Capítulo XII. El aporte espiritual (I): el mormonismo
El peso de la masonería en los procesos revolucionarios del siglo XIX fue ciertamente extraordinario, hasta el punto de que no puede entenderse su historia particular —ni tampoco la universal— sin hacer referencia a él. Con todo, la masonería no surgió sólo como una sociedad secreta que deseaba cambiar la sociedad en la que vivía. Ya hemos indicado como otro de sus componentes esenciales —y uno de sus atractivos— era la pretensión de poseer un conocimiento secreto, una gnosis, que sólo se comunicaba a los iniciados. Esta circunstancia —absolutamente esencial en la historia de la masonería y, sin embargo, tantas veces omitida— explica, por ejemplo, el considerable papel representado por la masonería en la configuración de algunas de las sectas surgidas durante el siglo XIX y en el importante resurgir del ocultismo de ese siglo y del siguiente.
Las dudosas revelaciones de Joseph Smith Jr.
De entre las sectas contemporáneas, la más importante, con diferencia, es la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, más conocidos popularmente como los mormones. En la actualidad, los mormones cuentan con no menos de diez millones de miembros en todo el mundo y un peso social, político y económico que supera con mucho el de ese número. Todo eso es más o menos conocido, lo que ya resulta mucho menos sabido es que Joseph Smith Jr. era masón y que la masonería desempeñó un papel muy considerable en el nacimiento y establecimiento de la secta fundada por él.
Resulta obligado decir que nada puede alcanzar la categoría de comprensible en relación con la historia y la teología de los mormones —a la que Ferguson denominó la religión sintética de Utah— sin hacer referencia a la persona de su profeta, Joseph Smith. Nacido el 23 de diciembre de 1805, cuando Estados Unidos era una jovencísima nación recién emancipada de Gran Bretaña, Smith se crió en un entorno doméstico peculiar. Los vecinos de Smith consideraban a la familia de éste como «analfabeta, bebedora de whiskey, holgazana e irreligiosa».[1] La madre de Smith, Lucy Mak, practicaba la hechicería y alimentaba la pretensión —por lo visto no del todo desprovista de fines crematísticos— de tener visiones. El padre, Joseph, más conocido como Joe, contaba con una cierta popularidad que emanaba de que su ocupación consistía, como la de José Bálsamo en una época, en buscar tesoros en favor de aquellos que le pagaban con esa finalidad. Está documentado que el joven Joseph Smith acompañaba con frecuencia a su padre en estas expediciones a mitad de camino entre el fraude y lo oculto, y desde edad muy temprana se dedicó a la práctica de la adivinación y de decir la fortuna mediante el uso de piedras, un comportamiento específicamente prohibido por la Biblia.[2] Sin embargo, de manera aún más interesante, la familia de Joseph Smith estaba estrechamente vinculada con la masonería.
El padre, Joseph Smith Sr., había sido iniciado en el grado de maestro masón el 7 de mayo de 1818 en la logia de Ontario n. 23 de Canandaigua, Nueva York. Uno de los hijos mayores, Hyrum Smith, era miembro de la logia Mount Moriah n. 112 de Palmyra, Nueva York. Las fechas resultan interesantes porque en época tan cercana como 1820, según el relato de los mormones, Dios se le apareció a Joseph Smith en un episodio que explica el surgimiento de la secta.
La importancia de esta experiencia es de trascendencia capital para la teología mormona. El dirigente y apóstol de la secta David O. McKay ha señalado claramente que «la aparición del Padre y del Hijo a Joseph Smith es el fundamento de esta Iglesia».[3] En realidad, con ello no hace sino repetir lo que antes han dicho otros apóstoles mormones: si la visión es falsa, todo el edificio del mormonismo se debería derrumbar como un castillo de naipes. Tal y como lo expresó el apóstol mormón John A. Widtsoe: «Sobre su realidad (la de la visión) descansa la verdad y el valor de su (de Smith) obra posterior.»[4] Desde luego, no es para menos. Si efectivamente Dios se le apareció a Joseph Smith dándole instrucciones concretas, sería estúpido negarle, al menos, un poco de atención. Si, por el contrario, la historia es falsa, Smith sería un farsante, un enfermo o algo peor.
El relato oficial es como sigue. En 1820, cuando Joseph Smith tenía sólo catorce años, se adentró, una hermosa mañana de inicios de la primavera, en el bosque. Al parecer había decidido orar para descubrir cuál de «todas las sectas era la correcta», una oración nada baladí teniendo en cuenta la vinculación de su padre con la masonería. Mientras, presuntamente, se hallaba en oración vio sobre él, en el aire, a dos personajes. Uno de ellos señaló al otro y exclamó: «Este es mi Hijo amado, escúchalo.» Después, uno de los dos personajes le dijo que todas las iglesias estaban equivocadas.
Sería de esperar que esta visión de radical importancia hubiera sido registrada desde el principio entre los recuerdos y testimonios del futuro profeta. Lo cierto es que no fue así. Los mismos mormones se han visto obligados a reconocer que «el relato oficial de la primera visión de Joseph Smith y las visitas del ángel Moroni… fue publicado por primera vez en 1842»,[5] es decir, veintidós años después de acontecidos, supuestamente, los hechos. Hasta qué punto este «retraso» resulta absurdo podemos verlo en el hecho de que la secta fue fundada oficialmente en 1830, el mismo año de publicación del Libro de Mormón. ¿A qué se debe que la piedra básica —la visión divina de Smith— sobre la que está edificada la secta de los mormones no fuera mencionada por el profeta sino veintidós años después de presuntamente acontecida?
Diversas investigaciones parecen apuntar a una causa bien poco presentable: el mismo Joseph Smith no contó siempre la misma historia y ello se debe sencillamente a que la misma no era verdad. Jerald y Sandra Tanner[6] han dejado de manifiesto que en el interior de la secta circulaban, al menos, dos versiones diferentes de la visión divina de Smith, si bien no salieron a la luz pública hasta que Paul Cheesman, un estudiante de la Universidad Brigham Young, las publicó en 1965. Por si esto fuera poco, al año siguiente, James B. Allen, profesor asociado de Historia de la BYU, reveló otra versión más de la visión. Demasiados relatos discordantes para creer en una versión —hoy oficial— que, al parecer, desconocieron dirigentes mormones como Brigham Young y Oliver Cowdery.[7]
El mismo Joseph Smith se destacó por ser el origen de este tremendo embrollo. A fin de cuentas, no relató siempre la misma historia. Así, el Messenger and Advocate de septiembre de 1834 y de febrero de 1835 publicó diversas versiones de la «primera visión» considerablemente diferentes de la oficial de 1842. Las diferencias son de bulto. En la versión ahora oficial, Joseph Smith tenía catorce años, buscaba saber qué secta era la verdadera y se le aparecieron el Padre y el Hijo. En las de 1834 y 1835, Joseph Smith tenía diecisiete años, lo que ansiaba saber es si existía un ser supremo y el que se le apareció fue un simple ángel. Para terminar de complicar las cosas, el 29 de mayo de 1852 el Desert News publicaba unas declaraciones del profeta Smith en que afirmaba que la primera visión la tuvo a los catorce años y que fue de ángeles. Esto fue corroborado posteriormente por el apóstol mormón Orson Pratts[8] y por John Taylor, el tercer presidente de los mormones.[9] Por desgracia para Smith, ni siquiera en la época en que coincidían casi todos en que quien se había aparecido era un ángel llegaban a ponerse de acuerdo sobre la identidad del mismo. En la primera edición de La Perla de gran precio de 1851, página 41, se decía que el ángel era Nephi, y la misma opinión sustentaba Lucy Mack, madre del profeta. No obstante, después se denominó al ángel con el apelativo de Moroni. Finalmente, alguien debió de llegar a la conclusión de que una aparición del Padre y del Hijo siempre es mucho más atrayente que la de un simple enviado. Así, esta tesis acabaría imponiéndose de manera oficial en la La Perla de gran precio, uno de los libros sagrados de los mormones.[10]
Como fundamento —según el profeta y apóstol MacKay de la organización que afirmaba ser la única Iglesia cristiana—, la visión primera de Smith da la impresión de dejar mucho que desear. No coinciden —de acuerdo a las diferentes versiones— ni la edad de Smith ni el motivo de su oración ni los personajes que se le aparecieron. Francamente, un profeta con una memoria tan dudosa sobre asunto de tanta importancia no consigue crear precisamente confianza en la manera en que transmite las revelaciones ni en la veracidad de las mismas. Para colmo, la última —por el momento— versión de la visión de Smith se contradice con sus propias enseñanzas de manera directa. En 1832, Joseph Smith afirmó haber tenido una revelación de Dios según la cual nadie puede ver a Dios sin tener el sacerdocio. Según el propio Smith, él no tuvo ese sacerdocio hasta pasado el año 1830,[11] pero la visión de Dios fue, al menos, diez años antes. Como y por qué Dios hizo una excepción a su revelación en relación a Smith constituye un misterio que —hasta la fecha— ningún adepto de la secta ha conseguido aclarar. Como ha dejado de manifiesto Floyd C. Mc Elveen, ambas revelaciones no pueden ser verdad. O bien Smith vio a Dios en 1820 —y eso se contradice con la revelación sobre el sacerdocio de 1832—, o bien la revelación de 1832 es falsa y con ello queda a salvo la veracidad de la versión —hoy oficial— de la visión de 1820. Naturalmente, cabe también la posibilidad de que ambas visiones no fueran sino una falacia.
El libro de Mormón
Aún más problemas plantea esa obra que Mark Twain denominó «cloroformo en forma de libro» y que nosotros conocemos como el Libro de Mormón. La historia oficial del mismo es digna de ser referida aunque sea brevemente. En La Perla de gran precio, uno de los libros sagrados de la secta, Joseph Smith narra una visión que tuvo en 1823. De acuerdo con este libro, en el curso de la misma se le apareció a Smith un ángel llamado Moroni que le señaló la misión que Dios le había encomendado. Smith tenía que encontrar unas placas de oro en las que había escrita una obra cuya traducción debía acometer. Junto a las placas, Smith encontraría unas gafas que le permitirían traducir las placas del egipcio reformado, en que estaban escritas, al inglés. Para colmo de maravillas, las mencionadas lentes fueron identificadas por el ángel con el Urim y el Tumim del Antiguo Testamento. La obra señalada por el ángel, presuntamente, era el Libro de Mormón.
No hace falta decir que para una vez que una revelación presuntamente divina no se produce por inspiración sino por traducción, hubiera resultado sumamente interesante poder examinar los textos y el artilugio destinado a facilitar su comprensión a los mortales. No ha sido posible. Según la tesis mormona, después de que Smith tradujo las 116 primeras páginas del Libro de Mormón, aquéllas desaparecieron. ¿Y las gafas? Se las llevó el ángel.
Según los tres testigos del Libro de Mormón, David Whitmer, Oliver Cowdery y Martin Harris, el método de traducción de Smith era auténticamente peculiar. En primer lugar, Smith colocaba los lentes en un sombrero y después metía la cara en el mismo, comenzando a continuación a traducir de las placas de oro… que prácticamente nunca estuvieron presentes. Dado el método utilizado, no es de extrañar que no hicieran ni falta.
No acaba aquí la cosa. Según ha dejado escrito David Whitmer,[12] una vez que Smith se echaba a la cara el sombrero con las gafas aparecía una especie de jeroglífico con la traducción inglesa debajo. Smith la leía entonces para que copiara Cowdery o cualquier otro, y si quedaba escrito correctamente la frase desaparecía.
El método se presenta como un tanto alambicado, pero así es como fue presentado por Smith y sus adeptos más cercanos. La obra era una revelación de Dios de igual importancia —en la práctica más— que la Biblia. Por desgracia para Smith y su secta, la nueva revelación por escrito iba a levantar aún mayores dudas que el relato referente a su presunta visión divina.
Joseph Smith afirmó que la obra fue escrita en torno al 384 al 421 a. J.C. por Mormón, el padre de Moroni. Por ello, no deja de ser curioso que la obra reproduzca textualmente versículos de la versión de la Biblia del Rey Jaime que se imprimió… en 1611 a. J.C. Cómo un libro puede llevar millares de citas textuales de una obra que, supuestamente, se imprimió dos mil años después es otro de los grandes enigmas de la religión mormona, y la incógnita se agranda cuando vemos que hasta las palabras en cursiva de la versión del Rey Jaime se reproducen así en el Libro de Mormón.
No menos curioso es el estilo gramatical de la obra. Supuestamente, «cada palabra y cada letra le fueron dadas (a Joseph Smith) por el don y el poder de Dios», pero eso no ha evitado que los mormones hayan realizado unos cuatro mil cambios de estilo —y no sólo de estilo— en el texto.[13] Francamente, resulta curioso que las autoridades mormonas se hayan mostrado tan predispuestas a alterar con suma libertad una obra que —presuntamente— fue dada por Dios al profeta fundador de la secta. Quizá una explicación de este fenómeno resida en el hecho de que cuando Smith cita de la versión de King James o Rey Jaime (supuestamente escrita dos mil años después que el Libro de Mormón) su gramática es impecable, pero deja de serlo en el momento en que —al parecer— traducía del egipcio ayudado por las gafas que le dio el ángel. Desde luego, si verdaderamente Dios entregó la revelación a Smith de manera directa, lo hizo en momentos en que su gramática no era muy sólida.
Estas y otras cuestiones —que, desde luego, no contribuyen lo más mínimo a afianzar la creencia de que Joseph Smith era un profeta de Dios— suelen ser dejadas de lado por los adeptos de la secta con una referencia rápida al testimonio, favorable al Libro de Mormón, de los testigos. Efectivamente, en las páginas iniciales del Libro de Mormón se menciona el «Testimonio de los tres testigos», a saber, Oliver Cowdery, David Whitmer y Martin Harris; así como el de los «Ocho testigos», es decir, Christian Whitmer, Jacob Whitmer, Irma Page, Joseph Smith Sr., Hyrum Smith y Samuel H. Smith. Según los adeptos, el testimonio de estas personas en bloque no deja ninguna duda de que el Libro de Mormón fue una obra inspirada por Dios y revelada a su profeta, Joseph Smith. Sin duda, muchos adeptos lo creen. El problema es que el mencionado testimonio no se sostiene ni siquiera parcialmente. Para empezar, el grupo de los «tres testigos» jamás afirmó haber visto las placas de oro donde —supuestamente— se escribió el Libro de Mormón. Lo más que llegaron a afirmar fue que tuvieron una «visión» de las mismas, que las vieron «con el ojo de la fe» o cuando estaban envueltas o tapadas.[14] Si alguien vio alguna vez —y resulta dudoso— aquellas placas fue sólo el profeta Joseph Smith.
Por desgracia, no termina ahí el cúmulo de problemas que presentan los mencionados testigos. Veámoslos, aunque sea por encima. De los once mencionados, todos se marcharon de la secta, salvo los Smith, es decir, los de la familia del profeta e incluso de éstos, un par de los hijos de Smith dejaron la secta para afiliarse a la Iglesia reorganizada de los Santos de los Últimos Días.
Visto el éxito final que tuvo con ellos, no es de extrañar que el profeta Smith denominara a los tres testigos principales «ladrones y embusteros»[15] y que incluso manifestara en la Historia de la Iglesia que habría que olvidarlos.[16] De nuevo este conjunto de circunstancias no pueden sino resultar sorprendentes al venir ligadas a una revelación que procedía supuestamente de Dios. Por ello, parece injustificable que la secta de los mormones tenga el valor de presentarlos como testigos en favor de las revelaciones de su profeta, cuando todos, menos los familiares de éste, la abandonaron convencidos de que aquello no tenía ninguna relación, ni siquiera lejana, con Dios. Realmente, da la impresión de que la gente más cercana a Smith creía que todo era un fraude y se cansó de seguir la farsa. A causa de ello, Smith los descalificó como embusteros y ladrones en un intento de privar de valor a los testimonios —esta vez ciertos— que pudieran dar. Posteriormente, la secta correría un tupido velo sobre aquella deserción e insistiría en que todos ellos eran piedra fundamental para creer la veracidad de las pretensiones de Smith. No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de a quién beneficiaba esa falsedad consciente.
Una cuestión adicional sirve para dejar aún más de manifiesto el dudoso carácter de los poderes de Smith. Para desgracia de la secta, el asunto pasó por los tribunales y las minutas del procedimiento fueron localizadas por Wesley P. Walters el 28 de julio de 1971.[17] En 1826, es decir, seis años después de la supuesta visión divina, Joseph Smith fue acusado (y condenado) por ser un glass looker. El término anglosajón, que se podría traducir como «mirador de cristal», sirve para designar a una persona que mirando a través de un vidrio o de una piedra puede encontrar te-soros o propiedades perdidas. Smith había estafado a una persona llamada Josiah Stowell asegurándole que, mirando a través del cristal, localizaría precisamente ese tipo de objetos.
No deja de ser curioso que Smith fracasara utilizando la misma metodología que le permitió —en teoría— traducir las placas de oro que un ángel de Dios le había mostrado y tampoco deja de llamar la atención que, seis años (o tres, según la visión) después de hablar con el Padre y el Hijo (o con un ángel llamado o Moroni o Nephi, según qué visión y qué persona) anduviera dedicado a los menesteres —nada respetables— que había aprendido en su familia. No parece lo más adecuado que un profeta de Dios se dedique a estafar al prójimo prometiéndole encontrar tesoros… a menos, claro está, que no se sea tal tipo de profeta. Desde luego, con esos antecedentes tampoco llama mucho la atención las controversias desatadas desde el principio en relación con el Libro de Mormón.
Los libros sagrados de las diversas religiones suelen contener datos históricos, geográficos y arqueológicos susceptibles de ser verificados por los especialistas en estas ciencias. En alguna medida, su fiabilidad viene confirmada o negada precisamente por la posibilidad de verificar si los datos históricos o arqueológicos son o no reales. El ejemplo más destacado de esta tesis lo constituye, sin lugar a dudas, la Biblia. Los datos geográficos, históricos y arqueológicos que aparecen en la misma no sólo son reales y están cuidadosamente expuestos sino que han servido de base para realizar descubrimientos arqueológicos en tiempos modernos. En el caso de otros libros religiosos, los datos son escasos y difícilmente comprobables. Con todo, incluso así parece existir un fondo histórico real aunque se haya visto deformado por la leyenda. La única excepción a esta regla la constituye el Libro de Mormón, la presunta revelación divina recibida por Joseph Smith, un escrito que resulta aún menos fiable que los textos sagrados del hinduismo.
La historia contenida en esta obra no deja de ser un tanto complicada en sus detalles. Haremos aquí un breve resumen de la misma en relación con sus aspectos fundamentales. En las páginas del libro canónico por antonomasia del mormonismo se nos narra que un pueblo llamado jareditas, procedente de la Torre de Babel, emigró a América en el año 2247 a. J.C. Supuestamente, esta cultura ocupó América Central hasta desvanecerse a causa de los conflictos internos. Un superviviente llamado Ether escribió su historia en veinticuatro placas metálicas. Hacia el año 600 a. J.C., las dos familias de Lehi e Ismael salieron de Jerusalén y, cruzando el océano Atlántico, desembarcaron en América del Sur. Dos hijos de Lehi, llamados Laman y Nephi, acabaron enfrentándose junto con sus seguidores en el campo de batalla. De aquí procederían los pieles rojas que poblarían el Nuevo Mundo. La razón, según Joseph Smith, no podía ser más fácil: los lamanitas eran rebeldes contra Dios y Él los castigó haciendo que su piel se oscureciera, dando así origen a los indios americanos.
Los nephitas, por el contrario, que seguían conservando una piel inmaculadamente blanca, fueron favorecidos por Dios y se asentaron en América Central en la época de Cristo. Después de su crucifixión, Jesús se les apareció en esta parte del continente americano e instituyó el bautismo, el sacramento del pan y el vino, el sacerdocio, etc. Un par de siglos después, aquella cultura centroamericana abandonó los caminos del Señor y otro siglo y medio después nephitas y lamanitas se enfrentaron de nuevo en batalla. El jefe de los nephitas era un profeta y sacerdote llamado Mormón. Cuando comprendió que la derrota era una posibilidad clara, decidió escribir en placas de oro la historia de su pueblo. Se las entregó a su hijo, Moroni, que, supuestamente, la escondió en una colina cerca de Palmyra, Nueva York, unos mil cuatrocientos años antes de que, presuntamente, un ángel se le apareciera a Smith y le dijera dónde encontrarlas. Por qué escogió este lugar —salvo porque Smith viviría cerca de él— es un enigma. Enigma resulta también que Mormón retara a los lamanitas a trabar combate en un cerro insignificante llamado Cumorah. Este lugar, al parecer, se hallaba a centenares de miles de millas de donde se encontraba su pueblo y, por ello, aquél se vio obligado a cruzarlas. Lógicamente, debió de llegar hecho trizas al lugar de la batalla. Mormón, si es que existió, fue quizá un profeta y un sacerdote piadoso, pero, desde luego, dejaba mucho que desear como estratega.
De acuerdo con el Libro de Mormón, hacia el 421 a. J.C. todos los nefitas habían sido asesinados y los impíos lamanitas dominaban la tierra. Presuntamente, cuando Colón llegó a América en 1492 se encontró a los descendientes de los lamanitas. Desde luego, no cabe duda que la historia como tal, pese al tono aburridísimo de su exposición, derrocha imaginación. El problema para Smith y la secta, claro está, es que existen buenas razones para pensar que no cuenta con la más mínima base histórica.
Para empezar, está la cuestión del incremento de la población. Según el Libro de Mormón, en treinta años, de veintiocho personas se formaron dos naciones poderosas (I Nephi; 2 Nephi 5:5, 6, 28), nephitas y lamanitas, que se enfrentarían a muerte. En términos demográficos, tal posibilidad es absolutamente inaceptable. Por si fuera poco, siempre según el Libro de Mormón, esas dos naciones —que se formaron en treinta años— edificaron multitud de ciudades poderosas, seguramente durante el tiempo en que no se dedicaban a multiplicarse frenéticamente. En el Libro de Mormón se mencionan al menos 38 ciudades: Ammonihah, Bountiful, Gideon, Shem, Zarahemla, etc. No se han encontrado restos de una sola siquiera ni en Centroamérica ni en Sudamérica.
Como remate, tampoco tenemos pruebas de que, como afirma el Libro de Mormón, en América se utilizara profusamente el egipcio reformado y el hebreo. Para ser honrados, habría que decir que no contamos con un solo vestigio de ello. Algo, por otra parte, incomprensible si fuera cierto que, como afirma el Libro de Mormón, ambas lenguas fueron utilizadas durante siglos en el continente americano.
Las cuestiones menores de dudosa fiabilidad son numerosísimas. Por sólo citar algún ejemplo, diremos que el profeta Nephi, que supuestamente escribió varios siglos antes de Cristo, cita a Mateo, Lucas, Pedro y Pablo, que no vivieron ni escribieron hasta el siglo primero de nuestra Era. En Alma 46:15 se llama «cristianos» a fieles que vivían 73 años antes del nacimiento de Cristo. Se afirma en Ether 2:3 que había abejas en América unos dos mil años a. J.C., cuando lo cierto es que fueron los españoles los que las llevaron al Nuevo Mundo, etc.
En realidad, lo que resulta establecido más allá de cualquier duda razonable es que el Libro de Mormón es un verdadero fraude histórico. De hecho, autoridades competentes, como el Instituto Smithsoniano de Washington, han dejado claro que carece de la más mínima base histórica o arqueológica, afirmando, por ejemplo, que «los arqueólogos del Smithsoniano no ven ninguna conexión entre la arqueología del Nuevo Mundo y el tema del Libro (de Mormón)».[18] Como ha señalado el Dr. Frank H. H. Roberts Jr., director del departamento de etnología americana del citado instituto: «No existe ninguna prueba de ninguna emigración desde Israel hasta América, y de manera similar no hay ninguna prueba de que los indios precolombinos tuvieran ningún conocimiento del cristianismo o de la Biblia». De la misma opinión es el arqueólogo Michael Coe, especialista en culturas precolombinas: «No hay un solo arqueólogo profesional, que no sea mormón, que encuentre alguna justificación científica para creer que (el Libro de Mormón) es cierto.»[19]
Los datos resultan tan aplastantes que, incluso, algunos arqueólogos mormones se han visto obligados a aceptarlos. Un ejemplo claro es el del reconocido arqueólogo mormón Dee F. Green, que efectivamente ha afirmado: «La moderna topografía no permite situar ninguno de los lugares a los que se refiere el Libro de Mormón. Se puede estudiar la arqueología bíblica, porque sabemos dónde estaban y están Jerusalén y Jericó, pero no sabemos dónde estaban ni están Zarahemla y Bountiful, ni ningún otro sitio realmente.»[20]
No es de extrañar que, ante datos de ese tipo, multitud de personas dejen de creer en el carácter divino de la revelación de Smith. Uno de los casos más claros es el de Thomas Stuart Ferguson.[21] Fundador de la Fundación Arqueológica del Nuevo Mundo, era un miembro respetado de la secta, en apoyo de la cual había escrito tres libros con argumentos en favor de la veracidad del Libro de Mormón. Tras veinticinco años de investigación, llegó a la conclusión de que «las pruebas en contra de Joseph Smith eran absolutamente rotundas» y perdió la fe en el mormonismo como revelación divina. Bajo presiones de las autoridades de la secta escribió una carta en la que afirmaba que no rompería su relación con la misma; sin embargo, había dejado de creer —convencido por la aplastante evidencia— en Joseph Smith como profeta de Dios.[22]
Nuevas revelaciones
A pesar de todo, la verdad es que el Libro de Mormón levantó tantas expectativas que, al parecer, Joseph Smith decidió adentrarse por el camino de las sucesivas revelaciones. Supuestamente, en 1835, Smith compró varias momias egipcias y rollos de papiro de un tal Michael H. Chandler. Al parecer, el profeta tradujo los textos y con ellos formó el Libro de Abraham que está incluido en otro de los textos sagrados del mormonismo, La Perla de gran precio. Según la interpretación de Smith, el primer dibujo mostraba al sacerdote idólatra Elkenah intentando ofrecer a Abraham como sacrificio. El pájaro que aparecía en el dibujo era el Ángel del Señor, etc.
Por desgracia para Smith, esta vez sí que hubo quien vio los textos. F. S. Spalding envió copias de este facsímil y de otros que dibujó Smith a varios de los egiptólogos más competentes del mundo.[23] Todos, sin excepción, manifestaron que el tema de los papiros era el embalsamamiento de los muertos. Asimismo, fueron unánimes en afirmar que la interpretación de Smith —sagrada palabra de Dios para sus seguidores— era falsa y que no constituía una traducción veraz de los jeroglíficos.
Al igual que ha sucedido con arqueólogos mormones que perdieron su fe en J. Smith después de examinar científicamente el Libro de Mormón, ha acontecido con esta otra revelación. Dee Jay Nelson,[24] un supuesto egiptólogo mormón, abandonó la secta tras examinar los datos y llegar a la conclusión de que la traducción de Smith era un fraude. Su caso no es único.
Smith, el mormón
A pesar de todo lo anterior —que difícilmente puede considerarse propio de una persona honrada—, Joseph Smith no tuvo ninguna dificultad para que la masonería aceptara iniciarlo en sus secretos. Cómo se llegó hasta ese paso es —como sucede con tantos episodios de la historia de la masonería— verdaderamente novelesco.
En un capítulo anterior relatamos la historia de la muerte de William Morgan, el hombre asesinado por escribir un libro en el que, supuestamente, revelaba secretos relacionados con la masonería. Al fallecer Morgan, dejó una viuda llamada Lucindia. Inicialmente, Lucindia no dudó en elevar votos de mantenerse fiel a la memoria de su marido y, por supuesto, recibió donativos de no pocos antimasones que la contemplaban con simpatía y afecto. Sin embargo, Lucindia volvió a casarse el 23 de noviembre de 1830 con un masón llamado George W. Harris. Acto seguido, se convirtió al mormonismo y se trasladó a Nauvoo, Illinois. Ni de lejos iba a ser aquel enlace la única vinculación entre la masonería y el mormonismo. De hecho, el 6 de abril de 1840 fue fundada la Gran Logia de Illinois por el general, juez y patriarca mormón James Adams. La nueva Gran Logia se entregó de manera inmediata a establecer estrechos vínculos con la secta fundada por Smith. Al cabo de poco tiempo, Nauvoo contaba con tres logias y Iowa con dos; las cinco eran denominadas las «logias mormonas» y sumaban unos 1550 hermanos. El mismo Joseph Smith Jr., profeta de Dios según su testimonio, fue iniciado como aprendiz masón el martes 15 de marzo de 1842. El episodio aparece documentado en las minutas de la logia de Nauvoo correspondientes a esa fecha donde se habla de cómo Smith Jr. y Sydney Rigdon «fueron debidamente iniciados como aprendices masones durante el día».
Se trataba tan sólo del principio. Los cinco primeros presidentes de la secta —Joseph Smith, Brigham Young, John Taylor, Wilford Woodruff y Lorenzo Snow— fueron todos iniciados en la masonería en la misma logia de Nauvoo. De hecho, prácticamente todos los miembros de la jerarquía o eran ya masones o fueron iniciados en la masonería una vez que Joseph Smith fue ascendido al grado de maestro masón. A decir verdad, es posible que la logia mormona de Nauvoo haya sido la que ha contado con más personas celebres entre sus miembros, con la excepción de la ya citada Logia de las Nueve Hermanas.
Una vez que la masonería fue introducida en Nauvoo, la logia celebró sus reuniones en la habitación superior del almacén de Joseph Smith hasta que se construyera el edificio especialmente dedicado a las tenidas. Éste fue dedicado por Hyrum Smith el 5 de abril de 1844.
Las relaciones de la nueva secta y su fundador con la masonería resultaban, desde luego, inmejorables. Sin embargo, Joseph Smith distaba mucho —consideraciones sobre sus revelaciones aparte— de ser un modelo de moral tal y como, presuntamente, exige la masonería de sus miembros. De hecho, en 1842 el profeta fue acusado de asesinato. Fuera o no cierto, la verdad es que salió bien parado del procedimiento judicial e incluso se permitió postularse candidato a la presidencia de los Estados Unidos. No se saldría con la suya, pero el año siguiente recibiría otra revelación de enormes consecuencias. Su tema sería la poligamia. Al parecer, antes de la canónica revelación de 12 de julio de 1843, Smith había tenido otras varias relativas a este tema, la diferencia estaba en que, hasta entonces, habían sido privadas y generalmente habían estado dirigidas a convencer a la mujer ansiada (que podía ser tanto soltera como casada) de que Dios deseaba que se entregara al profeta Smith.
Si la mujer se convencía —cosa, al parecer, no muy difícil dado el poder de atracción de Smith—, se celebraba un matrimonio secreto y, a partir de entonces, tenían lugar los encuentros sexuales de manera oculta. Ann Whitney, por citar sólo un ejemplo, se casó con Smith cerca de un año antes de la revelación de 1843,[25] y es que la costumbre de perpetrar adulterios de manera constante venía de muy lejos.
La primera acusación pública de adulterio formulada contra Smith procedió, nada menos, que de uno de los testigos del Libro de Mormón: Oliver Cowdery. Está documentado que, desde 1835, Smith mantuvo con una tal Fanny Alger una relación adulterina de la que no lograron disuadirlo ni siquiera algunos de sus colaboradores más cercanos.[26] Pronto, el número de amantes —esposas, según Smith— superó el número de ochenta.
Al parecer, a Smith no le importaba mucho lo moral de sus actuaciones, pero sí el que su esposa Emma le pudiera descubrir. Esto, al menos, es lo que se desprende de una carta descubierta por Michael Marqwardt en el George Albert Smith Collection de la Biblioteca de la Universidad de Utah.[27] Tanto le preocupaba la cólera de la esposa engañada que incluso, en algunas ocasiones, el profeta arregló casamientos fingidos entre sus «mujeres» y otros hombres[28] para cubrir una realidad más evidente: esas mujeres eran las amantes adulterinas de Smith. Desde luego, el sistema no deja de parecer una actitud curiosa si aceptamos la tesis de que Smith sólo hacía lo que Dios le ordenaba y de que además era un masón impecable.
Como es de suponer, la lujuria del profeta pronto se convirtió en una pesadilla para muchos de sus adeptos. Tener una esposa hermosa era un riesgo porque, a buen seguro que, tarde o temprano, constituiría una tentación que Smith no podría ni querría resistir. Si una mujer le apetecía sexualmente, la tomaba sin el más mínimo problema de conciencia. Hay que decir, no obstante, que en algunas ocasiones estuvo dispuesto a aceptar un canje. Un caso así fue el de Vilate Kimball, casada con el apóstol mormón Heber C. Kimball. La mujer debía de tener un cierto atractivo físico y el profeta le comunicó que debía acceder a sus deseos sexuales. Ni a ella ni a su esposo los debió de convencer —mucho menos honrar— la sugerencia. Finalmente, idearon una forma de escapar a tan alto honor. Kimball, con enorme tacto, preguntó a Smith si le daría igual tomar a la hija en lugar de la madre. El profeta aceptó el cambio.[29]
En otros casos, como suele suceder en estas circunstancias con relativa frecuencia, el marido engañado por el profeta desconocía que su esposa —a la que consideraba un ejemplo de virtudes— había pasado a formar parte del harén de Smith.[30] El conocimiento del secreto quedaba reducido a los protagonistas y a algunas personas muy cercanas.
Con todos los alicientes que el tener relaciones adúlteras con un supuesto profeta de Dios pudiera presentar para las mujeres, no puede decirse que aquella práctica hiciera especialmente felices a todas las de la secta. Cuando la poligamia se extendió a todos los varones del movimiento, no pocas adeptas se desesperaron y prefirieron suicidarse antes de allanarse a una conducta que las rebajaba de esa manera.
Naturalmente, todo aquello resultaba excesivo para la gente que vivía cerca de los mormones —nada pacíficos, por otro lado— y que temía verse desbordada por ellos.[31] En el estado de Illinois, la bigamia era un delito y Joseph Smith —en aquellos momentos en excelentes relaciones con la masonería— y su hermano Hyrum —el masón más importante de Nauvoo— fueron arrestados. Sin embargo, no fueron ésos los únicos cargos presentados contra él. Las acusaciones iban desde gran inmoralidad hasta falsificación, pasando por encubrimiento y otros delitos. Hubiera sido de desear que compareciera ante un tribunal porque, quizá de esta manera, habría podido quedar establecido de manera legal cuál era el verdadero carácter de Smith. No fue así. Un grupo de unas ciento cincuenta personas, hartas de los excesos de Smith, asaltó la prisión de Carthage, en que estaba confinado, con ánimo de lincharlo.
Joseph Smith intentó salvarse realizando alguno de los gestos rituales de la masonería y profiriendo gritos de auxilio hacia posibles masones que pudieran encontrarse entre sus asaltantes. No podemos saber a ciencia cierta si había masones entre ellos, pero, en cualquiera de los casos, no le sirvió de nada. La turba disparó a través de la puerta de la cárcel y mataron instantáneamente a Hyrum. Joseph Smith disponía de un revólver y logró herir a cuatro de los atacantes. Sin embargo, cuando vio que la situación era desesperada, intentó escapar lanzándose por la ventana. Fue atrapado en la huida y asesinado.
Joseph Smith en diversas ocasiones había declarado que «podía desafiar a la Tierra y al infierno»,[32] que era el hombre más importante que hubiera vivido jamás, incluido Jesucristo,[33] que era un abogado, un gran legislador; que abarcaba todo, el cielo, la tierra y el infierno; y que iba a descubrir el conocimiento que cubriría a todos los otros abogados, doctores y cuerpos de letrados.[34] Al fundar la Iglesia mormona, Smith se había colocado por delante de todo profeta o apóstol anterior a él, incluyendo al propio Cristo: «Tengo más para jactarme de lo que haya tenido nunca ningún hombre. Soy el único hombre que ha sido capaz de mantener unida a toda una Iglesia desde los días de Adán… Ni Pablo, ni Juan, ni Pedro, ni Jesús lo consiguieron nunca. Presumo de que ningún hombre hizo nunca un trabajo como el que yo hago. Los seguidores de Jesús se apartaron corriendo de Él, pero los Santos de los Últimos Días nunca se apartarán de mí» (History of the Church, vol. 6, pp. 408-409).
Pretendía asimismo que él no era un siervo de Dios sino que, por el contrario, Dios era su mismo ayudante. Así lo dijo de manera indiscutible: «La tierra entera será testigo de que yo, como la roca elevada en medio del océano, que ha resistido la poderosa embestida de las olas durante siglos, soy invencible…»
«Yo combato los errores de la Historia, me enfrento con la violencia de las masas; me las arreglo con los procedimientos ilegales de la autoridad; corto el nudo gordiano de los poderes y resuelvo los problemas matemáticos de las universidades, con la verdad, con la verdad primera: y Dios es mi hombre de confianza, mi mano derecha.»[35]
Su sueño megalómano concluyó aquel día al lado de la prisión de Carthage. En el St. Clair Banner de 17 de septiembre de 1844 se publicó una declaración jurada de G. T. M. Davis en la que se revelaban los propósitos del profeta:
«El gran objetivo de Joseph Smith era evidentemente el de asumir poderes ilimitados —civiles, militares, eclesiásticos— sobre todos los que llegaran a ser miembros de su sociedad.
»… y para satisfacer a su gente… mostrando que la autoridad que Dios le había otorgado… se extendía sobre toda la raza humana y que los Santos de los Últimos Días, y las órdenes de Joe como rey y legislador iban a dominar a los gentiles y que obtendrían su sumisión mediante la espada.»[36]
No resulta, por lo tanto, extraño que Joseph Smith enseñara y ordenara a sus adeptos que practicaran el robo, el saqueo y el asesinato de aquellos que se les enfrentaban. Esta conducta —que difícilmente podría denominarse cristiana, pero que cuenta con paralelos en procesos sociales impulsados por la masonería— era etiquetada con el término de «despojar a los gentiles». Como ha reconocido el escritor mormón Leland Gentry, se consideraba que «había llegado el tiempo en que las riquezas de los gentiles debían ser consagradas a los Santos».[37]
La muerte de Smith provocó el lógico problema sucesorio. Originalmente, Joseph Smith había deseado que fuera un hijo suyo el que le sucediera a la cabeza de la secta ocultista fundada por él. Un manuscrito fechado el 17 de enero de 1844 y firmado por Joseph Smith apenas cinco meses antes de su muerte establece:
«Bendición dada por Joseph Smith Jr. A Joseph Smith III —Bendito del Señor es mi hijo Joseph III— porque él será mi sucesor en la Presencia del Alto sacerdocio; un vidente, un revelador, un profeta para la Iglesia; su designación le pertenece a él por mi bendición; y también por derecho.»
Así lo quería el profeta, pero no le sirvió de nada. Uno de sus lugartenientes, Brigham Young, se autonombró sucesor suyo y el heredero oficial tuvo que conformarse con formar otra secta aparte. El 24 de julio de 1847, la primera caravana de mormones al mando de Brigham Young entraba en el valle de Salt Lake. Más del sesenta por ciento de los mormones que llegaban a un territorio que pronto sería suyo eran masones, entre ellos toda la jerarquía de la secta. En los años venideros, los rituales del templo mormón de Salt Lake City —supuestamente procedentes del Templo de Salomón— serían tomados de manera directa y apenas modificada de los de la masonería. Pero ésa es otra historia.