Capítulo XI. De la Revolución de 1848 a la caída de Napoleón III
De la revolución de 1848 al II Imperio
Como ya tuvimos ocasión de ver en un capítulo anterior, la Revolución de 1830 no sólo contó con un peso extraordinario de los masones franceses sino que además llevó al trono a un monarca que también pertenecía a la masonería. No puede sorprender, por lo tanto, que Francois Guizot, el primer ministro, también fuera masón. Durante década y media, el Gran Oriente francés no sólo manifestó su adhesión al régimen nacido en julio de 1830 sino que incluso llegó a expulsar de las logias a algunos miembros que se inclinaban por visiones políticas más radicales.[1] Entonces, en 1847, se produjo un cambio cuando algunos masones comenzaron a organizar banquetes masónicos —una tradición ya utilizada en Francia antes de la Revolución de 1830 y en España, posteriormente, en 1930 y 1931— en los que brillaron como estrellas los hermanos Odilon Barrot y Adolphe Crémieux. En el curso de los mismos se criticaba la política, supuestamente demasiado conservadora, del gobierno y se pedía abiertamente un cambio. El mismo no se hizo esperar. El 24 de febrero de 1848, estallaba en París la revolución. Luego, el fenómeno subversivo, que difícilmente puede explicarse como mera casualidad, se extendió a media Europa. El 15 de marzo se producía en Berlín y cuatro días después en Milán, resultando el papel de los masones innegable. Algo similar sucedió en Hungría, donde su dirigente principal, Lajos Kossuth, era un masón. La revolución estalló también en distintas partes de Alemania. De manera bien significativa, pudo ser sofocada en todos aquellos lugares donde el peso de la masonería no era especialmente vigoroso. No fue, desde luego, el caso de Francia.
En esta nación, Luis Felipe abdicó y marchó a Inglaterra, y, acto seguido, fue proclamada la Segunda República, a la que el Gran Oriente declaró su adhesión de manera inmediata. El gobierno provisional estaba presidido por Lamartine, un poeta liberal que no era masón y que en breve se encontró con la oposición cerrada de Louis Blanc, un dirigente socialista que sí pertenecía a la masonería. Muy pronto, Lamartine se vio enfrentado con un nuevo brote revolucionario que duró del día 23 al 26 de junio, y en el curso del cual fue asesinado Denis Auguste Affre, el arzobispo de París. Cuando concluyeron aquellas jornadas, Lamartine había sido derrocado, se convertía en nuevo hombre fuerte de Francia el general Cavaignac —masón, por cierto— y el Gran Oriente, el mismo 27 de junio, emitía un comunicado en su apoyo.
El 10 de diciembre de 1848 se celebraron las elecciones presidenciales. La victoria recayó en Luis Napoleón Bonaparte, hijo de Luis Bonaparte, convertido en rey de Holanda por Napoleón. El nuevo presidente era, por tanto, hijo de un conocido masón, aunque resulta más difícil saber si él mismo había sido iniciado. En cualquiera de los casos, la masonería francesa le iba a apoyar de manera decisiva en una cadena de acontecimientos que cambiarían la historia de Francia.
El 2 de diciembre de 1851, Luis Napoleón dio un golpe de Estado y se convirtió en dictador. Se produjo alguna resistencia, pero la misma quedó abortada en apenas unos días. Una semana después del golpe, el 10 de diciembre, el Gran Oriente cursó una circular a todas sus logias para que suspendieran cualquier tipo de actividad política hasta nueva orden,[2] y cuando Luis Napoleón anunció su intención de convocar un plebiscito, el Gran Oriente urgió a los hermanos para que apoyaran la causa del sí. Cuando se celebró la consulta popular, los votos afirmativos llegaron a 7.439.216, frente a tan sólo 646.737 votos negativos.
La victoria había sido aplastante, pero a Luis Napoleón, como a cualquier dictador, no se le ocultaba la necesidad de controlar a la población para evitar enfrentarse con sorpresas desagradables. El 17 de febrero de 1852 promulgó un decreto en virtud del cual se dotaba al ministro del Interior de unos notables poderes de represión. Entre ellos, se encontraban la facultad de cerrar cualquier periódico sin previo aviso e incluso el poder de recluir en prisión sin juicio hasta por espacio de diez años. Si las afirmaciones propagandísticas propias de la leyenda rosada de la masonería fueran ciertas, hubiera sido de esperar una firme resistencia masónica frente a ese ejercicio de despotismo. Sucedió exactamente lo contrario y, de hecho, el encargado de llevar a la práctica estas medidas —que se tradujeron en la deportación de multitud de personas a la Guayana francesa— fue un masón, Jean Fiolin, conde de Persigny.
La acción represiva de Fiolin no fue, en absoluto, excepcional. De hecho, el Gran Oriente hizo todo lo posible para congraciarse con la nueva dictadura. Ya vimos en su momento que, a la caída de Napoleón, su hermano José fue requerido por el Gran Oriente para que abandonara su cargo de Gran Maestro. José se había negado y durante treinta y ocho años el Gran Oriente había carecido de persona que desempeñara estas funciones. Ahora, sin embargo, en un acto cargado de simbolismo, nombró Gran Maestro al príncipe Joaquín Murat, hijo del mariscal de Napoleón Bonaparte y hombre de confianza de Luis Napoleón. Al año siguiente, tanto Murat como el Gran Oriente manifestaron públicamente su complacencia al proclamar Luis Napoleón el II Imperio y adoptar el título de Napoleón III.
La dictadura, disfrazada de imperio, de Napoleón III desarrolló una política consecuente con la visión de la masonería francesa. En 1859, Napoleón III decidió ir a la guerra contra Austria para ayudar a un hermano masón, el rey de Piamonte, Víctor Manuel. El paso fue aplaudido por los masones, los socialistas, los radicales y los nacionalistas italianos ya que Víctor Manuel era no sólo el rey que pretendía la unificación italiana sino también un claro adversario de la Iglesia Católica, a la que veía como un obstáculo para alcanzar sus objetivos políticos. Por otro lado, y de manera bien comprensible, preocupó a los católicos franceses, que se temían una oleada de anticlericalismo semejante a la que venían padeciendo desde finales del siglo XVIII.
Las fuerzas francesas derrotaron a las austriacas en Solferino, pero el coste fue tan elevado que Napoleón III tuvo que replantearse la ayuda que brindaba al hermano Víctor Manuel. Finalmente, optó por firmar la paz con Austria. De acuerdo con sus términos, Víctor Manuel recibió Lombardía y Toscana, y Francia obtuvo Niza y Saboya. No era escaso logro, pero tampoco puede negarse que significaba el final de la alianza con el masón Víctor Manuel. Por añadidura, Napoleón III dejó también de manifiesto que no estaba dispuesto a provocar la desaparición de los Estados Pontificios, el último vestigio de poder temporal que aún conservaba el papa. Los problemas con la masonería no tardaron en surgir.
La caída de Napoleón III y la Revolución de 1870
El 30 de octubre de 1861 concluyó el mandato de Murat como Gran Maestre y la Asamblea del Gran Oriente se reunió en París el 20 de mayo de ese año para decidir su posible renovación. En circunstancias normales, Murat hubiera sido designado nuevamente, pero lo cierto es que el hijo del mariscal napoleónico había apoyado en el Senado la política de Napoleón III de no derribar el poder temporal del papa y, al parecer, aquello era más de lo que los masones estaban dispuestos a tolerar. Así, en noviembre de 1860, ya habían invitado al príncipe Napoleón, un primo de Napoleón III e hijo de Jerónimo Bonaparte, rey de Westfalia, a convertirse en Gran Maestre. Semejante acción no sólo implicaba un claro rechazo de Napoleón III, sino que además incluía una ofensa personal que cuesta ver como fruto de la casualidad. De hecho, el príncipe Napoleón mantenía, a causa de sus puntos de vista radicales, una relación de enemistad con Eugenia de Montijo, la esposa de Napoleón III. Como era de esperar, la policía intentó impedir la celebración de una asamblea que se dirigía tan claramente contra el emperador. Fue inútil. La reunión se celebró y 120 de los 139 votos fueron favorables al príncipe Napoleón.
El emperador era más que consciente —¿quién que supiera Historia podía no serlo a esas alturas?— de que un enfrentamiento con la masonería podía resultarle fatal y el 11 de enero de 1862 promulgó un decreto imperial en virtud del cual establecía que la potestad de designar al Gran Maestre era exclusivamente imperial. Acto seguido, nombró para el puesto al mariscal Bernard Magnan. Se trataba de una solución de compromiso que dejaba fuera de juego a Murat, pero que también evitaba desafíos, como el relacionado con el príncipe Napoleón. Sin embargo, no funcionó. La masonería no confiaba ya en el emperador y de ella surgieron a partir de ahora sus principales opositores, Jules Favre, Adolphe Crémieux y Jules Simon. Por otro lado, su fuerza era mayor que nunca y algunos episodios, como el de los funerales de su Gran Maestre Magnan, dan buena prueba de ello.
El 29 de mayo de 1865, el mariscal Magnan falleció. El funeral se celebró en la iglesia de los Inválidos de París y —hecho ciertamente insólito— el arzobispo de París, monseñor Georges Darboy, permitió que sobre el catafalco se desplegaran los símbolos de la masonería. El papa Pío IX escribió el 26 de octubre de 1865 a Darboy indicándole el «dolor y sorpresa… extremos» que le había causado el episodio.[3] No le faltaban razones para ello —Pío IX sería precisamente autor de un importante documento pontificio formulado en contra de la masonería— pero, a decir verdad, no era la primera vez, ni sería la última en que un prelado católico se mostraba complaciente con la masonería en contra de lo enseñado taxativamente.
En 1870, Napoleón III fue derrotado y capturado en Sedán por el ejército prusiano. Semejantes hechos hubieran provocado quizá en otras circunstancias una reacción de defensa del emperador, siquiera en respuesta a la humillación sufrida ante las fuerzas germánicas. Lo que sucedió, por el contrario, es que en París se proclamó inmediatamente la Tercera República. Los dirigentes de la nueva revolución —Jules Favre, Jules Ferry, Louis Garnier-Pagés y Léon Gambetta— eran masones. Como había sucedido durante la revolución francesa iniciada en 1789, los acontecimientes no tardaron en radicalizarse y pronto en París se proclamó la Comuna.
El episodio de la Comuna atraería en las décadas siguientes a la izquierda de todos los países y no resulta extraño ya que Karl Marx lo apoyó calurosamente. Sin embargo, suelen pasarse por alto algunas circunstancias de no escasa entidad. La primera es que la Comuna fue un verdadero baño de sangre en el curso del cual se intentó llevar a cabo el exterminio de segmentos enteros de la población; la segunda, es que se trató del primer experimento real de toma del poder por los socialistas; y la tercera, que el papel de los masones en su desarrollo fue verdaderamente enorme. Masones fueron, por citar algunos ejemplos significativos, Benoit Malon —miembro además de la AIT, conocida más vulgarmente como Primera Internacional—, Felix Pyat, Jean Baptiste Clément, autor de la canción El tiempo de las cerezas, dedicada a la Comuna, y Eugéne Pottier, al que se debe la letra de La Internacional, el famoso himno de la izquierda,[4] donde se canta la aniquilación de un mundo para instaurar otro nuevo.
El gobierno de la Comuna no podía triunfar y más ante la posibilidad de que las fuerzas prusianas se dirigieran a París y lo aplastaran. Finalmente, sus dirigentes decidieron entablar conversaciones con un gobierno republicano establecido en Versalles. Para parlamentar, decidieron enviar a varios hermanos y, ciertamente, la elección no pudo ser más afortunada. Desplegando estandartes masónicos, los emisarios llegaron hasta donde se encontraban las fuerzas republicanas del general Montaudon. Este también era masón y les proporcionó un salvoconducto para llegar a Versalles, donde otro masón, Jules Simon, los llevó ante Thiers, el nuevo primer ministro. Thiers, del que se ha afirmado que era masón y que había sido ministro con Luis Felipe de Orleans, informó a los embajadores de la Comuna que la única salida era rendirse. Otra opción, a esas alturas, no era planteable.
El asalto contra los Communards fue llevado a cabo por el general Gaston, marqués de Galliffet. Gaston había combatido en el ejército francés que Napoleón III había enviado a México para apoyar a Maximiliano de Austria. No era masón y, seguramente, no simpatizaba con un grupo que había tenido un papel considerable en la derrota sufrida por los franceses al otro lado del Atlántico. Su asalto sobre París fue despiadado. No lo fue menos el comportamiento de los Communards que fusilaron a centenares de rehenes, entre los que se encontraba el arzobispo de París. La última batalla, verdaderamente encarnizada, se libró en el cementerio del Padre Lachaise. Concluyó con una victoria de la República y fue seguida por millares de fusilamientos —posiblemente, más de veinte mil— y deportaciones masivas de prisioneros a Nueva Caledonia. Sin embargo, a pesar de su papel en la Comuna, la masonería volvió a emerger. Los masones tendrían un peso extraordinario en la recientemente proclamada Tercera República y, muy especialmente, en fuerzas como el partido radical y después en el socialista. El combate entre esa masonería nada debilitada y el catolicismo alcanzaría una especial virulencia en las siguientes décadas, se nutriría de elementos como el antisemitismo e incluso sería origen de episodios como la farsa de Leo Taxil. Sin embargo, antes de referirnos a todo ello, debemos detenernos en otro aspecto no por poco conocido carente de importancia. El del peso de la masonería en la creación de nuevas sectas a lo largo del siglo XIX.