Capítulo IV. De Casanova a Cagliostro
Como hemos podido comprobar en el capítulo anterior, la masonería podía insistir en el carácter moral de sus ideas e incluso en el elitismo de sus hermanos. Sin embargo, lo cierto es que ese elitismo no pasaba de ser social en el sentido del Antiguo Régimen y que, éticamente, sus miembros no eran en absoluto superiores a la media de la sociedad en la que vivían. A decir verdad, a lo largo del siglo XVIII quedaría de manifiesto, una y otra vez, que la masonería tenía una especial capacidad para dar acogida en su seno a toda una caterva de estafadores, libertinos y vividores, a los que no sólo no expulsó de su seno, sino que incluso ayudó no pocas veces a huir de la justicia. Tampoco fue excepcional —como veremos en este capítulo— que las estafas perpetradas por estos hermanos acabaran incorporadas en el ideario de la masonería como si, en lugar de haber surgido de una mente entregada al fraude, poseyeran el más indudable marchamo de autenticidad. Posiblemente, las consecuencias de los actos de estos personajes —de los que en las páginas siguientes sólo ofrecemos algunos botones de muestra— fueron de escasa envergadura si se las compara con las derivadas del ánimo conspirativo de otros masones. Con todo, un acercamiento histórico a la masonería no quedaría completo sin detenernos, siquiera a vuelo de pájaro, en ellos.
Casanova, el don Juan italiano[1]
La palabra Casanova ha pasado a casi todas las lenguas como sinónimo de libertino y seductor. Equivalente de don Juan —uno de los prototipos nacidos en el seno de la literatura española—, la diferencia con Casanova es que éste fue un personaje real y que además no le faltó el interés ni por el mundo esotérico ni por aventuras que excedieron del mundo de lo amoroso.
Giacomo Girolamo Casanova nació en Venecia el 2 de abril de 1725 en la calle de la Commedia, quizá como un indicativo premonitorio de lo que sería su vida. Sus padres eran también actores y se llamaban Gaetano Giuseppe Casanova y Zanetta Farussi. Con posterioridad, Casanova pretendería que su verdadero padre era un noble veneciano llamado Michele Grimani, pero no está suficientemente documentado y resulta más que posible que el vividor tan sólo pretendiera dotarse de sangre aristocrática.
Las frecuentes ausencias de sus padres —a fin de cuentas, cómicos de profesión— hizo que la educación del pequeño Giacomo recayera en su abuela materna, Marzia Farussi. De creer a Casanova, sus primeros años se caracterizaron por un estado de perpetua dolencia que sólo desapareció en 1733 gracias, según él, al uso de la magia. Fue precisamente este mismo año en el que falleció su padre.
En 1734, Casanova fue enviado a Padua, donde estudiaría con el doctor Gozzi. Sería precisamente en esta casa donde conocería por vez primera las delicias del amor al enamorarse de Bettina, la hija pequeña de su preceptor.
En 1738, Casanova era ya un estudiante de Derecho en Padua, aunque fue común que se presentara sólo a los exámenes y que pasara el resto del año en Venecia. Dos años después, con el respaldo del senador y aristócrata Alvise Malipiero, fue tonsurado con la intención de seguir la carrera eclesiástica, posiblemente la más democrática de la época en la medida en que permitía ascender socialmente a gente de la extracción más humilde pero dotada de talento. El joven Giacomo ansiaba ciertamente trepar por la escala social, pero, sin duda, no estaba hecho para llevar los hábitos. Aunque recibió las órdenes menores en enero de 1741 y se convirtió en abate, no se privó de vivir distintas aventuras amorosas.
En 1742, Casanova se doctoró en Derecho civil y canónico en la Universidad de Padua e ingresó en el seminario de San Cipriano. Duró poco. El muchacho apuntaba ya más que de sobra las maneras que lo caracterizarían en los años siguientes y lo acabaron expulsando por conducta inmoral.
Durante los años inmediatamente posteriores, Casanova desempeñó un par de cargos relacionados con eclesiásticos, pasó por la cárcel en alguna ocasión y siguió viviendo aventuras amorosas, como la mantenida con Bellino, un castrato, que, al fin y a la postre, resultó ser una mujer llamada Angiola Calori.
En 1746, Casanova conoció a un aristócrata veneciano llamado Maneo Giovanni Bragadin que le permitiría aprovecharse de su capacidad para engañar al prójimo. Bragadin tenía, como tantos nobles de la época, un cierto interés por lo esotérico y Casanova llegó a convencerle de que sus conocimientos de medicina procedían de una fuente sobrenatural. Como consecuencia de ello, Bragadin convirtió a Casanova en una especie de hijo adoptivo y le proporcionó una abundante cantidad de dinero que permitió al joven vividor llevar la existencia de un aristócrata adinerado durante un trienio.
Sin embargo, aquel coqueteo con el ocultismo —que, posiblemente, no pasó de mera charlatanería encaminada a obtener dinero— acabó teniendo sus consecuencias. En 1749, Casanova tuvo que huir de Venecia porque había llamado la atención de la Inquisición.
Trasladado a Cesena, Casanova viviría uno de los grandes amores de su vida, el que tuvo como objeto a una mujer llamada Henriette. La historia concluiría en febrero de 1750 cuando Henriette decidió abandonar a Casanova y regresar con su familia. Fue precisamente entonces cuando el joven veneciano, de camino a París, fue iniciado en la masonería.
La ceremonia tuvo lugar en Lyon, mientras se dirigía a París, y, desde luego, no puede decirse que resultara ayuna de beneficios. A partir de ese momento, Casanova, que hasta entonces se había movido tan sólo por el norte de Italia,[2] decidió conocer mundo y su pertenencia a la masonería le proporcionaría una pléyade de contactos que le serían de especial ayuda. Naturalmente, cabe preguntarse por qué nadie en la masonería se preguntó sobre la conveniencia de permitir la iniciación de Casanova. Sin embargo, bien mirado, no le faltaban credenciales: había abandonado el sacerdocio, le perseguía la Inquisición, supuestamente contaba con conocimientos ocultistas y debía de tener un cierto encanto personal. En conjunto, resultaba más que suficiente.
En 1750, Casanova llegó a París. Su primera estancia estuvo fundamentalmente destinada a dominar las costumbres francesas y a seducir a Manon Balletti, la hija de una familia de intachable conducta. Tras pasar por Dresde, Praga y Viena, tres años después Casanova volvía a encontrarse en Venecia. En esta ciudad, el aventurero intentaría conseguir la mano de Caterina Carpeta, la hija de un próspero comerciante. Sin embargo, el padre de la muchacha no estaba dispuesto a ver a su hija en manos de un libertino y procedió a recluirla en un convento. Casanova, que no tenía mucha intención de trabajar como el resto de los seres humanos, volvió a reanudar su relación con Bragadin, que tan pródigo había sido con él, y a explotar sus presuntos poderes ocultos. Como no podía ser menos, la Inquisición volvió a fijarse en él y durante la noche del 25 al 26 de julio de 1755 lo arrestó, confinándolo en una prisión que se hallaba en el palacio ducal. De manera nada sorprendente, entre las pruebas incriminadoras que encontró la policía veneciana se encontraban sus vestimentas de masón.
Quizá otra persona se hubiera sentido acabada tras un episodio de ese tipo. No fue, desde luego, el caso del veneciano. Durante la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre de 1756 consiguió escapar de su encierro y se encaminó a París, adonde llegó a inicios de 1757. Había escapado de la Inquisición y contaba con el respaldo de sus hermanos masones, de manera que fue recibido en la capital francesa como un verdadero héroe, lo cual —justo es reconocerlo— parece cuando menos exagerado.
No resulta extraño que tras ver la reacción de la sociedad bien pensante ante sus acciones decidiera perseverar por ese camino. Se convirtió así en uno de los creadores de la lotería nacional francesa —lo más tolerable de sus actividades en aquellos años— y encontró a otra persona a la que estafar con sus supuestos poderes mágicos. En esta ocasión se trató de la marquesa de Urfé. Como antes y después habían hecho otros charlatanes, Casanova se refirió a un conocimiento oculto que poseía e incluso prometió a la aristócrata que podría garantizarle el hecho de volver a nacer, pero esta vez dotada de sexo masculino. La marquesa creyó en todo a pies juntillas y durante los siguientes siete años se convirtió en la víctima ideal de Casanova. En el curso del tiempo que duró su relación, el habilísimo masón aventurero logró aligerarla del peso de no menos de un millón de francos de la época.
Con todo, el tren de vida que llevaba Casanova era demasiado despilfarrador como para depender únicamente de estafar a la pobre marquesa de Urfé. Así, en 1759 vendió su participación en la lotería e invirtió en una fábrica de seda. El negocio concluyó con Casanova encarcelado por sus socios y acreedores que le culpaban de fraude. Logró salir de la prisión gracias a la marquesa de Urfé, pero antes de que acabara el año era encausado por falsificar documentos mercantiles. Obligado por las circunstancias, el veneciano decidió abandonar Francia.
En el curso de los años siguientes, Casanova se dedicó a recorrer distintos lugares de Europa, llevando un tipo de vida aún más escandaloso si cabe. No le fue bien. En Colonia le acusaron de impago; en Stuttgart se vio mezclado en un turbio asunto de juego y encarcelado… no sorprende que en medio de tantos avatares, a su paso por Suiza, llegara a acariciar la idea de hacerse monje y abandonar aquella suma de desazones. La vocación religiosa le duró hasta que conoció a la joven baronesa de Roll, a la que se dedicó a perseguir. Desde luego, hay que reconocer que la capacidad para el engaño del veneciano era verdaderamente prodigiosa. Antes de que acabara el año —masón y delincuente— fue recibido por el papa Clemente XIII, que le nombró caballero de la orden papal de la Santa Espuela. No era la primera vez que un masón engañaba a la Santa Sede. No iba a ser tampoco la última y, desde luego, resulta bien revelador el comentario que Casanova realiza en sus memorias sobre el clero de Roma al afirmar que varios cardenales y prelados pertenecían a la masonería. Quizá ahí se encuentre la clave del reconocimiento que el papa dispensó al hermano Casanova.
En 1762, tras un dilatado periplo italiano, Casanova se hallaba de nuevo en París. Necesitaba dinero y recurrió, como era de esperar, a madame de Urfé. Sin embargo, a esas alturas la aristócrata deseaba, lógicamente, alguna prueba más sustancial de los poderes ocultos del veneciano. Sin arredrarse, Casanova anunció a la marquesa que su regeneración estaba a punto de llevarse a cabo e incluso se procuró la colaboración de su amante de la época, Marianne Corticelli. El primer intento se llevó a cabo en el castillo familiar de la dama, situado en Pontcarré. Resultó fallido y entonces se fijó como lugar para una segunda acción Aix-la-Chapelle. Fue justo en ese momento cuando la situación comenzó a complicarse para el veneciano. La Corticelli pidió más dinero so pena de contar a madame de Urfé que Casanova tan sólo pretendía estafarla y el aventurero —por enésima vez— engañó a la crédula aristócrata. No fue difícil. Bastó con que le dijera que la Corticelli estaba poseída por un espíritu inmundo y con que anunciara que la ansiada regeneración tendría que esperar.
No esperó mucho. Al año siguiente, 1763, y esta vez en Marsella, madame de Urfé fue sometida a la ceremonia de regeneración. Se trataba, sin duda, de una apuesta arriesgada porque aquélla consistía, nada más y nada menos, en que Casanova mantuviera relaciones sexuales con la aristócrata y así la «impregnara». Del embarazo fruto de ese coito mágico debía nacer, según las promesas de Casanova, una criatura que causaría la muerte de la marquesa y, a la vez, serviría de receptáculo para que siguiera viviendo otra existencia, esta vez como varón. No existen datos de que Casanova hubiera sido muy fecundo hasta ese momento y, para desgracia suya, tampoco lo resultó en la supuesta ceremonia de regeneración. Las consecuencias fueron fatales. Al descubrir que no estaba encinta, madame de Urfé perdió totalmente la fe en el hombre que la había estado estafando a lo largo de siete años y Casanova se vio privado de una generosa fuente de ingresos. El año terminó muy mal. El veneciano, a pesar de su experiencia, se enamoró de Marianne Charpillon, una prostituta que lo humilló una y otra vez y lo arrastró prácticamente a la ruina. No sorprende que el propio Casanova asegurara tiempo después que en ese momento había dado inicio el declive de su existencia.
Con todo, Casanova podría haber salido adelante con relativa facilidad. Su hermano masón, Federico de Prusia, le ofreció precisamente un puesto como jefe de un cuerpo de cadetes de Pomerania que le aseguraba un buen pasar. Sin embargo, el veneciano ignoraba que lo peor estaba por venir, era aún joven, ansiaba nuevos placeres y, bastante desilusionado, rechazó el ofrecimiento.
Hasta el 15 de noviembre de 1774, en que se le permitió regresar a Venecia aunque de manera temporal, la vida de Casanova fue un continuo vagabundear por diferentes naciones europeas —Polonia, Rusia, Francia, España…— sin conseguir asegurarse una fortuna y dando con sus huesos más de una vez en la cárcel.
El regreso a su ciudad natal estuvo cargado de esperanzas. Sin embargo, la realidad no resultó halagüeña para el ya maduro aventurero. Intentó, primero, ganarse la vida con actividades literarias, pero no lo consiguió. Finalmente, acabó sirviendo como informador de la Inquisición, la misma institución que le había tenido encarcelado tiempo atrás, y complementando esos ingresos con los derivados de actuar como secretario a ratos perdidos de un diplomático genovés llamado Carlo Spinola. Fue precisamente la relación con este personaje la que precipitó un nuevo descenso de Casanova en la escala social.
Carlo Spinola tenía un pleito pendiente a causa de una deuda con un tal Carletti. Casanova se prestó, a cambio de una comisión, a solventar la situación y con esa finalidad se dirigió al palacio de un noble llamado Carlo Grimani, donde se encontraba Carletti. Lo que debía haber servido para zanjar un problema, ocasionó otro. Carletti rechazó las pretensiones económicas de Casanova y, en un momento determinado, Grimani le apoyó. Finalmente, la discusión concluyó a golpes y Casanova, un hombre de cierta edad y de no buena situación social, llevó la peor parte. Sin embargo, una cosa era que se le humillara y se dudara de su valor y otra bien distinta que estuviera dispuesto a abandonar la idea de la venganza. Al poco tiempo saltó a la luz una alegoría titulada Né amori né donne, en la que se podía ver con bastante facilidad que Casanova alegaba que era hijo ilegítimo de Michele, el padre de Carlo Grimani, y que éste, a su vez, era el bastardo de otro noble veneciano. La satisfacción del desquite duró poco. El 17 de enero de 1783, Casanova tuvo que abandonar Venecia perseguido por las autoridades.
Durante los siguientes meses, la vida de Casanova fue un continuo vagabundear por Europa a la busca de un empleo que le asegurara la supervivencia. Del apuro le sacaría un hermano masón, el conde Josef Karl Enmanuel von Waldstein, que tenía un interés enorme por el ocultismo y que ofreció al veneciano un puesto como bibliotecario en su castillo de Dux, en la actual República Checa. En otro tiempo, Casanova hubiera rechazado la oferta como había hecho, por ejemplo, con la de Federico el Grande años atrás. Sin embargo, ahora no podía permitirse ese lujo. Aceptó el cargo y dio inicio a un periodo de su vida especialmente amargo.
Aprovechando que el trabajo que tenía que realizar no era pesado y le dejaba mucho tiempo libre, intentó relanzar su nunca triunfante carrera literaria y encontrar un empleo que le permitiera abandonar Dux. Fracasó en ambas pretensiones. Sus escritos —no pocos de ellos inéditos al tener lugar su fallecimiento— no alcanzaron el éxito y los empleos también brillaron por su ausencia, a pesar de que, una vez más, recurrió a sus hermanos masones, como fue el caso de Mozart, con el que se encontró en Praga en 1787.
La amargura de verse sin recursos, dependiente, humillado incluso por algunos de los sirvientes del castillo, acabó precipitando a Casanova en una depresión de cuyos efectos intentó liberarse redactando la Historia de mi vida. Iniciada en 1790, la primera redacción estaba concluida dos años después y constituye un fresco interesantísimo de la vida en el siglo XVIII, un siglo que se ha presentado propagandísticamente como el de las Luces y en el que, por el contrario, las clases y los personajes más supuestamente iluminados estaban inficionados por la afición al ocultismo, la credulidad más supersticiosa y la más despiadada amoralidad. De manera bien significativa, el relato se detiene en 1774, con su regreso —ilusionado y frustrado— a su Venecia. La obra no sería publicada completa hasta la década de los años sesenta, ya en pleno siglo XX.
En 1797, la República de Venecia desapareció tras ser invadida por las tropas de Napoleón, otro personaje en cuya vida, como tendremos ocasión de ver, tuvo una enorme repercusión la masonería. Es posible que Casanova hubiera deseado regresar entonces a su ciudad natal, pero en abril de 1798 una infección del tracto urinario convirtió en imposible un viaje semejante. Moría el 4 de junio de 1798. El príncipe de Ligne, testigo de sus últimos momentos en este mundo, afirmaría que había dicho: «He vivido como un filósofo y muero como un cristiano.» Quizá.
La relación de Casanova con la masonería en la que fue iniciado a mediados del siglo XVIII permite llegar a varias conclusiones. La primera es que para ser iniciado no era en absoluto necesario ser un «varón de buenas costumbres» si aparecían otras cualidades atractivas, como podía ser un supuesto conocimiento de lo oculto o un trato meramente agradable. La segunda es que la vida irregular e incluso al margen de la ley no constituía motivo suficiente para ser expulsado de la logia y, a decir verdad, da la sensación de que incluso los hermanos podían proteger a aquellos de sus miembros que incurrían en tan delicadas circunstancias. La tercera es que la masonería constituía una red internacional de influencia y asistencia cuya piedra de toque no era tanto la práctica de la filantropía como la ayuda brindada a sus miembros. Finalmente, vez tras vez, nos encontramos con esa búsqueda de lo esotérico, de lo mistérico, de lo iniciático que tanto se dio en la Europa supuestamente ilustrada y de vuelta de la superstición y que tanto pesó, como tuvimos ocasión de ver, en el nacimiento y la articulación de la masonería. Con todo, Casanova no pasó de ser un estafador eventual. Ciertamente, fue iniciado en la masonería, contó con el apoyo de sus hermanos masones y pretendió disponer de poderes ocultos. Sin embargo, no fundó logias ni estableció nuevas obediencias masónicas en las que, supuestamente, se revelaran verdades ocultas y transmitidas en secreto a lo largo de los siglos. Ese papel quedaría reservado a personajes como el que nos ocupará en el apartado siguiente.
Cagliostro, fundador de logias, creador de obediencias
Dieciocho años después del nacimiento de Casanova, el 2 de junio de 1743, veía la primera luz en Palermo, Sicilia, José (Giuseppe) Bálsamo. Su padre, Pedro, era un humilde quincallero que murió en la miseria tras pasar por la humillante experiencia de la bancarrota en varias ocasiones. Como en el caso de muchos plebeyos, la familia tenía delirios de grandeza, y si Pedro Bálsamo alardeaba de antepasados nobles, su esposa, Felisa Bracconieri, afirmaba descender del monarca franco Carlos Martel.
Al morir su padre, José fue confiado a unos tíos maternos que se comprometieron a darle una educación. Fue así como ingresó en el Colegio de San Roque, donde demostró una capacidad casi incomparable para hacer el vago. La única materia que le interesaba ya entonces era la química que, a la sazón, no terminaba de distinguirse para muchos de la alquimia y la magia.
Con la idea de asegurarse un futuro tranquilo, el joven José vistió el hábito negro de novicio, destinándosele a la farmacia como asistente del boticario. Fue una época dichosa en la que el muchacho trasteaba entre tubos y matraces, a la vez que pasaba horas y horas en prostíbulos, tabernas y casas de juego. Tan muelle existencia llegó a su fin cuando, al ordenársele recitar las letanías durante la colación, José sustituyó los nombres de las santas por los de las prostitutas más conocidas de Palermo. El sacrilegio fue castigado con su reclusión en una celda, de la que salió para cometer un hurto de las limosnas depositadas en el cepillo. Hubiera podido continuar en el monasterio, pero, a esas alturas, José decidió regresar a casa de sus tíos.
Sus pobres parientes lo soportaron una temporada, pero la idea de tener en casa a un adolescente nada entregado a la idea de trabajar resultaba intolerable en aquella época y, al fin y a la postre, lo pusieron en la calle. José tenía quince años y un vivo deseo de salir adelante explotando la ingenuidad del prójimo, de manera que durante los siguientes años se dedicó a falsificar documentos, a mediar en tratos celestinescos e incluso —y éste sería un importante precedente— a declarar que poseía poderes mágicos capaces de permitirle dar con tesoros ocultos. De hecho, un pobre platero llamado Vicente Marano fue la víctima de una estafa consistente en mostrarle el lugar en la ladera del monte Pellegrino donde se hallaba oculto un extraordinario caudal en joyas y piedras preciosas. Para hacerse con semejante tesoro sólo era indispensable entregar a los demonios que custodiaban el lugar sesenta onzas neutralizándolos mediante los rituales mágicos pertinentes. Que José Bálsamo lograra convencer de semejante patraña a un avezado artesano dice mucho de su capacidad para la estafa. Que además pudiera escapar con el fruto de su trapacería a Messina indica que sólo estaba comenzando.
En Messina, José conoció a un personaje llamado Altotas —supuestamente un hispanogriego, aunque es posible que no fuera ni una cosa ni la otra— que cogió cariño al muchacho y que le indicó que estaba dispuesto a comunicarle sus secretos. Entre ellos se encontraban unos polvos mágicos capaces de curar las heridas a seiscientas sesenta y seis millas de distancia. Finalmente, José y Altotas, entusiasmado con un discípulo tan capaz, dejaron Messina y se encaminaron a Egipto. No está demostrado que alcanzaran la tierra de los faraones —uno de los iconos del imaginario masónico— pero sí se sabe que se detuvieron en la isla de Malta. Aún gobernada por la orden caballeresca de San Juan de Jerusalén, Malta constituía un destino muy atractivo para aventureros que, supuestamente, estaban versados en las ciencias ocultas. De hecho, el Gran Maestre de la Orden, un portugués llamado Pinto de Fonseca, estaba entregado con entusiasmo a la tarea de dar con la piedra filosofal. Altotas se prestó a ayudarle en semejante empeño y así se le permitió que realizara experimentos en el laboratorio del Gran Maestre. Su dicha no tardó en transformarse en su desgracia. Alcanzado por los vapores de una de las ollas donde se cocían los elementos que permitirían conseguir la piedra filosofal, Altotas murió y a José Bálsamo no le quedó más remedio que poner tierra por medio.
Durante los años siguientes, Bálsamo se dedicó a estafar a incautos adinerados a los que prometía convertir en partícipes de su dominio de la alquimia. Nápoles, Messina, Pizzo de Calabria fueron algunos de los lugares donde cometió nuevas fechorías antes de encaminarse hacia Roma. En la Ciudad Eterna, Bálsamo se dedicaría a la falsificación —una nueva forma de delincuencia para la que estaba muy bien dotado— y conocería a Lorenza, la mujer de su vida, a la que convertiría en su esposa y a la que empujaría por el camino de la prostitución para equilibrar el inestable presupuesto y también para franquearle las puertas de personajes relevantes.
En 1769, Bálsamo se hallaba en Francia y conoció a Giacomo Casanova en Aix-en-Provence. Por lo que ha dejado relatado Casanova, Cagliostro no le impresionó mucho… al contrario que Lorenza. Para juzgar hasta qué punto la esposa de Bálsamo era una embustera extraordinaria, baste decir que Casanova quedó admirado de su «inocencia… ingenuidad y timidez pudorosa».
Durante los años siguientes, el matrimonio Bálsamo pasó por diversas localidades de Francia, España, Italia y, finalmente, cruzó el canal y se estableció en Inglaterra. Raro fue el lugar donde José Bálsamo no violara la ley y poco más escaso el número de aquellos donde no dio con sus huesos en la cárcel. Sin embargo, el hecho más decisivo de aquellos años —en realidad, de toda su vida— fue su iniciación en la masonería. La misma tuvo lugar el 12 de abril de 1777 en el seno de la logia de la Esperanza, número 289, perteneciente a la obediencia de la Alta observancia. Se trataba de una logia compuesta en su mayoría por inmigrantes franceses e italianos de escasos recursos, que debieron de sentirse encantados de recibir entre los hermanos a un José Bálsamo que ya se hacía llamar conde de Cagliostro. Como hemos tenido ocasión de ver, uno de los alicientes de la iniciación masónica era poder codearse con gente de posición social elevada, y para un zapatero, un tapicero o un peluquero de señoras como los que componían aquella logia la admisión de un aristócrata —por muy apócrifo que fuera en realidad— no resultaba cosa baladí. Por su parte, Bálsamo debía de saber sobradamente a esas alturas los beneficios que podían derivarse de pertenecer a la masonería, y el 2 de junio de aquel mismo año ya tenía en su poder los diplomas correspondientes a la obtención de los grados de aprendiz, compañero y maestro, los tres primeros de la masonería.
La iniciación de Bálsamo fue, sin ningún género de dudas, el comienzo de una nueva vida. Desde entonces hasta el final de su existencia, Bálsamo se negó rotundamente a identificarse consigo mismo y con sus años anteriores, y, empecinadamente, insistió en que era el conde de Cagliostro, el maestro poseedor de profundos secretos y creador de nuevas obediencias masónicas. Sería la suya una trayectoria rutilante que duraría una década y que concluiría con su ruina.
La primera etapa como flamante maestro masón la desarrolló Cagliostro en Holanda. La masonería de esta nación estaba, al parecer, todavía más imbuida de gusto por lo esotérico y afición a lo ocultista que la de otras naciones, y Cagliostro fue objeto de una recepción verdaderamente espectacular. Fue precisamente en La Haya donde entró además en contacto con los rosacruces, una secta hermética que se entrelazaría históricamente con la masonería, en los que quizá se inspiró para crear después su rito egipcio.
Por supuesto, Cagliostro había captado más que sobradamente que uno de los alicientes principales de la masonería era su presunta capacidad para transmitir enseñanzas ocultas y en La Haya se dedicó, supuestamente, a transmutar la plata en oro, agrandar las piedras preciosas, formular profecías e invocar a los muertos. El éxito resultó verdaderamente espectacular aunque no podamos sustraernos a la sospecha de que todo no pasó de ser una mezcla de prestidigitación y desfachatez aderezadas con unas notables dosis de charlatanería.
En 1778, Cagliostro andaba por tierras alemanas después —según algunos autores— de un paso por Italia que aprovechó para estafar a un comerciante con la venta de unos polvos rojos supuestamente prodigiosos. En Lipsia, Cagliostro conoció a dom Pernety, un antiguo benedictino de Saint Germain des Prés que había sido expulsado de la abadía por su dedicación entusiasta a la práctica de la magia. Dom Pernety había marchado a Prusia, donde el masón Federico II le había nombrado conservador y miembro de la Academia Real de Berlín, y donde había entrado en contacto con los Iluminados a los que nos referimos en un capítulo posterior. No resulta claro que dom Pernety se integrara en los Iluminados, pero sí es innegable que creó un rito personal de carácter mágico en el que tenían un papel esencial los espíritus de los muertos y los ángeles. De hecho, el antiguo benedictino pretendía contar con la protección especial del ángel Asadai, supuesto brazo derecho de Jehová. Si Cagliostro creyó algo de aquello o simplemente lo contempló como un océano de rentabilidad es algo que, posiblemente, nunca llegaremos a saber con total certeza. Lo que sí resulta innegable es que dom Pernety se convirtió en su mentor espiritual y le proporcionó los mimbres con los que Cagliostro tejió su versión de la masonería.
La masonería, según Cagliostro, no implicaba, desde luego, una ruptura con concepciones ya muy extendidas en aquella época. La referencia a Isis y Osiris, a los arquitectos egipcios, a Platón y los misterios y a tantas referencias al país del Nilo en la Antigüedad ya había sido adelantada por autores masónicos y, como vimos en el primer capítulo, sigue siendo común en la actualidad. Cagliostro, sin embargo, la sistematizó en un libro titulado Ritual de la masonería egipcia, donde pueden percibirse influencias de distintos masones de la época y que presenta claros paralelos con obras masónicas posteriores debidas a autores de la talla de Albert Pike o Manly P. Hall.
El rito egipcio de la masonería —que tenía una versión masculina y otra femenina— estaba presidido por el Gran Copto (un sobrenombre de Cagliostro), del que dependían doce maestros a los que se denominaba profetas y siete maestras llamadas sibilas. Los mandamientos del rito eran los propios de la masonería, como, por ejemplo, el amor a Dios y al prójimo, y el respeto al soberano y a las leyes. Sin embargo, lo realmente atractivo e interesante era lo que prometía el rito a los adeptos. Fundamentalmente, eran cuatro cosas: la visión beatífica, la perfección, el poder de invocar a los espíritus y las regeneraciones física y moral. En resumen, se trataba de un programa gnóstico —como gnóstica es esencialmente la masonería— que pretendía levantar al hombre de los efectos de la caída de Adán, reuniéndole con la divinidad (la visión beatífica), enseñarle un camino de Bien, Virtud y Sabiduría (la perfección), dotarle con los secretos de la nigromancia grecoegipcia, y, finalmente, proporcionarle la inmortalidad. ¿Funcionaban los ritos de regeneración encaminados a proporcionar la eterna juventud? Desde luego, Cagliostro no se sometió a los mismos.
No hace falta ser un experto en teología para percatarse de que una visión espiritual de este cariz casaba mal con el cristianismo, por mucho que Cagliostro, como otros maestros masones, insistiera en la posibilidad de una doble militancia. Para colmo, el emblema del rito egipcio era una serpiente que erguía la cola, traspasada por una flecha dirigida hacia abajo, y con una manzana en la boca, un simbolismo que no pocos cristianos interpretaron como una manifestación de culto a la serpiente que tentó a Adán y Eva en el paraíso, es decir, con Satanás que pretendía abrir el camino hacia el conocimiento secreto y otorgar la inmortalidad a los hombres. Cuando además se estableció como condición esencial para la iniciación en el rito egipcio la previa en la masonería, la controversia quedó servida.
En el curso de los años siguientes, Cagliostro tuvo un éxito verdaderamente espectacular en la Europa central, donde decenas de miles de personas se sumaron a su rito masónico. Las historias que corrían sobre él eran, desde luego, impresionantes. Se decía, por ejemplo, que había logrado que se apareciera el arcángel san Miguel, que había conseguido que se presentara el espíritu del hermano difunto de la baronesa Der Recke, que había obrado curaciones prodigiosas en la corte de Catalina de Rusia… lo cierto es que, efectivamente, docenas de personas afirmaban haber sido curadas por él e incluso llegaron a dispensarle el tratamiento de «Dios mío», que a Cagliostro, ciertamente, no le disgustaba. A esas alturas, la popularidad de Cagliostro era igual a la de Voltaire, quizá incluso mayor entre las clases populares.
No cabe duda de que el camino recorrido por el humilde siciliano era extraordinario y por ello no resulta extraño que intentara crearse —como tantos fundadores de sectas antes y después de él— un pasado totalmente falso, pero enormemente atractivo. Lo que contaba a sus íntimos era que había nacido de una estirpe nobiliaria en Oriente, antes del Diluvio Universal —lo que obliga a preguntarse cómo llegó a embarcarse en el arca de Noé sin ser familiar suyo ni uno de los animales salvados por Dios—, que había sido amigo de Moisés y Salomón, discípulo de los faraones y de Sócrates, compañero de Hermes Trimegisto y de Jesús, al que incluso había dado consejos para salvarse la noche del Viernes Santo.
El relato no estaba, desde luego, mal, aunque —justo es decirlo— no siempre contaba el mismo. Por ejemplo, otra versión le presentaba como hijo del jerife de La Meca y de la princesa de Trebisonda, discípulo de un sabio llamado Altotas y converso al cristianismo, a la vez que amigo del cardenal Orsini y del papa Rezzonico.
Sin duda, todo ello resultaba espectacular, aunque no tanto si se tiene en cuenta que Cagliostro también relataba que había dado la vista a los ciegos, la movilidad a los paralíticos, la juventud a los ancianos, la vitalidad sexual a los impotentes y la vida a los muertos. En París se dedicaba, sobre todo, a invocar a los muertos en sesiones de espiritismo como las que se repetirían a uno y otro lado del Atlántico décadas después y a las que supuestamente asistían los espíritus de Voltaire, D’Alembert, Diderot, Montesquieu o Choiseul.
El éxito de Cagliostro resultaba, a esas alturas, espectacular. El duque de Chames, a la sazón Gran Maestro de la masonería, se deshizo en alabanzas de Cagliostro tras asistir a una de sus sesiones de espiritismo; el príncipe de Montmorency aceptó entusiasmado el título de Gran Maestro protector de las logias egipcias y el arzobispo de Brujas, monseñor Phelipeaux d’Herbault, fue iniciado en la masonería por el siciliano a la vez que le prometía que intercedería ante el papa para que se levantase la prohibición que pesaba sobre ella. El único cambio que pedía era que se eliminasen los ayunos. Claro que si enorme era el triunfo entre nobles y prelados, extraordinario resultó entre las mujeres a las que permitía entrar en la masonería vedada durante tanto tiempo. Como carnada, Cagliostro utilizó no sólo la referencia a los secretos que serían revelados, sino, especialmente, al hecho de que la entrada en la masonería permitiría a las féminas sacudirse el yugo al que las tenían sometidas los varones. La iniciación en el rito egipcio les permitiría «alzarse con una fuerza invencible». El triunfo resultó extraordinario.
A esas alturas, ante Cagliostro sólo se presentaban dos desafíos. El primero era ser recibido por Luís XVI de Francia y su esposa; el segundo, imponerse en la asamblea de los filatetas. Curiosamente, las amistades de Cagliostro operaron en esta ocasión en su contra. La reina María Antonieta aborrecía a Rohan y a sus amigos, entre los que se hallaba el siciliano, e insistió ante el monarca para que no lo recibiera. Se salió con la suya. Por lo que se refiere a los filatetas, no tenían la menor intención de disolverse y verse absorbidos en el rito egipcio de Cagliostro.
En realidad, se trataba de reveses menores en medio de una cadena ascendente de éxitos. Lo que nadie podía sospechar entonces era que el astuto aventurero había llegado al cenit de su carrera y que el desastre le esperaba a la vuelta de la esquina, un desastre, por cierto, vinculado estrechamente a la reina María Antonieta.
El escándalo del collar de la reina ha sido objeto de los más diversos tratamientos, incluyendo el que lo ha presentado como una conspiración tramada por la masonería —y en la que Cagliostro tuvo un papel esencial— para desacreditar a la Corona y así precipitar la caída de la monarquía. Que la masonería acabaría poniendo en marcha un proceso que segaría las cabezas de Luis XVI y de su esposa, y que inundaría de sangre Francia, ofrece, como veremos más adelante, pocas dudas. Sin embargo, su papel en el asunto del collar es, hasta donde sabemos, fruto más de la imaginación que de la realidad histórica. Aunque algunos autores como Alejandro Dumas han convertido el episodio en una trama masónica con Cagliostro en el papel protagonista y destinada a hundir a la monarquía francesa y a desencadenar la Revolución, los hechos fueron muy diferentes y podemos reconstruirlos con notable facilidad.
Rohan, uno de los amigos de Cagliostro, sorprendió al siciallano a inicios de 1785, cuando le confesó entusiasmado que la reina María Antonieta no sólo había abandonado la animosidad que sentía hacia él, sino que además apoyaba su candidatura como primer ministro. Cuando Cagliostro se interesó por las razones de aquel cambio, Rohan le respondió que se debía a la accion de la condesa Juana Valois de la Motte. Supuestamente, esta aristócrata se había puesto en contacto con Rohan por cuenta de la reina y, a cambio de ciertos favores económicos, le había concedido su apoyo político. Ese respaldo además se había fortalecido más allá de lo esperable gracias al hecho de que había adquirido un valioso collar del que se había encaprichado María Antonieta.
La historia que relató Rohan sonaba bien pero tenía un inconveniente sustancial, y era el de no corresponderse con la realidad. No sólo eso. El pobre cortesano era víctima de una estafa urdida por Juana de la Motte, que desde hacía tiempo tenía gastos situados muy por encima de sus posibilidades y necesitaba liquidez para mantener su tren de vida. Inicialmente, Juana de la Motte había obtenido de Rohan cantidades bastante elevadas supuestamente con el argumento de que la reina las necesitaba para socorrer a gente necesitada. La verdad es que ni la soberana tenía necesidad de ese dinero ni los menesterosos en cuestión existían. Con todo, la estafa adquirió unas dimensiones fabulosas —y peligrosas— cuando entró en escena el collar.
Originalmente, la joya había sido confeccionada para satisfacer el gusto por las alhajas que tenía madame Du Barry, la amante de Luis XV. La obra —que incluía las 575 perlas más hermosas de Europa— fue encomendada a los joyeros Bohmer y Bassenge. Lamentablemente para ellos, el rey falleció sin concluir la transacción y los joyeros se encontraron con una seria amenaza de ir a la cárcel por deudas. Como era lógico, intentaron vender al nuevo monarca Luis XVI la joya, pero, o porque a María Antonieta no le gustó o porque resultaba demasiado costosa, la compraventa no se consumó. A punto estaba el joyero Bohmer de suicidarse cuando le hablaron de Juana de la Motte como una persona que era consejera íntima de la reina.
La señora De la Motte —que como muchos estafadores que no son atrapados en un primer momento había perdido el sentido del riesgo— aseguró a los joyeros que el collar sería adquirido por la reina aunque a través de un personaje relevante. Como resulta fácil de sospechar, éste no era otro que Rohan, al que Juana de la Motte aseguró que servir de avalista en la compra del collar destinado a María Antonieta tendría magníficos resultados para su carrera. Fue así como los joyeros entregaron el collar a Rohan y éste aceptó garantizar el pago a plazos.
En ese momento en que Rohan se sentía entusiasmado por las buenas perspectivas que despertaría el asunto fue cuando informó a Cagliostro de todo. El siciliano sentía una profunda antipatía por Juana de la Motte y aconsejó a Rohan que dejara de tener tratos con ella. No sirvió de nada. El 1 de febrero, Rohan, provisto de un cofrecillo en el que estaba guardado el collar, se dirigió a casa de Juana de la Motte. Allí, la noble le enseñó una carta, supuestamente de María Antonieta, en la que ordenaba entregar la joya a un joven. Así lo hizo Rohan. Aquella misma noche, Juana de la Motte, su marido, cómplice entusiasta de sus estafas, y el muchacho, que se llamaba Villette, se dedicaron a desmontar el collar.
Durante las semanas siguientes, los estafadores se dedicaron a vender las joyas. Por lo que se refiere a Rohan, pasó casi medio año antes de que concibiera sospechas, y lo hizo, fundamentalmente, porque no veía que la reina llevara el collar. Sin embargo, cuando se lo comentó a Juana de la Motte, ésta le dijo que la soberana no quería lucir la joya sin que antes estuviera pagada del todo, lo que, dicho sea de paso, parecía razonable.
El 12 de julio, Bohmer —que tenía que ir a la corte a entregar unas hebillas de diamantes a la reina— aprovechó para entregar a la soberana una nota en la que Rohan hacía referencia a la joya. María Antonieta no supo, como es natural, a qué se refería el billete, pero su silencio fue interpretado por Rohan y por los joyeros como un claro asentimiento. Y así llegó el 1 de agosto, la fecha en que se esperaba que la reina llevara a cabo el primer pago de la compra garantizada por Rohan. Por supuesto, María Antonieta —que no sabía nada— no iba a aportar un céntimo y la estafa estaba a punto de descubrirse.
Cuando Bohmer vio que la soberana no hacía frente al primer pago, se dirigió a Versalles para reclamarlo, y entonces descubrió que había sido objeto de un engaño. Las noticias no tardaron en correr y el propio Cagliostro aconsejó a Rohan que fuera a ver a la reina y le dijera que él también era víctima de la estafa. Sin embargo, Rohan no siguió la advertencia y el resultado fue fatal. El 8 de agosto, María Antonietta interrogó a Bohmer personalmente; una semana después, Luis XVI ordenó el ingreso de Rohan en la Bastilla. El 20, la detenida era Juana de la Motte.
La estafadora no sólo no se desmoronó, sino que decidió resistirse a las malas tornas y culpar de la estafa a Cagliostro y al infeliz Rohan. El 23, el siciliano era detenido.
La reacción de Cagliostro al verse en prisión fue terrible. Cayó en un acceso tal de desesperación que el alcaide de la cárcel dispuso que siempre hubiera alguien a su lado, incluso jugando a las cartas, para evitar que intentara quitarse la vida.
Si, al final, el enredo se solucionó, se debió a que Villette confesó toda la verdad y exculpó a Rohan y a Cagliostro. De nada sirvió entonces que Juana de la Motte dijera que era amante de Rohan y que éste a su vez lo era de la reina. En el curso del proceso, Cagliostro —que se expresó en latín, en griego y, según dijo, en árabe— cosechó los aplausos del público. El 30 de mayo de 1786 tanto él como Rohan fueron absueltos.
Pensaba el siciliano que había alcanzado el triunfo, pero se equivocaba. El 2 de junio recibió una orden del rey para que abandonara París antes de ocho días y Francia antes de tres semanas. Los soberanos estaban convencidos de que tanto Rohan como Cagliostro eran culpables e intuían el daño que aquel asunto iba a causar a la imagen de la monarquía. En esta última cuestión no se equivocaban.
El 18 de junio de 1786, Cagliostro llegaba a Londres. La acogida fue fría, sin duda, porque, a pesar de su absolución, persistían las dudas sobre su inocencia. No sólo eso. Si Cagliostro había sido capaz de tramar una estafa tan burda, ¿hasta qué punto no serían también un engaño sus otras afirmaciones? Por si fuera poco, la sífilis, que había contraído en la década anterior, comenzó ahora a manifestarse en un trastorno psíquico indudable.
Con todo, quizá el siciliano hubiera podido reconstruir su fortuna valiéndose de sus dotes, reales o supuestas, de curandero, de no ser porque insistió en que las autoridades francesas lo compensaran por los prejuicios relacionados con el asunto del collar. Por supuesto, nadie hizo caso de sus peticiones, pero sí se inició una investigación sobre sus antecedentes y en el curso de la misma se descubrió lo que había conseguido ocultar durante décadas, que el célebre masón Cagliostro no era sino José Bálsamo. Aquella revelación tuvo un efecto terrible sobre la reputación del creador del rito egipcio de la masonería. Lo más silenciosamente que pudo, abandonó Londres y se dirigió al continente.
En 1787 se hallaba en Italia, donde se ganaba la vida vendiendo pociones y ungüentos supuestamente milagrosos, a la vez que afirmaba que era coetáneo de Jesús, que había estado con él en las bodas de Caná y que incluso le había advertido el Viernes Santo que no saliera de casa porque podía tener problemas. Tanto parecía remontar su fortuna que, estando en Trento, se planteó la posibilidad de presentar al papa su rito egipcio. Se trataba, sin duda, de un disparate, pero justo es reconocer que a ello le había animado el propio obispo de la ciudad, Pedro Vigilio Thun, que era también un apasionado del ocultismo y además masón. Tan entusiasmado se encontraba el prelado con la posibilidad de que el Santo Padre abrazara la verdad de la masonería que incluso proporcionó un salvoconducto a Cagliostro para visitar los Estados Pontificios. El 17 de marzo de 1789, Cagliostro se ponía en camino hacia Roma.
Que el siciliano contaba con convencer al pontífice no ofrece duda alguna y, de hecho, hasta se permitió contarle cómo había estado presente en el milagro de Caná al lado de Jesús. Como era de esperar, el papa, a la sazón Pío VI, quedó sorprendido pero no agradablemente. Por si fuera poco, María Antonieta le había advertido de la catadura de Cagliostro. El 27 de diciembre, el papa —que estaba decidido a acabar con la influencia de la masonería— ordenó el arresto de José Balsamo.
La instrucción de su sumario por parte de la Inquisición duró dieciséis meses y lo que fue surgiendo no podía beneficiar a Cagliostro. No se trataba sólo de que hubiera afirmado que Cristo y los apóstoles eran masones, o de que se hubiera burlado de los sacerdotes. Además estaban sus opiniones sobre algunos personajes de la historia sagrada. Cagliostro había afirmado, por lo visto, que Judit era una «marrana» porque, primero, había dejado que Holofernes la «fornicara» y luego lo había decapitado; o incluso se había jactado de que con ciertas reliquias se «adornaba el pajarito». Para remate, no pocas de las estafas, engaños y trapacerías del siciliano salieron a la luz. Así, el 4 de abril de 1791, concluía el sumario. En el proceso intervino personalmente el papa, interesado de manera especial en las sesiones relacionadas con la masonería.[3] La defensa insistió en que Cagliostro estaba loco y que, por lo tanto, correspondía absolverlo. Quizá a esas alturas no estaba muy equilibrado, pero no parece que esa circunstancia le eximiera de responsabilidad y más cuando había sembrado el centro de Europa de multitud de logias masónicas.
La sentencia fue leída el 7 de abril de 1790, en unos momentos en que Francia estaba desgarrada por una revolución en la que los masones, como veremos más adelante, tuvieron un papel muy destacado. Cagliostro fue condenado a muerte por los cargos de magia, de herejía y de participación en la masonería, que se penaban de tal manera en los Estados Pontificios. Sin embargo, el papa le conmutó la pena por la de cadena perpetua. Se trataba de una sentencia totalmente legal, pero la masonería la utilizó para desacreditar a la Santa Sede y convertir a Cagliostro en un mártir de la luz que, supuestamente, arrojaba con sus enseñanzas y acciones la masonería. No sería la última vez que un delincuente masón era convertido en héroe por la propaganda de sus hermanos.
Cagliostro pasó sus últimos años confinado en distintas mazmorras. El 23 de agosto de 1794 sufrió un ataque de apoplejía. Durante los días que duró la agonía no quiso oír hablar de Dios ni recibir ningún sacramento. El 26 de agosto expiró. Sin embargo, su influjo quedó vivo en no escasa medida. Durante los siglos siguientes, Bálsamo seguiría siendo un referente para los interesados en el ocultismo de los que no pocos tuvieron una clara relación con la masonería. Por lo que se refiere al influjo de su actividad en ésta fue tan extraordinario que algunas de las obras dedicadas a su estudio intentan aún sembrar la duda en el sentido de que Cagliostro y José Bálsamo fueron dos personas totalmente distintas.[4]