Capítulo 16

Despertó en una habitación del hospital de Eppendorf. No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo. Nadie tenía permiso para visitarle, le contó una enfermera, divertida. El comisario Winter había ordenado tranquilidad absoluta. Abandonó la clínica al día siguiente. Se refugió en su piso. Llamó a Anne y le contó lo que había pasado. Anne no habló mucho. Sólo le contradijo cuando él indicó que tenía una muerte sobre su conciencia. Después ya no volvió a coger el teléfono y eso que llamaron muy a menudo.

Habló por teléfono con la Administración de Hacienda, aparentó estar buscando a un pariente. Reunió información hasta completar su puzle.

Y entonces Ossi apareció ante su puerta. No hablaron mucho. Ossi le arrancó a Stachelmann la promesa de acudir a la comisaría.

—Están todos impacientes —le dijo.

Stachelmann cumplió su palabra. Cuando llegó, Ossi, Carmen, Kurz y Kamm estaban en el despacho de Taut. El comisario principal estaba hurgándose los dientes cuando Stachelmann entró en el despacho.

—Venga, siéntese aquí conmigo. Estábamos hablando de usted ahora mismo.

Stachelmann se sentó a un lado de su mesa.

—Ha resuelto usted nuestro caso, al menos todo lo que este caso podía resolverse. Leopold Kohn era un asesino en serie, tenía a tres miembros de la familia Holler sobre su conciencia. Les ha salvado usted la vida al niño más pequeño y a la niñera.

—¿Y qué pasó con Enheim?

—Está claro que fue un asesinato. Y está igual de claro que lo mató el viejo Holler, pero nunca lo podremos probar. Pero bueno, nuestro testigo, un tal Mortimer, ha identificado a Herrmann Holler en el tanatorio.

—Leopold Kohn no era un asesino corriente. Asesinaba por desesperación. Fuera lo que fuera lo que Herrmann Holler hiciera durante la época nazi —cuán importante fue su contribución para la destrucción de la familia Kohn y otras—, probablemente no lo descubriremos nunca. Pero sí sé que Herrmann Holler primero ha destruido a Leopold Kohn y finalmente lo ha asesinado. —Stachelmann había reflexionado mucho en los últimos días—. Ante todo Kohn era una víctima. Herrmann Holler era un asesino. —Se giró hacia Ossi—. ¿Por qué asesinó el viejo Holler a Enheim?

—No lo sabemos. Pero imagino que Enheim estaba harto de tanto chantaje.

—Bueno —le interrumpió Carmen—, yo me lo imagino de la siguiente manera: Enheim no tenía ni un duro. Entonces se le ocurrió reclamarle a Holler hijo el dinero de la devolución, me refiero a esas misteriosas devoluciones que aparecen en todas las compras de Holler. Y Enheim se preguntó: ¿Por qué no irme de la lengua? Sí, eso le quitará a Holler de una vez por todas la imagen de santo y a mí mi buen nombre, pero yo pierdo mucho menos que el querido Maximilian.

—Probablemente la cosa es más compleja —dijo Stachelmann—. A finales de los años treinta un grupo de gente de las SS y otros funcionarios llevaron a cabo su programa de arianización particular.

—¿Arianización? —intervino Kamm.

—Robar a los judíos por el hecho de ser judíos. —Stachelmann se sintió irritado durante un instante. Sacó un pedazo de papel de su chaqueta.

—Helmut Fleischer —leyó—, Karl Markwart, Otto Grothe, Otto Prugate, Johann-Peter Meier, Ferdinand Meiser, Gottlob Ammann, eran todos miembros de la Gestapo de Hamburgo. Norbert Enheim era Standartenführer de las S A y un alto cargo en la autoridad regional del partido nacionalsocialista. Juntos robaban y saqueaban. Tenían un hombre de contacto en la Administración de Hacienda, un tal Schirmer, que también estaba en el Orden Negro, la policía secreta. Probablemente se haya ocupado de que desapareciera la mayor parte de la documentación que podría haber demostrado todos esos robos. Schirmer siguió ocupando después de la guerra un alto cargo en Hacienda.

—¿Cómo lo sabes?

—Es fácil, me he limitado a hacer algunas llamadas. Schirmer se jubiló a finales de los setenta. Pero nunca perdió el contacto con sus compañeros. Cuando fui al archivo en Berlín, envió a dos tíos para que se me adelantaran. Estos se hicieron pasar por funcionarios de la Administración de Hacienda, mostrando todo tipo de papeles. Para Schirmer eso fue una minucia. E imagino que aquellos dos también tenían algo que perder. Quizá vivan en casas que pertenecieron en su día a judíos. Eso ya lo tenéis que descubrir vosotros, yo ya no quiero tener nada más que ver con eso. Apuesto a que Schirmer se hará el tonto y tampoco podréis probar nada. También apostaría a que ese tal Peter Carsten, con el que supuestamente he hablado en el archivo, no existe. Pero volviendo a nuestros nazis. Tenían cómplices en la policía. Porque ésta era la que se aseguraba de que los judíos no daban problemas cuando eran deportados a los campos de exterminio, ya fuera directamente o a dando algún rodeo, por ejemplo, pasando por Theresenstadt, da igual. La mafia nazi decidía primero a qué querían echarle el guante. Y el botín tenía que ser repartido entre todos los cómplices; probablemente dicho reparto se hacía ya antes de que las víctimas supieran lo qué les iba a pasar. Cuando ya estaba todo decidido se les enviaba a los judíos la orden de deportación. La policía se ocupaba de que a las víctimas se les entregara la orden y también de que viajaran efectivamente hacia el este. Schirmer destruía los documentos en la Administración de Hacienda siempre que los ingleses y americanos no le ahorraran el trabajo con sus bombardeos. Pensad en la Operación Gomorra.

—¿Cómo? —preguntó Ossi.

Stachelmann se sorprendió.

—Esa es la palabra clave para los ataques aéreos en el verano de 1943, la catástrofe del fuego.

—Ah, bueno —dijo Ossi.

—Dado que, gracias al trabajo de Schirmer y la ayuda angloamericana, después de la guerra no se encontró documentación de ninguno de aquellos casos en los que había intervenido nuestra mafia, Kohn fracasó en su intento de conseguir una compensación, al igual que otros muchos, por cierto. La mayor parte de los posibles acusadores además habían muerto. Si no hay acusación, tampoco hay juez.

—¿Es decir que en Hamburgo aún hay inmuebles que pertenecen a personas a las que no deberían pertenecer?

—Sí, por ejemplo a un tal Maximilian Holler. Con ése no vais a conseguir demostrar nada y tampoco sé cómo podría hacerse. Ha heredado el botín de su padre. —Se giró a Ossi—. ¿No me contaste una vez algo acerca de una cuenta misteriosa con un saldo de once millones? Estoy seguro de que Maximilian Holler lo sabía todo. Y otra cosa: creo que esas devoluciones tan extrañas sólo pueden explicarse si damos por cierto que Holler hijo chantajeaba a los socios de su padre. De ahí podía sacarse dinero, y eso es lo que hizo. Era una especie de cuota de entrada al club de la arianización. Imagino que le pasaba el dinero a su padre, que también tenía que vivir de algo. Grothe y compañía le debían a Herrmann Holler su existencia tras 1945. Este había organizado los robos y los había logrado tapar gracias a sus contactos con Pohl y otros grandes. Y entonces parece que hubo como un acuerdo entre los arianizadores, en el sentido de que Herrmann Holler debía cobrar una especie de comisión.

—¿Cómo puedes saber eso? —preguntó Ossi.

—No tengo pruebas, ¿cómo iba a tenerlas? ¿Pero se te ocurre otra explicación para las devoluciones? La navaja de Occam...

—¿Cómo? —preguntó Ossi.

—Bueno, el sentido común sólo permite esta única solución. Dejadme que siga imaginando. Todos creían que el viejo Holler había muerto, y con eso se acabó el pagar la comisión. Se quedarían de piedra cuando Holler hijo los obligó a vender y encima puso la mano. Si les hubiera pedido la comisión de inmediato quizá algunos de los agentes se hubieran negado a vender. Después de todo Holler hijo tampoco hubiera quedado muy bien si la cosa se hubiera puesto fea. Hay que tener en cuenta que era el heredero del responsable principal. Pero no más que eso. Podría haber vendido su labor humanitaria como un intento de redimirse silenciosamente o, mejor aún, podría haber simulado no saber nada del asunto y aún tener ciertas perspectivas de éxito. Al contrario que los cómplices de Herrmann Holler. Esos hubieran estado perdidos. Difícilmente hubieran podido decir que no sabían nada. No, Holler hijo pidió la comisión que los agentes habían acordado con el viejo Holler. Y sólo Enheim se resistió.

—¡Cuánta perfidia! —dijo Carmen.

—Mucha —contestó Stachelmann—. Porque en el caso de Enheim incluso envió a su padre a matarlo. El viejo intentó primero intimidar a Enheim. Eso explica que hubiera tantas visitas. Y cuando no sirvieron de nada, lo mató. Es posible que Enheim amenazara con descubrir al viejo Holler. Sería raro que sólo uno de los agentes se opusiera al pago si no se supiera que todos ellos se habían dedicado a robar a judíos. Se podría decir que hemos asistido a una especie de guerra entre ladrones.

—¿Y qué pasa con Ulrike?

Stachelmann se encogió de hombros. Se dirigió a Ossi.

—¿No me contaste que teníais un testigo? Mostradle el cadáver de Holler. Apuesto a que lo reconoce.

—¿Pero por qué tuvo que morir? —preguntó Taut. Golpeó la mesa con el puño—. Dios mío, tenemos el pelo. ¿A nadie se le ha ocurrido comparar el pelo con uno de Herrmann Holler? Venga, en marcha. —Kamm abandonó el despacho.

—Supongo que Ulrike Kreimeier llamó por teléfono a Holler hijo y le hizo alguna pregunta que le dio pánico. Quizá había descubierto las raíces históricas de esta tragedia —dijo Stachelmann.

—Hay un par de indicios en sus papeles —dijo Taut—. Pero quizá simplemente Maximilian Holler interpretó que le estaba siguiendo la pista.

Sonó el móvil de Stachelmann. Era Anne.

—Estoy en una reunión ahora mismo, ya te llamo —dijo Stachelmann.

—Pero ya no tengo tiempo hasta la semana que viene. Bohming está escribiendo un artículo para la revista Vierteljahreshefte für Zeitgeschichte.

Stachelmann guardó silencio.

—¿Pero vendrás la semana que viene? —preguntó Anne.

—Sí —dijo Stachelmann con voz estrangulada.

Oyó su respiración.

—Aún tienes aquí el cepillo de dientes.

—Sí —dijo él. Una tenue luz. Terminó la conversación y miró a su alrededor. Los demás apenas parecían haber advertido la llamada.

—Así que el viejo Holler vigilaba su legado. Imagino que ambos Holler se pusieron de acuerdo en que el viejo tenía que simular su muerte. Era fácil de hacer. Probablemente temían que se descubriera todo el asunto. Herrmann vivía en Mallorca bajo un nombre falso y cuando la cosa se ponía fea volvía y solucionaba el asunto al estilo Gestapo —dijo Taut—. Hemos encontrado un pasaporte falso y un billete de avión. Eso parece estar claro.

—Por cierto, posiblemente el viejo Holler también se ocupó de que los falsos funcionarios de Hacienda pidieran copias de los expedientes más comprometidos y después visitó la copistería para quemarlos —dijo Stachelmann—. No fue mala idea. Temían que yo los descubriera en Berlín. ¿Habéis comprobado si Holler hijo llamó a su padre a Mallorca?

—Sí —dijo Tau—. Ayer. Naturalmente no tenemos nada. No podemos acusar de nada al hijo. A no ser que una de sus víctimas se vaya de la lengua. Algo sobre las extrañas devoluciones.

—Improbable —dijo Ossi—. Antes Holler devuelve el dinero. Tíos como Enheim son raros.

—Y el viejo Holler quiso matarme en Berlín porque le conté a su hijo que iba a iniciar un viaje para investigar en el archivo federal. Al viejo se le saltaron los fusibles.

—Lo siento —dijo Ossi.

—Lo que nos dice lo explica todo, pero no tenemos pruebas —dijo Taut—. No podemos coger a Maximilian Holler por ninguna parte. Si lo intentáramos, se volvería en nuestra contra. Y nos comerían vivos, la prensa, el jefe de policía, y el director de Homicidios. Maximilian Holler ha perdido a su mujer y dos hijos y nosotros lo acusamos de un asunto en el que ni siquiera podemos ir contra su padre. Además, excepto los asesinatos, todo lo demás ha prescrito hace tiempo. A veces te dan ganas de vomitar en esta profesión. ¿En la suya también, señor Stachelmann?

Stachelmann asintió. Pero por otros motivos, pensó. No contestó.

—¿Y por qué Kohn no mató al viejo Holler en la época en la que oficialmente aún vivía? —preguntó Carmen.

—No lo sé —dijo Stachelmann—. La venganza es algo raro. Quizá no lo pensó hasta que se enteró de que el viejo Holler había muerto ahogado en Mallorca. Kohn lo había estado aplazando, por miedo, dudaba, quizá al principio no conocía la historia.

—Y después se entera de que el hijo vive a cuerpo de rey con las fortunas robadas y que además se está creando imagen de santo en Hamburgo. Hemos encontrado recortes de prensa en casa de Kohn. Coleccionaba todo lo que encontraba sobre Maximilian Holler. Creo que lo que le convirtió en asesino fue la falsedad de Holler hijo. —Taut se levantó—. Es fácil de imaginar, fue una injusticia tan flagrante. —Le tendió la mano a Stachelmann—. Tengo tanto que agradecerle, doctor Stachelmann.

A Stachelmann le resultó embarazosa la situación. Dudó, y después estrechó la mano de Taut.

—Es una putada, una putada de verdad —dijo Carmen.

* * *

Aquella tarde estaba en el salón de casa de sus padres.

—Has venido, eso está bien —dijo su padre—. Creo que has entendido ahora lo que quise decirte en nuestra última conversación.

—Lo he entendido —dijo Stachelmann—. Totalmente. —Colocó el maletín sobre sus rodillas y sacó un clasificador—. Esto de aquí es algo así como el expediente personal del Sturrnbannführer Herrmann Holler. Hay muchos nombres. Funcionarios de la Gestapo, de Hacienda y de la policía.

—¿Sí? —dijo su padre.

—Tú también apareces. La entrada es del año 41 o 42, al menos está entre las páginas fechadas en ese tiempo. Pone: Stachelmann, apto, llamado a filas. Detrás hay una señal. Como finalmente no fuiste al frente, le hiciste algún favor a Holler. ¿Debo entenderlo así?

Su padre lo miró largamente en silencio.

—¿Os traigo algo de vino? —preguntó la madre. Estaba en la puerta, parecía haber estado escuchando. No obtuvo respuesta.

—Me habían llamado a filas —dijo el padre—. Al frente ruso. Fue justo después de la batalla de Moscú, nos estábamos hundiendo. La gente moría. Necesitaban reemplazos. Entonces de repente llegó ese hombre de la Gestapo y me dijo: "Serás policía, y así no tendrás que ir al frente. A cambio nos haces un favor de vez en cuando". Y yo pensé, la Gestapo es la que se ocupa del orden, está bien que les ayudes. Nunca negué que era del partido. Sólo más tarde me di cuenta de que ese Holler me había elegido. Me tenía en la mano. Si no obedecía, me enviaban a Rusia. Cuando me di cuenta de lo metido que estaba en todo el asunto era demasiado tarde. Así que seguí en la policía y le ayudaba a Holler de vez en cuando.

—Y te ocupabas de que algunos judíos en concreto fueran transportados al este.

—¿Cómo lo sabes?

—Si te digo la verdad, lo he adivinado. No me gusta la imagen que se me viene a la cabeza, pero de nada sirve.

—Si no hubiera sido yo el que vigilaba a esos judíos hubiera sido cualquier otro. Se los hubieran llevado de todos modos.

Stachelmann se levantó.

—Si no lo hubiera hecho, tú nunca habrías nacido —dijo su padre. La voz sonada quejumbrosa.

Stachelmann pasó al lado de su madre de camino a la puerta. La abrió, subió a su coche y se fue a casa.