Capítulo XVIII. La masonería y la Segunda República española (I): la proclamación

El final de un sistema

Las tres primeras décadas del siglo XX significaron para España, por un lado, una suma de intentos para modernizar el sistema parlamentario y, por otro, la conjunción de una serie de esfuerzos encaminados a aniquilarlo y sustituirlo por diversas utopías. En ese enfrentamiento, la masonería estuvo situada entre las fuerzas antisistema, lo mismo en las filas del anarquismo (Ferrer Guardia) que del socialismo del PSOE (Vidarte, Llopis, etc.), lo mismo en las de los republicanos (Lerroux y Martínez Barrios) que en las de los catalanistas (Companys). Tanto durante la Semana Trágica de 1909 como en el curso de la frustrada Revolución de 1917, los masones representaron un papel antisistema que perseguía la desaparición de la monarquía parlamentaria. En paralelo, la infiltración de la masonería en el ejército —incluso durante la Dictadura de Primo de Rivera— fue verdaderamente extraordinaria. Botón de muestra de ello es que aunque Primo de Rivera prohibió la celebración de un congreso masónico en Madrid, el general Barrera lo autorizó en Barcelona.

A finales de los años veinte, el número de políticos e intelectuales que ingresaron —o regresó— en la masonería fue considerable. En la enseñanza destacaron, entre otros, Fernando de los Ríos, Demófilo de Buen, Antonio Tuñón de Lara, Rodolfo Llopis, futuro secretario general del PSOE, o Ramón y Enrique González Sicilia; en el periodismo, Joaquín Aznar, Ramón Gómez de la Serna, Antonio de Lezama, Luis Araquistáin o Mariano Benlliure; y en la política, Vicente Marco, Eduardo Barriobero, Álvaro de Albornoz, Marcelino Domingo, Daniel Anguiano, Alejandro Lerroux, Eduardo Ortega y Gasset, Fermín Galán o el general López Ochoa. Cuando concluía la tercera década del siglo, los masones se hallaban en una situación envidiable para liquidar la monarquía parlamentaria y acceder al poder. Como en otras ocasiones a lo largo de la Historia, demostrarían mayor habilidad para aniquilar que para construir.

De las logias flotantes a la proclamación de la Segunda República

La adscripción de la masonería a las fuerzas antisistema que, al fin y a la postre, lograron la destrucción de la monarquía parlamentaria no fue meramente ideológica. Ya nos hemos referido en un capítulo anterior a las vinculaciones con el terrorismo anarquista. Debemos ahora señalar, siquiera someramente, su relación con las conspiraciones, y para ello resulta obligado hacer referencia a Ángel Rizo y a las logias flotantes.[1]

Ángel Rizo nació en Madrid el 6 de junio de 1885. En 1906 era alférez de navío y en 1922 se inició en la Logia Aurora de Cartagena con el nombre de Bondareff que, posteriormente, cambiaría por el de Anatole France. Cuatro años después, Rizo conocería a Benjamín Balboa, telegrafista de la Armada y masón, que tendría un papel importantísimo en el aplastamiento de la rebelión de julio de 1936 en la marina.

Capitán de corbeta, politiquero, solterón algo licencioso, indulgente con los subordinados y rebelde con el superior son algunos de los calificativos que merecía Rizo y que figuran en documentos de la época. En cualquier caso, Rizo lo que deseaba era favorecer el estallido de una revolución que acabara con la monarquía parlamentaria y para ello era consciente de que el establecimiento de logias en la marina tendría una importancia especial.

La idea de trepanar las fuerzas armadas con logias masónicas no era nueva en España y, de hecho, constituyó la causa de no pocos de los enfrentamientos civiles a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, ahora Rizo aspiraba a emular las organizaciones conspirativas que en la marina rusa habían conducido al derrocamiento del zar y también a las francesas, que no habían conseguido un éxito similar pero que, con seguridad, eran incluso más conocidas en Occidente. El brazo derecho de Rizo era el capitán maquinista Sarabia, primo del comandante Sarabia que, junto a Zamarro y Merino, organizó el golpe de Estado —fallido— de septiembre de 1929.

Precisamente del 8 al 11 de noviembre de 1929, en el curso de la VIII Asamblea Simbólica, y a petición de Rizo, se analizó la creación de logias flotantes que favorecieran el control de la marina, y en junio de 1930 Diego Martínez Barrio —personaje que representaría un papel extraordinario durante la Segunda República— le autorizó a hacer «prosélitos exclusivamente entre el personal subalterno de la Armada». Poco después de recibir esta autorización de la masonería, Rizo fue trasladado de Cartagena a Vigo, donde creó la Logia Vicus 8, así como otras en Pontevedra, Marín y Ferrol.

Sin embargo, no fue el único aporte de Rizo a la conspiración. De hecho, fue él precisamente el que ideó el Pacto de San Sebastián que permitió la unión de las fuerzas republicanas —algunas de ellas de muy reciente adscripción al proyecto— y que fue el núcleo del gobierno provisional de la Segunda República. Durante décadas ha sido causa de discusión el motivo de las concesiones que el PSOE y los republicanos hicieron a los nacionalistas catalanes cuya fuerza, a la sazón, era escasa. Quizá nunca lleguemos al fondo de esa cuestión, pero mueve a reflexión el pensar en el enorme peso que la masonería tenía en fuerzas como la Esquerra Republicana de Catalunya. Que, al fin y a la postre, el peso, absolutamente desproporcionado, que los nacionalistas catalanes iban a tener en el nuevo régimen republicano tuviera alguna relación con la masonería resulta, cuando menos, lógico.

El Pacto de San Sebastián significó la configuración de un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república. De la importancia de este paso puede juzgarse por el hecho de que los que participaron en la reunión del 17 de agosto de 1930 —Lerroux, Azaña, Domingo, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco Formiguera, Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos…— se convertirían unos meses después en el primer gobierno provisional de la República.

La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid a partir del mes siguiente en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; un conjunto de militares golpistas y prorepublicanos afiliados en algunos casos a la masonería (López Ochoa, Fermín Galán…) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá. En términos generales, por lo tanto, el movimiento republicano quedaba reducido a minorías ya que incluso la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas alcanzaba al veinte por ciento de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás de una escisión del PSOE, era minúsculo.

En diciembre de 1930, Rizo era elevado al grado 32 a la vez que se le encomendaba la misión de impedir cualquier reacción contraria a una posible proclamación de la República en los próximos meses. No puede negarse que las logias flotantes cumplieron con su cometido a la perfección. De hecho, el 14 de abril —el día de la proclamación del nuevo régimen— los hombres de la Escuadra de Ferrol —3500— se hallaban en Cartagena y se manifestaron por las calles a favor de la República. Desde ese momento, el control que la masonería tendría sobre la oficialidad de la Armada —o penetrándola o fiscalizándola— iba a ser extraordinario. Ángel Rizo se convertiría después en diputado de Izquierda Republicana y director general de la Marina Mercante. A él se debería que, más adelante, Martínez Barrio, hermano masón, permitiera el reingreso en la marina de los maestres y cabos expulsados pero afectos. No menos importante resultaría su papel en la Armada en los años posteriores.

Sin embargo, en aquel mes de diciembre de 1930, Rizo era sólo una pieza de la conspiración republicana. En un triste precedente de acontecimientos futuros, el comité republicano fijó la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar un golpe militar que derribara la monarquía e implantara la Republica. Resulta difícil creer que el golpe hubiera podido triunfar. Sin embargo, el hecho de que los oficiales Fermín Galán y Ángel García Hernández decidieran adelantarlo al 12 de diciembre sublevando a la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia inmediata que pudiera ser abortado por las autoridades. Juzgados en consejo de guerra y condenados a muerte, el gobierno acordó no solicitar el indulto y el día 14 Galán y García Hernández fueron fusilados. El intento de sublevación militar republicana llevado a cabo el día 15 de diciembre en Cuatro Vientos por Queipo de Llano y Ramón Franco (también masón) no cambió en absoluto la situación. Por su parte, los miembros del comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero) o se escondieron (Lerroux, Azaña). En aquellos momentos, el sistema parlamentario podría haber desarticulado con relativa facilidad el movimiento revolucionario mediante el sencillo expediente de exponer ante la opinión pública su verdadera naturaleza a la vez que procedía a juzgar a una serie de personajes que habían intentado derrocar el orden constitucional mediante la violencia armada de un golpe de Estado. No lo hizo, como tampoco lo había hecho en 1917. Por el contrario, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar precisamente por el diálogo con los que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir gobierno, lo primero que hizo el político fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los miembros del comité revolucionario encarcelados sendas carteras ministeriales. Con todo, como confesaría en sus Memorias Azaña, en aquellos momentos la República parecía una posibilidad ignota. El que se convirtiera en realidad se iba a deber no a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales.

A pesar de lo afirmado tantas veces por la propaganda republicana, las elecciones municipales de abril de 1931 ni fueron un plebiscito ni existía ningún tipo de razones para interpretarlas de esa manera. Su convocatoria no tuvo carácter de referéndum ni —mucho menos— de elecciones a Cortes Constituyentes. No solo eso. Tampoco fueron un triunfo electoral republicano. De hecho, la primera fase de las elecciones municipales celebrada el 5 de abril se cerró con los resultados de 14018 concejales monárquicos y 1832 republicanos, pasando a control republicano únicamente un pueblo de Granada y otro de Valencia. Con esos resultados, ninguna de las fuerzas antisistema hizo referencia a un plebiscito popular. Cuando el 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones, volvió a repetirse la victoria monárquica. Frente a 5775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. A pesar de todo, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y Sanjurjo— consideraron que el resultado sí era plebiscitario y que además implicaba un apoyo extraordinario para la República y un desastre para la monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid, donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota, pero no influyó menos en el resultado final la creencia (que no se correspondía con la realidad) de que los republicanos podían dominar la calle.

Durante la noche del 12 al 13, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía, un dato que los dirigentes republicanos supieron inmediatamente gracias a los empleados de Correos adictos a su causa. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente que cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso consentimiento del rey— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a Cortes Constituyentes, éste, que había captado el desfondamiento monárquico, no sólo rechazara la propuesta sino que exigiera la marcha del rey antes de la puesta del sol del 14 de abril. La depresión sufrida por el monarca que no había logrado superar la muerte de su madre, las algaradas organizadas por los republicanos en la calle, el espectro de la Revolución rusa que había incluido el asesinato de toda la familia del zar por orden de Lenin y el deseo de evitar una confrontación civil acabaron determinando el abandono de Alfonso XIII, el final de la monarquía parlamentaria y la proclamación, sin respaldo legal o democrático, de la Segunda República.

El advenimiento de la Segunda República estuvo rodeada de un considerable entusiasmo de una parte de la población y, sin embargo, es más que dudoso que semejante alegría pudiera asentarse en bases que fueran más allá del iluso subjetivismo. Por un lado, las fuerzas antisistema ahora en el poder habían sido derrotadas en las elecciones de abril de 1931 de manera clamorosa; por otro, distaban mucho de compartir unos mínimos objetivos comunes que aseguraran la estabilidad del nuevo sistema político. Examinadas objetivamente, las fuerzas que habían vencido —no electoralmente pero sí en la calle— eran un pequeño y fragmentado número de republicanos con visiones disonantes; dos grandes fuerzas obreristas —socialistas y anarquistas— que contemplaban la República como una fase hacia la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas —especialmente catalanes— que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el Estat Catalá; y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable, como era el caso del partido comunista. En su práctica totalidad, su punto de vista era utópico —aunque sus utopías resultaran incompatibles—; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y, sobre todo, económica para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la nación y, en su práctica totalidad también, adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos. Por si fuera poco, el éxito de su conspiración parecía legitimar de arriba abajo lo que había sido un comportamiento profundamente antidemocrático desarrollado durante décadas.

La masonería asalta el aparato del Estado republicano

El papel de la masonería en la marina no fue, en realidad, más que una muestra de la fuerza que la sociedad secreta disfrutaba en la España de inicios de los años treinta, una fuerza que aumentaría espectacularmente durante los meses posteriores a la proclamación del nuevo régimen. De hecho, ésta vino seguida por una extraordinaria actividad política que partía directamente del seno de las logias masónicas. Así, de manera bien significativa, en la Asamblea nacional de la Gran Logia Española de 20 de abril de 1931 —apenas había transcurrido una semana desde el nacimiento de la República— resultó aprobada la «Declaración de Principios adoptados en la Gran Asamblea de la Gran Logia Española». Entre ellos se establecía de forma bien reveladora la «Escuela única, neutra y obligatoria», la «expulsión de las órdenes religiosas extranjeras» (una referencia bastante obvia a los jesuitas) y el sometimiento de las nacionales a la Ley de Asociaciones. En otras palabras, la masonería estaba decidida a iniciar un combate que eliminara la presencia de la Iglesia católica en el terreno de la enseñanza, que sometiera la educación a la cosmovisión de la masonería y que implicara un control sobre las órdenes religiosas sin excluir la expulsión de la Compañía de Jesús.

Con semejante planteamiento, no resulta sorprendente que los «hijos de la viuda» —que hasta ese momento habían participado de manera muy activa en las distintas conjuras encaminadas a derribar la monarquía parlamentaria— ahora se entregaran febrilmente a la tarea de copar puestos en el nuevo régimen, una forma de actuar que, como ya vimos, contaba con abundantes precedentes en la historia de España y de otras naciones. Como expondría el masón José Marchesi, Justicia, a los miembros de la Logia Concordia en el mes de abril de 1931, «es preciso que la orden masónica se aliste para actuar de forma que esa influencia que en la vida pública nos atribuyen… sea realmente un hecho, un hecho real y tangible». Según Marchesi, la masonería debía «escalar las cumbres del poder público y llevar desde allí a las leyes del país la libertad de conciencia y de pensamiento, la enseñanza laica y el espíritu de tolerancia como reglas de vida». En otras palabras, so capa de tolerancia, la masonería debía controlar el nuevo régimen para modelarlo de acuerdo no con principios de pluralidad sino con los suyos propios.

Desde luego, no se puede decir que el éxito no acompañara a esos planes porque el influjo de la masonería se extendió por todos los poderes estatales, incluido el ejecutivo. Al respecto, los datos son irrefutables. La segunda gran jerarquía de la masonería española, Diego Martínez Barrio, y otros masones ocuparon diversas carteras en el gobierno provisional. Con la excepción de Alejandro Lerroux, que pertenecía entonces a la Gran Logia Española, el resto estaban afiliados al Grande Oriente. Así, Casares Quiroga, Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, pertenecían a la masonería. En el segundo gobierno provisional, del 14 de octubre al 16 de diciembre de 1931, entró además José Giral. Se trataba de seis ministros en total, aunque algunas fuentes masónicas elevan la cifra hasta siete. A esto se sumaron no menos de 15 directores generales, 5 subsecretarios, 5 embajadores y 21 generales. Para un movimiento que apenas contaba con unos miles de miembros en toda España se trataba indiscutiblemente de un éxito extraordinario.

A pesar de lo anteriormente señalado, donde se puede contemplar con más claridad el éxito de la masonería es en el terreno electoral. De hecho, impresiona la manera en que las distintas logias lograron colocar a sus miembros en las listas electorales. Los ejemplos, al respecto, resultan, una vez más, harto reveladores. En la zona de jurisdicción del Mediodía, de 108 candidatos elegidos, 53 eran masones; en la zona regional madrileña, la Centro, los candidatos masones elegidos fueron 23 de 35; en la zona de la Gran Regional de Levante, de los 37 candidatos elegidos, 25 fueron masones; en la zona regional nordeste, de los 49 candidatos, 14 fueron masones; en Canarias, finalmente, de 11 candidatos elegidos, 4 fueron masones. Las cifras completas de masones diputados varían según los autores, pero en cualquier caso son muy elevadas aun sin contar la escasa extensión demográfica del movimiento. De los 470 diputados, según Ferrer Benemeli, 183 tenían conexión con la masonería. Sin embargo, las logias Villacampa, Floridablanca y Resurrección de La Línea afirmaban en octubre de 1931 que en las Cortes había 160 diputados masones, razón por la cual contaban con la fuerza suficiente para lograr la disolución de las órdenes religiosas. Finalmente, María Dolores Gómez Molleda ha proporcionado una lista de 151 diputados masones que debería considerarse un mínimo. En cualquiera de los casos hay que convenir que se trata de una proporción extraordinaria de las Cortes y que demuestra una capacidad organizativa asombrosa. De hecho, el poder de la masonería llegó hasta el extremo de imponer como candidatos en provincias a un número de madrileños —una de las provincias donde había más afiliados era Madrid— realmente muy elevada. Los criterios de funcionalidad de las logias lograron —al parecer sin mucha dificultad— vencer totalmente los localismos.

El peso de la masonería ni siquiera se vio frenado por una barrera generalmente tan rígida como las diferencias entre partidos. Estuvo presente en la totalidad de las fuerzas republicanas y con una pujanza enorme. De los dos diputados liberal-demócratas, uno era masón; de los 12 federales, 7; de los 30 de la Esquerra, 11; de los 30 de Acción Republicana, 16; de los 52 radical-socialistas, 30; de los 90 radicales, 43, e incluso de los 114 del PSOE, 35. A éstos habría que añadir otros 8 diputados masones pertenecientes a otros grupos. En otras palabras, la masonería extendía su influencia sobre partidos de izquierdas y de derechas, jacobinos y nacionalistas, incluso sobre los marxistas revolucionarios, como el PSOE, cuyos diputados, por lo visto, no tenían ningún problema en conciliar el materialismo dialéctico con la creencia en el Gran Arquitecto. Con esas Cortes —y esos ministros— iba a abordarse la tarea de redacción de la nueva Constitución republicana, base del régimen nacido de una cadena continua de conspiraciones que, finalmente, habían triunfado el 14 de abril de 1931.

La masonería modela la Constitución de la Segunda República

Desde luego, hay que reconocer que la influencia de los «hijos de la viuda» se hizo sentir sobremanera ya en las primeras semanas del nuevo régimen. No deja de ser bien revelador que en el curso de la Gran Asamblea celebrada en Madrid durante los días 23, 24 y 25 de mayo de 1931 la Gran Logia Española acordara enviar una carta a Marcelino Domingo en la que se comentaba con satisfacción cómo «algunos de los puntos acordados en dicha Gran Asamblea han sido ya recogidos en el Proyecto de Constitución pendiente de aprobación», añadiendo: «celebraríamos que usted se interesase para que fuesen incorporados a las nuevas leyes que ha de dictar el primer Parlamento de la República los demás extremos de nuestra declaración que aún no han sido aceptados». Difícilmente se hubiera podido ser más transparente con un hermano ciertamente bien ubicado en el nuevo reparto de poder.

Durante los meses siguientes —y de nuevo resulta un tanto chocante desde nuestra perspectiva actual—, el tema religioso se convirtió en la cuestión estrella del nuevo régimen por encima de problemáticas como la propia reforma agraria. La razón no era otra que lo que se contemplaba, desde la perspectiva de la masonería, como una lucha por las almas y los corazones de los españoles. No se trataba únicamente de separar la Iglesia y el Estado como en otras naciones sino, siguiendo el modelo jacobino francés, de triturar la influencia católica sustituyéndola por otra laicista. Justo es reconocer, sin embargo, que la masonería no se hallaba sola en ese empeño, aunque sí fuera su principal impulsora. Para buena parte de los republicanos de clases medias —un sector social enormemente frustrado y resentido por su mínimo papel en la monarquía parlamentaria fenecida—, la Iglesia católica era un adversario al que había que castigar por su papel en el sostenimiento del régimen derrocado. Por su parte, para los movimientos obreristas —comunistas, socialistas y anarquistas— se trataba por añadidura de un rival social que debía ser no sólo orillado sino vencido sin concesión alguna. Es verdad que frente a esas corrientes claramente mayoritarias en el campo republicano hubo posiciones más templadas, como las de los miembros de la Institución Libre de Enseñanza o la de la Agrupación al Servicio de la República, pero, en términos generales, no pasaron de ser la excepción que confirmaba una regla generalizada.

A pesar de todo lo anterior, inicialmente la comisión destinada a redactar un proyecto de Constitución para que fuera debatido por las Cortes Constituyentes se inclinó por un enfoque del terna religioso que recuerda considerablemente al consagrado en la actual Constitución española de 1978. En él se recogía la separación de Iglesia y Estado, y la libertad de cultos, pero, a la vez, se reconocía a la Iglesia católica un status especial como entidad de derecho público, reconociendo así una realidad histórica y social innegable. La Agrupación al Servicio de la República —y especialmente Ortega y Gasset— defendería esa postura por considerarla la más apropiada y por unos días algún observador ingenuo hubiera podido pensar que sería la definitiva. Si no sucedió así se debió de manera innegable a la influencia masónica.

De hecho, durante los primeros meses de existencia del nuevo régimen la propaganda de las logias tuvo un tinte marcadamente anticlerical y planteó como supuestos políticos irrenunciables la eliminación de la enseñanza confesional en la escuela pública, la desaparición de la escuela confesional católica y la negación a la Iglesia católica incluso de los derechos y libertades propios de una institución privada. Desde luego, con ese contexto especialmente agresivo, no deja de ser significativo que se nombrara director general de primera enseñanza al conocido masón Rodolfo Llopis —que con el tiempo llegaría a secretario general del PSOE—, cuyos decretos y circulares de mayo de 1931 ya buscaron implantar un sistema laicista y colocar a la Iglesia católica contra las cuerdas. Se trataba de unos éxitos iniciales nada desdeñables, y en el curso de los meses siguientes la masonería lograría dos nuevos triunfos con ocasión del artículo 26 de la Constitución y de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas complementaria de aquél. En su consecución resultó esencial el apoyo de los diputados y ministros masones, un apoyo que no fue fruto de la espontaneidad sino de un plan claramente pergeñado.

Ha sido el propio Vidarte —masón y socialista— el que ha recordado cómo «antes de empezar la discusión los diputados masones recibimos, a manera de recordatorio, una carta del Gran Oriente (sic) en la que marcaba las aspiraciones de la Masonería española y nos pedía el más cuidadoso estudio de la Constitución». Desde luego, las directrices masónicas no se limitaron a cartas o comunicados de carácter oficial. De hecho, se celebraron una serie de reuniones entre diputados masones, sin hacer distinciones de carácter partidista, durante el mes de agosto de 1931, para fijar criterios unitarios de acción política. Una de ellas, la del 29 de agosto, tuvo lugar dos días después de presentarse a las Cortes el proyecto de Constitución y fue convocada por el político de izquierdas Pedro Rico, a la sazón Gran Maestre Regional. A esas reuniones oficiales se sumaron otras en forma de banquetes a las que ha hecho referencia Vidarte en sus Memorias.

Desde la perspectiva de la masonería, aquellas reuniones resultaban obligadas porque el proyecto de Constitución planteaba la inexistencia de una religión estatal pero a la vez reconocía a la Iglesia católica como corporación de derecho público y garantizaba el derecho a la enseñanza religiosa. En otras palabras, se trataba de un planteamiento razonable en un sistema laico pero, a todas luces, insuficiente para la cosmovisión masónica. Así no resulta sorprendente que durante los debates del 27 de agosto al 1 de octubre los diputados masones fueran logrando de manera realmente espectacular que se radicalizaran las posiciones de la cámara, de tal manera que el proyecto de la comisión se viera alterado sustancialmente en relación con el tema religioso. Esa radicalidad fue asumida por el PSOE y los radical-socialistas, e incluso la Esquerra catalana suscribió un voto particular a favor de la disolución de las órdenes religiosas y de la nacionalización de sus bienes, eso sí, insistiendo en que no debían salir de Cataluña los que allí estuvieran localizados. En ese contexto claramente delimitado ya en contra del moderado proyecto inicial y a favor de una visión masónicamente laicista se llevó a cabo el debate último del que saldría el texto constitucional.

Como hemos señalado, al fin y a la postre, no se trataba de abordar un tema meramente político sino del enfrentamiento feroz entre dos cosmovisiones, hasta el punto de que a cada paso volvía a aparecer la cuestión religiosa. Así, por ejemplo, cuando se discutió la oportunidad de otorgar el voto a la mujer —una propuesta ante la que desconfiaba la izquierda por pensar que podía escorarse el sufragio femenino hacia la derecha— fueron varios los diputados que aprovecharon para atacar a las órdenes religiosas que eran «asesoras ideológicas de la mujer», asesoras, obviamente, nada favorables a otro tipo de asesoramiento que procediera de la masonería o de la izquierda.

El 29 de septiembre y el 7 de octubre se presentaron dos textos que abogaban por la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la disolución de las órdenes religiosas. Los firmaban los masones Ramón Franco y Humberto Torres y recogían un conjunto de firmas mayoritariamente masónicas. Otras dos enmiendas más surgidas de los radical-socialistas y del PSOE fueron en la misma dirección y —no sorprende— contaron con un respaldo que era mayoritariamente masónico. En apariencia, los distintos grupos del Parlamento apoyaban las posturas más radicales; en realidad, buen número de diputados masones —secundados por algunos que no lo eran— estaban empujando a sus partidos en esa dirección. Cuando el 8 de octubre se abrió el debate definitivo —que duraría hasta el día 10— los masones estaban más que preparados para lograr imponer sus posiciones en materia religiosa y de enseñanza, posiciones que, por añadidura, podían quedar consagradas de manera definitiva en el texto constitucional.

El resultado del enfrentamiento no pudo resultar más revelador. Ciertamente siguió existiendo un intento moderado por mantener el texto inicial y no enconar las posturas, pero fracasó totalmente ante la alianza radical del PSOE, los radical-socialistas y la Esquerra. El día 9, de hecho, esta visión se había impuesto, aceptando sólo como concesión el que la Compañía de Jesús fuera la única orden religiosa que resultara disuelta. Dos días después, el Gran Maestro Esteva envió a los talleres de la jurisdicción una circular en la que urgía la reunión inmediata de todos y cada uno de ellos para enviar motu propio un telegrama al jefe del gobierno para que apoyara en la discusión que se libraba en el seno de las Cortes la separación de la Iglesia y el Estado, la supresión de las órdenes religiosas, la incautación de sus bienes y la eliminación del presupuesto del clero. Para lograrlo se ordenaba organizar manifestaciones y mítines que inclinaran la voluntad de las autoridades hacia las posiciones masónicas. Estos actos, sumados a una campaña de prensa, buscaban crear la sensación de que la práctica totalidad del país asumía unos planteamientos laicistas que, en realidad, distaban mucho de ser mayoritarios.

El resultado final de las maniobras parlamentarias y la acción mediática y callejera difícilmente pudo saldarse con mayor éxito. En el texto constitucional quedó plasmado no el contenido de la comisión inicial que pretendía mantener la separación de la iglesia y el Estado a la vez que se permitía un cierto status para la iglesia católica y se respetaba la existencia de las comunidades religiosas y su papel en la enseñanza. Por el contrario, la ley máxima de la República recogió la disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de que las órdenes religiosas se dedicaran a la enseñanza y el encastillamiento de la Iglesia católica en una situación legal no por difusa menos negativa.

El triunfo de la masonería había resultado, por lo tanto, innegable pero sus consecuencias fueron, al fin y a la postre, profundamente negativas. De entrada, la Constitución no quedó perfilada como un texto que diera cabida a todos los españoles fuera cual fuera su ideología, sino que se consagró como la victoria de una visión ideológica estrechamente sectaria sobre otra que, sea cual sea el juicio que merezca, gozaba de un enorme arraigo popular. En este caso, la masonería había vencido, pero a costa de humillar a los católicos y de causar daños a la convivencia y al desarrollo pacífico del país, por ejemplo, al eliminar de la educación centros indispensables tan sólo porque estaban vinculados con órdenes religiosas. Ese enfrentamiento civil fue, sin duda, un precio excesivo para la victoria de las logias.