Capítulo VIII. La masonería y las revoluciones del siglo XIX
El inicio de la Revolución
La Restauración La derrota de Napoleón en Waterloo permitió que Luis XVIII regresara a París aunque no lo suficientemente pronto como para que los masones pudieran honrarlo durante el día de San Juan. Con todo, les faltó tiempo para emitir una declaración en la que daban la bienvenida al rey legítimo y para suplicar de nuevo a José Bonaparte que renunciara al cargo de Gran Maestro. No conseguirían esto último pero, en cualquier caso, no importó mucho. El hermano del emperador pasó los últimos años de su vida en una casa situada en Point Breeze, en Nueva Jersey.
Desde luego, el peso de los masones en la nueva monarquía no fue escaso. Elie, duque de Decazes y masón, se convirtió primero en el jefe de policía del reino y luego en ministro del Interior, un cargo que, a juzgar por los antecedentes de los años anteriores, le situaba en la cima del poder en Francia y que aprovechó, entre otras cosas, para enviar una circular a los distintos prefectos de policía de la nación indicándoles que Luis XVIII no consideraba que los masones fueran una organización susceptible de crear problemas.
La sombra de la masonería llegó durante esos años a la misma casa real. Se ha discutido si Luis XVIII era masón, pero de lo que no cabe duda es de que su hermano, el conde de Artois, había sido iniciado y ejercía como tal. Esa pertenencia a la masonería no le inspiró, desde luego, una visión democrática de la monarquía, sino, más bien, todo lo contrario. Si algo tenía claro el conde de Artois era que el poder debía ser ejercido con innegable severidad y aprovechando todos y cada uno de los resortes que podía proporcionar el aparato del Estado. En 1824, Luis XVIII falleció y subió al trono el conde de Artois, que reinaría como Carlos X.
De rey masón a rey masón
Carlos X tenía el poder absoluto en las manos y se dispuso a ejercerlo. Es muy posible incluso que creyera que podría utilizar a la masonería para sus fines como había hecho Napoleón durante años. Sin embargo, Carlos X no tardaría en comprobar que sus esperanzas eran vanas. De hecho, serían precisamente los masones los que tendrían un papel esencial en las jornadas del 25 al 27 de julio de 1830. En el curso de las mismas, un grupo de jóvenes pertenecientes a la masonería provocaron un estallido de violencia y lograron apoderarse, primero, de los suburbios obreros del este de París y, finalmente, se hicieron con el control del ayuntamiento. Carlos X se vio obligado a abandonar el país y la Gran Logia no dudó en aclamar a los masones que habían participado en las jornadas revolucionarias como héroes de la libertad.
Los «héroes de la libertad» no tenían intención de proclamar la República ni tampoco de llevar a cabo un esfuerzo democratizados. Por el contrario, creían en el establecimiento de un régimen donde sí existiera una cierta libertad pero el poder estuviera en manos de una camarilla selecta. Se trataba, dicho sea de paso, de una visión de la sociedad que encajaba a la perfección con la cosmovisión de la masonería y no resulta extraño que para reinar sobre ella se llamara a otro masón, a Luis Felipe de Orleans, el hijo de Felipe Igualdad.
La llegada al poder de Luis Felipe se produjo además en un momento que, como tendremos ocasión de ver, resultaba especialmente delicado para la masonería ya que era objeto de ataques políticos de envergadura en países tan distantes como Rusia y Estados Unidos.
La masonería bajo el fuego (1): Europa
Que los masones habían desempeñado un papel de primer orden en procesos revolucionarios extraordinariamente cruentos y que habían amenazado con cambiar el panorama de Europa se escapaba a pocas personas ya a finales del siglo XVIII. De hecho, en esa época comenzaron a redactarse algunas obras de análisis político e histórico que atizaban la controversia sobre la implicación de los masones en la política. Así, en 1792, en pleno Terror, el autor católico francés Le Franc escribió una obra titulada El velo alzado para los inquisitivos o El secreto de la Revolución revelado con ayuda de la francmasonería. Le Franc achacaba en su obra todo el desencadenamiento de la Revolución francesa a los masones y proporcionaba muchos datos de interés. Detenido por los revolucionarios, fue asesinado durante las matanzas de septiembre. La segunda obra de enorme difusión que volvió a acusar a los masones de su participación en la Revolución se debió también a un autor católico —el abate Barruel— y se titulaba Memorias dedicadas a la Historia del Jacobinismo. La obra de Barruel no llegó a ser traducida al inglés, pero influyó mucho en John Robison, un profesor de filosofía natural y secretario de la Sociedad Real de Edimburgo, que en 1797 publicaría su Pruebas de una Conspiración contra todas las religiones y gobiernos de Europa, obra en la que, como Le Franc y Barruel, acusaría a los masones de haber desempeñado un papel esencial en el desastre revolucionario que sufría el continente.
Tanto en las obras de Le Franc como en la de Barruel no son escasos los errores históricos ni tampoco los excesos de imaginación —algo, dicho sea de paso, que hallamos también en los escritos sobre el origen de la masonería debidos a los propios masones—, circunstancias ambas que han sido utilizadas por los partidarios de la leyenda rosada de la masonería para desecharlas. Sin embargo, el juicio sobre estos libros no puede reducirse a semejante simplismo que, por otro lado, es obviamente interesado. Prescindiendo de algunos errores históricos o de algunas apreciaciones aventuradas, ponían de manifiesto una realidad innegable a finales del siglo XVIII, y era la participación esencial de los masones en la Revolución francesa. Como ya vimos, también Napoleón se sirvió profusamente de la masonería para imponer su dominio en Europa —una circunstancia que no fue vista de manera favorable por la inmensa mayoría de los europeos— y cuando concluyó su carrera política, la influencia de la masonería continuó siendo pujante en la Francia de Luis XVIII, de Carlos X y de Luis Felipe de Orleans. Para colmo, Francia no era una excepción, y eso explica que desde finales del siglo XIX no fueran pocos los gobernantes que adoptaron medidas contra la masonería.
Los ejemplos resultan abundantes. Por ejemplo, en Inglaterra, y visto el papel que la masonería irlandesa estaba teniendo en la sedición de la isla, el Parlamento promulgó la ley de juramentos ilegales de 1797 y la ley de sociedades ilegales de 1799 que convertían en delito el pronunciar cierto tipo de juramentos, incluido el de no revelar los secretos de una sociedad y el pertenecer a sociedades que exigieran ese tipo de juramentos. Si, finalmente, ambas leyes no se aplicaron contra los masones —que las habían inspirado por su papel en la Revolución francesa— se debió simplemente al hecho de que el príncipe de Gales era el Gran Maestro de la masonería y presionó a William Pitt en ese sentido.
En Nápoles, los masones intentaron derribar la monarquía a finales del siglo XVIII y proclamar la República. Los hechos provocaron una lógica reacción en contra de la masonería que concluyó con la ejecución del masón Caracciolo, un personaje que no habría dudado en engañar a los reyes para apoderarse de ellos y derrocarlos.
En Rusia —donde la masonería había disfrutado de cierta tolerancia, especialmente en los territorios polacos— la situación cambió durante la segunda década del siglo XIX. No sólo se trataba del conocimiento acerca del papel que la masonería había representado en los planes expansivos de Napoleón, sino también la constancia de la forma en que albergaba movimientos subversivos. Así, en 1819, el zar Alejandro I fue informado de la creación de una logia por el comandante Victor Lucacinsky en la que sólo se admitía a polacos y que daba cobijo a movimientos nacionalistas. Sin embargo, el factor decisivo fue el informe Kushelev de 1821. Este documento —redactado por el militar ruso del mismo nombre— analizaba la situación de la masonería en Rusia. Kushelev señalaba que la mayoría de los masones no parecían ser peligrosos para la seguridad nacional, pero que, al mismo tiempo, resultaba obvio que las logias eran utilizadas para fraguar planes revolucionarios como los padecidos por el reino de Nápoles.
La respuesta de Alejandro I fue promulgar un decreto el 1 de agosto de 1822 en virtud del cual la masonería quedaba prohibida en Rusia. En noviembre del mismo año tuvo lugar la puesta en vigor de un decreto similar cuyo ámbito de aplicación era la parte de Polonia sometida a dominio ruso. A pesar de todo, es muy posible que las medidas no hubieran tenido mucha repercusión de no mediar un suceso que marcaría la historia rusa. Nos referimos a la insurrección de los Decembristas del año 1825. Este episodio —que ha sido objeto de los más diversos juicios de valor— dejó de manifiesto que, primero, los masones desempeñaban un papel esencial en las conjuras que pudieran urdirse contra el zar y, segundo, que para llevar a cabo sus propósitos estaban dispuestos a infiltrarse en ramas de la administración tan sensibles como el ejército. Como tendremos ocasión de ver, esa misma situación —vivida en Francia y en Nápoles— se estaba produciendo ya en España y en Hispanoamérica. No resulta por ello extraño que con esos antecedentes el zar Nicolás I decidiera que se aplicaran de manera rigurosa los decretos contra la masonería promulgados por su antecesor Alejandro I.
A pesar de todo, los episodios descritos eran susceptibles de ser objeto de valoraciones diversas. Por supuesto, para los masones, sus acciones subversivas —teóricamente, prohibidas en sus constituciones; sistemáticamente, burladas en la práctica— estaban cargadas de las mejores intenciones y eran el inevitable preludio de un mañana mejor en el que una minoría iluminada arrojaría su luz sobre las masas, mejorando su destino. Se trataba de un punto de vista discutible, pero que ha contado con paralelos realmente notables a lo largo del siglo XX. Fuera de las logias, los juicios eran variados. Obviamente, para muchos aquellos episodios protagonizados por los masones eran una señal alarmante de que una sociedad secreta tenía el poder suficiente como para aniquilar el orden social e implantar otro sometido a sus designios. Sin embargo, para otros, aquellos actos —ocasionalmente fallidos— constituían un faro de esperanza al equiparar el final de determinados sistemas sociales con un avance social y, sobre todo, al no captar cómo sería el nuevo orden. Lamentablemente para los masones, en septiembre de 1826 tuvo lugar en Nueva York un acontecimiento que dañaría considerablemente su imagen y que resultaba imposible enmascarar señalando a un utópico cambio social o a la esperanza de un mañana mejor. Nos referimos, claro está, al asesinato de William Morgan.
La masonería bajo el fuego (II): el asesinato de William Morgan y el movimiento antimasónico
William Morgan era un nativo del condado de Culpepper en Virginia, Estados Unidos. Durante una parte de su vida vivió en Canadá y en el estado de Nueva York y, finalmente, terminó trabajando en Batavia, condado de Genesee, en Nueva Jersey. Por esa época, fue iniciado en la masonería. Tras un tiempo de pertenencia, se desilusionó y decidió abandonarla. No se trataba de un episodio feliz. Sin embargo, posiblemente, no hubiera tenido mayores consecuencias de no ser porque se supo que Morgan estaba preparando un libro en el que tenía intención de revelar los secretos de los masones. Incluso había llegado a un acuerdo con David C. Miller, el director de un periódico local, para que lo publicara y había recibido un anticipo.
La reacción de los masones no se hizo esperar. Primero, colocaron anuncios en otros medios locales advirtiendo en contra de Morgan como elemento indeseable con el que era preferible no tener tratos. Acto seguido cancelaron la publicidad que tenían contratada en el periódico de Miller. Finalmente, reunieron una partida de cincuenta hombres con la intención de arrasar las oficinas de la publicación. Miller, que creía en la libertad de expresión, declaró inmediatamente que estaría esperando a los masones acompañado de algunos amigos. La advertencia detuvo al medio centenar de atacantes en potencia, pero no impidió que un par de noches más tarde los masones asaltaran el diario y le prendieran fuego, un fuego que Miller logró extinguir con no escaso esfuerzo.
Por sorprendente que pueda parecer, se trataba tan sólo del principio. Un viernes, un grupo de masones se dirigió a la casa de Morgan y, alegando deudas, lograron su arresto. El comportamiento era de dudosa legalidad —lo mismo podía decirse de las acusaciones— pero el alguacil era también masón y encerró a Morgan. Al saber Miller lo sucedido, acudió a la prisión con la intención de pagar cualquier cantidad que Morgan pudiera deber y lograr su puesta en libertad. Sin embargo, el alguacil desapareció durante aquel fin de semana, con lo que la puesta en libertad debía esperar, al menos, hasta el lunes.
Los «hijos de la viuda» aprovecharon aquellas horas para presionar a Morgan y señalarle que le pondrían en libertad si les entregaba el manuscrito. Morgan se negó tajantemente a hacerlo y entonces los masones acudieron a la casa de su antiguo hermano y la saquearon ante las protestas de su impotente esposa. Sin embargo, no lograron dar con el texto. En ese estado de cosas, llegó el lunes por la mañana.
De la manera más puntual, Miller se presentó en la cárcel y se ofreció a garantizar cualquier deuda de Morgan para lograr que le dejaran salir de su encierro. En ese momento, los masones alegaron que Morgan también había robado una camisa y que tenía contraída cierta deuda en Canandaigua. Acto seguido, lograron que Miller fuera detenido sin cargo alguno y procedieron a llevarse a Morgan de la población en dirección a Canandaigua.
Miller —que no era personaje que estuviera dispuesto a arredrarse— protestó con tanta vehemencia y puso de manifiesto tan claramente las consecuencias de aquel secuestro que fue puesto en libertad en unas horas. Sin embargo, Morgan no fue tan afortunado. El 13 de septiembre de 1826, un individuo llamado Lotan Lawson —que era masón— se dirigió a la cárcel de Canandaigua y, aprovechando la ausencia del sheriff, manifestó que venía a pagar la deuda de Morgan para que éste pudiera salir libre. La esposa del funcionario aceptó el pago en ausencia de su marido y Morgan se vio en la calle. Desconfiaba —y no era para menos—, y cuando Lawson le invitó a subir a un carro se negó. En ese momento, hicieron acto de presencia otros dos masones llamados Chesebro y Sawyer, que forzaron a Morgan a subir al vehículo. Tiempo después, algunos testigos oculares afirmarían que Morgan había gritado «¡Asesinato!» mientras el carro se desplazaba por las calles del lugar.
Durante el resto de aquel día y el siguiente, el carro viajó en dirección al río Niagara que señala la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Gracias al testimonio de diversas personas, se supo que, por ejemplo, se había unido a los secuestradores el sheriff del condado de Niagara, que era también masón y que, a pesar de que Morgan lo había pedido repetidas veces, se había negado a darle agua.
Durante la tarde del 14 de septiembre, el grupo de masones que había secuestrado a Morgan llegó a Fort Niagara. El establecimiento había sido abandonado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos tan sólo un mes antes. Por supuesto, existía un vigilante del recinto, pero era masón y franqueó la entrada a la comitiva de secuestradores. No sólo eso. Además permitió que Morgan estuviera varios días recluido en el polvorín. Acto seguido, fue llevado por cuatro masones en un barco hacia Canadá. Según contaría después el piloto del transbordador, los masones habían llegado hasta el país vecino y allí habían intentado que otros hermanos se hicieran cargo de Morgan. Sin embargo, los masones canadienses manifestaron su negativa a ocuparse del secuestrado y, al fin y a la postre, éste fue devuelto a territorio de Estados Unidos para volver a su prisión en el polvorín de Fort Niagara. Sería la última vez que le viera vivo alguien que no fuera masón.
En el curso de una de las noches entre el 17 y el 21 de septiembre, los masones volvieron a llevar a Morgan al río Niagara, le ataron pesos de metal a los pies y, acto seguido, lo arrojaron al agua, donde murió ahogado. Sin embargo, si los hermanos pensaban que de esa manera silenciarían el testimonio de Morgan, estaban muy equivocados. Tanto Miller como la familia del secuestrado no habían dejado de elevar su voz contra un crimen como aquél y, por añadidura, cuando el libro fue finalmente publicado se convirtió en un verdadero best-seller. En un alarde de cinismo, los masones no sólo negaron lo sucedido, sino que incluso se permitieron acusar a Morgan y a Miller de haber tramado todo para aumentar las ventas de la obra.
La presión de la opinión pública llegó a hacerse tan fuerte que De Witt Clinton, masón y gobernador del estado de Nueva York, llegó a ofrecer una recompensa de trescientos dólares por cualquier información sobre Morgan. El cadáver no apareció, con lo que la probabilidad de un proceso por asesinato quedaba descartada. No podía decirse lo mismo de la acusación de secuestro ya que había varios testigos oculares y se sabía sobradamente quiénes habían sido los culpables. En 1827, Lawson fue condenado a dos años de prisión, Chesebro a uno y Sawyer y Sheldon a tres meses y un mes respectivamente. El sheriff del condado de Niagara fue también condenado a dos años y cuatro meses de cárcel.
De manera nada sorprendente, fueron muchos los norteamericanos que juzgaron que las sentencias eran demasiado livianas y que además debía atacarse el mal de raíz, es decir, que había que poner coto a las actividades de una sociedad secreta que amenazaba con la muerte a los que revelaban sus secretos. El 4 de julio —día de la Independencia— de 1828 se celebró en Le Roy, Nueva York, un mitin de antimasones en el que se denunció el caso Morgan y donde además se adoptó el compromiso de no votar a candidatos masones para un cargo público.
La situación resultaba especialmente delicada porque Andrew Jackson, el político más importante del partido demócrata, era masón y había sido Gran Maestro de las logias de Tennessee. Jackson era una figura carismática, pero de carácter personal muy controvertido. Ciertamente, se había batido en duelo varias veces y había vivido una relación adúltera con Rachel Robards, pero el hecho de mandar las fuerzas americanas que derrotaron a las británicas en la batalla de Nueva Orleans el 8 de enero de 1815 le había conferido un halo difícil de empañar.
En 1824 se enfrentó en la carrera a la presidencia con John Quiucy Adams y otros dos candidatos independientes. Ninguno de ellos obtuvo la mayoría y la Cámara de Representantes eligió entonces a Adams como presidente. De manera nada extraña, el enfrentamiento entre Adams y Jackson fue vivido por muchos como un episodio más de la lucha entre los herederos de los puritanos y los masones por gobernar Estados Unidos. Mientras que Jackson era un masón dotado de un enorme carisma y se apoyaba en un mensaje populista, John Quincy Adams respondía a un patrón muy distinto. Carecía, desde luego, de la capacidad de atraer a las masas, pero, al mismo tiempo, era un hombre extraordinariamente culto, profundamente protestante e imbuido de unos principios que seguía sin desviación de ningún tipo.
John Quincy Adams conocía ya siete lenguas a la edad de diez años —entre ellas el español— y dominaba extraordinariamente bien la obra de Shakespeare y de los clásicos. A pesar de todo, sus conocimientos académicos —con seguridad ha sido el presidente más culto de la historia norteamericana— no le convirtieron en un hombre soberbio, sino en un personaje sencillo y serio que leía la Biblia todos los días, asistía a la iglesia con regularidad y oraba cotidianamente. John Quincy Adams fue un verdadero paladín de la lucha contra la esclavitud —seguramente muchos lo recordarán por su papel a favor de los esclavos en el caso del barco Libertad— y también del enfrentamiento contra la masonería, tanto por criterios espirituales como políticos. Sus Cartas sobre la masonería constituyen una fuente indispensable —pero, lamentablemente, poco conocida— de los peligros que millones de americanos atribuían a esta sociedad secreta a inicios del siglo XIX. El enfrentamiento entre Jackson y John Quincy Adams era el del cristianismo bíblico y la masonería. Un examen de la historia política de esa nación en tiempos posteriores pone de manifiesto hasta qué punto ese pugilato nunca ha dejado de existir.
En 1828, Jackson —a pesar de su derrota previa— fue nominado candidato demócrata a la presidencia. Frente a él volvió a alzarse el bloque protestante, que a esas alturas no sólo sostenía una clara impronta antimasónica, sino que, por añadidura, se manifestaba totalmente contrario a la institución de la esclavitud. Jackson supo llevar su campaña electoral con evidente habilidad y presentó a su oponente John Quincy Adams como un conservador de la vieja escuela al que debían desplazar las fuerzas del progreso. A pesar del tiempo pasado, hay que reconocer que Jackson —que defendía, por ejemplo, la causa de la esclavitud— se limitaba a utilizar una táctica que iba a dar buenos resultados no pocas veces en las elecciones celebradas a ambos lados del Atlántico.
Cuestión aparte, naturalmente, era que sus adversarios estuvieran dispuestos a rendirse ante lo que veían como una victoria de la masonería que podía dañar la misma esencia del sistema democrático. Así, John Quincy Adams inició toda una campaña en contra de los masones no sólo por el asesinato de William Morgan sino por su papel corruptor de la vida pública, una acusación, dicho sea de paso, que se repetiría vez tras vez en otras épocas y otros lugares del mundo. En mayo de 1833 llegó incluso a desafiar en carta abierta a Edward Livingston, que era uno de los masones que Jackson había incluido en su gabinete amén de Sumo Sacerdote del Capítulo General del Gran Arco Real de Estados Unidos. Adams apuntaba en ese texto a que la masonería era «una orden privilegiada plantada en la comunidad, más corruptora, más perniciosa que los títulos de nobleza que nuestra Constitución expresamente prohíbe».[1] En otras palabras, lanzaba contra un miembro de la masonería —de una obediencia caracterizada además por su carácter esotérico y, por ello, claramente incompatible con el cristianismo— una acusación de amiguismo y corrupción que no había dejado de escucharse desde sus primeros tiempos en el siglo anterior.
Ni que decir tiene que las opiniones de John Quincy Adams eran compartidas por no pocos personajes de relevancia. Entre los que escribieron alguna obra señalando las razones más que motivadas para abandonar la masonería se hallaba uno de los personajes más relevantes de la historia de Estados Unidos, Charles G. Finney.[2] Aunque prácticamente desconocido en una Europa que juzga con ligereza a unos Estados Unidos que ignora, Finney dejó una enorme impronta en la historia americana al ser protagonista de uno de los avivamientos nacionales. Finney había sido masón en su juventud, pero al experimentar una conversión a Cristo —antes del caso Morgan— encontró una absoluta incompatibilidad entre la fe del Nuevo Testamento y los principios y acciones de la masonería. Durante las siguientes décadas, Finney se dedicó a predicar —con inmensa repercusión— el Evangelio a la vez que apoyaba causas como la de la abolición de la esclavitud o la ayuda a los necesitados. En paralelo, señaló la imposibilidad de compatibilizar el cristianismo con la masonería —en su obra señaló dieciséis razones concretas por las que no era posible— y la necesidad que tenía la sociedad de protegerse de un colectivo tan pernicioso.
En 1832, Jackson se presentó a la reelección. A esas alturas y en buena medida debido al caso Morgan, Estados Unidos vivía una auténtica ola de sentimiento antimasónico. Sin embargo, Jackson volvió a actuar con obvia habilidad política. Sabedor de que uno de sus adversarios, William Wirt, se presentaba como candidato explícitamente antimasón, comprendió que, al fin y a la postre, el voto contrario se dividiría entre dos. Así fue, y Jackson volvió a llegar a la presidencia.
Durante las décadas que transcurrieron entre el segundo mandato de Jackson y el estallido de la guerra civil en Estados Unidos, la masonería siguió teniendo un papel muy relevante en la política, aunque, de manera muy reveladora, no abogó en favor de las causas nobles. No deja de ser bien significativo que los políticos demócratas de mayor relevancia —incluido el presidente Buchanan— fueran, a la vez, masones y partidarios de la institución de la esclavitud. De hecho, en la carrera hacia la presidencia de 1860, a Lincoln, candidato del partido republicano, se enfrentaron tres rivales del partido demócrata.[3] Los tres eran masones y los tres abogaban por el mantenimiento de la esclavitud.
También fueron masones el general George B. McClellan —causante de no pocos reveses de las fuerzas de la Unión, partidario de una solución pactada de la guerra civil y rival de Lincoln en las elecciones presidenciales de 1864— y el congresista Clement L. Vallandigham que, durante el conflicto, no dejó de defender la tesis de que abolir la esclavitud equivaldría a violar la Constitución de los Estados Unidos.
Tras el asesinato de Lincoln, el enfrentamiento entre masones y protestantes evangélicos se prolongaría incluso después de la guerra en el denominado período de la Reconstrucción. De hecho, mientras que un grupo de masones fundaba el Ku Klux Klan en el sur de Estados Unidos —un episodio lamentable cuyo recuerdo no deja de causar malestar a los masones de hoy en día— en el Congreso se producía una clara colisión entre los partidarios, procedentes del protestantismo evangélico, de imponer en los estados vencidos del sur una política de reconocimiento de los derechos de los negros. Los adversarios de esas medidas, en no pocos casos, fueron precisamente masones. Fue así como se llegó al único caso de procedimiento de impeachment o destitución de un presidente de Estados Unidos hasta el año 1999. Es ampliamente conocido que los republicanos no lograron la destitución de Andrew Johnson por solo un voto de diferencia. Sin embargo, es menos sabido que Andrew Johnson era un masón y que sus adversarios fueron Charles Sumner y Thaddeus Stevens, dos representantes del radicalismo protestante y miembros importantes del movimiento antimasón.
Como ya hemos señalado, ese enfrentamiento entre el protestantismo evangélico y la masonería se ha repetido en múltiples ocasiones en la historia política de Estados Unidos y, de manera bien reveladora, los masones han defendido causas en el curso del mismo que hoy producen verdadero espanto, como puede ser la de la esclavitud. Sin embargo, debe señalarse que, a pesar de ello, Estados Unidos no parece haber sufrido un desgarro social o político irreparable. No se puede decir lo mismo del impacto de las acciones de la masonería en otras naciones, como, por ejemplo, España.