Barrio, y la mayoría de los dirigentes de su partido, Unión Republicana, son masones. La dirección del partido de los republicanos de izquierda está compuesta por masones. La mayoría de los miembros de la dirección del Partido Socialista y de la dirección de la Unión General de Trabajadores son masones. También la mayoría de los dirigentes de la Confederación Nacional del Trabajo y de los redactores de su prensa está compuesta por masones. La mayoría de los puestos responsables del Ministerio del Interior, de la policía, de la dirección del departamento de seguridad, de la guardia móvil y de los carabineros está ocupada por masones. También ha sido ocupada por masones la mayoría de los puestos responsables en el aparato de otros ministerios. La inmensa mayoría de la oficialidad republicana está compuesta por masones».
El cuadro, por supuesto, admite algunos matices, pero el agente soviético señalaba algo innegable y era el enorme peso de la masonería en la España del Frente Popular. Ese peso incluso llegó a hacerse sentir en el PCE, donde «un número importante de masones ingresó… al entender que el PC era el que mejor… se preocupaba de la unificación y de la organización de las fuerzas populares». Según Stepánov, durante los primeros meses de la guerra «es posible que… ingresasen en el PCE cinco o seis mil oficiales, de los que el noventa por ciento eran masones». Hasta ese momento, los soviéticos consideraron el fenómeno positivamente en la medida en que pensaban que estaban captando a gentes que procedían de las más diversas ideologías. El optimismo iba a durarles poco a los agentes de Stalin. A partir de julio de 1937 comenzaron a comprobar que los «hijos de la viuda» no eran comunistas leales a la disciplina del PCE, sino que «empiezan a intentar librarse crecientemente del control del PCE y a resistirse a su línea y pretenden ser los portadores de directrices extrañas en el seno del PCE». En otras palabras, los oficiales masones estaban actuando como lo hacían desde hacía siglos. Su lealtad, por encima de su militancia, estaba dirigida hacia las logias. Cuál no sería la sorpresa de los soviéticos cuando durante la batalla de Teruel, en diciembre de 1937, «los oficiales masones intentaron restablecer la organización de oficiales anterior… sin informar al PCE ni pedirle opinión». Una vez más, los masones eran, primero y ante todo, masones. A esas alturas, por añadidura, los «hijos de la viuda» que combatían en el Ejército Popular de la República habían llegado a la conclusión de que no podían derrotar a Franco y que lo mejor que se podía hacer era alcanzar a una paz pactada con él. Para lograrlo, pidieron la mediación de otros masones con influencia en gobiernos extranjeros. Como indicaría Stepánov, «destacadas personalidades republicanas, socialistas y anarcosindicalistas estaban relacionadas con los masones ingleses, otras estuvieron relacionadas con los franceses, principalmente con Chotan, Delbos, Blum, Dormios y otros… en el último año representaron un papel negativo y nefasto, al enrarecer el ambiente con su falta de fe y sus conspiraciones favorables a la capitulación».
Para Stepánov, el Frente Popular tenía que haber resistido. Si no lo había hecho, se debía, en no escasa medida, a ese derrotismo —a su juicio ocasionado por la masonería— en el que tuvieron tanto peso masones como Azaña y Martínez Barrio y que, al fin y a la postre, acabaría cristalizando en la junta de Casado y su rendición en la primavera de 1939. El agente de Stalin se hallaba en las antípodas ideológicas de Franco, pero, de manera bien reveladora, coincidía con él en algunos aspectos muy concretos relacionados con la masonería. El primero era el riesgo que representaba su presencia en el ejército; el segundo, la seguridad de que los masones no obedecían a sus mandos naturales sino a sus superiores en las logias; el tercero, que para llevar a cabo sus propósitos siempre contaban con el apoyo de sus hermanos de otros países, y el cuarto, que, precisamente por todo lo anterior, constituían un factor lo suficientemente peligroso como para poder contribuir, quizá de manera decisiva, a la derrota militar. Se piense lo que se piense de ese juicio, lo cierto es que fue precisamente el bando que se libró de la acción de las logias en el seno del ejército el que ganó la guerra civil.