Capítulo IX. La masonería aniquila el Imperio español
La masonería y la insurrección mexicana
La leyenda rosada de la masonería insiste en la actualidad en presentar a esta sociedad secreta como una fuerza activa en la lucha contra el imperialismo. Sin duda, se trata de una afirmación políticamente correcta en una época como la nuestra, pero desmentida de plano por el análisis histórico. Lo más que puede decirse es que el comportamiento de la masonería en relación con los imperios no puede calificarse de uniforme. Si en el caso británico no pocos servidores del imperio fueron masones y en el napoleónico la masonería constituyó un instrumento privilegiado de expansión del dominio de las armas francesas, en el español no puede ocultarse que fue un enemigo encarnizado; tanto que, sin exageración alguna, puede atribuírsele un papel esencial en su aniquilación. Un breve repaso a ese proceso y a la personalidad de sus dirigentes nos permitirá mostrar hasta qué punto la aseveración señalada es cierta.
El inicio de la lucha independentista en la América hispana contra España tuvo lugar en el amanecer del 16 de septiembre de 1810 en México. El protagonista principal de este intento era un masón llamado Miguel Hidalgo y Costilla Gallaga. La masonería se había introducido en México tan sólo cuatro años antes. Por iniciativa de Enrique Muñí se fundó una logia en la calle de las Ratas número 4 —hoy Bolívar, 73—, en el domicilio particular del regidor Manuel Cuevas Moreno de Monroy Guerrero y Luyando.[1] Entre los que pertenecieron a ella desde el principio se hallaba Hidalgo. Al parecer, la vida de la logia fue breve. Un vecino llamado Cabo Franco, que vivía en el número 2 de la misma calle, denunció el hecho y se produjo una oleada de detenciones, muriendo incluso en octubre de 1808 uno de los reclusos en su celda. Posiblemente, todo hubiera acabado ahí de no producirse un hecho bien significativo. Como ya indicamos en un capítulo anterior, la masonería fue uno de los instrumentos más poderosos utilizados por Napoleón para impulsar su política de dominio mundial. Ese comportamiento no se limitó al continente europeo. En enero de 1809, un agente francés llamado Octaviano d’Alvimar estableció contacto con el hermano Hidalgo. Este contaba con antecedentes cuando menos peculiares, pero que no lo desrecomendaban, sino, más bien, todo lo contrario. El hecho de que en 1791, a pesar de ser sacerdote, hubiera sido acusado de herejía y de mantener relaciones concubinarias con Manuela Ramos Pichardo, relaciones de las que habían nacido los niños Lino Mariano y Agustín, y todavía más el de que fuera conocida su iniciación masónica podía ser mal visto por buena parte de la sociedad mexicana. No, desde luego, por el agente napoleónico que tenía la intención de ofrecerle ayuda para la subversión antiespañola. No pasó mucho tiempo antes de que Hidalgo efectivamente se alzara en armas contra España y, ciertamente, supo actuar con notable habilidad porque el levantamiento lo situó bajo el estandarte de Nuestra Señora de Guadalupe y la causa de la independencia la vinculó con promesas de despojar a los ricos para dar a los pobres y de venganza contra los españoles.
La dureza de la sublevación fue extraordinaria. El cura Hidalgo asesinó, por ejemplo, a todos los criollos cuando tomó la ciudad de Guanajuato, y su enemigo, el general Calleja, cuando la recuperó, ordenó que los presos fueran degollados para no malgastar munición fusilándolos. Finalmente, tras medio año de lucha, Hidalgo fue capturado y fusilado. A esas alturas, la jerarquía católica lo había expulsado de sus tareas sacerdotales y se ocupó de que su retrato fuera destruido para evitar una explosión de culto popular. De momento, el peligro independentista quedaba conjurado. No iba a ser por mucho tiempo y, de manera bien significativa, la masonería iba a tener un papel extraordinario en la historia ulterior de México. Sin embargo, antes de abordar ese tema, tenemos que detenernos en uno de los fenómenos más importantes relacionados con las actividades de la masonería en contra del Imperio español.
La Logia Lautaro y la emancipación de la América hispana[2]
La derrota de Hidalgo significó un claro revés para los planes de desestabilización del Imperio español en Hispanoamérica que, al menos desde 1809, había puesto en funcionamiento Napoleón. No constituyó, sin embargo, su final.
Posiblemente, el personaje más sugestivo del proceso de independencia de la América hispana sea no Simón Bolívar, como suele creerse a este lado del Atlántico, sino José de San Martín. La figura de San Martín no suele ser analizada en profundidad a menudo e incluso cuando se aborda su estudio suele ser habitual el caer en tópicos y eludir datos comprometidos, como el de su pertenencia a la masonería, un trago difícil de trasegar para no pocos católicos argentinos.
No ha llegado hasta nosotros la partida de nacimiento de San Martín, lo que ha conducido a algunos historiadores a fijarlo en 1778 y en Yapeyú. Con todo, ni la fecha ni el lugar son seguros, pudiendo incluso haber visto la primera luz en lo que ahora es Uruguay. Tampoco resulta del todo clara su trayectoria educativa en España. Habitualmente se hace referencia a su paso por el seminario de nobles de Madrid. Sin embargo, no aparece en los registros de alumnos, aunque sí es indubitable que desde edad muy temprana estuvo en el Regimiento de Murcia, donde se inició su carrera militar. Llegamos ahora al problema de su pertenencia a la masonería.
En un país mayoritariamente católico como Argentina, la idea de que el padre fundador de la patria fuera masón ha resultado durante casi dos siglos un tema tabú. La realidad, no obstante, no puede ser obviada. San Martín era masón, así lo reconoció en varias de sus cartas y su trayectoria en la masonería está más que documentada. Por si fuera poco, su carrera política sería totalmente incomprensible —quizá ni siquiera hubiera tenido lugar— sin la masonería.
Es sabido que la salida de San Martín de España en 1811 tenía una clara conexión con la idea de llegar a Hispanoamérica y allí desatar una revolución contra España, revolución que la metrópoli invadida no iba a poder repeler. Lo que ya es menos conocido —si es que no ocultado— es que San Martín no abandonó España disfrazado, como en ocasiones se relata, sino con el respaldo de las autoridades francesas de ocupación y el respaldo de la masonería que tanto estaba ayudando a Napoleón en sus intentos de dominio mundial. El investigador José Pacífico Otero[3] descubrió, de hecho, en el archivo militar de Segovia una autorización de 6 de septiembre de 1811 que permitía a San Martín dirigirse a Lima. El 14 de ese mismo mes, San Martín abandonó España acompañado de algunos amigos, todos ellos masones. Como ha puesto de manifiesto Enrique Gandía,[4] partían todos ellos provistos de fondos franceses para desatar la subversión al otro lado del Atlántico. Sin embargo, antes de partir para el continente americano, San Martín recaló en Londres, donde se reunió con miembros de otra logia masónica, la Gran Reunión americana, inspirada por el masón venezolano Francisco de Miranda —que ya en 1806 había intentado llevar a cabo una sublevación contra España— y en la que San Martín había sido iniciado hasta el quinto grado. Fue a bordo de una fragata inglesa, la George Canning, como los conspiradores masónicos llegaron al Río de la Plata en 1812, circunstancia ésta muy conveniente ya que la nacionalidad del buque presumiblemente ocultaba el origen de la empresa.
¿Eran San Martín y sus acompañantes meros agentes de la masonería napoleónica? Es difícil responder de manera tajante a esa cuestión por la ausencia de fuentes. Seguramente, cabría hablar más bien de una confluencia de intereses. Napoleón estaba interesado en quebrar la intrépida resistencia española a costa de cualquier acción —ya lo había intentado sin éxito en México dos años antes— y pensó que una revuelta en la América hispana podía propiciar su triunfo. Por otro lado, si la empresa triunfaba, el poder emergente en América le sería favorable. Por lo que a los insurgentes se refiere, seguramente, no percibían en todo ello sino un apoyo de sus hermanos franceses a sus planes independentistas. Para lograr el avance de los mismos, San Martín, junto a Carlos María de Alvear y José Matías Zapiola, creó una organización que recibiría el nombre de Logia Lautaro, tomando su nombre de un indio mapuche que se había enfrentado en Chile a los españoles y que, finalmente, había sido derrotado y muerto por las tropas de Juan Jufré. El carácter masónico de la Logia Lautaro ha querido ser negado por algunos autores como Ferrer Benemeli, que incluso ha sostenido que no es seguro que San Martín fuera masón[5], pero la verdad es que el mismo resulta indiscutible y que los documentos no escasean. Es conocida, por ejemplo, la carta que en 1812 envió a Juan Martín de Pueyrredón, también masón, en la que San Martín utiliza la rúbrica masónica de los tres puntos. Así como el testimonio del yerno del Libertador, Mariano Balcarce, cuando, a petición de Benjamín Vicuña Mackenna, respondió: «Siguiendo fielmente las ideas de mi venerado señor padre político, que no quiso en vida se hablase de su vinculación con la masonería y demás sociedades secretas, considero debo abstenerme de hacer uso de los documentos que poseo al respecto.» De hecho, la visión de Dios que tenía San Martín no era la católica que hubiera cabido esperar —sí existen textos de encendido anticlericalismo, por otra parte— sino la del mero Creador, muy en armonía con la tradición masónica. También en consonancia con ésta dejó establecido su destino final: «Prohíbo que se me haga ningún género de funeral y desde el lugar en que falleciere se me conducirá directamente al cementerio, sin ningún acompañamiento, pero sí desearía que mi corazón fuera depositado en el de Buenos Aires.» En 1824, San Martín se retiró a Francia, cuya masonería había tenido tan importante papel en el proceso emancipador. Fallecería el 17 de agosto de 1850, en una casa de Boulogne-sur-Mer, pero hasta tres décadas después sus restos no serían enviados a Buenos Aires.
Sin embargo, no se trata tan sólo de la filiación masónica de San Martín. Las constituciones de la Logia Lautaro[6] son bien explícitas, y constituyen la encarnación de uno de los sueños fundacionales de la masonería, el de provocar el cambio político a impulsos de una minoría iluminada destinada por añadidura a regir la nueva sociedad. El texto citado constituye, desde luego, la exposición de un auténtico plan para conseguir, primero, y monopolizar, después, el poder en la nueva sociedad americana nacida del movimiento emancipador. Esa circunstancia explica que, como señala su constitución 5, «no podrá ser admitido ningún español ni extranjero, ni más eclesiástico que uno solo, aquel que se considere de más importancia por su influjo y relaciones» o —todavía más importante— que de acuerdo con la constitución 11, los hermanos de la logia adoptarán el compromiso de que «no podrá dar empleo alguno principal y de influjo en el Estado, ni en la capital, ni fuera de ella, sin acuerdo de la logia, entendiéndose por tales los enviados interiores y exteriores, gobernadores de provincias, generales en jefe de los ejércitos, miembros de los tribunales de justicia superiores, primeros empleados eclesiásticos, jefes de los regimientos de línea y cuerpos de milicias y otros de esta clase».
Naturalmente, los componentes y fundadores de la Logia Lautaro eran conscientes de que en una sociedad poscolonial donde desaparecería, siquiera en parte, la censura de prensa y donde existiría, al menos formalmente, un cierto peso de la opinión pública, el control sobre ésta resultaría esencial, y así su constitución 13 indica: «Partiendo del principio de que la logia, para consultar los primeros empleos, ha de pesar y estimar la opinión pública, los hermanos, como que estén próximos a ocuparlos, deberán trabajar en adquirirla.»
Ese cuidado por la opinión pública debía incluir, por ejemplo, apoyar en toda ocasión a los hermanos de la logia, pero con discreción. Al respecto, la constitución 14 señala: «Será una de las primeras obligaciones de los hermanos, en virtud del objeto de la institución, auxiliarse y protegerse en cualquier conflicto de la vida civil y sostenerse la opinión de unos y otros; pero, cuando ésta se opusiera a la pública, deberán, por lo menos, observar silencio.»
Naturalmente, un plan de conquista del poder de esas dimensiones no podía admitir filtraciones y la Constitución general de la Logia Lautaro incluía un conjunto de leyes penales de las que la segunda afirmaba: «Todo hermano que revele el secreto de la existencia de la logia ya sea por palabra o por señales será reo de muerte, por los medios que se halle conveniente.»
La logia fundada en 1812 en Buenos Aires logró todos y cada uno de sus objetivos. No sólo provocó y afianzó la independencia americana, sino que además derrocó al denominado segundo triunvirato argentino y colocó en su lugar a otro formado por miembros de la logia. En 1816, a pesar de diferencias internas, San Martín presidía la Logia Lautaro —que contaba con sucursales en Mendoza, Santiago de Chile y Lima— y se preparaba para crear el Ejército de los Andes, una formidable máquina militar que debía expulsar a los españoles del continente y llegar al Perú. Y es que San Martín, como buen masón, estaba obsesionado por el simbolismo del sol, que incluyó en la bandera argentina, y recibió con verdadero placer los gritos que le tributaron de hijo de este astro cuando entró triunfante en Lima. El 26 de julio de 1822, San Martín se reunió con Simón Bolívar en Guayaquil para proceder a la planificación de lo que debía ser el futuro de la América hispana. Fue una entrevista misteriosa cuyos verdaderos términos no han acabado de dilucidarse incluso a día de hoy.
Sin embargo, San Martín no fue el único masón importante en el movimiento de emancipación.[7] Bernardo O’Higgins, el emancipador de Chile, y Simón Bolívar, que resultó un instrumento esencial en la independencia de naciones como las actuales Colombia, Venezuela y Panamá, también eran masones. También lo fue el almirante William Brown,[8] un irlandés que colaboró de manera posiblemente decisiva en la causa de la independencia, o Pedro I del Brasil, que fue el impulsor de la emancipación de esta colonia portuguesa.
Sin embargo, quizá lo más significativo de todo el episodio de la participación —verdaderamente esencial— de los masones en la emancipación de Hispanoamérica no fuera su éxito ni tampoco la conquista ulterior del poder político, sino su más que trágica y probada incapacidad para crear un nuevo orden estable. El proyecto masónico giraba en torno a una élite —secreta por más señas— que debía desplazar a los que hasta entonces habían tenido las riendas del poder en sus manos y, acto seguido, apoderarse del aparato del Estado, entregando los cargos clave a gente afecta. De la misma manera, la opinión pública debía ser modelada —manipulada, dirían otros— para que prestara su adhesión al gobierno de una sociedad secreta cuya existencia incluso ignoraba. En ese sentido, los miembros de esa sociedad secreta debían ser prudentes en sus declaraciones públicas para no dañar su imagen ni obstruir el dominio ejercido sobre el pueblo. El resultado de esta acción —insistimos, premiada con un éxito total— no fue la implantación de sistemas democráticos como el de Estados Unidos, que se basaba en principios bien diferentes, sino la instauración de una cadena de regímenes que fueron de la dictadura a la oligarquía, pasando por el falseamiento de los procesos electorales, y cuyas consecuencias nefastas pueden observarse aún a día de hoy. Si en el caso del norte primó la cosmovisión protestante que, convencida de la realidad perversa del ser humano, afianzó la división de poderes para evitar la tiranía, en el centro y el sur del continente —como en la Francia de la Revolución— prevaleció una visión social diferente. En teoría, su perspectiva antropológica era optimista y apuntaba a la posibilidad de que todo el género humano progresara indefinidamente. En la práctica, tan sólo consagraba la corrupta tiranía de una minoría autoproclamada sobre la masa a la que se pensaba instruir en principios superiores y a la vez tan complejos que difícilmente hubiera podido entenderlos. Los masones hispanoamericanos seguramente no lo sabían, pero estaban actuando como precursores de una visión que consagraría la izquierda a lo largo del siglo XX y en virtud de la cual el ciudadano cada vez se vería más controlado en su vida privada y pública, supuestamente por su propio bien.
En ese sentido, no deja de ser significativo el enorme volumen de obras dedicadas a criticar las consecuencias de la presencia española y de la acción de la Iglesia católica en Hispanoamérica. Sin duda, ni una ni otra están libres de crítica y a ambas debe atribuirse una parte de los males padecidos por el continente. Sin embargo, llama la atención que esa labor de severo escrutinio no se haya producido en relación con la masonería, a pesar de su papel decisivo no sólo en el proceso de emancipación sino, especialmente, en el posterior de configuración de una realidad cuya ineficacia e inestabilidad resultan en el umbral del tercer milenio innegables. La verdad es que resulta forzoso deducir a la vista de estos datos que el papel de la masonería en la historia de todo el continente ha distado mucho de ser positivo, aunque no se haya recatado de arrojar la culpa de los males padecidos sobre España, el cristianismo o, más modernamente, Estados Unidos.
No deja de ser significativo que Simón Bolívar, el otro gran protagonista de la emancipación junto con San Martín, a pesar de su condición de masón acabara sus días aborreciendo a las sociedades secretas. El 8 de noviembre de 1828, cuando resultaba obvio que el gran sueño de libertad controlada por los masones iba a convertirse en una inmanejable pesadilla, Bolívar promulgó un decreto en el que se proscribían «todas las sociedades o confraternidades secretas, sea cual fuere la denominación de cada una». La razón para dar semejante paso no podía resultar más explícita en el texto legal señalado: «Habiendo acreditado la experiencia, tanto en Colombia como en otras naciones, que las sociedades secretas sirven especialmente para preparar los trastornos políticos, turbando la tranquilidad pública y el orden establecido; que ocultando ellas todas sus operaciones con el velo del misterio, hacen presumir fundamentalmente que no son buenas ni útiles a la sociedad, y que por lo mismo excitan sospechas y alarman a todos aquellos que ignoran los objetos de que se ocupan…» Bolívar —no cabe duda alguna— sabía de lo que estaba hablando.
Por lo que se refiere a España, la otra gran protagonista del drama de la emancipación hispanoamericana, la masonería iba a desempeñar a lo largo del siglo XX un papel no poco relevante. Sin embargo, de ese aspecto y de cómo contribuyó a liquidar los últimos jirones del Imperio español de ultramar nos ocuparemos en otro capítulo.