Capítulo 5
El Mercedes 260 E se encontraba en un garaje subterráneo en Rahlsledt, un barrio situado al noreste de Hamburgo. La policía científica ya había iniciado su trabajo cuando Ossi llegó. Más tarde llevarían el coche a la comisaría y los técnicos lo diseccionarían. El propietario, un comerciante de Poppenbüttel, se encontraba de viaje, y su mujer había creído que el coche estaba en el garaje de la oficina, en el centro de la ciudad. Aquello era lo primero que había averiguado Taut. Habían hecho el puente al coche. El faro izquierdo estaba roto, el radiador abollado y en el techo podía verse la hondonada que había dejado el cuerpo de Ulrike. El coche la había lanzado al aire, ella había caído primero sobre el techo para después resbalar hacia atrás por el lado izquierdo, cuando el Mercedes derrapó. Después, el coche había chocado con el guardabarros trasero derecho contra un poste. Lo atestiguaba una abolladura profunda, y que la pintura se había astillado.
Para Taut y Ossi no quedaba mucho por hacer, los compañeros de la policía científica cumplirían con su trabajo e informarían. Ossi se temía que el informe apenas les serviría para algo. Estaba convencido de que el que había matado a Ulrike era un profesional y lo había hecho porque la agente había descubierto al asesino de los Holler.
De vuelta en Homicidios Ossi informó a su jefe de lo que había encontrado en el piso de Ulrike. Le mostró el dibujo y el artículo del Spiegel. Taut sacudió la cabeza y durante un buen rato no dijo nada. Observó con atención la hoja de papel con el dibujo.
—Si no estuviera aquí el nombre de Holler, no parecería estar relacionado con nuestro caso —dijo, moviendo el papel—. Quizá no importe en qué situación se encuentre el nombre de Holler, porque, poniendo el nombre al revés, el dibujo me parece tan absurdo como del derecho. Un árbol genealógico en el que faltan los demás nombres. Si se tratase de la familia Holler, serían fáciles de añadir. Por encima de Maximilian Holler habría que situar a su padre, Herrmann, un hombre intachable como su hijo, que durante un tiempo incluso trabajó en el ayuntamiento. Es de él de quien ha heredado Maximilian la empresa, aunque fue él mismo quien la amplió hasta convertirla en lo que es. Lo comprobé. Maximilian Holler compró las empresas de numerosos competidores. Tendremos que hablar con ellos. Quizá haya estafado a alguno, o quizá alguno considere haber sido estafado. Es el mejor de los móviles para estos asesinatos. Al margen de los celos.
Típico de Taut, pensó Ossi. Su cinismo lírico. Salía a relucir en cuanto esperaban bajo la lluvia durante alguna investigación. Aunque en estos momentos no se encontraban bajo la lluvia, habían sido atrapados por una tormenta. En lugar de alguna pista encontraban más misterios, cada vez más misterios.
Taut colocó el papel sobre el escritorio.
—Vamos a tomarnos esto como una petición de Ulrike de investigar otra vez a la familia.
Ossi percibió en su tono la poca esperanza que Taut ponía en esta línea de investigación. Admiraba el olfato de Taut, porque se equivocaba rara vez, más bien nunca.
—Creo que hay una conexión entre este dibujo y la muerte de Ulrike —dijo Ossi— o, al menos, Ulrike sabía algo y el asesino era consciente de ello. Vi al Mercedes salir disparado desde Wesselyring, directo hacia Ulrike. El conductor quería atropellada.
Taut asintió.
—Sí, es posible. Seguiremos esa pista. Pero muchas cosas parecen distintas de lo que realmente son y otras las creemos tan probables que nos parecen ciertas. Eso puede ser peligroso.
Se levantó y fue hacia la ventana.
—¿Quién de nosotros fue el último en hablar con Holler?
Ossi reflexionó un momento.
—Ulrike —dijo.
—¿Y qué? —preguntó Taut.
—Ni idea.
—¿Habéis estado aquí los dos sentados y Ulrike no dijo ni palabra de su visita a Holler?
—No —repuso Ossi—. Sí que me contó que había vuelto a visitarlo, y también me dijo que tú no se lo habías ordenado. Quería observar al hombre con calma y escuchar lo que tenía que decir. Nada más.
—Qué raro. ¿Desde cuándo tenía secretos contigo? Y poco después la atropellan.
—Sí —dijo Ossi—. Poco después la asesinan.
—¿Y qué pasa con ese artículo?
—Ni idea. Pero conozco a alguien con quien puedo comentar el asunto, uno que investiga noche y día cosas de esas.
—¿Las SS?
—Las SS —asintió Ossi.
* * *
El capitán Hornblower y sus compañeros habían bajado silenciosamente el Loira en un bote que ellos mismos habían construido, disfrazándose de aduaneros napoleónicos. En Nantes se volvieron a hacer con el Witch of Endor, que poco antes habían capturado los franceses, y allí despistaron a sus perseguidores. Hornblower era un genio con los cañones. En alta mar se cruzaron con un barco de línea británico. Estaban a salvo, a Hornblower le esperaban un ascenso, la fama y nuevas aventuras. Fue lo primero que recordó Stachelmann cuando despertó. Lo segundo que le vino a la mente fueron sus recuerdos de la visita a Anne. En el viaje de vuelta no había podido pensar en nada más, pues no conseguía interpretar lo que había pasado. ¿Qué pretendía Bohming? ¿Le hacía la cama a Anne en sentido literal y figurado?
Sólo una cosa era segura. Anne no era tan autosuficiente como parecía. La había creído inaccesible, como toda mujer guapa. La belleza intimidaba a Stachelmann.
Mientras se tomaba su té y su muesli, leyó el Lübecker Nachrichten. Al asesinato Holler sólo se le dedicaba una breve columna en una de las páginas del final. Ya no habría más titulares. Probablemente el Bild aún atacaría un poco al concejal, lamentándose de que no hubiera policías en número suficiente y subrayando que Hamburgo era una de las ciudades más inseguras de Alemania. Pronto habría elecciones a la alcaldía.
Sonó el teléfono. Stachelmann odiaba que lo llamaran por la mañana. Se dirigió al salón y dio su nombre de forma desagradable.
—Disculpe, señor Stachelmann.
Era Alicia.
—Creí que ya lo habíamos comentado todo —dijo Stachelmann. Le pareció menos brusco de lo que debería haber sido.
—Es cierto —dijo Alicia.
Stachelmann guardó silencio.
—Sólo que he olvidado una cosa. Preguntarle en qué fecha debo entregarle mi trabajo.
—Antes de que comience el siguiente semestre. Pero eso ya lo sabe.
Alicia inspiró profundamente.
—Estoy en Lübeck.
Stachelmann se puso nervioso. Durante un momento dudó, pues hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer.
—Es una ciudad muy bonita —dijo Stachelmann, y colgó.
Le llevó un momento tranquilizarse. Fue a su despacho, que era pequeño, estanterías en la pared, en el suelo, montones de libros. El escritorio estaba formado por una tabla de madera sobre dos caballetes, totalmente cubierto de libros y papeles. En un alarde de buen humor, Stachelmann solía describir el caos de su despacho como un reto paleontológico. Si buscaba algo, debía remover estratos de papel. A veces le asaltaba el impulso de poner orden y entonces llegaba a sorprenderse de sus hallazgos. Aunque el orden era para él un compañero poco habitual.
Encendió el ordenador colocado en una esquina de su escritorio. No le gustaban los ordenadores, pero se había acostumbrado a él. Ya no escribía nunca nada a mano; era más fácil buscar los apuntes y trabajos en el ordenador. No estaba de acuerdo con la adoración general hacia internet, pero reconocía que le facilitaba la vida. Lo consideraba una gigantesca base de datos y había aprendido a moverse en ella.
Prácticamente sólo había recibido Spam. Ossi le había enviado un correo y le preguntaba si podrían tomar unas cervezas algún que otro día. Sí, ¿por qué no? Seguro que Ossi conocería más datos acerca del asesinato Holler. ¿Por qué me interesa tanto ese crimen?, se preguntó Stachelmann. Hay crímenes todos los días. ¿Era éste diferente?
Sonó el teléfono. ¿Otra vez Alicia?
Cogió el auricular.
—¿Sí? —ladró, enfadado.
Al otro extremo silencio.
—¿Llamo más tarde? Disculpa si molesto, soy Anne.
—Lo siento, parece que he sido descortés —dijo Stachelmann.
Ella dudó.
—¿Fui demasiado pesada ayer? —preguntó.
—No —dijo Stachelmann.
—¿Cuándo vienes al Departamento?
—El lunes, como siempre —contestó él.
—¿Comemos algo a mediodía? Que no sea en el comedor universitario. Yo invito.
—Claro —dijo Stachelmann. Se alegró, aunque dudaba. ¿Qué es lo que querría?
Aunque tuviera tiempo todo el fin de semana para pensar en ello, sabía que no encontraría ninguna respuesta. Quizá ni siquiera Anne conocía la verdadera respuesta.
Volvió a su despacho para leer un artículo del que quería ocuparse hacía ya tiempo. Estaba horriblemente mal escrito, saturado de barbarismos, muy artificial. Sí, así era como había que escribir para llegar a algo. Stachelmann escribía poco, y sus artículos le parecían demasiado simples, sin refinamiento, sin esa superioridad que impresionaba tanto a los demás. Tendría que leer aquel artículo, porque era controvertido y los estudiantes le preguntarían qué opinaba sobre las teorías del autor. Trataba de las disputas mantenidas por los nazis para hacerse con el control de los campos de concentración. Algunos querían liberar rápidamente a los prisioneros, creyendo haber conseguido intimidarlos con aquella prisión preventiva. Otros, entre ellos Himmler, que era la cabeza visible de las todavía pequeñas SS y que estaba a cargo de los campos de concentración bávaros, sobre todo de Dachau, querían mantener a los prisioneros allí donde estaban. Himmler era vengativo y odiaba a la gente que representaba el sistema de Weimar. Todos debían pagar por los años de vergüenza, sobre todo los judíos. Himmler consiguió imponerse y pronto dirigió todos los campos de concentración. El autor del artículo alababa el esfuerzo del Tercer Reich por defender los fundamentos del estado de derecho. Parecía como si la Alemania de Hitler hubiera sido un estado de derecho de no ser porque Himmler logró imponerse.
Stachelmann no terminó el artículo, y lo puso en una esquina del escritorio.
Se levantó y empezó a caminar arriba y abajo en su pequeño apartamento. En el salón tenía un sofá de dos plazas, un sillón, el equipo de música en un mueble, y nada más. A las visitas les llamaba la atención que no hubiera ningún televisor. Me atonta, contestaba Stachelmann, cuando le preguntaban. Probablemente acabaría por comprárselo, a veces le molestaba que la gente comentara una buena película de la tele. Pero eso ocurría pocas veces.
La inquietud lo sacó de casa. Paseó por el casco antiguo de Lübeck, viendo por todas partes vestigios de la riqueza en la época de la Hansa.
Ni de la riqueza ni de la Hansa había quedado mucho. La ciudad tenía deudas, el alcalde y el parlamento se obstinaban en diversas luchas cuyo origen y objeto ya no recordaba nadie. Ni se advertía, ni se escuchaba ya nada de la grandeza de antaño. Continuó por Kónigstraβe hasta llegar a la gran librería que visitaba de vez en cuando, para abandonarla abatido después de comprobar cuántos de sus compañeros habían logrado terminar un libro. Se alineaban en la sección de Historia, uno al lado del otro.
Al día siguiente visitaría a sus padres en Reinbek. Así saldría un poco del pantano en el que vivía. Pero la idea no le hacía feliz.
Inmediatamente después del desayuno se sentó en su viejo Golf, pues con el tren le hubiera llevado demasiado tiempo. Tomó la salida Lübeck-Centro y condujo en dirección a Hamburgo. En el carril contrario había atasco, ya que muchos pasaban el fin de semana en la zona del mar Báltico. Condujo despacio y se preguntó cuánto tiempo hacía que no viajaba. La última vez había sido cuando Karin le había convencido para volar a Mallorca. Fue horrible, había turistas por todas partes, casi exclusivamente alemanes e ingleses. En sus vacaciones le apetecía ver a gente distinta, pero en Mallorca no era posible. La mezcla de paletos y pijos le pareció repugnante. Hacían mucho ruido y bebían mucho. Se habían sucedido las discusiones con Karin y tras las vacaciones habían terminado la relación. Eso había ocurrido hacía casi tres años. Desde entonces apenas había pensado en Karin.
Abandonó la autopista en la salida de Reinbek. Tras pocos minutos aparcó su coche delante de una casa unifamiliar blanca, de dos plantas y con un tejado de color rojo, inmersa en una urbanización de casas unifamiliares blancas con tejados rojos. Todas las casas tenían jardín, algunos con un enanito, otras sin; algunas con seto, otras con valla, otras renunciaban a la separación. Sus padres se habían decidido por una valla bajita.
Ese sábado por la tarde hicieron lo de siempre: tomaron pastel, bebieron té y charlaron sobre la vida de Stachelmann en la Universidad de Hamburgo. Les ocultó a sus padres sus problemas, pues sólo hubiera conseguido preocuparles, sin haber conseguido ayudarle. Su padre estaba sentado a la mesa, derecho y delgado, hablando sobre la biografía de Federico el Grande de Gaxotte, que había aparecido ya en 1938 y aún hoy no había sido superada. Stachelmann le debía a su padre el interés por la Historia y las heroicas sagas prusianas. Stachelmann se descubría a veces rechazando a los alemanes del sur, sobre todo a los bávaros. Le gustaba recordar cuando su padre le prestaba libros en los que se exaltaba la gloria prusiana y despreciaba la perfidia de sus enemigos, sobre todo de los franceses. Hacía tiempo ya que su padre había advertido que no compartía sus prejuicios, pero se toleraban pacíficamente. A veces su padre contaba historias de su época en la jefatura de correos y se lamentaba de la escasa pensión que le habían concedido después de tantos años de servicio. Al menos le alcanzaba para marcharse de viaje dos veces al año y mantener una casa que muchos otros hubieran considerado demasiado amplia.
Su madre insistía en que tomara más pasteles de lo que le convenía a su incipiente barriga. Pero dado que visitaba a sus padres en contadas ocasiones y controlaba su peso con menos frecuencia aún disfrutó comiéndose otro pedazo de pastel de manzana cubierto con nata. Su madre se llevó la taza de café a la boca, tomó un sorbo y colocó la taza lentamente sobre el plato.
—¿Has leído algo acerca de ese asesinato en Hamburgo? —preguntó.
Stachelmann asintió con la boca llena.
—Qué historia más desagradable —dijo su padre, tomando otro pedazo de pastel—. Por cierto, conocía al viejo Holler, un tío estupendo.
—¿Ah, sí? ¿De qué? —preguntó Stachelmann.
—Estaba al servicio del estado, como yo, aunque él siguió en la policía cuando yo me fui.
Stachelmann se sorprendió. Su padre nunca le había contado que había estado en la policía.
—¿Cuándo estuviste tú en la policía?
—Sólo brevemente, durante la guerra. Una especie de policía auxiliar.
Stachelmann reflexionó. ¿Cómo acababa en la policía un funcionario de correos?
—Nunca me has contado nada de eso —dijo.
—No importa —dijo su padre—. Fue muy poco tiempo. Después de la guerra me volví a encontrar con Holler, en el gimnasio de la policía. Una o dos veces. Se independizó, se metió en el negocio inmobiliario, concejal del ayuntamiento, y más cosas. Era un tío legal. Nada creído, siempre dispuesto a escuchar a cualquiera.
—¿Era?
—Sí, murió en los años setenta. Se cayó de una roca en Mallorca.
—¿Y tú por qué estabas en la policía?
El anciano cerró brevemente los ojos y echó la cabeza hacia atrás. La madre contemplaba fijamente el mantel.
—No era apto para el combate —dijo su padre finalmente—. Y luego, cuando Goebbels, ese idiota, proclamó la guerra total, estuvieron peinando todo el funcionariado. El frente necesitaba carne fresca, sobre todo el este. A mí también me eligieron, pero después descubrieron que tenía reúma. Gracias a Dios no es lo único que te he dejado en herencia, pero para la policía bastó. Llevábamos a cabo tareas de vigilancia y esas cosas.
—¿Y por qué nunca me lo has contado? —preguntó Stachelmann.
—¿Qué hay que contar? Vas por ahí con una vieja escopeta sin dar ni golpe.
Stachelmann no le creyó. No es que mintiera, pero le ocultaba algo. Si hubiese sido todo tan inocente lo habría contado antes, al igual que relataba otras muchas historias. Pero, ¿qué sentido tenía insistir? Quizá su padre había vigilado prisioneros de guerra, gente que hacía trabajos forzados o también presos de campos de concentración. Quizá gente a la que se hacía desactivar bombas no estalladas. Su madre miraba hacia la pared, parecía estar en otra parte.
Stachelmann no se quedó a cenar. Cada vez que visitaba a sus padres su madre le rogaba que se quedara a cenar, y cada vez Stachelmann rechazaba la invitación.
—No deberías trabajar tanto —decía su madre siempre.
Condujo de vuelta tomando el mismo camino. Se había disuelto el atasco y llegó pronto a casa. Se sentó en el sofá, puso el CD con el concierto para piano número 23 de Mozart y comenzó a leer el siguiente tomo de las aventuras del capitán Hornblower. No llegó muy lejos, porque algo le robaba la tranquilidad. Decidió encender el ordenador; otro mensaje de Ossi. Quería hablar urgentemente con Stachelmann. Había aparecido un artículo en relación con el caso Holler en el que hablaban de las SS Totenkopfverbande.
Stachelmann puso el lector de CD en "pausa" y llamó a Ossi. Saltó el contestador automático. Dejó un breve mensaje. Siguió sonando el concierto para piano; el CD que había puesto Anne cuando él había ido de visita. Y ahora aceptaba marcharse de viaje con él.
Cogió el tomo sobre Hornblower y comenzó a leer de nuevo. No conseguía concentrarse, aunque sabía que la culpa no era del libro. Siempre le sucedía cuando algo le preocupaba.
Sonó el teléfono, era Ossi. Se citaron para la noche siguiente en el Tokaja.
—Pero esta vez es algo así como oficial —dijo Ossi—. Hemos encontrado algo acerca de las SS Totenkopfverbünde o como quiera que se llamasen esos.
* * *
Por la mañana obtuvieron los resultados de los análisis de huellas del Mercedes. Excepto un pelo encanecido, todas las demás podían relacionarse con el propietario. Qué bien, pensó Ossi. No avanzamos absolutamente nada. Pues no creía que la oficina federal pudiera hace algo con un solo pelo. Y para los análisis de ADN se necesitaba algo con lo que cotejar las pruebas. Pero por lo menos descubrirían que se trataba de un hombre con canas, Ossi se atrevía a apostar por ello.
Se puso en camino para visitar a Maximilian Holler. Condujo hasta la oficina de Holler, en la calle Palmadle, al lado del la gerencia de urbanismo. Los muebles eran modernos, todo parecía sobrio y pecaminosamente caro.
Ossi no tuvo que esperar mucho, Holler le salió inmediatamente al encuentro con la mano extendida. Autodominio; a Ossi no se le ocurrió otra palabra mejor para describirlo. Todo en Holler indicaba su autodominio. Cómo caminaba, cómo miraba, cómo reaccionaba, y, sobre todo, cómo analizaba a uno. Había en su mirada algo cálido, acogedor, pero también un distanciamiento, como si no quisiera que se aceptase jamás una invitación. Ossi sabía que este hombre le aventajaba. La voz de Holler era tranquila y agradable, llena de tristeza.
—Estamos considerando la posibilidad de que su mujer y sus hijos hayan sido asesinados por el mismo hombre —dijo Ossi. Se sentía avergonzado, era difícil hablar de asesinatos sin resultar brutal. Ossi dudó de que estuviera llevando bien aquella conversación.
Si Holler estaba impresionado, no dejó que se le notara.
—Sí, es lo que opinan todos —dijo indiferente. Sonó como si pensara: no me dices nada que no sepa.
—Pero también puede tratarse de casos diferentes —dijo Ossi. Había comenzado torpemente la conversación, como un niño pequeño que charlotea para impedir que se perciba su agitación.
Holler asintió.
—En realidad no tenemos ninguna pista clara —dijo Ossi.
—¿Y qué hay de la agente de policía atropellada? La conocí, estuvo una vez aquí en casa.
A Ossi le hubiera gustado saber qué preguntas le había hecho Ulrike.
—Sí, eso quizá sea una pista. Quizá descubrió algo que no sabemos.
—¿Ah, sí? —preguntó Holler, alargando la í.
—Tenemos que considerar todas las posibilidades —aseguró Ossi, dudó, y luego escogió cuidadosamente las palabras—. ¿Está seguro de que ninguno de sus competidores le odia...?
—¿Tanto como para asesinar a mi familia?
Ossi asintió.
Holler no pensó ni un segundo.
—No, ninguno. Pero eso ya me lo han preguntado un par de veces —dijo con amabilidad.
—¿Cuándo se fundó su empresa?
—Fue mi padre, en 1946.
—¿Y la empresa siempre estuvo situada aquí?
—No, mi padre fundó la empresa en Schenefeld. Después la cambió de ubicación un par de veces antes de morir. Al final, la oficina se situó en Wandsbeck. Prefería no dirigir la empresa desde el centro, le gustaba la tranquilidad. Después de su muerte la oficina se trasladó desde Wandsbeck hasta aquí.
—¿Sigue conservando los documentos de su padre?
—¿A qué se refiere?
—Correspondencia, contratos, balances y esas cosas.
—Sí, está todo.
—¿Y también los que se corresponden con su propia gestión?
—Naturalmente, los guardo en el sótano.
—¿Podríamos ver esos documentos, hoy mismo?
—Claro —no dudó ni un segundo—. Lléveselos. Pero no sé qué espera encontrar ahí. Si lo desea, le pediré a mi contable que le ayude. Son documentos bastante complejos.
—Gracias, pero contamos con nuestra propia gente para esa clase de cosas —dijo Ossi, aunque sospechaba que no sería sencillo conseguir inspectores fiscales; los compañeros estaban hasta el cuello de trabajo—. ¿Puedo llamar por teléfono un momento?
Holler se levantó, señaló con una mano el teléfono sobre el escritorio.
—Marque primero el cero —dijo, y abandonó la habitación.
Taut se puso al aparato al segundo timbrazo. Parecía estar enfadado. Ossi explicó que Holler les dejaba comprobar sus documentos comerciales, pero que eso no les serviría de nada si no encontraban a alguien que fuera capaz de descifrarlos.
—No te preocupes por eso —dijo Taut—. Te envío un par de agentes con cajas de embalar. En aproximadamente hora y media.
Ossi colgó. Inmediatamente apareció Holler. Miró a Ossi inquisitivo.
—¿Y?
—En hora y media llegarán un par de compañeros con cajas.
—Bien —dijo Holler—. ¿Y qué hacemos mientras tanto?
Miró el reloj, fue hacia el teléfono, apretó una tecla.
—Señora Mendel, cancele la cita de las 12.15 por favor —dijo, con el auricular colgado—. Ocúpese de fijarla a otra hora. Gracias.
—Por mí no cancele ninguna cita —dijo Ossi.
—Lo prefiero así —repuso Holler, haciendo un gesto con la mano—. Venga, si no se lo impide su profesión, le invito a comer.
Ossi no quiso dejar traslucir su sorpresa. ¿Y por qué no? Así aprendes a conocerlo algo mejor, se dijo.
Fueron en el Jaguar de Holler, que era como un apartamento de cuero y madera. Éste conducía tranquilo y con seguridad; dominaba el coche. Pararon delante de un pequeño local, Le Chapeau. Holler se adelantó y abrió la puerta. Un camarero embutido en un traje negro le tendió la mano a modo de saludo y él se la estrechó.
—¿Hay algo para nosotros, Jakob? —preguntó.
—Naturalmente, señor Holler —dijo Jakob. Los guió hacia un rincón, separado del comedor principal por una pared, con vistas al Elba.
—¿Les puedo ofrecer ya algo de beber? —preguntó Jakob a Ossi. Ossi pidió un agua mineral. Jakob desapareció.
—Viene usted aquí a menudo —dijo Ossi.
—Sí —dijo Holler—, es un lugar tranquilo y la comida es buena.
Un carguero atravesó el Elba en dirección al puerto. Ossi intentó leer el nombre, pero no lo consiguió. En la popa ondeaba una bandera desconocida para él.
—Esa es la Esmeralda —dijo Holler—. Viene de Argentina, trae carne para las barbacoas de los restaurantes —añadió con un atisbo de desprecio.
Apareció Jakob con una bandeja sobre la cual portaba una botella de agua mineral y un vaso. Jakob llevaba una servilleta blanca sobre el brazo izquierdo.
—¿Quiere que le traiga la carta? —le preguntó a Ossi. Sonó como si fuera un desatino que Ossi pidiera la carta.
—¿Qué recomienda usted, Jakob? —preguntó Holler.
Jakob mencionó algunos platos, no muchos. Ossi apenas entendió nada. Cuando oyó mencionar el pollo, su decisión estaba tomada.
Como entrante eligió una sopa de tomate. Holler pidió un vino cuyo nombre sonaba francés. Ossi siguió con el agua mineral.
—¿Cuánto tiempo lleva en la policía? —preguntó Holler.
—Dieciséis o diecisiete años —contestó Ossi.
—Creí que al ser policía lo sabría con exactitud.
—Me es indiferente. —Ossi conocía a compañeros que ciertamente lo sabían con exactitud—. Al final lo único que cuenta son los ascensos.
—¿Y cómo le va en eso?
—Podría estar mejor, pero aún hay posibilidades.
Callaron. Ossi miró al Elba. Tenía una sospecha. Primero no la percibió con nitidez, después la sintió cada vez más intensa. ¿Por qué aquel hombre lo trataba tan bien? ¿Qué quería de él? No sería tan amable si no pretendiese algo, de eso Ossi estaba seguro. Y había más, algo que Ossi al principio no había advertido, pero que después le pareció monstruoso. Aquel hombre había perdido a su hija un par de días atrás, asesinada. Y aquí estaba sentado sin mostrar ni la más mínima tristeza. Ya en la oficina había actuado como si la cosa no fuera con él, pero allí Ossi no se había dado cuenta, aliviado por no tener que ocuparse de un padre lloroso y desesperado. Pero el llanto y la desesperación eran normales, la frialdad de Holler no.
—Seguro que se está preguntando ¿por qué este hombre no muestra ninguna clase de sentimientos? Ha perdido a su hija y sale a comer a un restaurante caro.
—No —dijo Ossi, asustado—. Claro que no.
—Me sorprende —dijo Holler—. Es lo que yo pensaría.
Se rascó la nariz con el meñique.
—La policía es diferente —dijo, sin aclarar en qué sentido pensaba que la policía era diferente.
Un par de minutos atrás Ossi había pensado que Holler quería algo de él, ahora temía que estuviese jugando, lo despistara, le mostrara su superioridad. Estaban tratando el asesinato de su hija y Holler haciendo jueguecitos.
—¿Y está usted absolutamente seguro de que no tiene enemigos, ya sea en su vida privada o en la profesional? —preguntó Ossi. Tenía que mostrar profesionalidad. Ossi creyó ver una sonrisa en la cara de Holler.
—No, que yo sepa. Aunque quizá alguien está enfadado sin motivo.
—Quizá —dijo Ossi—. Aunque puede que haya logrado que se enfade algún competidor hasta el punto de perder los papeles. Su empresa ha crecido mucho en los últimos años, según me han dicho.
—En los últimos veinticinco años hemos multiplicado por varios miles nuestras ganancias.
—Pensé que había crisis inmobiliaria —dijo Ossi.
—Sí, pero no para mí. Además, de eso hace ya una eternidad. Fue cuando acababa de asumir el negocio de mi padre. Desde entonces vamos para arriba. Cuando el mercado se reduce hay que comprar a los competidores para poder incrementar las ganancias a pesar de que las circunstancias sean desfavorables. Y yo utilicé la crisis para comprar viviendas a precios económicos. Ninguna crisis dura eternamente. Cuando pasó, hice buenos negocios.
—¿Y nadie se sintió estafado?
—He pagado buenos precios por las empresas. —Holler sonrió—. Es posible que algunos compañeros piensen que no deberían haber vendido, ahora se puede ganar dinero otra vez. Pero el enfado no puede ser serio ya que dado que estos señores obtuvieron de mí una suma bastante importante, no pueden decir que me aproveché de la situación. Y en cuanto a compras a precios económicos; no obligué a nadie a venderme su negocio y además prácticamente nadie compraba por entonces. Los dueños de las inmobiliarias me llamaban y preguntaban si no querría comprar esta casa o terreno, o tal vez aquellos otros. Y si algo me gustaba, lo compraba, pero al precio de mercado.
—Eso le habrá costado un montón de dinero.
—Cierto. Los bancos ayudaron un poco. Entonces era más fácil obtener un crédito que ahora. Y mi padre me había dejado en herencia una empresa totalmente saneada, con la caja registradora muy llena. Las compras no empeoraron mi situación en el mercado.
Lo dijo con ligereza, como si hablara acerca de una película que acababa de ver. A Ossi le hubiera gustado preguntar cómo se sentía realmente. El cadáver de su hija aún no había sido entregado para poder ser enterrado. Al día siguiente, habían dicho los forenses; entonces Holler podría enterrar a su hija. ¿También le resultaría tan sencillo?
Jakob llegó con el primer plato. La sopa de tomate de Ossi era un charquito rojo en el centro de un plato inmenso, cuyo borde estaba adornado con nata o algo similar. Olía a albahaca.
Holler tomaba una sopa de marisco; el charco en el plato tiraba a un tono beige.
A Ossi le gustó, era la mejor sopa de tomate de su vida. Le hubiera gustado pedir otra.
Comieron en silencio.
Tampoco durante el segundo plato hablaron demasiado. Se tomaron un café y volvieron a la oficina. Kamm y Kurz esperaban ante la puerta, habían traído a dos policías uniformados. Holler los condujo al sótano. Era limpio y luminoso, no un sótano de verdad, pensó Ossi. Holler abrió una puerta, en una pared había docenas de archivadores, en otra, un armario metálico inmenso. Los archivadores estaban ordenados por ejercicios económicos, limpia y claramente rotulados. Sólo después de un tiempo notó Ossi que la estancia estaba seca y el aire era fresco. Miró a su alrededor y vio una caja bajo la ventana. Oyó un zumbido. Un aire acondicionado. Ossi jamás había visto un sótano con aire acondicionado.
—¿Por qué hay aquí aire acondicionado? —le preguntó a Holler.
Éste señaló el armario metálico.
—Ahí dentro hay un par de piezas que requieren aire no viciado, y sobre todo algo de humedad.
—¿Cuadros?
Holler asintió.
—¿Puede abrirlo?
Holler dudó, después se sacó una llave del bolsillo de la chaqueta. El armario guardaba tres objetos envueltos en tela que por su forma tenía que tratarse de cuadros. Holler sacó uno y lo desenvolvió. Una virgen.
—¿No le dice nada, verdad? Es valioso, muy valioso. ¿Quiere ver también los otros dos?
Ossi negó con la cabeza.
Los policías habían traído cajas, y metieron en ellas los archivadores. Excepto Holler, cada uno de ellos llevó una caja al coche. Ossi se despidió de Holler cuando hubieron terminado. De camino a la comisaría pensó que probablemente estaban perdiendo el tiempo. No encontrarían nada en aquellas miles de páginas. Los papeles de Holler estaban tan limpios como su sótano. O más limpios aún. Le entraban ganas de vomitar.