Capítulo XV. La controversia antimasónica
El escándalo Taxil
A pesar del considerable peso que tuvo la masonería en la articulación del ocultismo contemporáneo, los últimos años del siglo XIX discurrieron en torno a una controversia creciente relacionada con el papel de la masonería en la política. El hecho de que desde la Revolución francesa buena parte de los movimientos subversivos —con o sin éxito— hubieran estado estrechamente vinculados con ella, los repetidos cambios de régimen, la corrupción en los nombramientos públicos relacionada con el favoritismo masónico, la amenaza contra el poder temporal del papa o los programas de laicismo estatal contribuyeron de manera decisiva a mantener una tensión política y social que se iba a extender durante todo el siglo XIX. Ese trasfondo explica episodios peculiares de estas décadas, como fueron el escándalo Taxil o la fusión del sentimiento antisemita —que también experimentó una mutación durante estos años— con el temor a la masonería.
Las elecciones francesas de 1877 fueron testigo de un encarnizado enfrentamiento entre los partidos de derechas, contrarios a la masonería, y los republicanos, radicales y socialistas, favorables a la misma. Mientras que los primeros insistían en que la nación debía verse a salvo de una nueva revolución que causara docenas de miles de muertos, los segundos —utilizando un lenguaje ya manido pero al que se recurriría profusamente en tiempos posteriores— se presentaron como los valedores del conocimiento, la libertad de conciencia o incluso la luz. No resulta extraño, por lo tanto, que la victoria republicana en las elecciones fuera considerada como un triunfo de la masonería y que fuera seguida por una oleada de anticlericalismo organizado, sistemático y despiadado.
Fue entonces cuando hizo su aparición en escena un personaje llamado Leo Taxil. Originalmente, Taxil —cuyo verdadero nombre era Gabriel Jogand-Pagés— era un masón, miembro del Gran Oriente, que se había caracterizado por escribir libelos que habían sido publicados por la Liga Anticlerical. En 1879, menos de dos años después de la victoria electoral republicana, había visto la luz su primera obra, titulada Abajo el clero. El contenido injurioso del panfleto provocó el procesamiento de Taxil, pero salió absuelto y un bienio después publicaba La secreta vida amorosa de Pío IX, un papa que había muerto el año anterior.
Que en esa situación, en 1884, el papa León XIII promulgara una nueva bula en la que indicaba cómo los masones eran seguidores del Maligno no puede causar sorpresa. Lo que sí la ocasionó fue el anuncio, justo al año siguiente, de que Taxil se había arrepentido de sus pecados convirtiéndose en un buen católico. Por si fuera poco, Taxil comenzó a publicar de manera inmediata una serie de libros y panfletos en los que atacaba a la masonería, mostrándola como una sociedad secreta entregada a la subversión. Que, efectivamente, la masonería era una sociedad secreta y que había estado más que profusamente vinculada con la subversión no admitía dudas a aquellas alturas. Sin embargo, Taxil añadía en sus obras detalles especialmente sugestivos. Así, hacía referencia a la masonería femenina e incluso mencionaba la vinculación entre la sociedad secreta y el culto a Lucifer.
Los textos de Taxil hicieron furor no sólo entre los católicos sino también entre no pocos masones. Mientras que los primeros le aclamaban y aplaudían por atreverse a poner al descubierto una conjura que los amenazaba directamente, los segundos se dividieron entre los que le acusaban de calumniador y los que le suplicaron que les indicara cómo podían ser iniciados en esos grados superiores de la masonería donde era posible establecer contacto con Lucifer. En 1887, Taxil fue incluso recibido en una audiencia personal por el papa León XIII, que le felicitó por la labor que estaba llevando a cabo.
Por si fuera poco, los escritos de Taxil iban revelando en un atractivo crescendo las cuestiones más impresionantes. Hacían referencia a una conjura masónica universal dirigida por el masón norteamericano Albert Pike; daban datos sobre el paladismo, una organización secreta fundada por Pike en la que los masones se entregaban a rituales satánicos, e incluso proporcionaban el testimonio de una señorita llamada Diana Vaughan que formaba parte de tan pernicioso colectivo.
En septiembre de 1896 se celebró en Trento un congreso internacional antimasónico al que, de manera comprensible, fue invitado Taxil y, por supuesto, la señorita Vaughan. Taxil excusó la falta de asistencia de la dama por razones de seguridad —una circunstancia que provocó las sospechas de algún delegado— pero prometió que haría acto de presencia en la Sociedad Geográfica de París el 19 de abril de 1897.
En la fecha mencionada —y con la lógica expectativa—, Taxil compareció ante un nutrido público para presentar supuestamente a la antigua paladista. Sin embargo, en lugar de satisfacer la curiosidad de los presentes, Taxil confesó que toda su actividad de los últimos años no había pasado de ser una colosal impostura. Nunca había existido el Palladium, la señorita Vaughan era simplemente una colaboradora que no tenía nada que ver con la masonería, los relatos sobre el culto a Lucifer eran falsos y no había tenido lugar jamás algo parecido a una conjura masónica mundial. Todo esto —subrayó claramente Taxil— había sido una inmensa estafa y nada más. Acto seguido, en medio de un comprensible escándalo, abandonó la sala.
El episodio Taxil fue objeto casi desde el principio de interpretaciones opuestas. Por supuesto, los masones lo aprovecharon para decir que todo aquello demostraba hasta qué punto las acusaciones que se vertían sobre ellos eran falsas desde la primera hasta la última. Ni su presunta implicación en política, ni su relación con el culto a Lucifer, ni mucho menos la existencia de una conspiración mundial se correspondían con la realidad. Eran calumnias supuestamente desmentidas por el episodio y los que las creyeran demostraban ser tan estúpidos como aquellos a los que había engañado Taxil. La interpretación de los católicos fue, lógicamente, distinta. Taxil había mentido de manera vergonzosa, especialmente en el uso de algunos detalles escabrosos, pero la historia, sustancialmente, era verídica y, muy posiblemente, todo el episodio no era sino una conjura masónica para dejar en evidencia a la Iglesia católica, sin excluir al propio papa.
La verdad —como casi siempre— seguramente se halla en algún punto intermedio entre ambas posiciones. Que Taxil, masón y anticlerical, era un embustero y, quizá, un mitómano es indiscutible. Durante años vivió de la impostura sacándole el máximo beneficio y, al final, la reveló en medio de carcajadas. Es cierto igualmente que la masonería había tenido desde finales del siglo XVIII al menos un papel nada desdeñable en la política y, de manera especial, en los cambios revolucionarios acontecidos en la América hispana y en Europa. A decir verdad, en pocas naciones había resultado tan obvio como en Francia. De la misma manera, era innegable la penetración de sectores esenciales de la administración y de la sociedad por la masonería y no menos irrefutable resultaba su impronta anticristiana y acusadamente anticatólica. Queda por establecer la última cuestión, la relativa al supuesto luciferinismo de, al menos, algunos grados de iniciación masónica.
En los capítulos anteriores hemos podido ver que la masonería tuvo una impronta ocultista desde sus inicios, que esa característica era de signo gnóstico, que no fueron pocos los masones fundadores de grupos esotéricos o de sectas y que incluso en algún caso también hubo masones que se definieron como seguidores de Lucifer, al que, bien es cierto, no contemplaban perfilado con los colores negativos de la Biblia. Precisamente por eso, no resulta extraño que hubiera masones que pidieran a Taxil que los iniciara en esos supuestos grados de iniciación que abrían el camino a la comunión con Lucifer. Desde un punto de vista cristiano, semejante actitud era repugnante; desde el de algunos masones, tenía, por el contrario, una lógica innegable. En ese sentido, la elección de Albert Pike como cabeza de ese culto luciferino resultaba enormemente verosímil. De hecho, su obra clave, Morals and Dogma, como ya vimos, es un texto de centenares de páginas en el que Pike realiza un intento extraordinario por explicar la filosofía de la masonería y lo hace, de manera coherente, recurriendo a los cultos esotéricos, gnósticos y mistéricos de la Antigüedad. Se puede alegar —no sin razón— que las interpretaciones de Pike no se sustentan en la realidad histórica, pero lo que resulta indiscutible es que millones de masones las creyeron. No menos cierto es que la propia obra de Pike apunta a un luciferinismo concebido no como la grosera adoración satánica descrita por Taxil, sino como un culto a Lucifer, un ser espiritual positivo que habría revelado los secretos mistéricos de la Luz a un sector escogido de la raza humana.
Sin embargo, a pesar de la importancia que se suele dar al episodio de Taxil en algunas obras, lo cierto es que su relevancia —salvo para intentar desacreditar con el episodio a los antimasones y lanzar una cortina de humo sobre la innegable relación entre el ocultismo y la masonería— es muy menor. Importancia más acentuada tendría la identificación entre masonería y judaísmo que se produciría en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX.
El antisemitismo se suma a la controversia
El antisemitismo constituye una actitud mental y una conducta que se pierde en la noche de los tiempos aunque es obligado reconocer que no siempre se ha manifestado de la misma manera. Manetón, el sacerdote e historiador judío del periodo helenístico, ya dedicó vitriólicas páginas a los primeros momentos de la historia de Israel y en sus pasos siguieron los antisemitas de la Antigüedad clásica —prácticamente todos los autores de renombre—, desde Cicerón hasta Tácito, pasando por Juvenal. En términos generales, su antisemitismo era cultural y religioso más que racial. Durante la Edad Media, el antisemitismo estuvo relacionado con categorías de corte religioso (la resistencia de los judíos a convertirse al islam o al cristianismo) y social (el desempeño de determinados empleos por los judíos). Solamente con la llegada de la Ilustración, el antisemitismo se fue tiñendo de tonos raciales que aparecen ya en escritos injuriosos —y falsos— de Voltaire y que volvemos a encontrar muy acentuados en Nietzsche o Wagner. La figura del judío perverso y conspirador no se halla ausente de algunas de estas manifestaciones antisemitas y, por ejemplo, Wagner y Nietzsche insistieron en tópicos como el del poder judío o el de su capacidad de corrupción moral (e incluso racial). Con todo, estos aspectos no son la única base del antisemitismo contemporáneo. De hecho, ya a finales del siglo XIX, a estas visiones antisemitas se sumó otra que pretendía tener un carácter científico, y a ella la que pretendía descubrir la existencia de una conspiración judía encaminada a dominar el mundo. La divulgación de esta tesis correspondería, entre otras obras, a un panfleto de origen ruso conocido generalmente como Los Protocolos de los sabios de Sión, en el que, supuestamente, se recogían las minutas de un congreso judío destinado a trazar las líneas de la conquista del poder mundial. Los Protocolos de los sabios de Sión no fueron, en buena medida, una obra innovadora.
La idea de una conspiración judeomasónica durante las primeras décadas del siglo XIX ni siquiera fue utilizada por los antisemitas. Sería una obra de creación titulada Biarritz, debida a un tal Hermann Goedsche, que la difundiría a partir de 1868 en Alemania. La fecha es importante porque por aquel entonces la población alemana comenzaba a ser presa de renovados sentimientos antisemitas a causa de la emancipación —sólo parcial— de los judíos. En un capítulo del relato, que se presentaba como ficticio, se narraba una reunión de trece personajes, supuestamente celebrada durante la fiesta judía de los Tabernáculos, en el cementerio judío de Praga. En el curso de la misma, los representantes de la conspiración judía narraban sus avances en el control del gobierno mundial, insistiendo especialmente en la necesidad de conseguir la emancipación política, el permiso para practicar las profesiones liberales o el dominio de la prensa. Al final, los judíos se despedían no sin antes señalar que en cien años el mundo yacería en su poder. El episodio narrado en este capítulo de Biarritz iba a hacer fortuna. En 1872 se publicaba en San Petersburgo de forma separada, señalándose que, pese al carácter imaginario del relato, existía una base real para el mismo. Cuatro años después, en Moscú, se editaba un folleto similar con el título de En el cementerio judío de la Praga checa (los judíos soberanos del mundo). Cuando en julio de 1881 Le Contemporain editó la obra, ésta fue presentada ya como un documento auténtico en el que las intervenciones de los distintos judíos se habían fusionado en un solo discurso. Además, se le atribuyó un origen británico. Nacía así el panfleto antisemita conocido como el Discurso del Rabino. Con el tiempo, la obra experimentaría algunas variaciones destinadas a convertirla en más verosímil. Así, el rabino, anónimo inicialmente, recibió los nombres de Eichhorn y Reichhorn e incluso se le hizo asistir a un (inexistente) congreso celebrado en Lemberg en 1912.
Un año después de la publicación de Biarritz, Francia iba a ser el escenario donde aparecería una de las obras clásicas del antisemitismo contemporáneo. Se titulaba Le juif, le judaisme et la judaísation des peuples chrétiens y su autor era Gougenot des Mousseaux. La obra partía de la base de que la cábala era una doctrina secreta transmitida a través de colectivos como la secta de los Asesinos, los templarios o los masones, pero cuyos jerarcas principales eran judíos. Además de semejante dislate —que pone de manifiesto una ignorancia absoluta de lo que es la cábala—, en la obra se afirmaba, igual que en la Edad Media, que los judíos eran culpables de crímenes rituales, que adoraban a Satanás (cuyos símbolos eran el falo y la serpiente) y que sus ceremonias incluían orgías sexuales. Por supuesto, su meta era entregar el poder mundial al Anticristo, para lo que fomentarían una cooperación internacional en virtud de la cual todos disfrutaran abundantemente de los bienes terrenales, circunstancias éstas que, a juicio del católico Gougenot des Mousseaux, al parecer sólo podían ser diabólicas. Como podemos ver, la obra de Gougenot des Mousseaux ya conectaba las actividades de los masones con el antisemitismo, pero no atribuía a los primeros la responsabilidad directa por las acciones en que hubieran podido participar sino que desplazaba ésta hacia los judíos, verdaderos protagonistas del drama.
Pese a lo absurdo de la tesis contenida en la obra, no sólo disfrutaría de una amplia difusión sino que además inspiraría la aparición de panfletos similares nacidos no pocas veces de la pluma de sacerdotes. Tal fue el caso de Les Francmacons et les Juifs: Sixiéme Age de l’Eglise d’après l’Apocalypse (1881) del abate Chabauty, canónigo honorario de Poitiers y Angulema, donde aparecen dos documentos falsos que se denominarían Carta de los judíos de Arles (de España, en algunas versiones) y Contestación de los judíos de Constantinopla. De nuevo, en esta obra, los masones eran ejecutores perversos de planes, pero su maquinación se debía a los judíos. En otras palabras, se vinculaba un antisemitismo secular con el temor inspirado por una serie de trágicas experiencias sufridas desde 1789. El fenómeno resulta de enorme interés social y psicológico ya que, primero, pone de manifiesto que un sector de la población era consciente de los trastornos que había ocasionado la masonería durante un tiempo dilatado; pero, segundo, en lugar de intentar comprender el trágico fenómeno, como en otros tiempos había sucedido con dramas como la peste o las hambrunas, prefería culpar de él a la acción presuntamente omnipotente de los odiados judíos. Ciertamente, las epidemias, el hambre o las revoluciones impulsadas por los masones tenían una existencia real —y bien que lo sabían los que las habían padecido—, pero la atribución de las culpas a los judíos no era sino una delirante muestra de antisemitismo.
Tanto la obra de Chabauty como la de Gougenot de Mousseaux serían objeto de un extenso plagio —a menos que podamos denominar de otra manera al hecho de copiar ampliamente secciones enteras sin citar la procedencia— por parte del antisemita francés Edouard Drumond, cuyo libro La France juive (1886) demostraría ser un poderoso acicate a la hora de convertir en Francia el antisemitismo en una fuerza política de primer orden.
El país donde se originaría el plan que culminaría en los Protocolos, fue Rusia. Las condiciones de vida de los judíos bajo el gobierno de los zares se han calificado de auténticamente terribles, pero la cuestión es digna de considerables matizaciones ya que no pocos progresaron considerablemente y llegaron a ocupar puestos que les estaban vedados en países limítrofes. Sin embargo, tras el asesinato de Alejandro II y el acceso al trono de Alejandro III empeoraron en parte siquiera porque no eran pocos los judíos —generalmente jóvenes idealistas de familias acomodadas— que participaron en grupos terroristas de carácter antizarista y, en parte, porque los revolucionarios recurrieron al antisemitismo en no pocas ocasiones como forma de obtener un ascendente sobre el pueblo. Así, a un antisemitismo instrumental de izquierdas —del que participaron no pocos judíos filorrevolucionarios— se sumó otro popular que abominaba de la subversión y que estallaba ocasionalmente en pogromos. Tal situación se vio acompañada por la propaganda antisemita. Fue ésta una floración libresca pletórica de odio, mala fe e ignorancia, que se extendió desde el Libro del Kahal (1869) de Jacob Brafman, editado con ayuda oficial, y en el que se pretendía que los judíos tenían un plan para eliminar la competencia comercial en todas las ciudades, hasta los tres volúmenes de El Talmud y los judíos (1879-1880) de Lutostansky, obra en que el autor demostraba ignorar lo que era el Talmud y además introducía en Rusia el mito de la conjura judeomasónica.
No obstante, es posible que la obra de mayor influencia de este periodo fuera La conquista del mundo por los judíos (7.ª ed. 1875), escrita por Osman-Bey, pseudónimo de un estafador cuyo nombre era Millinger. El aventurero captó fácilmente la paranoia antisemita que había en ciertos segmentos de la sociedad rusa y la aprovechó en beneficio propio. Su panfleto sostenía que existía una conjura judía mundial cuyo objetivo primario era derrocar la actual monarquía zarista. De hecho, sirviéndose de semejantes afirmaciones, el 3 de septiembre de 1881 salía de San Petersburgo con destino a París, provisto del dinero que le había entregado la policía política rusa, con la misión de investigar los planes conspirativos de la Alianza Israelita Universal que tenía su sede en esta última ciudad. Pasando por alto, como lo harían muchos otros, que este organismo sólo tiene fines filantrópicos, Millinger afirmó que se había hecho con documentos que la relacionaban con grupos terroristas que deseaban derrocar el zarismo. En 1886 se editaban en Berna sus Enthüllungen über die Ermordung Alexanders II (Revelaciones acerca del asesinato de Alejandro II). Con el nuevo panfleto quedaba completo el cuadro iniciado con La conquista. No sólo se afirmaba la tesis del peligro judío sino que además se indicaba ya claramente el camino a seguir para alcanzar «la Edad de Oro». En primer lugar, había que expulsar a los judíos basándose en «el principio de las nacionalidades y de las razas» a algún lugar como África. Un buen lugar para enviarlos sería África. Pero tales acciones sólo podían contemplarse como medidas parciales. En realidad, sólo cabía una solución para acabar con el supuesto peligro judío: «La única manera de destruir la Alianza Israelita Universal es a través del exterminio total de la raza judía.» El camino para la aparición de los Protocolos y para realidades aún más trágicas quedaba ya más que trazado.
Los Protocolos de los Sabios de Sión o los judíos son los culpables
Del 26 de agosto al 7 de septiembre de 1903 apareció en el periódico de San Petersburgo Znamya (La Bandera) la primera edición de los Protocolos, bajo el título de Programa para la conquista del Mundo por los judíos. El panfleto encajaba como un guante en el medio ya que el mismo estaba dirigido por P. A. Krushevan, un furibundo antisemita. Krushevan afirmó que la obra —cuyo final aparecía algo abreviado— era la traducción de un documento original aparecido en Francia. En 1905, el texto volvía a editarse en San Petersburgo en forma de folleto y con el título de La raíz de nuestros problemas a instancias de G. V. Butmi, un amigo y socio de Krushevan que junto con éste se dedicaría a partir de ese año a sentar las bases de la Centuria Negra. En enero de 1906, el panfleto era reeditado por la citada organización con el mismo título que le había dado Butmi e incluso bajo su nombre. Sin embargo, se le añadía un subtítulo que, en forma abreviada, haría fortuna: Protocolos extraídos de los archivos secretos de la Cancillería Central de Sión (donde se halla la raíz del actual desorden de la sociedad en Europa en general y en Rusia en particular).
Las ediciones mencionadas tenían una finalidad masivamente propagandística y consistieron en folletos económicos destinados a todos los segmentos sociales. Pero en 1905 los Protocolos aparecían incluidos en una obra de Serguei Nilus titulada Lo grande en lo pequeño. El Anticristo considerado como una posibilidad política inminente. El libro de Nilus ya había sido editado en 1901 y 1903, pero sin los Protocolos. En esta nueva edición se incluyeron con la intención de influir de manera decisiva en el ánimo del zar Nicolás II.
La reedición de Nilus contaba con algunas circunstancias que, presumiblemente, deberían haberle proporcionado un éxito impresionante. Así, el metropolitano de Moscú llegó incluso a ordenar que en las 368 iglesias de Moscú se leyera un sermón en el que se citaba esta versión de los Protocolos. Inicialmente, no resultó evidente si prevalecería la versión de Butmi o la de Nilus. Finalmente, sería esta última reeditada con ligeras variantes y bajo el título de Está cerca, a la puerta… Llega el Anticristo y el reino del Diablo en la Tierra la que llegaría a consagrarse. El motivo de su éxito estaría claramente vinculado a haberse publicado una vez más en 1917, el año de la Revolución rusa.
El texto de Nilus estaba dividido en veinticuatro supuestos protocolos en los que, realmente, se intentaba demostrar la bondad del régimen autocrático (obviamente el zarista) y la perversidad de las reformas liberales. Como justificación última de semejante discurso político se aduciría la existencia de un plan de dominio mundial desarrollado por los judíos. Así, el panfleto dejaba claramente establecido el supuesto absurdo del sistema liberal ya que la idea de libertad política no sólo resulta irreal sino que además sólo puede tener desastrosas consecuencias (1, 6).
Si la idea de libertad política podía ser relativamente tolerada, esto se debería a algunas condiciones previas. Primero, su sumisión al poder clerical; segundo, la exclusión de los enfrentamientos sociales, y, tercero, la eliminación de la búsqueda de reformas. En resumen, puede ser aceptable si no afecta en absoluto al sistema autocrático (4, 3). Sin embargo, la libertad no había discurrido por los cauces deseados por Nilus y puestos en boca de los presuntos conspiradores judíos. El resultado había sido por ello especialmente peligroso y ha degenerado en la mayor de las aberraciones posibles, la corrupción de la sangre (10, 11-12). Las afirmaciones relativas a lo nocivo de la libertad política tienen, lógicamente, en esta obra un reverso diáfano consistente en alabar las supuestas virtudes de la autocracia. Esta —sea la política de los zares o la religiosa de los papas— constituye, según los Protocolos, el único valladar contra el peligro judío: «La autocracia de los zares rusos fue nuestro único enemigo en todo el mundo junto con el papado» (15, 5). Precisamente por eso, el poder del autócrata debe tener para ser efectivo un tinte innegable de cinismo, de maquiavelismo, de pura hipocresía utilitarista: «La política no tiene nada que ver con la moral.» Un soberano que se deja guiar por la moral no actúa políticamente y su poder descansa sobre frágiles apoyos. «El que quiera reinar debe utilizar la astucia y la hipocresía» (1, 12). Sin embargo, tal actitud no debe causar malestar ni ser objeto de censura. Está más que justificada por el hecho de que la autocracia es la única forma sensata de gobierno y la única manera de crear y mantener en pie la civilización, algo que nunca puede emanar de las masas (1, 21).
Naturalmente, el modelo autocrático no se sustenta sólo sobre la figura del soberano sino sobre otros pilares del sistema. Los Protocolos contenían, por lo tanto, loas a estos estamentos concretos que se situaban en labios de los supuestos conspiradores judíos. El primero de ellos es la nobleza (1, 30); otro es el clero. Frente a este panorama idealizado de la autocracia, sustentada por la nobleza y el clero, Nilus oponía el retrato de una supuesta conjura mundial tras la que se encontraban los judíos. Éstos, en teoría, se hallarían ya muy cerca de la conquista del poder (3, 1), cuya base sería el dominio económico (5, 8).
La conjura, obviamente, se manifestaban en una serie de acciones moralmente perversas desencadenadas por los judíos. La primera es, naturalmente, intentar contaminar con su materialismo a los que no son como ellos (4, 4). Pero eso es sólo el comienzo. Según los Protocolos de Nilus, para que los judíos dominen el mundo se entregan a una serie de actividades simultáneas que desafían la imaginación más delirante. A ellos se les atribuye potenciar la idea de un «gobierno internacional» (5, 18), crear «monopolios» (6, 1), fomentar «el incremento de los armamentos y de la policía» (7, 1), provocar una «guerra general», «idiotizar y corromper a la juventud de los no-judíos» (9, 12), aniquilar «la familia» (10, 6), «distraer a las masas con diversiones, juegos, pasatiempos, pasiones» (13, 4), eliminar «la libertad de enseñanza» (16, 7) e incluso «destruir todas las otras religiones» (14, 1). ¿Cómo pueden realizar los judíos semejante plan que —hay que reconocerlo— resulta colosal? Pues, precisamente, a través de las logias masónicas (15, 13). En otras palabras, según Nilus, la masonería es un peligro, pero lo es, esencialmente, porque tras sus acciones se esconden los judíos que únicamente pretenden imponer su poder a todo el orbe.
A pesar de los millones de seguidores que este panfleto ha tenido durante más de un siglo —en la actualidad incluso inspira series de TV en el mundo árabe cargadas de antisemitismo— lo cierto es que su paranoia antijudía llega hasta el retorcimiento más absoluto o el ridículo más absurdo. Así queda de manifiesto al afirmar que los no-judíos padecen «las enfermedades que les causamos (los judíos) mediante la inoculación de bacilos» (10, 25) o al atribuir la construcción del metro a turbias intenciones políticas (9, 14). Al final, los judíos conseguirán mediante semejantes artimañas su meta final: «El “Rey de Israel” será el patriarca del mundo cuando se ciña en la cabeza santificada la corona que le ofrecerá toda Europa» (15, 30).
Los últimos Protocolos están dedicados presuntamente a pergeñar una descripción de cómo deberá gobernar mundialmente el Rey de Israel. En realidad, son una descripción de la monarquía autocrática modélica según Nilus. En la misma, el monarca ideal deberá evitar «los impuestos demasiado elevados» (20, 2) para no sembrar la semilla de la revolución (20, 5), introducirá reformas como la creación de un impuesto progresivo de timbres (20, 12), de un fondo de reservas (20, 14), de un tribunal de cuentas (20, 17) y de un patrón basado en la fuerza de trabajo (20, 24) y llevará a cabo una serie de medidas económicas como la restricción de los artículos de lujo (23, 1), el fomento del trabajo artesanal (23, 2) y de la pequeña industria (23, 3) o el castigo del alcoholismo (23, 4).
La tesis de la conjura judeomasónica, en la que —no cabe olvidarlo— los masones no pasaban de ser instrumento engañado de los perversos judíos, quedaba magníficamente perfilada en los Protocolos y quizá por ello no deba causar sorpresa que durante décadas fueran considerados auténticos e incluso resultaran respaldados por instancias eclesiásticas. No constituye una tarea fácil analizar el porqué de esa credulidad, pero resulta tentador apuntar, al menos, a la existencia de un deseo inconsciente de desculpabilizar la sociedad en la que se vive. Ciertamente, en la misma podían producirse episodios dramáticos como los protagonizados por los masones, pero, al fin y a la postre, ni siquiera éstos —conciudadanos, compatriotas y de la misma raza— eran los últimos responsables. La culpa debía descansar en otros seres más abyectos que no fueran de la misma nacionalidad ni sangre. ¿Quiénes mejores que los judíos podían representar ese papel de chivo expiatorio moral? De esa manera, curiosa pero comprensiblemente, el reverdecer del antisemitismo aligeró el peso de la controversia antimasónica en la mayoría de los países donde tenía lugar. Sin embargo, antes de entrar en esas cuestiones, debemos detenernos en otra tan esencial como el origen de los Protocolos y su carácter eminentemente fraudulento.
La verdadera intencionalidad del panfleto de Nilus, una defensa de la autocracia nobiliaria y antisemita, sus aspectos más ridículos y el carácter espurio de la composición permitieron desde el principio intuir la falsedad de su contenido. Sin embargo, su fuente de inspiración tardaría en ser descubierta algunos años. Los días 16, 17 y 18 de agosto de 1921, el Times publicaba un despacho del corresponsal en Constantinopla, Philip Graves, en el que se revelaba la fuente auténtica de los Protocolos. Estos no eran sino un plagio de un folleto dirigido contra Napoleón III, publicado originalmente en 1865. Graves señalaba cómo un ruso, al que denominaba Mr. X, le había entregado incluso una copia del libro del que se habían plagiado los Protocolos. «Como ya he dicho, antes de recibir el libro de Mr. X, tenía sentimientos de incredulidad. No creía que los Protocolos de Serge Nilus fueran auténticos. Pero de no haberlo visto, no hubiera podido creer que el autor del que Nilus tomó el original fuera un plagiario sin cuidado ni vergüenza. El libro de Ginebra es un ataque apenas disfrazado contra el despotismo de Napoleón III, en forma de una serie de veinticinco diálogos entre Montesquieu y Maquiavelo…»
Efectivamente, Graves había dado en el clavo. De hecho, antes de publicar sus informaciones, el Times había realizado una investigación en el Museo Británico, fruto de la cual fue el hallazgo de un libro, editado no en Ginebra sino en Bruselas en 1864, titulado Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu y obra de un abogado francés llamado Maurice Joly. La obra era una crítica al régimen de Napoleón III que utilizaba como vehículo un diálogo entre Montesquieu, defensor del liberalismo, y Maquiavelo, paladín de un despotismo cínico que era similar al gobierno imperial. Pese a lo ingenioso del artificio, la policía francesa detuvo a Joly que, juzgado el 25 de abril de 1865, fue condenado a quince meses de prisión. En cuanto al libro, fue prohibido. Prohibido… pero no eliminado. De hecho, hay cerca de doscientos pasajes de los Protocolos copiados de la obra de Joly. La proporción del material plagiado varía según cada protocolo. En algunos casos, por ejemplo el protocolo séptimo, casi todo el texto es un plagio, en otros nueve supera la mitad, etc. Hoy en día no cabe la menor duda —salvo a los que siguen deseando mover el espantajo de la conjura judía para llevar a cabo sus propios planes políticos, como es el caso de los islamistas— de que los Protocolos son un fraude absoluto.
Al dato documental pronto se unirían las confesiones de los partícipes en el fraude. Henri Bint, un alsaciano que desde 1880 había estado al servicio de la policía secreta rusa, confesó, en el curso de una investigación judicial, que los Protocolos habían surgido como respuesta a órdenes emanadas de Piotr Ivanovich Rachkovsky, jefe de la organización. Su testimonio fue confirmado por el conocido periodista Vladimir Burtsev. Rachkovsky fue un personaje absolutamente novelesco entre cuyas creaciones figuró la de la organización antisemita Unión del Pueblo Ruso, que distribuiría con auténtico tesón los Protocolos. Éstos se idearon alguna fecha situada entre 1894 y 1899, su país de origen material fue Francia, aunque la falsificación se debió claramente a la mano de un ruso y estaba destinada a ser utilizada por la extrema derecha rusa. Originalmente, el documento pretendía una finalidad similar a la del Diálogo del que estaba plagiado: dañar a un gobernante que, en este caso, era el ministro ruso, modernizador y reformista, Witte, al que se tenía la intención de presentar como un instrumento del poder judío en la sombra. Sólo con posterioridad, Rachkovsky concibió la idea de convertirlo de manera preeminente en un panfleto antisemita.
La versión de Nilus es la que más se aproxima al primer texto de la falsificación —aunque no fue el primero en publicarla— pero sigue sin estar claro cómo cayó en sus manos. El mismo personaje de Nilus no deja de tener un cierto interés y, en buena medida, puede decirse que se trataba del sujeto ideal para difundir el fraude de los Protocolos. Nihilista admirador de Nietzsche en una primera época, vivió plácidamente con su amante en Biarritz hasta que se arruinó. Aquella desgracia marcó un punto de inflexión en su vida. Se convirtió en cristiano ortodoxo y en defensor de la autocracia zarista. A esto unió un rechazo frontal de la civilización contemporánea y del racionalismo. No parece haberle costado mucho llegar a la conclusión de que estaba dotado de virtudes místicas y de una misión salvífica, misión centrada en oponerse a una supuesta conjura judía de carácter universal. En ésta sí parece que creía… pero no en los Protocolos. El testimonio de una de las personas que más intimó con él, Du Chayla, nos proporciona unos datos muy interesantes al respecto. Aunque Nilus pensaba que los Protocolos podían ser falsos, argumentaba que semejante circustancia no invalidaba la tesis de una conjura universal judía. Merece la pena reproducir el relato de una conversación entre Nilus y Du Chayla recogida por este último. Ante la pregunta de Du Chayla sobre lo dudoso del texto, Nilus contestó: «¿Sabe usted cuál es mi cita favorita de san Pablo? La fuerza de Dios actúa a través de la flaqueza humana. Reconozcamos que los Protocolos son falsos. Pero ¿no puede Dios usarlos para desenmascarar la maldad que se está preparando? ¿No profetizó la burra de Balaam? ¿No puede Dios, por nuestra fe, transformar la osamenta de un perro en reliquias que realicen milagros? ¡De la misma manera puede colocar el anuncio de la verdad en una boca mentirosa!»
Nilus no fue el único en Rusia, aparte de sus forjadores, que supo que los Protocolos eran falsos. Ante la impresión que el escrito produjo en el zar Nicolás II cuando accedió a su lectura, el ministro ruso del Interior, Stolypin, encargó a Martinov y Vassiliev, dos oficiales de la gendarmería, una investigación secreta sobre los orígenes de los Protocolos. El resultado de la misma no pudo resultar más claro. La obra era una falsificación. Stolypin entregó el informe al zar, que decidió abandonar su uso por esa causa: «Abandonemos los Protocolos. No se puede defender una causa noble con métodos sucios», reconocería el soberano. Posiblemente, el libro habría caído en el olvido —el propio Nilus se quejaba de su falta de eco— de no haber sido por el estallido de la Revolución de 1917. Sin embargo, a partir de ese entonces, el ridículo panfleto fue contemplado por muchos como una profecía, profecía en la que, paulatinamente, fue difuminándose todavía más el papel de la masonería hasta llegar a desaparecer y enfocándose tan sólo el de la supuesta conjura judía.