Capítulo XIX. La masonería y la Segunda República española (II): del bienio republicano-socialista al alzamiento de 1934
El bienio republicano-socialista
El triunfo de los masones y de las fuerzas influidas por ellos acabó convirtiéndose en una repetición inquietante de otras experiencias anteriores. Los gobiernos republicano-socialistas —gobiernos en los que el peso de la masonería resulta casi increíble— se caracterizaron por declaraciones voluntaristas; por una búsqueda de la confrontación, absolutamente innecesaria, con la Iglesia católica; por una clara incapacidad para enfrentarse con el radicalismo despertado por la demagogia de los tiempos anteriores; por una acusada inoperancia para llevar a la práctica las soluciones sociales prometidas y, de manera muy especial, por la incompetencia económica. Este último factor no fue de menor relevancia en la medida en que no sólo frustró totalmente la realización de una reforma agraria de enorme importancia a la sazón sino que además agudizó la tensión social con normativas —como la ley de términos inspirada por el PSOE— que, supuestamente, favorecían a los trabajadores pero que, en realidad, provocaron una contracción del empleo y un peso insoportable para empresarios pequeños y medianos.
La responsabilidad de los masones en esos fracasos no es, desde luego, escasa. Por citar sólo algunos ejemplos, Fernando de los Ríos en Instrucción Pública, Álvaro de Albornoz como presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, Juan Botella como ministro de justicia, Manuel Portela, Eloy Vaquero y Rafael Salazar, como titulares de la cartera de Gobernación, Huís Companys, como presidente de la Generalitat catalana, o Gerardo Abad Conde, como presidente del patronato para la incautación de los bienes de los jesuitas, fueron masones en puestos de responsabilidad y demuestran hasta qué punto la masonería tuvo que ver con procesos como el sistema educativo de carácter laicista, el nacionalismo catalán, la interpretación de las leyes o el expolio de los bienes del clero durante el periodo republicano. No podía ser menos cuando durante el breve régimen no menos de 17 ministros, 17 directores generales, 7 subsecretarios, 5 embajadores y 20 generales fueron masones.[1] En su acción, primó no, desde luego, el deseo de construir un régimen para todos los españoles sino el de modelar un sistema de acuerdo con su única cosmovisión. Al respecto, no deja de ser significativo que el 27 de diciembre de 1933 un militar masón llamado Armando Reig Fuertes ya apuntara la necesidad de realizar «la depuración del ejército».
Sin embargo, sería injusto atribuir el fracaso del bienio sólo a las masones. A todo lo anterior hay que añadir —como en Francia, como en Rusia…— la acción violenta de las izquierdas encaminada directamente a destruir la república. En enero de 1932, en Castilblanco y en Arnedo, los socialistas provocaron sendos motines armados en los que hallaron, primero, la muerte agentes del orden público para luego desembocar en una durísima represión. El día 19 del mismo mes, los anarquistas iniciaron una sublevación armada en el Alto Llobregat[2] que duró tan sólo tres días y que fue reprimida por las fuerzas de orden público. Durruti, uno de los incitadores de la revuelta, fue detenido pero a finales de año se encontraba nuevamente en libertad e impulsaba a un nuevo estallido revolucionario a una organización como la CNT-FAI que, a la sazón, contaba con más de un millón de afiliados.[3]
De manera nada sorprendente, en enero de 1933 se produjo un nuevo intento revolucionario de signo anarquista. Su alcance se limitó a algunas zonas de Cádiz, como fue el caso del pueblo de Casas Viejas. El episodio tendría pésimas consecuencias para el gobierno de izquierdas ya que la represión de los sublevados sería durísima e incluiría el fusilamiento de algunos de los detenidos y, por añadidura, los oficiales que la llevaron a cabo insistirían en que sus órdenes habían procedido del mismo Azaña.[4] Aunque las Cortes reiterarían su confianza al gobierno, sus días estaban contados. A lo largo de un bienio podía señalarse que la situación política era aún peor que cuando se proclamó la República. El gobierno republicano había fracasado en sus grandes proyectos, como la reforma agraria o el impulso a la educación —en este último caso siquiera en parte por su intento de liquidación de la enseñanza católica—, había gestionado deficientemente la economía nacional y había sido incapaz de evitar la radicalización de una izquierda revolucionaria formada no sólo por los anarquistas sino también por el PSOE, que pasaba por un proceso que se definió como «bolchevización». Éste se caracterizó por la aniquilación de los partidarios (como Julián Besteiro) de una política reformista y parlamentaria y el triunfo de aquellos que (como Largo Caballero) propugnaban la revolución violenta que destruyera la República e instaurara la dictadura del proletariado.
La reacción que se produjo ante ese fracaso tuvo también paralelos con otras épocas de la Historia. El fracaso republicano-socialista no tardó en reportar beneficios políticos a las derechas. Durante la primavera y el verano de 1932, la violencia revolucionaria de las izquierdas, y la redacción del Estatuto de Autonomía de Cataluña y del proyecto de Ley de Reforma Agraria impulsaron, entre otras consecuencias, un intento de golpe capitaneado por Sanjurjo que fracasó estrepitosamente en agosto. Sin embargo, las derechas habían optado por integrarse en el sistema —a pesar de su origen tan dudosamente legítimo— y, a diferencia de las izquierdas, aceptar las reglas de un juego parlamentario que nunca había sido cuestionado por ellas durante las décadas anteriores. Se produjo así la creación de una alternativa electoral a las fuerzas que habían liquidado el sistema parlamentario anterior a abril de 1931 y, entre el 28 de febrero y el 5 de marzo, tuvo lugar la fundación de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), una coalición de fuerzas de derechas y católicas.
La reacción de Azaña —iniciado en la masonería cuando ya estaba en el poder— ante la respuesta de las derechas fue intentar asegurarse el dominio del Estado mediante la articulación de mecanismos legales concretos. El 25 de julio de 1933 se aprobó una Ley de Orden Público que dotaba al gobierno de una enorme capacidad de represión y unos poderes considerables para limitar la libertad de expresión, y antes de que concluyera el mes Azaña —que intentaba evitar unas elecciones sobre cuyo resultado no era optimista— lograba asimismo la aprobación de una ley electoral que reforzaba las primas a la mayoría. Mediante un mecanismo semejante, Azaña tenía intención de contar con una mayoría considerable en unas Cortes futuras aunque la misma realmente no se correspondiera con la proporción de votos obtenidos en las urnas. Examinadas con objetividad, las medidas impulsadas por Azaña no sólo resultaban dudosamente democráticas, sino que además dejaban traslucir una falta de confianza en la democracia como sistema. Semejante comportamiento no ha sido extraño en la trayectoria histórica de la izquierda española, aquejada de un complejo de hiperlegitimidad, y ha sido habitual en la masonería, en la que, lejos de profesarse la fe en la democracia, se aboga más bien por el dominio de una élite impregnada de principios luminosos.
A pesar de contar con los nuevos instrumentos legales, durante el verano de 1933, Azaña se resistió a convocar elecciones. Fueron precisamente en aquellos meses estivales cuando se consagró la «bolchevización» del PSOE. En la escuela de verano del PSOE, Torrelodones, los jóvenes socialistas celebraron una serie de conferencias donde se concluyó la aniquilación política del moderado Julián Besteiro, el apartamiento despectivo de Indalecio Prieto y la consagración entusiasta de Largo Caballero, al que se aclamó como el «Lenin español». El modelo propugnado por los socialistas no podía resultar, pues, más obvio y más en una época en que el PCE era un partido insignificante. Los acontecimientos se iban a precipitar a partir de entonces. El 3 de septiembre de 1933, el gobierno republicano-socialista sufrió una derrota espectacular en las elecciones generales para el Tribunal de Garantías y cinco días después cayó.
A pesar de la leyenda rosada que no pocos han creado en torno al bienio republicano-socialista, lo cierto es que los resultados difícilmente pudieron ser peores, y no es menos verdad que cuando se tienen en cuenta todos los aspectos que hemos señalado sucintamente no resulta extraño que así fuera. Tampoco puede sorprender que los conspiradores de abril de 1931, a pesar de tener en sus manos todos los resortes del poder, a pesar de intentar realizar purgas en los distintos sectores de la administración sin excluir el Ejército, a pesar de promulgar una Ley de Defensa de la República que significaba la posibilidad de consagrar una dictadura de facto y a pesar de arrinconar a la Iglesia católica como temido rival ideológico sufrieran un monumental desgaste en apenas un bienio. La clave quizá se encuentre en el hecho de que habían prometido logros inalcanzables por irreales y por utópicos, y los logros prácticos, más allá de la palabrería propagandística, fueron muy magros. Por eso a nadie pueden sorprender los resultados electorales de 1933. En las elecciones de 19 de noviembre votó el 67,46 por ciento del censo electoral y las mujeres por primera vez[5]. Las derechas obtuvieron 3365700 votos, el centro 2051500 y las izquierdas 3118000. Sin embargo, el sistema electoral —que favorecía, por decisión directa de Azaña, las grandes agrupaciones— se tradujo en que las derechas, que se habían unido para las elecciones, obtuvieran más del doble de escaños que las izquierdas, con una diferencia entre ambas que no llegaba a los doscientos cincuenta mil votos.[6]
1934: el PSOE y los nacionalistas se alzan contra el gobierno legítimo de la República
La derrota de las izquierdas en las elecciones —tan sólo fueron elegidos esta vez 55 diputados masones— no debería haber provocado ninguna reacción extraordinaria entre fuerzas democráticas en la medida en que es una eventualidad de alternancia de poder legítima y necesaria en cualquier sistema democrático. Sin embargo, para grupos que desde hacía décadas cultivaban la amarga planta de la conspiración y que habían llegado al poder trepando sobre la misma y no gracias a un procedimiento democrático, se trató de una experiencia insoportable. La utopía había estado, desde su punto de vista, al alcance de la mano y ahora las urnas les habían apartado de ella. La reacción fue antidemocrática, pero comprensible —seguramente inevitable— para cualquiera que conociera la trayectoria histórica de los republicanos, los nacionalistas catalanes y el PSOE. Esa disposición de las fuerzas antisistema, que incluyó expresamente el recurso a la violencia revolucionaria, dislocó el sistema republicano durante los siguientes años y abrió el camino a la guerra civil.
En puridad, tras las elecciones de 1933, la fuerza mayoritaria —la CEDA— tendría que haber sido encargada de formar gobierno, pero las izquierdas que habían traído la Segunda República no estaban dispuestas a consentirlo a pesar de su indudable triunfo electoral. Mientras el presidente de la República, Alcalá Zamora, encomendaba la misión de formar gobierno a Lerroux, un republicano histórico pero en minoría, el PSOE y los nacionalistas catalanes comenzaron a urdir una conspiración armada que acabara con un gobierno de centro-derecha elegido democráticamente. Semejante acto iba a revestir una enorme gravedad porque no se trataba de grupos exteriores al Parlamento —como había sido el caso de los anarquistas en 1932 y 1933—, sino de partidos con representación parlamentaria que estaban dispuestas a torcer el resultado de las urnas por la fuerza de las armas.[7]
Los llamamientos a la revolución fueron numerosos, claros y contundentes. El 3 de enero de 1934, la prensa del PSOE[8] publicaba unas declaraciones de Indalecio Prieto que ponían de manifiesto el clima que reinaba en su partido: «Y ahora piden concordia. Es decir, una tregua en la pelea, una aproximación de los partidos, un cese de hostilidades… ¿Concordia? No. ¡Guerra de clases! Odio a muerte a la burguesía criminal. ¿Concordia? Sí, pero entre los proletarios de todas las ideas que quieran salvarse y librar a España del ludibrio. Pase lo que pase, ¡atención al disco rojo!»
Al mes siguiente, la CNT propuso a la UGT una alianza revolucionaria, oferta a la que respondió el socialista Largo Caballero con la de las Alianzas Obreras. Su finalidad era aniquilar el sistema parlamentario y llevar a cabo la revolución. A finales de mayo, el PSOE desencadenó una ofensiva revolucionaria en el campo que reprimió enérgicamente Salazar Alonso, el ministro de Gobernación. A esas alturas, el gobierno contaba con datos referidos a una insurrección armada en la que tendrían un papel importante no sólo el PSOE sino también los nacionalistas catalanes y algunos republicanos de izquierdas. No se trataba de rumores sino de afirmaciones de parte. La prensa del PSOE,[9] por ejemplo, señalaba que las teorías de Frente Popular propugnadas por los comunistas a impulso de Stalin eran demasiado moderadas porque no recogían «las aspiraciones trabajadoras de conquistar el poder para establecer su hegemonía de clase». Por el contrario, se afirmaba con verdadero orgullo que las Alianzas Obreras, propugnadas por Largo Caballero, eran «instrumento de insurrección y organismo de poder». A continuación, El Socialista trazaba un obvio paralelo con la revolución bolchevique: «Dentro de las diferencias raciales que tienen los soviets rusos, se puede encontrar, sin embargo, una columna vertebral semejante. Los comunistas hacen hincapié en la organización de soviets que preparen la conquista insurreccional y sostengan después el poder obrero. En definitiva, esto persiguen las Alianzas.»
Si de algo se puede acusar a los medios socialistas en esa época no es de hipocresía. Renovación[10] anunciaba en el verano de 1934 refiriéndose a la futura revolución: «¿Programa de acción? Supresión a rajatabla de todos los núcleos de fuerza armada desparramada por los campos. Supresión de todas las personas que por su situación económica o por sus antecedentes puedan ser una rémora para la revolución.»
Las izquierdas no estaban dispuestas a consentir que la CEDA entrara en el gobierno por más que las urnas la hubieran convertido en la primera fuerza parlamentaria. Caso de producirse esa circunstancia, se opondrían incluso yendo contra la legalidad.
No en vano el 25 de septiembre El Socialista anunciaba: «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la guerra», y, dos días después, remachaba: «El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y sus cabezas directoras es enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado.» Se trataba de todo menos de bravatas. El día 9 de ese mismo mes de septiembre de 1934, la Guardia Civil había descubierto un importante alijo de armas que, a bordo del Turquesa, se hallaba en la ría asturiana de Pravia. Una parte de las armas había sido ya desembarcada y, siguiendo órdenes de Indalecio Prieto, transportada en camiones de la Diputación Provincial, controlada a la sazón por el PSOE. La finalidad del alijo no era otra que armar a los socialistas preparados para la sublevación.
Sin embargo, las responsabilidades no se referían únicamente al PSOE. Azaña, a pesar de conocer entonces lo que tramaban socialistas y catalanistas, no informó a las autoridades republicanas y decidió quedarse en Barcelona, donde había acudido a un funeral, a la espera de los acontecimientos. Por su parte, antes de concluir el mes, el Comité Central del PCE anunciaba su apoyo a un frente único con finalidad revolucionaria.[11] La conspiración que aniquilaría la República parlamentaria y proclamaría la dictadura del proletariado estaba harto fraguada y se desencadenaría en unas horas.
Todos estos detalles son relativamente conocidos —ciertamente ocultados por algunos autores en la medida en que deslegitiman documentalmente toda una visión políticamente correcta de la Segunda República y la guerra civil española— y han sido objeto de estudio muy riguroso en los últimos años en diferentes obras, entre las que destacan las debidas a Pío Moa.[12] Sin embargo, se ha prestado menos atención al papel de la masonería en el proceso. De manera bien reveladora, lo que sabemos sobre la cuestión nos ha sido facilitado por uno de los socialistas, Juan Simeón Vidarte, que colaboró en la preparación del golpe de 1934 y que era masón. Vidarte[13] ha indicado cómo cuando se fraguaba el alzamiento del PSOE, en el seno de este partido se planteó la cuestión de aquellos militantes que eran masones. Mientras que un sector del partido, capitaneado por Amaro del Rosal, sostenía que la doble militancia era intolerable, Vidarte y otros «hijos de la viuda» hicieron valer la histórica conexión existente entre la masonería y el socialismo. Vidarte le diría a Largo Caballero que «no había el menor desdoro en pertenecer a la masonería, cual lo hicieron socialistas tan eminentes como Karl Marx, Friedrich Engels, Jean Jaurés, Lafargue, Bebel y hasta el propio Lenin». Este argumento impresionó a Largo Caballero. Pero, sobre todo, Vidarte se refirió un aspecto esencial en esos momentos y que no era otro que la ayuda que la masonería estaba proporcionando al PSOE, a los republicanos y a la Esquerra en el seno de las fuerzas armadas. Largo Caballero recordaba la manera en que los jueces masones habían favorecido a los encausados «en el consejo de guerra de 1917», de manera que confirmó ese extremo a Vidarte y le informó incluso de que la masonería era el canal usado por Indalecio Prieto para sumar al ejército a la rebelión armada del PSOE.
«Yo he entrado antes que usted en las logias», confesaría Largo Caballero a Vidarte. No sólo eso. Como reconoce el propio Vidarte, «vencida la insurrección de octubre, la masonería, tanto la nacional como la extranjera, prestó una gran ayuda en la consecución del indulto de González Peña, clave de cientos de indultos más». Desde luego, se trataba de una manera bien peculiar de respetar el orden legal establecido…
Por otro lado, que socialistas y catalanistas dieran ese paso está cargado de significado, pero, sobre todo, indica hasta qué punto eran conscientes de la penetración del ejército por la masonería y cómo ésta se identificaba con las fuerzas políticas que habían derrocado la monarquía parlamentaria y proclamado la República en 1931, y perdido las elecciones en 1933. Esa identificación justificaba, desde su punto de vista, alzarse en armas contra un gobierno legítimo y pervertir todo el proceso democrático.
El resto del episodio resulta ampliamente conocido. El 1 de octubre de 1934, Gil Robles exigió la entrada de la CEDA en el gobierno de Lerroux. Sin embargo, en una clara muestra de moderación política, Gil Robles ni exigió la presidencia del gabinete (que le hubiera correspondido en puridad democrática) ni tampoco la mayoría de las carteras. El 4 de octubre entrarían, finalmente, tres ministros de la CEDA en el nuevo gobierno, todos ellos de una trayectoria intachable: el catalán y antiguo catalanista Oriol Anguera de Sojo, el regionalista navarro Aizpún y el sevillano Manuel Giménez Fernández, que se había declarado expresamente republicano y que defendía la realización de la reforma agraria. La presencia de ministros cedistas en el gabinete fue la excusa presentada por el PSOE y los catalanistas para poner en marcha un proceso de insurrección armada que, como hemos visto, venía fraguándose desde hacía meses. Tras un despliegue de agresividad de la prensa de izquierdas el 5 de octubre, el día 6 tuvo lugar la sublevación. El carácter violento de la misma quedó de manifiesto desde el principio. En Guipúzcoa, por ejemplo, los alzados asesinaron al empresario Marcelino Oreja Elósegui. En Barcelona, el dirigente de la Esquerra Republicana, antiguo defensor de los terroristas anarquistas y masón, Companys, proclamó desde el balcón principal del palacio presidencial de la Generalitat «el Estat Catalá dentro de la República Federal Española» e invitó a «los dirigentes de la protesta general contra el fascismo a establecer en Cataluña el gobierno provisional de la República». Sin embargo, ni el gobierno republicano era fascista, ni los dirigentes de izquierdas recibieron el apoyo que esperaban de la calle, ni el ejército, la Guardia Civil o la de Asalto, a pesar del peso de la masonería, se sumaron al levantamiento. La Generalitat se rindió así a las seis y cuarto de la mañana del 7 de octubre.
El fracaso en Cataluña tuvo claros paralelos en la mayoría de España. Sin el apoyo de las fuerzas armadas —con las que el PSOE había mantenido contactos como en 1930— ni de las esperadas masas populares que no se sumaron al golpe de Estado nacionalista-socialista, éste fue abortado al cabo de unas horas. La única excepción se produjo en Asturias, donde los alzados contra el gobierno legítimo de la República lograron un éxito inicial y dieron comienzo a un proceso revolucionario que marcaría la pauta para lo que sería la guerra civil de 1936. La desigualdad inicial de fuerzas fue verdaderamente extraordinaria. Los alzados contaban con un ejército de unos treinta mil mineros bien pertrechados gracias a las fábricas de armas de Oviedo y Trubia y bajo la dirección de miembros del PSOE, como Ramón González Peña, Belarmino Tomás y Teodomiro Menéndez, aunque una tercera parte de los insurrectos pudo pertenecer a la CNT. Sus objetivos eran dominar hacia el sur el puerto de Pajares para llevar la revolución hasta las cuencas mineras de León y desde allí, con la complicidad del sindicato ferroviario de la UGT, al resto de España y apoderarse de Oviedo. Frente a los sublevados había mil seiscientos soldados y unos novecientos guardias civiles y de asalto que contaban con el apoyo de civiles en Oviedo, Luarca, Gijón, Avilés y el campo.
La acción de los revolucionarios siguió patrones que recordaban trágicamente los males sufridos en Rusia. Mientras se procedía a detener e incluso a asesinar a gente inocente tan sólo por su pertenencia a un segmento social concreto, se desató una oleada de violencia contra el catolicismo que incluyó desde la quema y profanación de lugares de culto —incluyendo el intento de volar la Cámara Santa— hasta el fusilamiento de religiosos. El 5 de octubre, primer día del alzamiento, un joven estudiante pasionista de Mieres, de veintidós años de edad y llamado Amadeo Andrés, fue rodeado mientras huía del convento y asesinado. Su cadáver fue arrastrado. Tan sólo una hora antes había sido también fusilado Salvador de María, un compañero suyo que también intentaba huir del convento de Mieres. No fueron, desgraciadamente, las únicas víctimas de los alzados.
El padre Eufrasio del Niño Jesús, carmelita, superior del convento de Oviedo, fue el último en salir de la casa antes de que fuera asaltada por los revolucionarios. Lo hizo saltando una tapia con tan mala fortuna que se dislocó una pierna. Se le prestó auxilio en una casa cercana pero, finalmente, fue trasladado a un hospital. Delatado por dos enfermeros, el comité de barrio decidió condenarlo a muerte dada su condición de religioso. Se le fusiló unas horas después, dejándose abandonado su cadáver ante una tapia durante varios días.
El día 7 de octubre, la totalidad de los seminaristas de Oviedo —seis— fue pasada por las armas al descubrirse su presencia, siendo el más joven de ellos un muchacho de dieciséis años. Con todo, posiblemente el episodio más terrible de la persecución religiosa que acompañó a la sublevación armada fue el asesinato de los ocho hermanos de las Escuelas Cristianas y de un padre pasionista que se ocupaban de una escuela en Turón, un pueblo en el centro de un valle minero. Tras concentrarlos en la Casa del Pueblo, un comité los condenó a muerte, considerando que, puesto que se ocupaban de la educación de buena parte de los niños de la localidad, ejercían una influencia indebida. El 9 de octubre de 1934, poco después de la una de la madrugada, la sentencia fue ejecutada en el cementerio y, a continuación, se los enterró en una fosa especialmente cavada para el caso. De manera no difícil de comprender, los habitantes de Turón, que habían sido testigos de sus esfuerzos educativos y de la manera en que se había producido la muerte, los consideraron mártires de la fe desde el primer momento. Serían beatificados en 1990 y canonizados el 21 de noviembre de 1999. Formarían así parte del grupo de los diez primeros santos españoles que alcanzaron esa condición a causa del martirio.[14] En ningún caso se trató de la acción de incontrolados —un argumento esgrimido en múltiples ocasiones para exculpar el crimen— sino del comportamiento consciente de grupos fuertemente convencidos de la bondad de la ideología socialista.
La revolución de Asturias fue sofocada por la acción de las fuerzas armadas bajo el mando del general Franco. Se produciría así una paradoja histórica que suele pasarse, de manera no del todo desinteresada, por alto. En aquel octubre de 1934 fueron el PSOE, la CNT, el PCE y la Esquerra los que violaron la legalidad republicana y Franco el que la defendió salvándola de una revolución extraordinariamente cruenta. Todavía el 16 de octubre de 1934, a unas horas de su derrota definitiva, el Comité Provincial Revolucionario lanzaba un manifiesto donde señalaba su identificación con el modelo leninista: «Rusia, la patria del proletariado, nos ayudará a construir sobre las cenizas de lo podrido el sólido edificio marxista que nos cobije para siempre, y concluía afirmando: “Adelante la revolución. ¡Viva la dictadura del proletariado!”»[15]'
El balance de las dos semanas de revolución socialista-nacionalista fue ciertamente sobrecogedor. Las fuerzas de orden público habían sufrido 324 muertes y 903 heridos, además de 7 desaparecidos. Entre los paisanos, los muertos —causados por ambas partes— llegaron a 1051 y los heridos a 2051. Por lo que se refería a los daños materiales ocasionados por los sublevados habían sido muy cuantiosos y afectado a 58 iglesias, 26 fábricas, 58 puentes, 63 edificios particulares y 730 edificios públicos. Además, los alzados habían realizado destrozos en 66 puntos del ferrocarril y 31 de las carreteras. Asimismo ingresaron en prisión unas quince mil personas por su participación en el alzamiento armado pero durante los meses siguientes fueron saliendo en libertad en su mayor parte. Sin embargo, el mayor coste de la sublevación protagonizada por los nacionalistas catalanes, el PSOE, la CNT y, en menor medida, el PCE fue político. En buena medida, la Segunda República había entrado en agonía y se había abierto un sendero que conducía a la guerra civil. No eran pocos los masones responsables de haber llegado a ese estado de cosas.