Capítulo 6
Lunes.
Stachelmann estaba sentado ante su escritorio leyendo el trabajo de uno de sus estudiantes. Se aburría. El trabajo repetía lo que indicaban otros historiadores destacados. Llamaron a la puerta; era Anne. Le sonrió, traía un vaso con café.
—Para que te despiertes —le dijo.
Le dio las gracias. Anne le dejó un archivador delgado encima de la mesa.
—Este es el proyecto de mi trabajo.
—Creí que aún estabas buscando fuentes.
—Lo he elaborado basándome en bibliografía secundaria y algunas fuentes indirectas. Naturalmente, es provisional. ¿Lo podrías mirar?
Asintió. Él no tenía ningún proyecto.
Se acercó a su lado del escritorio y le rozó el hombro con la mano. A Stachelmann se le puso la carne de gallina.
—¿Qué lees? —Stachelmann la vio sobresaltarse—. Perdona —se excusó y retrocedió hasta el otro lado del escritorio—. Perdona, a veces no pienso las cosas y soy demasiado pesada.
—No, no —dijo Stachelmann—. No pasa nada. Es un trabajo de clase.
—¿Cuándo nos vamos? No lo hemos hablado.
—He pedido cita en el archivo nacional para el 29 y me gustaría quedarme unos 10 días. Después continúo a Weimar, allí podré entrar sin anunciarme, conozco al archivero principal.
—¿Ah sí? —dijo ella divertida—. Suena como en la Mafia. Una mano lava la otra. ¿Y tú qué haces a cambio?
—Nada —dijo Stachelmann—. Él probablemente piense que sus documentos caen en buenas manos. Me dijo una vez que había leído algo mío y desde entonces me da algún consejo de vez en cuando y me ahorro pedir cita.
—Bueno, ya lo veré todo y después emitiré mi juicio.
—Estoy en contra de la pena de muerte, y más si se trata de mí.
—Yo también, excepto para el tráfico de documentos —dijo Anne. Calló un instante—. Tendré que renunciar a mis vacaciones. Quería ir a Grecia, a finales de mes, meterme en ese jaleo. Bueno, no pasa nada, de todos modos hace demasiado calor allí y tengo un seguro de cancelación de viaje y un amigo médico.
—Tengo que hacer una aclaración —dijo Stachelmann—. Si el delito es la estafa a un seguro estoy a favor del fusilamiento, todo legal, naturalmente.
—¡Qué cruel! —dijo Anne—. ¿Qué haces esta noche? Podrías entretenerme un poco en estos últimos días de mi vida.
—Esta noche he quedado con un amigo, aquí a la vuelta de la esquina, en el Tokaja.
Anne reflexionó un momento.
—¿Un amigo de aquí de la Universidad? Perdona, a veces soy muy curiosa.
Stachelmann se sintió inseguro.
—No, está en la policía.
—Vaya, el mejor amigo del traficante de documentos es policía. Probablemente ya lo has metido en tus turbios negocios.
—Aún no. Pero ya lo haré. No, esta noche sólo comentaremos algunos asesinatos.
Anne elevó las cejas.
—¿Asesinatos?
—Los asesinatos Holler. Seguro que lo has oído mencionar.
—Claro —dudó ella—. ¿Y qué tienes tú que ver con eso? —preguntó.
—Yo nada. Pero en las investigaciones parece haber aparecido algo relacionado con la época nazi.
—¿Y cómo ha dado contigo la poli?
—Ya te lo he dicho, tengo un amigo que es poli —dijo impaciente, y lo lamentó después.
Anne reflexionó, tenía la punta del meñique derecho en la comisura de la boca.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó.
—¿Adonde?
—Bueno, esta noche, con tu amigo.
—Claro —dijo Stachelmann—. ¿Estás sedienta de sangre?
—Me llaman el vampiro de Von-Melle-Park —dijo Anne. Mostró los dientes.
—Bueno, sí, un vampiro muy joven —dijo Stachelmann—. Pero vosotros alcanzáis más edad que nosotros simples mortales. Intenta tomar algo para que te crezcan los dientes.
—Ya lo he hecho. Sólo que tarda un poco.
Le miró tristemente.
—¿O es una reunión de sólo chicos?
Stachelmann rio.
—No, me alegro de que vengas. Saldré poco antes de las ocho.
Una vez que ella se hubo marchado fue consciente de su confusión. La inalcanzable tenía un sentido del humor bastante infantil y podía ser un tanto pesada.
Miró el reloj, ya comenzaba su clase. Tomó su maletín, y de camino al aula se le ocurrió una pregunta que podía plantear a sus alumnos. Advirtió que el encuentro de por la noche le preocupaba. En el aula había bastante ruido y algunos estudiantes siguieron charlando aún después de que Stachelmann entrara. Algunos parecían dormitar, y otros leían el periódico o algún libro. Dejó caer su maletín sobre la mesa. El sonido hizo que algunos le miraran.
—¿Puedo interrumpir sus conversaciones y sus lecturas? —preguntó amablemente. Los estudiantes le miraron con curiosidad. Algunos rieron en silencio. Se sentaron en sus sitios y le miraron expectantes. Alicia Weitbrecht no estaba, buena señal. Simone Wagner parecía relajada detrás de su mesa y le miraba amablemente. Parecía haberse esfumado su enfado.
—Nos adelantaremos hoy un poco en el tiempo, pues la pregunta que quiero hacerles es importante para nuestro curso. Es la siguiente: ¿Qué eran las SS Totankopfverbandel ¿Cuáles eran sus funciones?
Delante, a la izquierda, alguien había alzado la mano. Stachelmann se alegró de que alguien le pidiera la palabra. No conocía el nombre del estudiante.
—¿Y qué pasa con el trabajo que iba a exponer yo hoy? —protestó el estudiante.
—Ya llegaremos a eso. Si no es posible hoy, entonces la semana que viene —contestó Stachelmann.
—Y entonces el mío a freír espárragos, porque en dos semanas se acaba el semestre, si lo recuerda —se lamentó otro estudiante del que hasta la fecha no había oído nunca nada.
—Leo y puntúo todos los trabajos, pero quedó claro desde un principio que no todos se pueden corregir en clase.
Estaba sorprendido, no entendía que los estudiantes no abrieran la boca en clase durante meses y luego pudieran exigir exponer su trabajo. Sólo daba tiempo a tratar tres cuartas partes de los trabajos, ya que el semestre de verano era breve, y su clase estaba muy concurrida. Al final habría un examen que Stachelmann tendría que corregir después de volver de su viaje de investigación. Pensó en Anne.
—Déjenme volver a mi pregunta —dijo. Lentamente surgió una discusión, cuyo resultado fue el descubrimiento de que sus estudiantes sabían poco más que nada. Hasta ignoraban quién vigilaba los campos de concentración.
Cuando tras finalizar la clase abrió la puerta de su despacho, oyó una voz a sus espaldas.
—¡Señor Stachelmann! ¡Señor Stachelmann!
Era Renate Breuer. Llegó dando saltitos sobre altos tacones y agitando una nota. Respiraba pesadamente cuando se paró delante de él.
—Una llamada desde la clínica Eppendorf. La señorita Weitbrecht. Aquí tiene el número.
Rogó a Renate Breuer que entrara en su despacho. Ella le siguió hablando hasta que, lentamente, él comprendió. Alguien había llamado desde la clínica Eppendorf, donde habían ingresado a Alicia Weitbrecht y querían que él devolviera la llamada. En la nota ponía un nombre, doctor Möller.
Stachelmann se sentó en su sillón y se quedó en silencio. ¿Se trataba de algún truco? La secretaria miraba. ¿Qué estaba pensando? ¿Creería que tenía algún rollo con Alicia? Le rogó que saliera y obtuvo una mirada maligna. Después tomó el auricular y marcó el número que aparecía en la nota. Una mujer le dijo que le comunicaría con el Dr. Möller, al que oyó tras unos minutos.
—¿Es usted Josef María Stachelmann? —preguntó Möller. Stachelmann había indicado su nombre al llamar, pero lo repitió.
—Debo preguntárselo porque mi paciente me ha permitido informarle sobre su estado.
—¿Qué estado? —preguntó Stachelmann.
—Físicamente se encuentra bien. Psicológicamente no; ha intentado suicidarse.
—¿Perdón?
—Suicidio —dijo Möller—. Si dispone de un momento por favor pásese por la sección de psiquiatría. Me gustaría hablar con usted. Creo que es importante.
—¿Ahora mismo?
—Si puede ser...
Stachelmann llamó a un taxi. No empleó ni diez minutos en llegar al hospital. Encontró la sección de psiquiatría en aquel laberinto de cemento y preguntó por el doctor Möller. El portero le indicó el camino y encontró la consulta de inmediato. En la puerta de la consulta 35 había una placa, "Jefe Médico". Llamó a la puerta con suavidad.
—¡Entre! —autorizó una voz poderosa, que luego no hacía juego con el cuerpo del que procedía. Möller era pequeño y vigoroso, tras unas gafas redondas de gruesos cristales brillaban unos ojos muy negros. Era casi completamente calvo, y a pesar de todo Stachelmann no le calculaba más de treinta y cinco años. Otro que había llegado más lejos que él.
Möller le ofreció una silla. Se rascó la barbilla.
—¿Quizá pudiera usted ayudarme? —preguntó.
—Más bien creo que no —dijo Stachelmann—. ¿Qué ha pasado?
—Ha intentado asfixiarse. El extremo de una manguera en el tubo de escape, y el otro lado dentro del coche, cerradas todas las ventanas y el motor encendido. De vez en cuando se ve algo así en el cine, no es difícil y no duele.
Möller habló en tono monótono, como si no le interesara el asunto.
—Pero no ha funcionado —dijo Stachelmann.
—No podía funcionar. La señorita Weitbrecht posee un coche moderno. Su catalizador filtra un montón de gases venenosos, por ejemplo, monóxido de carbono. Con los coches de hoy se puede llegar a estar calentito, pero la gente que desee suicidarse cómodamente debería comprarse un coche más antiguo. Con esos aún funciona.
Stachelmann calló, aunque se sentía como si debiera decir algo.
—¿Y cómo acabó el asunto?
Una pregunta estúpida.
—Estaba sentada en su coche y, perdón, echó hasta la primera papilla. Los gases no son aire puro. Ella se encontraba en un aparcamiento, en la B75, cerca de Reinfeld. Dos técnicos, que venían de una urgencia por un atasco de cañerías, la encontraron en el coche. Uno de ellos salió a orinar y descubrió el coche con la manguera y el motor en marcha.
—¿Cuándo?
—Ayer por la noche.
Así que había permanecido todo el día en Lübeck o al menos en las cercanías.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—Eso lo sabrán usted y la señorita Weitbrecht —dijo Möller. Miró a Stachelmann a los ojos, como si quisiera decirle: Tú sabrás lo que has hecho con ella.
—Se pasa todo el tiempo hablando de usted. Dice que usted la ha traicionado o la ha dejado. ¿Mantenía una relación con ella?
—No. Está en mi clase, eso es todo.
—Ah —dijo Möller.
Stachelmann estaba furioso. Aquel hombre pensaba que era culpable de lo que los juristas llamaban relación con personas dependientes, o algo similar. Y ahora lo hacía responsable de la locura de una histérica que le perseguía. Él era la víctima y no ella. ¿Qué culpa tenía él si era ella quien se había vuelto loca? No le había dado ningún tipo de esperanzas. A la primera señal de locura la había rechazado, le había colgado tras su última llamada y no se puede indicar a una persona más claramente que no se quiere nada con ella. Al menos no lo que andaba dando vueltas en la cabeza de Alicia. Si en la Facultad circularan rumores acerca de una relación entre Stachelmann y Alicia caería al abismo. El que hubiera intentado quitarse la vida suponía una prueba en su contra. Sintió cómo Möller le observaba atentamente.
—Bueno, es algo que se repite una y otra vez. Las mujeres imaginan cosas, creen que hay algo entre ellos, y cuando descubren la realidad, la decepción es tremenda. Algunas caen en la depresión, otras se suicidan, otras empiezan a odiar e intentan perjudicar al que las rechaza —dijo Möller, en un tono que parecía querer indicar que no le gustaría estar en su lugar—. ¿Quiere verla?
—No —dijo Stachelmann.
—Sería lo mejor —dijo Möller—. Al menos, para ella.
Stachelmann sintió cómo se le obstruían las vías respiratorias. Le entró el pánico. No quería tener nada que ver con todo aquello, él no era culpable de nada y Alicia le arrastraba hacia algo que le daba asco. Ya había conseguido que él pareciera responsable. No quería volver a verla nunca más.
El doctor Möller le mostró el camino hacia su habitación. Stachelmann llamó a la puerta tras un instante de duda y la abrió. Yacía en la única cama de la habitación. Parecía un ángel. Cara muy blanca, pelo rubio largo; debía haberse peinado recientemente. Mantenía los ojos cerrados. Stachelmann la miró y supo que no dormía. Parecía tensa.
—Ven, siéntate aquí conmigo —dijo ella, mientras abría los ojos—. Parecía totalmente despierta. Dio palmaditas sobre el colchón. Stachelmann cogió una silla cerca de una mesa, sobre la que había un ramo de flores, y una fuente con fruta. Acercó la silla a un lado de la cama.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó Stachelmann.
—No, hablemos de otra cosa.
Silencio.
—¿Qué tal hoy en clase? ¿Te has dado cuenta de que yo no estaba? Ha sido la primera vez.
—Sí.
—Acércate un poco.
Stachelmann acercó la silla unos centímetros más a la cama.
Ella extendió la mano en su dirección.
El dudó, luego se la cogió. La apretó y la soltó de nuevo.
—Es bueno que estés aquí.
—¿Cuánto tiempo permanecerá en el hospital?
—No lo sé, probablemente una semana. Tienes que visitarme todos los días.
Él no contestó.
—¿Me lo prometes? —preguntó con voz suave pero tono enérgico.
—Sí —dijo él—. Pero ahora tengo que irme.
—¿Ya?
—Sí, el trabajo.
—Entonces dame un beso y vete.
Stachelmann se inclinó sobre ella, olió su perfume, ligero, excitante, y la besó superficialmente en la mejilla. Ella sonrió. Él la abandonó sin mirar atrás.
Volvió a pie a Von-Melle-Park. La fina lluvia no le molestaba, se adecuaba a su ánimo. ¿Cómo podría deshacerse de Alicia sin que se suicidara?
Anne apareció a las siete y media en su despacho. Se sentó frente a él y le miró.
—Dios mío, vaya pinta que tienes.
El encogió los hombros; se sintió fatal. Desde que había vuelto de ver a Alicia había estado sentado ante su escritorio sin hacer nada en absoluto. Le contó a Anne lo que había ocurrido.
Después estuvieron largo tiempo sin hablar.
—No tienes la culpa de nada —dijo Anne—. No le has dado esperanzas.
¿Era una afirmación o una pregunta?
—Jamás —dijo Stachelmann—. Más bien al contrario.
—Quizá tu rechazo le ha hecho creer que estabas reprimiendo tus verdaderos deseos. Quizá en su niñez hubo algún caso en el que un no rotundo sólo escondía un sí o creyó que sólo había que insistir un poco para sacar a la luz ese sí.
—Vaya mezcla de minería y psicología aficionada —dijo Stachelmann. Le dolían las rodillas. Ya se había sentido cansado cuando había llegado al Departamento por la mañana, pues por la noche había estado caminando por su casa, tumbándose a ratos y levantándose de nuevo. Le dolía todo. Finalmente se tomó más pastillas de las debidas para poder dormir al menos dos o tres horas.
—Perdona —dijo Anne. Parecía molesta—. No hace falta ser psicólogo para ver eso. Tengo una amiga de la época del colegio en cuya familia siempre ocurrían cosas así. Y nunca he tenido nada que ver con la minería. Se traga mucho polvo de carbón.
Stachelmann le estaba agradecido. A ella no le molestaba su mal humor y se esforzaba por animarlo.
—A esta ya no me la quito más de encima —dijo él en voz baja.
—Conozco a un par de hombres a los que les encantaría estar en esa situación desesperada tuya. Es guapísima y nada tonta.
—Quizá puedas presentarle a algún hombre de esos. Parece que estás puesta en el tema.
Anne rio. Miró su reloj.
—Tenemos que salir —dijo.
* * *
Habían apilado todos los documentos en la oficina de un agente que estaba de baja. No se sabía cuándo volvería, si es que alguna vez lo hacía. Taut había traído también a dos auditores. No había sido fácil y hasta había tenido que presionar Schmidt. Cómo había conseguido Taut que Schmidt accediera a ello era un secreto. Este sabía que el jefe de policía conocía muy bien a Holler, quizá por ello había consultado previamente al jefe. Éste, a su vez, no quería que dijeran que no facilitaba la investigación, después de haber reunido antes a todos sus hombres para hacerles reproches. Taut había buscado claramente el momento más propicio. Además, ¿qué imagen se hubiera dado de cara a las elecciones próximas si se rumorease que el jefe de policía había protegido a un sospechoso? Visto así, sería de desear que cada año hubiese elecciones a la alcaldía, pensó Ossi. Se avanzaría mucho.
Mientras los auditores echaban una primera mirada a los libros de Holler, los compañeros del Rufbereitschaft esperaban en la oficina de Taut. Compartieron los datos y resumieron los resultados, que eran escasos y aparentemente inconexos. Habían difundido fotografías de Ulrike y del Mercedes en periódicos y emisoras de televisión local. Muchas llamadas, casi todas de colgados. Algunos habían visto a Ulrike cuando ya hacía tiempo que había muerto.
Ossi había fotocopiado el artículo sobre las Totenkopfverbande y también el dibujo de Ulrike y los había repartido entre los compañeros. Kamm no dijo nada, Kurz le dio la vuelta al dibujo de un lado a otro.
—No entiendo nada —murmuró—. Es verdad, parece un árbol genealógico. Pero aunque no sea ningún problema poner los nombres adecuados en los lugares adecuados, ¿qué?
—Vamos a hacerlo —dijo Taut.
—¿Qué?
—Poner los nombres.
—Quizá todo esto no tenga nada que ver con nuestro caso —dijo Ossi—. Nos estamos perdiendo en la selva.
—¿Tienes algo mejor? —preguntó Taut.
Ossi negó con la cabeza.
—¿Y qué dice tu historiador?
—Lo veré esta noche.
Esta vez Ossi ya estaba sentado a una mesa cuando Stachelmann y Anne llegaron al Tokaja. Stachelmann presentó a Anne.
—Una compañera —dijo, en lugar de una justificación. Le resultaba incómodo el atisbo de sonrisa que vio en la cara de Ossi.
Apareció la camarera vestida de negro y tomó nota bruscamente. Anne y Stachelmann pidieron verduras rebozadas con queso y un vino tinto, Ossi una cerveza y un Korn doble.
—No tengo hambre —dijo Ossi.
—Yo tampoco —dijo Stachelmann—. Pero morirse de inanición no lo hace a uno más feliz.
Ossi relató los acontecimientos desde su último encuentro.
—He leído lo de tu compañera —dijo Stachelmann—. ¿Estás seguro de que su muerte está relacionada con el caso Holler?
—No —dijo Ossi—. Si te digo la verdad, estamos totalmente despistados. Naturalmente nunca he dicho esto y tampoco quiero leerlo en los periódicos.
—Entiendo —dijo Anne, sin sonar ofendida—. Juro que callaré como una tumba. Palabra de honor.
Ossi no sonrió. Parecía cansado. Metió la mano en el bolsillo interior de su americana y sacó un papel.
—He encontrado un artículo en su casa. Lo había recortado del Spiegel. Quizá tenga algo que ver con el caso, aunque probablemente no. Pero cuando no se sabe absolutamente nada, la especulación ya es casi una pista.
Le acercó el artículo a Stachelmann. Éste lo leyó superficialmente y se lo pasó a Anne.
—¿Por qué recortar un artículo como éste? —preguntó Anne—. ¿Se interesaba su compañera por la Historia?
—No, que yo sepa. Hubiera mencionado algo alguna vez. Leía mucho, pero novelas, de actualidad. Se guiaba por las recomendaciones del programa de televisión Literarisches Quartett.
—Una agente de policía que sentía entusiasmo por la literatura —dijo Anne sorprendida.
—No vea tantas películas —dijo Ossi. Se volvió a Stachelmann—. ¿Y qué son esas Totenkopfverbände?
—Eran los equipos de vigilancia de los campos de concentración. Algunos de ellos luchaban en la unidad armada de las SS y también en el frente. Su jefe se llamaba Eicke, uno de los peores criminales de Himmler. Cayó en 1943. Por eso los aliados no pudieron ejecutarlo. Hubiera sido uno de los principales criminales de guerra.
Anne lo había recitado de forma objetiva antes de que Stachelmann pudiera articular palabra. Sólo le quedó asentir.
—¿Y lo has encontrado junto al dibujo en casa de tu compañera? —preguntó.
Ossi asintió.
—Juntos en la misma carpeta.
—¿Habéis investigado el árbol genealógico de los Holler?
—Estamos en ello.
—¿Y qué se sabe de la familia?
—Todo intachable. —Les describió su comida con Holler—. Y ya que estoy revelando secretos profesionales, uno más. Estamos investigando sus cuentas.
—¿Así que seguís una pista?
—Estamos mirando a ciegas por aquí y por allá, intentando encontrar en alguna parte un extremo de cuerda del que tirar y esperando que al otro lado haya algo más que un arenque muerto. Holler asegura que no tiene enemigos. Pero, ¿quién está acabando entonces con su familia? Es posible que haya arruinado a algún competidor o socio. Quizá sin pretenderlo. ¿De dónde sale tanto odio?
—Podría ser un loco —dijo Anne— que quizá le tenga envidia.
—Pudiera ser —asintió Ossi—. Nuestro psicólogo también defiende esa teoría. Pero intenta atrapar a un loco que no tiene conexión alguna con su víctima y que no comete fallos.
Anne se levantó y se dirigió al aseo.
Ossi le sonrió a Stachelmann.
—Anda la que te has buscado.
Stachelmann no le entendió. Se encogió de hombros.
—¿Está disponible entonces? —preguntó Ossi.
Stachelmann sintió celos.
Anne volvió.
Ossi se volvió hacia ella, dándole medio la espalda a Stachelmann. Stachelmann percibió cómo Ossi se esforzaba en atraer a Anne hacia una conversación privada. Atendió a medias. Ossi estaba describiendo su época salvaje en Heidelberg. Sonaba a fanfarronería.
Ossi subió el tono voz.
—Una vez tuve que salvarlo. Ahí estaba, medio soñando otra vez, y de repente se encontró en mitad de un grupo de ultraderecha. El día antes había estado atacándolos en una asamblea universitaria y ellos se habían enterado. Me metí en mitad del grupo, cogí a Jossi del brazo y me lo llevé al comedor universitario. Nos escurrimos antes de que se dieran cuenta de lo que estaba pasando. Si la mayor parte de los de derechas no tuvieran amputado el cerebro, haría tiempo que estarían en el poder en este país.
La de negro trajo las bebidas. Ossi se bebió el Korn doble de un solo trago.
—Otro —pidió.
Anne se dirigió a Stachelmann.
—Bueno, Jossi, eras un héroe entonces.
—No te acostumbres siquiera al nombre, porque si no a partir de ahora seré para ti el Dr. Stachelmann —dijo Stachelmann.
—Por supuesto, señor Director.
La máquina tragaperras repiqueteó.
La de negro trajo la comida. Ossi pidió otra cerveza y otro Korn doble. Después se echó hacia atrás.
—¿Qué pueden tener que ver las Totenkopfverbande con todo este asunto? —preguntó—. Pensad un poco, que para eso habéis estudiado.
—¿El viejo Holler estuvo en los campos? —preguntó Stachelmann.
—Ni idea —dijo Ossi.
—Pues investígalo. Quizá hay por ahí alguna cuenta pendiente de algún campo de concentración.
—No entiendo nada —dijo Anne—. Si hay una cuenta pendiente del campo de concentración, ¿por qué aniquilar a la familia del hijo? Sería la leche.
—Leche; esa es buena —contestó Ossi—. Mi profesión está estrechamente relacionada con todo tipo de productos lácteos. Lo que pienso, es la leche. Lo que hago, apesta como el queso. Pero al final lograré acceder a la nata. Al menos así es en los casos complicados. Casi siempre es muy sencillo. El hombre mata a golpes a la mujer. La mujer mata a cuchilladas al marido. Debido a la bebida, los celos, la escasez de dinero, o lo que sea. Ves el cadáver y unos minutos después ya sabes quién ha sido. También están los superlistos que cometen el crimen perfecto, pero luego incurren en algún error. Desde que trabajamos con análisis de ADN atrapamos rápidamente a estos genios. Los más complejos de todos son los asesinatos casuales. El asesino sólo ha visto a la víctima en el momento del crimen. Imaginaos que procede de otra ciudad y no ha dejado huellas útiles, excepto, quizá, un pelo. ¿Vamos a arrancarle un pelo a millones de alemanes? No se puede.
Mientras hablaba miraba casi exclusivamente a Anne. Stachelmann estaba seguro de que Ossi no hubiera soltado todo aquel discurso si Anne no hubiera estado sentada a la mesa.
—Pero no creo que haya habido nunca un caso como este. Al menos no en Alemania. Y por eso todos los quesos y leches me valen.
La de negro le trajo las bebidas a Ossi.
—Tenéis que investigar a la familia entera, todos sus miembros.
—Ah, el señor Director se torna bíblico —dijo Anne.
—No tenemos más remedio —dijo Ossi. Movió la cabeza y fijó su mirada en Anne—. No tenemos nada, nada de nada.
—¿Y qué hay en el caso de tu compañera muerta, aparte del artículo? —preguntó Stachelmann.
—Tampoco hay nada. No hemos encontrado al conductor. Está comprobado que el propietario estaba en Estados Unidos. El coche fue forzado y puenteado. Él o los criminales incluso apagaron la alarma. Eran profesionales de la electrónica.
La máquina tragaperras repiqueteó.
Stachelmann paseó la vista por el local mientras Ossi charlaba con Anne. A partir de algunas palabras sueltas dedujo que Ossi presumía de su profesión. Consideró qué le importaban a él los Holler o la compañera de Ossi. Nada. Nada de nada. Era una estupidez que se ocupara también de aquello, ya tenía bastante trabajo. ¿O es que la policía le ayudaba a él en su investigación?
La de negro apareció otra vez y colocó los platos y vasos vacíos en una bandeja.
—¿Algo más? —preguntó con voz desagradable. Nadie pidió nada.
—La cuenta, por favor —dijo Stachelmann.
Se dio la vuelta y se retiró.
Se despidieron delante de la puerta.
—¿Me acompañas a casa? Me dan miedo los atracadores —dijo Anne.
—Siendo yo policía sería compañía mucho más apropiada —dijo Ossi. Se le trababa la lengua.
—Seguro, pero no esta noche —dijo Anne—. Lo que necesito es más bien apoyo psicológico después de haberme sumergido en las profundidades del mundo criminal. Tengo miedo. —Fingió temblar.
Ossi los miró con tristeza mientras se marchaba.
Anne se colgó del brazo de Stachelmann. Nunca la había tenido tan cerca. Finas gotas le cayeron sobre la cara, aún llovía ligeramente.
—Es bastante simpático, pero tiene una profesión terrible —dijo Anne después de un rato.
—No sé —dijo Stachelmann—. A veces me gusta, pero otras me cansa.
Anne volvió la cara hacia él y sonrió.
—Puede que tengas razón —dijo.
Ella parecía pesar poco, y él hubiera podido seguir caminando así eternamente. Lo lamentó cuando alcanzaron su casa. Ella se dirigió a la puerta y se dio la vuelta.
—¿Puedo ofrecerte algo más? —preguntó.
Él sintió un temblor en el estómago.
—El último tren está a punto de salir.
—Sí —dijo ella.
Se quedó un momento ahí parado, después se acercó a ella y le tendió la mano. Ella se la cogió, lo acercó hacia sí, lo abrazó brevemente y lo besó en la boca, con suavidad, casi de forma superficial.
—Entonces tendrás que darte prisa —dijo. Sonreía.
—O tengo que quedarme a dormir en un banco del parque —dijo él. Rara vez se había sentido tan inseguro como ahora. Y estúpido. Tan estúpido.
—Con este tiempo te resfriarías.
—Hasta mañana —dijo él.
—Hasta mañana, no pierdas tu tren.
Agotado, se sentó en el tren y miró por la ventana. Vio el reflejo de su propia cara y le pareció fea, basta. No entendió lo que había pasado. No acababa de comprender. Anne le había hecho una invitación, sólo un estúpido no lo hubiese pillado. Pero él tenía miedo de decepcionarla.
Estás enfermo, se dijo a sí mismo. A veces te quedas tumbado en la cama porque eres incapaz de caminar y te sientes como si alguien te hubiera dado un Valium.
Y qué. A pesar de todo podías haberte quedado con ella.
Pero si se entera de que estás enfermo, primero le darás pena, y luego te enviará a casa.
Quizá, pero era mejor intentarlo que presuponer un fracaso.
Tú sólo puedes vivir en soledad. Ya hace mucho tiempo que vives solo y te has acostumbrado a ello. Estás bien así.
No, estás insatisfecho, pero eres un cobarde. Estás al borde del abismo. Nunca serás catedrático. Tienes miedo de todo y de todos, no te sientes capaz de nada. Estás para que te encierren.
A mitad de la noche se despertó debido al dolor. Su pecho era como un corsé de hierro, le dolía al respirar. Sentía cada articulación; las grandes y las pequeñas. Se levantó, fue al baño y se tragó cinco pastillas. En el salón puso el concierto número 23 de Mozart. Se sentó en el sofá. Cuando comenzó la música sintió llegar las lágrimas.
* * *
El niño tenía una sonrisa de oreja a oreja cuando le devolvió la locomotora. Funcionaba como si fuera nueva. El viejo fue al dormitorio y se tumbó en la cama. Estaba cansado. Yacía tumbado boca arriba, mirando al techo. Sospechaba que no se dormiría. Recordó su segundo golpe. Había sido muy sencillo. Había estado siguiendo al chico durante meses. Hasta que se le ocurrió aquella idea, tan sencilla, tan eficaz. En el sótano de Goldblum se encontraba el veneno, como si estuviera esperándolo. Goldblum le había contado cómo le había comprado las cápsulas de cianuro a un nazi en el mercado negro. Como si Goldblum le hubiera dicho: Toma el cianuro y haz lo que tengas que hacer en nombre de todos nosotros.
Se había sentado al lado del chico en el borde de la piscina. En el momento adecuado vació la cápsula en la botella. Después de levantó y se fue.