Capítulo 7

Cuando despertó le ardían los ojos. Siempre era así cuando dormía poco. Había sido un milagro que hubiera podido dormir algo. Desayunó y se duchó. Recordó la noche anterior y se sintió miserable. Le torturaba la idea de tener que ir a la Universidad. Se vistió y abandonó el piso temprano.

En su mesa en la Torre de los Filósofos había una nota para que llamara al doctor Möller. Renate Breuer también le había apuntado el número de teléfono. Stachelmann gimió en voz baja. Marcó el número, pero no localizó al psiquiatra. Una voz femenina le dijo que no podía ponerse, y que llamase de nuevo en una media hora. Stachelmann estuvo a punto de preguntar quién era el que quería algo de quién.

Llamaron a la puerta, se abrió y Anne asomó la cabeza.

—¿Qué, cogiste tu tren?

—Sí —dijo él.

—Tienes mal aspecto. ¿Estás enfermo?

—No, no —dijo Stachelmann—. He dormido fatal.

—Yo también —dijo Anne—. Lo que te quería preguntar: ¿Has llamado al archivo y explicado que vas a ir acompañado?

Stachelmann se dio una palmada en la frente.

—Mierda, me he olvidado. Hoy mismo lo hago. Te colaré como si fueras mi ayudante. No podrán decir que no.

—Qué interesante, ayudante —dijo Anne—. Así podré hacer que cumplas un deseo.

—No, no, no he querido decir eso —dijo Stachelmann—. Sólo que sería el modo más fácil...

Ella sonrió y se marchó.

Qué día tan maravilloso.

Hojeó el Deutschlandarchiv que había encontrado en el correo. Hacía un par de números que discutían acerca de la política soviética para Alemania a inicios de los cincuenta. Su interés por esta clase de artículos menguaba en cada cuaderno. Perdían sustancia y ganaban en dogmatismo. Así ocurría siempre en las discusiones entre compañeros. Inicialmente Stachelmann había seguido con atención el debate, para perder después rápidamente el interés. Primero el contenido, después quedó la paja. A Stachelmann le gustaba comparar este tipo de controversia con las peleas de los ciervos en época de celo. Algunas de las viejas estrellas del gremio se ofendían con facilidad y no estaban dispuestos a reconocer que dos y dos eran cuatro si lo afirmaba un opositor. Algunos eran muy tozudos, siempre querían estar en posesión de la razón e incluso alimentaban los malentendidos. Bohming, el Legendario, que circulaba como un satélite a veces alrededor de este planeta, a veces alrededor del otro en el cosmos de los historiadores, se mantenía a la espera de cómo se desarrollaba una discusión para decidirse finalmente por una de las partes. Stachelmann tuvo que sonreír. Bohming era un charlatán, hacía tiempo que se había situado en el nivel más alto de toda discusión, allí donde se discutía simplemente por el hecho de discutir.

Stachelmann apartó la revista y cogió el teléfono. Esta vez el doctor Möller consintió en atenderle.

—¿Podría volver a pasarse por aquí? —le preguntó. Por supuesto tenía que ser de inmediato, pues el doctor tenía un hueco en aquel momento. Y, pensó, quién puede saber lo que pasará mañana; se vivía en una época en la que había que contar en cada momento con ser reclamado por alguna víctima de algún accidente. Stachelmann se convenció de que éste era un día de locos. Möller estaba histérico, Anne estaba extraña y Alicia por supuesto estaba loca.

Esta vez Stachelmann también disponía de tiempo, de modo que se dirigió a la clínica caminando. El doctor Möller lo saludó amablemente, le ofreció una silla y guardó silencio. Después habló.

—Estoy completamente seguro de que usted no siempre ha rechazado a la señorita Weitbrecht. Entiendo que esto le resulte desagradable. Y que pueda traerle problemas en la Universidad.

Stachelmann le miró y sacudió la cabeza. No entendía nada.

—No. La señorita Weitbrecht asiste a mi clase. Eso es todo.

Después levantó el índice y se corrigió.

—No, eso no es todo. Después de comenzar las clases de este semestre comenzó a perseguirme. —Stachelmann creyó percibir compasión en los ojos de Möller.

—Y usted no pudo resistirse —asintió Möller con voz suave.

—¡No, maldita sea! —dijo Stachelmann, y se asustó a sí mismo por el tono de voz empleado, alto y estridente—. Es una histérica. Me llama cada par de días y quiere visitarme. Quién sabe por qué se ha propuesto perseguirme.

Möller sonrió, como si quisiera decir, sí, sí, desahógate, pero no te creo ni palabra.

—Bueno, sea como fuere —dijo—, calculo que usted debe asumir cierta responsabilidad con respecto a la señorita Weitbrecht. Si lo quiere así, contémplelo como parte de esas responsabilidades generales que tenemos las personas las unas con las otras simplemente por ser personas.

Stachelmann estuvo a punto de gemir en voz alta. Möller estaba tan loco como Alicia. Y ésta le tenía que haber echado mucho cuento al asunto.

—Estaría muy bien que pasara a verla ahora. Y cuando le demos el alta, no debería interrumpir el contacto. Al menos, no de inmediato.

¿Quién había decidido eso? Stachelmann se esforzó por reprimir su ira.

—No soy el terapeuta particular de la señorita Weitbrecht. Es posible que esta señorita haya conseguido convencerlo de que soy un monstruo sin corazón...

—Oh, no —dijo el doctor Möller—. La señorita Weitbrecht le considera una persona maravillosa —le dijo, con ojos brillantes.

—No voy a ver a la señorita Weitbrecht. Y me parece conveniente que ella me evite tanto a mí como a mis clases, en la medida de lo posible. No le he proporcionado motivo alguno para pudiera ni siquiera soñar que sería para mí algo más que los restantes estudiantes de mi clase. Y ni siquiera puedo decir que destacase en ésta.

Möller sonrió amablemente.

—Me parece que su agitación es muy reveladora...

Stachelmann se levantó.

—Dígale por favor que la próxima vez coja un cuchillo. Pero que se corte las venas verticalmente, o no funcionará. Lo he leído en alguna parte. Y ahora le deseo un día agradable con su paciente. Quizá pueda serle usted mismo de alguna utilidad.

Cerró con un portazo y se marchó. Tras unos pocos pasos lamentó haber sido tan duro, tras algunos más, le pareció haber sido incluso cruel. Durante unos instantes estuvo tentado de volver, pero después vio ante sí la expresión triunfante del doctor Möller, así que avanzó con mayor celeridad. Un viento helado soplaba por las callejuelas, a pesar de encontrarse en mitad del verano.

* * *

El hombre era bajo y gordo. Llevaba gafas con montura de concha y hablaba muy despacio, como si la actividad le causara dolor. Ossi empezó a impacientarse. El gordo era uno de los dos auditores contratados por Taut. Ya habían revisado someramente las cuentas de Holler y Taut los había convencido para que ofrecieran un resultado parcial de su análisis.

El gordo se llamaba Steinbeißer.

—Estimados compañeros, ya saben ustedes que el señor Tannhuber y yo pensamos que no es, bueno... digamos... demasiado serio que les comentemos en estos momentos unos documentos que aún no hemos podido estudiar a fondo. Hemos podido disponer de muy breve tiempo, necesitaríamos al menos dos semanas más. Pero ustedes nos indican que no disponen de ese tiempo; su compañera asesinada, un caso urgente, lo comprendemos. Pero entiendan por favor que de ninguna manera podamos ofrecerles un informe por escrito. Es muy posible que lo que les digamos ahora se revele, a la luz de los resultados finales, como parcial o totalmente falso. Cierto, ello no es demasiado probable, pero tampoco es imposible. Así que lo que les voy a revelar ahora no les servirá en ningún caso como prueba. Debido a ello, sigo preguntándome de qué les servirán mis informaciones...

Se encogió de hombros y se pasó la mano por el pelo grasiento.

—¿Y? —preguntó Taut.

Steinbeißer murmuró algo, en voz demasiado baja como para que lo oyera nadie. Después alzó los hombros.

—El señor Holler es un hombre rico, a no ser que haya perdido en el juego los considerables ingresos de su empresa. Es dueño de la agencia inmobiliaria más importante de Hamburgo...

—Eso ya lo había leído yo en el periódico —se le escapó a Ossi. Steinbeißer sabía poner a prueba la paciencia de sus oyentes.

El auditor le lanzó a Ossi una dura mirada.

—Los libros de la empresa son revisados cada año por un auditor que pertenece a una de las mejores firmas de Hamburgo: Niemeyer e Hijos. Quizá los hayan oído mencionar, yo mismo realicé mis prácticas allí hace casi veinte años. —Miró orgulloso a su alrededor—. Pero eso sólo ocurre desde 1975.

—¿El qué?

—El que a partir de ese año son Niemeyer e Hijos los que gestionan las cuentas de Holler. Con anterioridad aparece en los documentos otra firma que no conocemos, y que en la actualidad ya no existe: Hansen, Notarios y Auditores. Así lo indican los sellos y también aparece en el encabezado de la correspondencia. Esta empresa sólo ha parecido existir durante cinco años, desde 1971 a 1975.

Los dedos de Ossi tamborileaban sobre la mesa. Taut le lanzó una mirada iracunda y alzó las cejas. Ossi se metió las manos en los bolsillos.

—Dado que creemos que la empresa Niemeyer e Hijos está fuera de toda sospecha. Bueno, libre de error no está nadie, pero no sería sensato presuponerlo de entrada. Por ese motivo, hemos estado estudiando los libros del año 1974.

—Ah —dijo Taut.

—Herrmann Holler murió el 16 de junio de 1974. Su hijo parece haber sido su único heredero, al menos los libros no mencionan a nadie más. Herrmann Holler le legó la empresa inmobiliaria. Ya entonces estaba bastante bien situada en el mercado. En las cuentas de la empresa había más de un millón de marcos en efectivo, lo cual, para entonces, puede considerarse una cantidad impresionante. Además existía otra cuenta, especial, en la que había ingresados más de once millones.

Taut silbó.

—Eso no quiere decir nada —dijo Steinbeißer impasible—. Puede que poco antes de su muerte Holler hubiera vendido un edificio de oficinas o un bloque de pisos y dejado que la transacción pasase por su propia cuenta. Entonces una suma tan elevada como esa sería fácilmente explicable. Sea como fuere. El dinero permaneció en la cuenta de Holler. Y en un principio no ocurrió nada. No puso el dinero a plazo y perdió un montón de intereses.

—¿Quiere decir que durante años tuvo guardados once millones y no hizo nada con ellos? —preguntó Ossi.

—Exactamente.

—¿Y finalmente parece que sí tocó el dinero?

—Tras un par de años comenzó a gastárselo. En principio parece que a través de transferencias, no de reintegros.

—¿Transferencias a quién?

Steinbeißer lo miró, dudoso.

—Tengo aquí una lista de los destinatarios.

—¿Sabe por qué concepto se hicieron esas transferencias? —Taut parecía intranquilo.

—Aún no. Mi compañero y yo tendremos que seguir estudiándolo durante un tiempo.

—¿Ninguna idea?

—Una suposición —dijo Steinbeißer. Se mordió una uña y escondió la mano de inmediato tras la espalda cuando percibió las miradas de los oyentes—. No es nada serio lo que estoy haciendo.

—Lo emplearemos como suposición, no como prueba. Para esto último esperaremos hasta que lo tenga todo atado.

Steinbeißer parecía aliviado.

—Con ese dinero compró otras empresas, otras agencias inmobiliarias, competidores. Aunque hasta la fecha no he encontrado contratos ni documentos notariales, por lo que me limito a conjeturar.

—¿Pero cree usted que su suposición es correcta? —preguntó Taut.

Steinbeißer asintió.

—Bueno, lo sabremos pronto —dijo Taut y le dio la lista de nombres de Steinbeißer a Kamm—. Búscalos.

Kamm abandonó la estancia.

Steinbeißer seguía en pie en el centro de la habitación, tenía perlas de sudor sobre su frente. Taut le dio las gracias y lo acompañó hasta la puerta.

Cuando Steinbeißer se hubo marchado todos permanecieron sentados en silencio. Ulrike siempre había ocupado la esquina al lado del escritorio de Taut, y ahora ese lugar estaba vacío.

Taut miró a Ossi.

—¿Algún resultado con el historiador?

—Su novia es muy guapa —dijo Ossi encogiendo los hombros.

—Fantástico —dijo Taut, irritado.

—Así que esos once millones eran como un fondo de guerra —dijo Kurz.

—Mejor que eso —Taut se levantó y se estiró—. Pero, ¿de dónde salió el dinero? El viejo Holler era dueño de una buena empresa, pero de carácter modesto. ¿Y guardar así, tan fácilmente, once millones?

—¿Habrá pagado los impuestos correspondientes?

—No creo que lo averigüemos nunca y de todos modos ha prescrito. Y si aquí alguien es culpable de estafa, es el viejo Holler. Y no creo que podamos echárselo en cara al amigo Maximilian.

—Pero éste podría haberse hecho algunas preguntas al menos —dijo Ossi.

—Y tal vez se las hizo.

—Vamos a tener que preguntarle —dijo Taut—. Ossi, ya que eres tan amigo suyo, ocúpate tú.

Ossi asintió. Típico, pensó. En las películas, el comisario principal lo hace todo él mismo, pero en la sección tercera del Rufbereitschaft del Departamento de Homicidios de Hamburgo éste envía a su gente y se queda en casa a la espera como una araña en su red. Taut era paciente, un maestro de deducciones lógicas, en eso adelantaba a todos los demás. Además, a Ossi le apetecía ver a Holler otra vez, así podría preguntarle si su padre había tenido algo que ver con algún campo de concentración. Aunque a estas alturas a Ossi le parecía irrelevante la pregunta, se había propuesto hacerla. Sería algo distinto.

—¿Puedo llevarme a mi historiador experto?

Taut reflexionó un momento.

—Sí, si se mantiene en un segundo plano. No quiero tener problemas. Esto es una investigación policial.

* * *

Jack recibió formación como cerrajero. No podía ni plantearse una educación superior o incluso una universidad. Sus padres de acogida no eran ricos, y aunque lo hubieran sido, él no era hijo suyo. Le sorprendió comprobar que poseía unas manos muy capaces. Aprendió a limar y llegó a comprender bastante bien las leyes de la mecánica. Pronto alcanzó buena fama en el taller, aunque le pagaban menos que a los otros aprendices, Joe y Phil. A cambio éstos le maltrataban continuamente, acusándole de intentar destacar en perjuicio de ellos. No podían soportar que él fuera mejor, y le odiaban más aún por ser alemán. Consideraban las torturas a las que lo sometían como una especie de contribución a la guerra. Le difamaban, atribuyéndole piezas defectuosas y robaban sus trabajos, además de ensuciar su banco de trabajo con fragmentos de hierro y aceite. El maestro intuía lo que ocurría, pero no intervenía, y castigaba a Jack de vez en cuando, cuando Phil y Joe lo acusaban de algo. Casi siempre con alguna hora extra, lo cual le beneficiaba.

A pesar de todo, Jack se sintió feliz por haber aprendido a hacer algo que le gustaba tanto. Aprendió a usar sus manos para crear obras de arte. Era así como llamaba a los objetos que creaba y construía en su tiempo libre. Lo que más le gustaba eran las ruedas dentadas. Con ellas podía transmitirse fuerza de muchas maneras diferentes. Aprendió a calcular relaciones de transmisión y a construir complicados mecanismos. Muy pronto fue capaz de reparar motores de tractores, atrayendo nuevos clientes y, por consiguiente, dinero, para su jefe. Jack, a su vez, obtuvo por ello su primer contrato como ayudante. Se sentía agradecido, ya que a los alemanes no se les contrataba tan fácilmente; la gente del campo era desconfiada. De poco servía que Jack fuera judío, para los ingleses los alemanes siempre serían alemanes. Por lo menos le dejaron recibir formación con lo que le fue mejor que a su familia. Habrían muerto todos, pues, según decían algunos, estaban matando a los judíos; al menos, así lo habían oído en la radio. Pero a la vez, no parecía que se tomara muy en serio el rumor. En la Gran Guerra Mundial también se habían contado muchas mentiras. ¿Por qué esta guerra iba a ser diferente?