Capítulo VI. Los masones y la revolución (II): la Revolución francesa
El inicio de la Revolución
El año 1789 estuvo preñado de acontecimientos relevantes para la masonería. Fue, como ya vimos, el del final de la carrera de Cagliostro, pero, sobre todo, el del inicio de la Revolución francesa,[1] un proceso que pudo haberse evitado y que seguramente nunca se habría desencadenado por el simple peso de las circunstancias.[2]
En 1788, las dificultades financieras del gobierno francés, sumadas a la negativa de la Asamblea de notables de renunciar a sus exenciones fiscales, obligaron a Luis XVI a convocar los Estados Generales. Como todos los parlamentos iniciales, los Estados tenían como misión fundamental controlar la creación de nuevos impuestos o la subida de los ya existentes gracias al freno que imponían los estamentos —estados— aristocrático, eclesiástico y popular. Sin embargo, la política absolutista de Luis XIV y Luis XV había prescindido de ellos con relativa facilidad. Ahora, durante su convocatoria, un miembro de la Logia de las Nueve Hermanas, llamado Sieyes, publicó un librito titulado ¿Qué es el Tercer Estado?, en el que anunciaba un programa de cambio político centrado precisamente en el citado estamento.
Cuando los Estados Generales se reunieron en Versalles el 4 de mayo de 1789, los representantes del Tercer Estado decidieron desafiar las votaciones por estamentos, lo que implicaba una transformación esencial del modelo político. El gran protagonista de esta maniobra era un masón llamado Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau. Se trataba de un personaje peculiar sobre el que había recaído en el pasado una condena por violación y que había sido incluso encarcelado a petición de su padre para evitar sus comprometedoras aventuras amorosas.
Mirabeau capitaneó la transformación del Tercer Estado en una Asamblea nacional con poderes legislativos, una acción que casaba mal con la pretensión de la masonería de no enfrentarse con el orden constituido, pero que no provocó ninguna reacción por parte de Luis XVI. La situación de aparente impasse fue resuelta por otro masón llamado Camille Desmoulins, también miembro de la Logia de las Nueve Hermanas, que condujo a las turbas de París hasta la Bastilla el 14 de julio de 1789. El episodio sería convertido en un símbolo del asalto del pueblo a la tiranía. La verdad es que en la Bastilla no había recluido casi nadie en aquellos días —tan sólo cuatro internos— y que las turbas derramaron despiadadamente la sangre de no pocos inocentes que tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino.
Poco podía dudarse de que Francia estaba viviendo un proceso abiertamente revolucionario y, como es habitual en los mismos, no tardó en crearse una fuerza armada que lo sostuviera e impusiera. Nació así la denominada Guardia Nacional que estaba a las órdenes de otro masón, el marqués de La Fayette, que había combatido en la Revolución americana. En octubre de 1789, aprovechando una manifestación de mujeres que se dirigió a Versalles, La Fayette convenció a los reyes para que abandonaran el palacio en el que residían y se trasladaran a París. Teóricamente, ese paso acercaba a los monarcas al pueblo. En realidad, como quedaría trágicamente de manifiesto, sólo los puso al alcance del populacho.
Durante los meses siguientes, tanto Mirabeau como La Fayette representaron su papel esencial en un proceso que, teóricamente, estaba conduciendo a Francia por un sendero constitucional semejante al inglés. Sin embargo, no resultaba fácil controlar un proceso de deterioro del orden como el impulsado en los tiempos inmediatamente anteriores. En el verano de 1790 se produjeron varios motines en distintas guarniciones donde los soldados —un fenómeno repetido en Rusia en 1917 y en España en 1936— se quejaban de la disciplina militar. Inicialmente, el marqués de Bouillé, encargado por la Asamblea nacional de acabar con aquella situación, recurrió a la persuasión y a las promesas. Sin embargo, finalmente, no tuvo más remedio que detener a algunos de los sublevados y ejecutar a veinticuatro de ellos. La ocasión fue aprovechada por los miembros más radicales de la Asamblea para debilitar la posición de Mirabeau. De manera bien significativa, los que se oponían con más claridad a la conclusión del proceso revolucionario con un sistema como el inglés eran dos masones cuyo nombre permanecería indisolublemente ligado a la Revolución francesa: Marat y Danton.
La Convención
Marat había nacido en el cantón de Neuchátel, en Suiza, en 1743. Médico de cierto éxito, había viajado por Holanda e Inglaterra y fue precisamente durante su estancia en Londres cuando fue iniciado en la masonería. A diferencia de otros autores de la época. Marar no creía en el sistema parlamentario inglés contra el que escribió dos obras Reflexions on the Faults in the English Constitution y The Chains of Slavery. Por el contrario, abogaba por un cambio político de carácter mucho más radical. A su regreso a Francia, Marat comenzó a tener entre sus clientes a diferentes personajes de la nobleza, como el conde de Artois —un hermano masón—, y a labrarse una posición acomodada. Cuando se inició la revolución en 1789, Marat no dudó en dedicarse a ella en cuerpo y alma, contando con la colaboración de Danton, otro de los miembros de la Logia de las Nueve Hermanas. No resulta extraño que en julio de 1790 el gobierno español recibiera un informe de su embajador en París donde se indicaba que los masones estaban preparando una revolución que se extendería por toda Europa. El texto —donde por primera vez se hacía referencia al color rojo como el utilizado por los revolucionarios— venía además corroborado por una información semejante también dirigida al gobierno español pero esta vez procedente de Turín.[3] Antes de que concluyera el año eran varios los gobiernos europeos que se preparaban para defenderse de una posible amenaza subversiva. Entonces, los acontecimientos se precipitaron de una manera que pareció confirmar la veracidad de sus temores.
En abril de 1791 tuvo lugar la muerte de Mirabeau y, efectivamente, la revolución se radicalizó todavía más. En junio, Luis XVI y María Antonieta intentaron escapar de Francia, convencidos de que sus vidas peligraban. La pareja real fue descubierta en Varennes, cuando se encontraba apenas a un kilómetro de la frontera, y obligada a regresar a París. El 17 de julio de 1791, el primer mes después de la huida, se celebró una extraordinaria manifestación contra la monarquía en el Campo de Marte.
Resultaba obvio que la suerte de Luis XVI y de su esposa pendía de un hilo y, sobre todo, que era más que previsible que el derrocamiento de la monarquía en Francia fuera seguido por episodios similares en otras naciones. Por ello, resulta comprensible que en agosto de 1791 el emperador Leopoldo de Austria y el rey Federico Guillermo de Prusia se entrevistaran en Pilnitz con la intención de estudiar una posible acción conjunta. El asesinato de Gustavo III de Suecia en marzo de 1792 en Estocolmo —la base lejana del argumento de la ópera Un Bailo in Maschera de Verdi— sólo sirvió para aumentar la inquietud en las distintas casas reales. Con todo, la agresión acabó viniendo no de las testas coronadas sino de los revolucionarios franceses. Así, el nuevo gobierno francés, formado en abril de 1792, declaró la guerra a Austria y Prusia. El 20 de junio, las turbas irrumpieron en las Tullerías, donde estaba recluida la familia real, y obligaron al rey a ponerse en la cabeza el gorro rojo, símbolo de la Revolución. Una vez más, el triunfo sólo sirvió de acicate a los que lo habían obtenido. El sector más extremo de los revolucionarios —los jacobinos— vio llegado el momento de proclamar la República e hicieron un llamamiento a Marsella para que les enviara un cuerpo de voluntarios con los que acabar con la monarquía. El ejército estaba al mando de un masón llamado Francois Joseph Westermann y cantaba un himno compuesto por otro masón, Rouget de Lisle, con el título de Chant de l’Armée du Rhin. Sin embargo, a partir de entonces la canción sería conocida como La Marsellesa.
El 10 de agosto, los voluntarios marselleses asaltaron las Tullerías y llevaron a la familia real a la prisión del Temple. Al día siguiente, la Asamblea nacional declaró depuesto al rey y al cabo de unos días proclamó la República. Sin embargo, el proceso revolucionario distaba mucho de haber concluido.
El Terror
La guerra declarada contra Austria y Prusia tuvo un trágico acompañamiento —sin paralelo en la Revolución americana— en la terrible represión desencadenada por los revolucionarios contra los considerados enemigos. Se trató de la búsqueda del exterminio de segmentos enteros de la sociedad que inspiraría con posterioridad a otras revoluciones y de manera muy especial a Marx y a sus seguidores.[4] El 2 de septiembre, los revolucionarios irrumpieron en la prisión de la Conciergerie y asesinaron a varios aristócratas y a otros supuestos enemigos de la Revolución. Fue un mero episodio en medio de un verdadero océano de sangre. De manera bien significativa, el instrumento utilizado para las ejecuciones era un nuevo artefacto debido a la creatividad de otro masón, el Dr. Guillotin, que pretendía, supuestamente, aliviar los sufrimientos de los condenados a la última pena.
La victoria de los revolucionarios en Valmy el 20 de septiembre de 1792 tan sólo sirvió para acrecentar la inquietud en las otras naciones donde se responsabilizaba crecientemente a los masones de lo que sucedía. Razones —justo es reconocerlo— no les faltaban. Eran masones, como Mirabeau, los que habían iniciado ese proceso, y masones, como Marat y Danton, los que habían dirigido su creciente radicalización. Por si fuera poco, los masones de otros países, como Goethe o Lessing, habían saludado con entusiasmo la victoria revolucionaria de Valmy a pesar de que había implicado la derrota de su nación, y aún quedaba por producirse un episodio que confirmaría los peores temores al venir referido a la autoridad masónica más importante de Francia.
El Gran Maestro del Gran Oriente francés, Felipe, duque de Orleans, un primo de Luis XVI, se había vinculado con la Revolución desde su estallido. No sólo eso. Fue elegido diputado a la Asamblea nacional y se unió a los jacobinos, el grupo más radical. Acto seguido, renunció a su título nobiliario y adoptó el nombre de «Felipe Igualdad».
En enero de 1793, el gobierno revolucionario decidió someter a Luis XVI a un proceso, acusándolo de traición, un peculiar cargo teniendo en cuenta la conducta de los revolucionarios durante casi cuatro años. El proceso se desarrolló ante los más de setecientos diputados de la Convención que había sustituido a la Asamblea nacional. Durante la tercera semana de aquel mes, la Convención encontró al rey culpable de traición por 426 votos a favor y 278 en contra. Cuando se discutió la pena que debía imponérsele, 387 votaron a favor de la muerte frente a 314 que proponían la prisión. Entre los partidarios de la ejecución se hallaba el Gran Maestro Felipe Igualdad.
Llegados a este punto, un diputado propuso diferir indefinidamente la ejecución de Luis XVI. La propuesta fue derrotada por un solo voto de diferencia, el de Felipe Igualdad. El 20 de enero se presentó una nueva propuesta favorable a ejecutar la pena de muerte de manera inmediata. Los 380 votos favorables se impusieron a los 310 contrarios y Luis XVI fue guillotinado al día siguiente.
Sin embargo, la Revolución no iba a conformarse con aquellas muertes. Durante los años siguientes fue testigo de una espantosa persecución religiosa —una circunstancia nada extraña si se tenía en cuenta el enfrentamiento entre la Iglesia católica y la masonería—, una represión terrible en la Vendée y el periodo del Terror. Ningún monarca europeo había cometido jamás semejantes excesos ni tampoco realizado tantas ejecuciones ni encarcelado a tantas personas que, en no pocas ocasiones, sólo eran inocentes que no simpatizaban con la Revolución o que tenían la desgracia de haber nacido en una clase social concreta. Al fin y a la postre, la Revolución tampoco concluyó con el establecimiento de un sistema político concebido sobre términos de libertad. Su consumación fue más bien una dictadura militar encarnada en un oscuro militar corso llamado Napoleón.
Tan sólo unas décadas antes, los masones, entre otras cuestiones, habían insistido en su respeto a las autoridades establecidas y en su aprecio por la libertad y la tolerancia. Sin embargo, la Revolución, en la que su papel había resultado decisivo y a la que habían identificado con sus ideales, no podía haber tenido, dijera lo que dijera la propaganda posterior, consecuencias más diferentes. Desgraciadamente, no sería la primera vez.