Capítulo X. Revoluciones frustradas, revoluciones triunfantes
Los masones toman el poder en España…
En 1813, la derrota de las tropas francesas en España se tradujo, entre otras circunstancias, en la desaparición de la masonería. De manera más que lógica, la sociedad secreta era contemplada como un instrumento del dominio napoleónico —lo que, ciertamente, había sido— y como una encarnación de los males que habían asolado la nación durante más de un lustro. En ese sentido, las disposiciones de Fernando VII, rey absoluto y derogador de la Constitución liberal de 1812, en contra de la masonería no dejaron de obtener la simpatía del pueblo. A fin de cuentas, seguía la línea de otro Borbón, éste ilustrado, como había sido Carlos III. Precisamente en esa línea, promulgó un real decreto de 24 de mayo de 1814 en contra de las sociedades secretas en el que, cosa notable, hacía especial hincapié en evitar que los miembros del clero entraran en las mismas. El 2 de enero de 1815, el inquisidor general de España dictaba a su vez un edicto contra la masonería.
Durante los tiempos inmediatos a la victoria hispana sobre Bonaparte, la historia de la masonería española se redujo a la existencia de algunas logias de afrancesados en el exilio. Si, finalmente, se operó un cambio y la masonería volvió a actuar en territorio español se debió, en no escasa medida, a su enorme funcionalidad a la hora de intentar erosionar el gobierno existente, un aspecto que resulta imposible negar a la luz de la abundante documentación de la que disponemos.[1] De esta manera, los opuestos al absolutismo —que en 1812 eran liberales de raíz anglosajona y orientación cristiana— comenzaron a impregnarse de manera creciente de principios masónicos, anticlericales y conspirativos. Esa mutación difícilmente puede considerarse positiva en la medida en que se sustituyó una visión parlamentaria y reformadora de carácter anglosajón por la masónica elitista e iluminada. Como en casos anteriores —incluido el de la Logia Lautaro que ya había desencadenado la insurrección en Hispanoamérica—, la masonería se había infiltrado en las fuerzas armadas, donde reclutó a oficiales jóvenes, audaces y ambiciosos como Van Halen, Antonio María del Valle, José María Torrijos o Juan Romero Alpuente.
Entre 1817 y 1819, el general Elío llevó a cabo una verdadera campaña en contra de los «hijos de la viuda» infiltrados en el ejército y, por lo tanto, adversarios realmente peligrosos del sistema político vigente. En enero de 1819, por citar uno de los ejemplos más relevantes, se llevó a cabo el arresto en Valencia de los coroneles Joaquín Vidal y Diego María Calatrava, el capitán Luis Aviñó y ocho sargentos por preparar un golpe de Estado. El 22 de ese mismo mes fueron ajusticiados en la horca.[2] Sin embargo —como sucedería en 1930 y 1931—, la conspiración era ya demasiado poderosa como para pensar en una rápida y total desarticulación.
Al llegar el año 1820, la masonería constituía una formidable fuerza política en España, según conocemos por documentos como las Memorias de Alcalá Galiano, capaz de provocar una revolución. Efectivamente, eso fue lo que hizo.
En 1820, el militar masón Riego, encargado de mandar las tropas españolas que debían sofocar la revuelta hispanoamericana en que tan extraordinario papel estaba teniendo la masonería, desobedeció sus órdenes y, por el contrario, se pronunció contra Fernando VII en Cabezas de San Juan. El resultado fue, formalmente, el regreso al sistema constitucional de 1812, pero, en la práctica, la dominación de la administración del Estado por la masonería.
El poder corruptor de los masones sobre el aparato del Estado fue realmente escalofriante y ha quedado recogido, por ejemplo, en obras como El Gran Oriente de Benito Pérez Galdós, donde el conocido novelista señalaba que «los tres requisitos indispensables para medrar durante aquel periodo eran; haber padecido durante el régimen absoluto, haber intervenido en la mudanza del 20 y estar afiliado en las sociedades secretas».[3] El poder de la masonería sobre las iniciativas legislativas era tal que «aquí se hacen los decretos a gusto de dos o tres maestros de grado sublime».[4]
El protagonista de la obra, un joven liberal cargado de idealismo, se presenta precisamente desengañado de la masonería porque «es un hormiguero de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de corrupción e infames compadrazgos, una hermandad de pedigüeños».[5] Se trata de un análisis severo que el propio Pérez Galdós compartía totalmente al indicar que «en España, por más que digan los sectarios de esta orden… los masones han sido en las épocas de su mayor auge propagandistas y compadres políticos… era ésta (la masonería) una poderosa cuadrilla política, que iba derecho a su objeto, una hermandad utilitaria que miraba los destinos como una especie de religión… y no se ocupaba más que de política a la menuda, de levantar y hundir adeptos, de impulsar la desgobernación del reino; era un centro colosal de intrigas, pues allí se urdían de todas clases y dimensiones; una máquina potente que movía tres cosas: gobierno, Cortes y clubs…».[6]
El juicio galdosiano —terrible por lo veraz— señalaba asimismo no sólo la corrupción inmensa que desató la masonería, sino también el efecto perverso que tuvo su poder sobre ella misma: «Durante la época de la persecución es notorio que conservó cierta pureza a estilo de catacumbas; pero el triunfo desató tempestades de ambición y codicia en el seno de la hermandad, donde, al lado de hombres inocentes y honrados, había tanto pobre aprendiz holgazán que deseaba medrar y redondearse. Apareció formidable el compadrazgo, y desde la simonía, el cohecho, la desenfrenada concupiscencia de lucro y poder, asemejándose a las asociaciones religiosas en estado de desprestigio, con la diferencia de que éstas conservan siempre algo del simpático idealismo de su instinto original, mientras aquélla sólo conservaba, con su embrollada y empalagosa liturgia, el grotesco aparato mímico y el empolvado atrezzo de las llamas pintadas y las espadas de latón.»[7]
Al fin y a la postre, se produjo en España un fenómeno muy similar al que padecería la América hispana durante las décadas siguientes. La masonería supo revelarse —al igual que en Francia— como un instrumento colosal para hacerse con el poder y repartir sus despojos entre los hermanos. Sin embargo, esa tarea de conquista y botín no vino acompañada por un gobierno que hiciera justicia a los tan pregonados principios de ilustración y progreso. En realidad, el resultado no pudo ser más contrario. Por un lado, el realismo necesario en la gestión política se vio sustituido por un utopismo directamente derivado del iluminismo masónico, con resultados pésimos; por otro, determinadas causas profundamente nobles quedaron monopolizadas por la masonería y, por lo tanto, rechazadas por importantísimos segmentos sociales; y, finalmente, la cosmovisión sectaria de la sociedad secreta generó no sólo una corrupción contraria a la buena marcha del Estado sino también conflictos de extrema gravedad, como el del anticlericalismo, que envenenarían la vida nacional hasta el siglo XX. Que al final esta suma de errores nacidos de la misma esencia de la masonería acabaran provocando una reacción favorable al absolutismo fue, como muy bien señalaba Galdós, lamentable y, a la vez, inevitable.
Precisamente, esa circunstancia explica que, en 1823, tras tres años de gobierno de los masones, la intervención extranjera en pro del absolutista Fernando VII no encontrara —a diferencia de lo sucedido en 1808— ninguna resistencia popular. La mayor parte de la población, a esas alturas, estaba más que harta de la corrupción y de la ineficacia de los gobiernos controlados por masones y —lo que era peor— había llegado a identificar, no sin razón pero lamentablemente, al liberalismo español con la masonería. Para colmo de males, el beneficiario de esos hechos iba a ser un personaje de tan escasa calidad política y humana como Fernando VII.
… y lo pierden
El 6 de diciembre de 1823, Fernando VII promulgaba un decreto contra las sociedades secretas. La justificación del mismo, según indicaba el propio texto, se hallaba en que habían sido «el más eficaz de los resortes» para llevar a cabo la revolución en España y en América. Para ser honrados con la verdad histórica, hay que reconocer que el rey absoluto no se equivocaba lo más mínimo. Cinco días después, el fiscal del reino elaboraba un informe sobre la historia de la masonería en España que constituye una fuente indispensable para su estudio y donde se indicaba cómo su aparición había estado relacionada con la presencia de la escuadra española en el puerto francés de Brest, un extremo al que ya nos hemos referido en un capítulo anterior.
El temor que Fernando VII tenía a la masonería resultaba tan evidente que cuando el 1 de mayo de 1824 concedió un indulto y perdón general excluyó del mismo a los que hubieran militado en sociedades secretas. El 1 de agosto de ese año se publicaba además una real cédula en virtud de la cual se prohibían en los dominios de España e Indias y el 11 de octubre una real orden concedía premios a los militares que no pertenecían ni habían pertenecido a sociedades secretas como la masonería. El papel que ésta había representado —y todavía representaría— en el seno de las fuerzas armadas no podía resultar más evidente.
Fernando VII estaba más que convencido de la justicia de su acción, especialmente teniendo en cuenta los costes que había significado para las posesiones españolas de ultramar la acción contraria de la masonería. No era, desde luego, el único que veía así las cosas. Ya hemos indicado cómo por estos mismos años distintos gobiernos dictaban medidas contrarias a la masonería, a la que veían como una seria amenaza conspirativa. A ellos se sumó la Santa Sede. El 13 de marzo de 1825, el papa León XII promulgaba la constitución apostólica Quo graviora en la que se reiteraban las censuras eclesiásticas precedentes contra la masonería y las sociedades secretas.
Fueron, sin duda, años difíciles para la masonería en España, pero, como en otras partes del mundo, la presión no se tradujo en extinción. En 1833 tuvo lugar el fallecimiento de Fernando VII. Y el 26 de abril de 1834 la reina gobernadora promulgó en Aranjuez un real decreto en virtud del cual se amnistiaba a los masones y se los permitía acceder a cargos públicos. Con todo, y dados los innegables antecedentes, se condenaba a los que pertenecieran a sociedades secretas con fecha posterior a la del citado texto legal. Menos de cuatro años después, la masonería española estaba plenamente reconstituida. Una vez más, iba a entregarse a erosionar la situación política en un abierto deseo de conquistar el poder.