Capítulo II. El nacimiento de la masonería
Antes de Anderson
Durante el final de la Edad Media y el Renacimiento, los gremios de albañiles no pasaron de ser agrupaciones artesanales que giraban en torno a las disposiciones indicadas en el capítulo anterior. Esta circunstancia resulta obvia siquiera por el hecho de que los registros de miembros de las logias de albañiles incluyen nombres precisamente de gente que pertenece al ejercicio de este oficio y no, como sucederá posteriormente con la masonería, los de personas que se denominan albañiles (masons, maçons), pero que rara vez —si es que alguna— tienen una conexión real con la masonería.
Con todo, ya a finales de la Edad Media encontramos documentos en los que aparecen aspectos que reencontramos en las logias masónicas posteriores. Así, el Regius Manuscript de 1390, conservado en el Museo Británico, es un poema en el que aparecen referencias a una masonería que podría ser especulativa. Obra de un sacerdote con casi total seguridad, en esta fuente hallamos por primera vez la expresión «So Mote» que luego aparecería en los rituales de la masonería.
De mayor importancia aún es el Cooke Manuscript, también conservado en el Museo Británico, donde, por primera vez, encontramos referencias a una masonería que es, sin duda alguna, especulativa y no gremial. Su autor lo escribió en 1450 y, como luego veremos, casi tres siglos después las Constituciones de Anderson tomaron bastantes elementos contenidos en este texto, como, por ejemplo, las referencias a las Artes y, de manera muy especial, la mención al Templo de Salomón.
A finales del siglo XVI y, sobre todo, durante el siglo XVII, se realizó una mutación de enorme importancia que derivaría en el nacimiento de la «masonería especulativa» o «masonería» a secas. De hecho, en 1583, un personaje llamado William Schaw fue nombrado por Jacobo VI de Escocia —que más tarde se convertiría en Jacobo I de Inglaterra— Master of the Work and Warden General. Quince años después, Schaw promulgaba los Estatutos que llevan su nombre en los que aparecían establecidos los deberes que los masones debían tener en relación con su logia. Pero aún de mayor relevancia resulta el segundo Estatuto de Schaw publicado en 1599, donde de manera apenas velada se hace una referencia a un conocimiento esotérico comunicado en el seno de la logia y además se indica que la logia madre de Escocia, Lodge Kilwinning 0, ya existía en aquella época. Estas circunstancias —nótese el aspecto secreto y esotérico de las fuentes citadas— han llevado a algunos a considerar a Schaw como el fundador de la masonería moderna.
Sea como sea, la primera iniciación masónica de la que tenemos noticia es la de John Boswell, Laird de Auchenlek. Boswell fue iniciado en la logia de Edimburgo, Escocia, el 8 de junio de 1600. La logia de Edimburgo era, originalmente, operativa o gremial, es decir, no tenía carácter ni secreto ni iniciático. Sin embargo, el texto referido a Boswell ya nos conecta con una masonería especulativa, como la que encontraremos en toda su pujanza a partir del siglo XVIII. Cabe, por tanto, la posibilidad de que a lo largo del siglo XVI se hubiera ido operando una mutación de los antiguos gremios —quizá impregnados de cierto esoterismo ocasionalmente en los siglos anteriores— en sociedades secretas de carácter ocultista en las que, poco a poco, los iniciados estaban dejando de ser albañiles para proceder de otros segmentos sociales.
Las primeras iniciaciones de las que tenemos noticia en Inglaterra son de algunas décadas posteriores. En 1641 tuvo lugar la de Robert Moray y cinco años después la de Elias Ashmole. La iniciación de Ashmole reviste una especial importancia para el historiador por varias razones. Una es que la documentación que nos ha llegado sobre la misma es, relativamente, importante ya que el propio Ashmole recordó el acontecimiento, así como una visita posterior que realizó a la logia de Londres en 1682, en su diario. La iniciación tuvo lugar el 16 de octubre de 1646 en Warrington, Cheshire, en una logia convocada expresamente con esa finalidad y en la que ya no había un solo miembro albañil. La segunda razón por la que el hecho reviste relevancia es que Ashmole mantenía relaciones estrechas con eruditos de la época, como Robert Boyle, Christopher Wren, Isaac Newton o John Wilkins, pero, a la vez, era un claro aficionado al ocultismo. De hecho, dedicaba buena parte de su tiempo a la alquimia y la astrología.
En 1686, la masonería tenía ya la suficiente importancia como para merecer una mención en la Historia natural de Staff rdshire, de Robert Plot, y durante la última década del siglo XVII al menos existían siete logias en Londres y una en York que se reunían con regularidad. En 1705, el número de logias londinenses era de cuatro, y a ellas se sumaban una en York y otra en Scarborough. A la sazón, la masonería constituía ya una sociedad de patrones bien definidos. La codificación tendría lugar en la siguiente década.
Las Constituciones de Anderson y la Primera Gran Logia de Inglaterra
El 24 de junio —solsticio de verano y día de San Juan— de 1717, las cuatro logias londinenses se reunieron en la Goose and Gridiron Tavern, situada en la St. Paul’s Churchyard, y crearon la Gran Logia de Inglaterra (The Grand Lodge). En el mismo acto, los presentes eligieron al caballero Anthony Sayer como el primer Gran Maestro y resolvieron reunirse anualmente en una ceremonia que recibió el nombre de Grand Feast. Para la mayoría de los historiadores —y para no pocos masones— esta fecha constituye realmente el acta fundacional de la masonería especulativa. Sin embargo, el hecho de que la creación de la Gran Logia derivara de varias logias preexistentes señala claramente que el acontecimiento, a pesar de su enorme importancia, tuvo que venir precedido por una andadura anterior de la masonería que, como ya hemos apuntado, resulta difícil situar más allá del siglo XVI.
Tras la creación de la Gran Logia se produjo, eso sí, una expansión de la masonería, en la que fueron iniciados personajes como el doctor John Teophilus Desaguliers —que fue elegido Gran Maestro en 1719— y otros miembros de la Royal Society y de la aristocracia, como John, el segundo duque de Montagu, que, en 1721, fue el primer noble elegido Gran Maestro. También fue John Montagu el responsable de dar el paso de convertir la Gran Logia de un lugar en el que celebrar la Grand Feast anual en un cuerpo con funciones reguladoras. De hecho, en 1723 se publicaron las primeras Constituciones de la masonería conocidas vulgarmente como Constituciones de Anderson.
James Anderson nació en una fecha cercana a 1680 en Aberdeen, Escocia, pero en 1709 se trasladó a Londres para ocuparse de atender una capilla presbiteriana situada en Swallow Street. Los presbiterianos son una confesión protestante cuya fe se asienta de manera muy sólida en la Biblia, interpretada desde una perspectiva reformada. Sin embargo, Anderson tenía creencias que diferían considerablemente de las enseñadas por la confesión a la que pertenecía. No era el primer clérigo que atravesaba por esa situación y con seguridad no ha sido el único. Distintos autores masones han señalado que estuvo «tanto comercial como masónicamente motivado» para dar ese paso.[1]
El 29 de septiembre de 1721 recibió instrucciones de la Gran Logia de Inglaterra para «realizar un digesto de la antigua constitución gótica, convirtiéndolo en un método nuevo y mejor». El resultado fueron las Constituciones de Anderson, una de las fuentes absolutamente indispensables para el estudio de la masonería.
El texto de las Constituciones resulta de un enorme interés porque señala la filosofía de la sociedad secreta, así como el comportamiento que se espera de sus miembros y las líneas maestras de su organización. De hecho, la denominada porción histórica que precede al texto y que suele omitirse en algunas ediciones del mismo constituye toda una exposición iniciática y esotérica que pretende retrotraer la masonería a los tiempos más primitivos. Según Anderson, Caín ya habría sido un masón y habría construido una ciudad precisamente porque Adán, el primer ser humano, le habría comunicado un conocimiento nada desdeñable en geometría. También habían sido masones Noé y sus hijos. De hecho, algunos años después Anderson indicaría que el de noáquidas fue el primer nombre que recibieron los masones. Que un hombre crecido en la fe reformada pudiera realizar semejantes afirmaciones no deja de ser revelador, primero, porque carecen de base alguna en el texto de la Biblia y, segundo, porque implican la aceptación de una historia espiritual que colisiona frontalmente con ésta.
Dentro de esa supuesta cadena de transmisión del saber iniciático transmitido milenariamente por la masonería, Anderson se refería a continuación a Euclides, a Moisés, que habría sido un maestro masón, y, por supuesto, a Salomón y al Templo que había edificado en Jerusalén. Aquí precisamente es donde Anderson introduce una nota de notable extensión sobre la figura de Hiram Abiff, central en el imaginario masónico. No es tarea de una obra como la presente detenerse en un personaje como Hiram Abiff. Baste señalar que, descrito como «hijo de la viuda», de él deriva este sobrenombre extensible a todos los masones, y que el relato de su presunta muerte y resurrección por no querer revelar los secretos de la masonería forma parte esencial de los ritos de iniciación.
Señalemos, no obstante, que, a pesar de su importancia, no existe ninguna base histórica para creer en la existencia real de Hiram Abiff y que no pocos masones en la actualidad niegan el episodio de su resurrección —el paralelo con la vida de Jesús es demasiado obvio— o atribuyen a todo el relato un mero contenido simbólico. De Salomón Hiram Abiff, el conocimiento oculto custodiado por la masonería habría pasado, siempre según el texto de las Constituciones, a Grecia, Sicilia y Roma, donde habría dado lugar al estilo augusteo por el que, al parecer, Anderson sentía una rendida admiración. Como conclusión de esta exposición de más que dudosa historicidad, Anderson afirmaba incluso que el franco Carlos Martel había introducido la masonería en Inglaterra después de la invasión de los sajones. A partir de ese momento, la sociedad secreta habría perdurado en los gremios de albañiles de la Edad Media.
Sólo después de trazar ese cuadro —el de que la masonería es una sociedad iniciática poseedora de una sabiduría esotérica que se ha transmitido desde Adán—, Anderson pasa al aspecto regulador de las Constituciones. Según las afirmaciones contenidas en la parte del texto conocida como la Aprobación, Anderson afirma que se ha basado para su redacción en antiguos textos procedentes del otro lado del mar, de Italia y de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Hasta donde sabemos, Anderson mintió a sabiendas al llevar a cabo esa afirmación porque nunca vio un texto italiano de ese tipo y es más que dudoso que pusiera su vista en alguno de origen irlandés.[2] Por si fuera poco, Anderson se permitió realizar alteraciones nada insignificantes en el contenido de charges tal y como aparecen en los textos de los gremios medievales en los que, supuestamente, se había guardado el saber masónico. De hecho, la invocación a la Trinidad contenida en esos documentos y cualquier otra referencia a la fe cristiana fue extirpada por Anderson del charge o encabezamiento primero. En éste —dedicado a Dios y la Religión—, las Constituciones indican que «un masón… si entiende correctamente el Arte, nunca será un ateo estúpido ni un libertino irreligioso. Pero aunque en tiempos antiguos a los masones se les encargó en todo país que fueran de la religión de ese país o nación, cualquiera que fuera, sin embargo ahora se piensa más útil obligarlos sólo a esa religión en la que todos los hombres concuerdan». En otras palabras, las Constituciones hacen referencia a una época previa en la que, supuestamente, los masones se habían mantenido —por lo visto no del todo convencidos— en el seno de las respectivas religiones mayoritarias en sus países concretos. Sin embargo, ahora había llegado la época en que los masones sólo tenían que sentirse obligados a «esa religión» sobre la que, supuestamente, existe un acuerdo universal. Esa actitud significaría que «la masonería se convierte en el Centro de Unión, y los Medios de conciliar la verdadera Amistad entre personas que habrían permanecido a una perpetua distancia». La declaración difícilmente puede ser más clara. Primero, porque desprovee de su carácter cristiano a los gremios de albañiles de la Edad Media, con los que afirmaba que la masonería estaba vinculada históricamente, e incluso atribuye aquél a un artificio, y, segundo, porque sitúa la masonería —una sociedad secreta custodia de un saber oculto— por encima de los vínculos que cada uno tuviera con su propia fe, ya que existía otra superior que unía a sus miembros. Esta circunstancia —que, de bien manera poco justificable, es pasada por alto por algunos estudiosos— convierte en inverosímil de raíz la tesis —tantas veces expuesta— de que la masonería es un club filantrópico cuya pertenencia no interfiere con las creencias religiosas, sean las que sean. En las Constituciones de Anderson, por el contrario, se afirma tajantemente que, en el pasado, los masones tenían el deber de amoldarse a la mayoría y que desde 1723 al menos se esperaba que consideraran su vínculo con los hermanos de la logia por encima de cualquier otra consideración.
No menos interesante resulta el segundo encabezamiento o cargo dedicado a los magistrados civiles, supremos y subordinados, que vuelve a incidir en ese vínculo superior a cualquier otro establecido por la iniciación en la masonería. Por supuesto, las Constituciones afirman que «un masón es un sujeto pacífico sujeto a los poderes civiles» y «que nunca se va a implicar en conjuras o conspiraciones contra la paz y el bienestar de la nación». Sin embargo, al mismo tiempo se indica que en caso de que un masón cometa un crimen, los otros miembros de la masonería «no pueden expulsarle de la logia, y su relación con ella permanece inalterable».
El encabezamiento III se ocupa de las logias y de las condiciones para ser admitido como miembro en ellas, a saber, «ser hombres buenos y veraces, nacidos libres, y de edad discreta y madura, no siervos ni mujeres, ni hombres inmorales ni escandalosos, sino de los que se hable bien». La descripción nuevamente resulta especialmente reveladora porque define a la masonería no como una entidad de carácter abierto y universal —como, por definición, son las iglesias— sino como un cuerpo de élite en el que se defienden claramente las diferencias por razón de condición social y sexual, y no sólo moral. Como tendremos ocasión de ver, la masonería ha sido históricamente más rigurosa con la preservación de las barreras sociales y sexuales que con la exigencia de los principios morales de sus iniciados.
Si los encabezamientos IV y V se dedican a los grados de la masonería y sus relaciones entre ellos, el VI se ocupa del comportamiento digno de un masón. Éste, en ocasiones, va referido de normas elementales de cortesía —como el hecho de no interrumpir, por ejemplo, a un maestro cuando habla—, a evitar discusiones en la logia sobre cuestiones espinosas como «la religión, las naciones o la política estatal», ya que los masones, al pertenecer «a la Religión universal arriba mencionada», son «también de todas las naciones, lenguas, estirpes y lenguas» y buscan sobre todo «el bien de la logia».
Sin embargo, el comportamiento del masón no debía ser únicamente cortés, sino que tenía que incluir también —lógico era— una notable dosis de secretismo. Por ejemplo, debía ser «cauteloso en sus palabras y comportamiento de manera que el extraño más perspicaz no sea capaz de descubrir o averiguar lo que no es adecuado que se conozca», lo que requerirá del masón que sepa manejar las conversaciones. De la misma manera, el masón debía comportarse con la suficiente prudencia como para «no permitir que familia, amigos y vecinos supieran del interés de la logia y otras cosas». Precisamente en este momento las Constituciones indican que la causa de ese secretismo se debe a «razones que no deben mencionarse aquí», si bien no resulta difícil identificar con ese conocimiento iniciático que la masonería decía custodiar desde los tiempos de Adán.
Ya hemos indicado que las Constituciones de Anderson son un texto indispensable para estudiar la masonería. Añadamos que además muestra las líneas maestras sobre las que se movería la entidad en los años siguientes. Sería, en primer lugar, una sociedad secreta cuyos miembros pondrían buen cuidado en conservar el sigilo, roto excepcionalmente al referirse a la pertenencia a ella de personajes que pudieran utilizarse con fines propagandísticos, como el duque de Montagu. En segundo lugar, la masonería mantendría una impronta iniciática y esotérica, absolutamente esencial ya que se presentaba como la custodia de secretos ocultos ya conocidos por Adán y que habían llegado hasta sus días a través de una cadena de transmisión que incluía a personajes como Pitágoras, Moisés, Salomón o los maestros albañiles de la Edad Media. Esa característica, como tendremos ocasión de ver, atraería a muchos deseosos de dar con una enseñanza espiritual diferente de la de las grandes confesiones y, a la vez, explica la suspicacia —si es que no hostilidad— con que la masonería iba a ser contemplada por las distintas iglesias. En tercer lugar, la masonería se constituía como una sociedad de élite de la que quedaban excluidos mujeres, esclavos y siervos y, por añadidura, cuyos vínculos se situaban por encima de cualquier otra relación humana. De hecho, aunque resultaba cierto que se esperaba que los masones no hicieran nada que pudiera ir contra el bienestar de su nación —un concepto por cierto bastante poco concreto—, no era menos verdad que la participación en conjuras y revoluciones no iba a implicar ni la expulsión de la fraternidad ni la pérdida de la protección que ésta dispensaría a sus miembros.
Sociedad secreta, sociedad esotérica, sociedad por encima de cualquier otro vínculo humano, incluidos los familiares y nacionales… así quedaba definida la masonería en las Constituciones de Anderson y así se comportaría de manera, por otra parte, coherente durante los siglos venideros.