Capítulo 15
—¿Dónde están los expedientes? —preguntó Stachelmann.
—¿Qué expedientes? —preguntó Anne.
—Los que he traído desde Berlín.
—Esos los has guardado tú.
—Es posible. Pero he buscado por todas partes y nada.
—No sé. ¿A ver si se te han caído del bolsillo en el coche?
—No me puedo imaginar que meta unos expedientes en el bolsillo del pantalón. Y en el de la chaqueta ya he mirado. —Se golpeó con la mano en la frente—. Maldita sea, me los he dejado en casa de Ammann.
—Da igual. Después del desayuno puedes ir a por los que están en tu despacho y copiarlos otra vez.
Stachelmann se desesperezó.
—Has dormido mal —dijo ella.
Él asintió.
—Tienes la cara gris.
La noche había sido terrible. A Stachelmann le machacaba dormir en camas ajenas. El sofá de Anne se había transformado aquella noche en un instrumento de tortura.
—Esta noche duermes tú en mi cama y yo en el sofá. —Su voz no admitía réplica.
—A sus órdenes, capitán.
Casi no podía permanecer sentado del dolor de espalda, casi todas las articulaciones le molestaban. Cada movimiento era una punzada. Se comió un trozo de pan con mermelada de frambuesa y luego fue a buscar su chaqueta, que colgaba del perchero del pasillo. Buscó en todos los bolsillos, pero no encontró sus analgésicos. Vació su maletín en el suelo, entre los papeles había tiras de pastillas vacías. Fue como si se le cerrase la caja torácica, a cualquier inspiración sentía el pecho a punto de explotar. Era como si las costillas golpearan contra una tabla de clavos. Se sentía aprisionado, como si alguien estuviera detrás de él y tirara con fuerza de un doloroso corsé alrededor de su pecho. Se tumbó en el suelo. Sudaba.
Anne se asustó.
—¿Qué te pasa?
Se arrodilló a su lado.
—Se me pasará —dijo él.
Ella lo miró sorprendida.
—¿No quieres tumbarte mejor en mi cama?
—Nada me gustaría más.
Se esforzó por sonreír. Se levantó con cuidado y fue a su dormitorio.
Ella se sentó en el borde de la cama.
—¿Quieres que llame a un médico?
—No, pero tráeme el móvil, por favor.
Ella se acercó con el teléfono inalámbrico.
—No, tráeme el móvil, por favor, tengo guardado el número de mi médico. Está en el bolsillo interior de mi chaqueta.
Ella alzó las cejas y fue a por el móvil.
Stachelmann marcó el número de su reumatólogo. Tuvo suerte y el médico se puso de inmediato. Le pidió una receta de Indometacin, y le rogó que la enviara por mensajero urgente a la dirección de Anne.
—También podía haber ido yo a por el medicamento —dijo Anne cuando colgó.
—Sí, pero no quiero que otros tengan que molestarse por mí. Yo tampoco lo hago. —Sonó más brusco de lo que había pretendido.
Ella se encogió.
—Pero probablemente te lo perdonarás si me haces ir con la receta a la farmacia.
—Perdona —dijo él y le cogió la mano.
Ella se la retiró y se la puso en la rodilla.
—¿Y cómo se llama esta enfermedad? ¿Qué remedio es ese? Si no te parecen indiscretas las preguntas.
—Artritis —dijo él—. La mía comienza en la espalda y si está de mal humor ataca también las articulaciones y algunos de los órganos internos.
—Así que reúma. Mi abuela también lo tenía.
—Tu abuela tendría, con un noventa y nueve por ciento de probabilidades, artrosis, que, primero, duele muchísimo, segundo, significa un desgaste de las articulaciones, y tercero es llamado popularmente reúma, aunque, cuarto, no tiene nada que ver con artritis. La artritis no es un desgaste de las articulaciones sino una enfermedad autoinmune. Las articulaciones no están desgastadas sino inflamadas. El sistema inmunitario decide que tus articulaciones no te pertenecen, que son cuerpos extraños que hay que combatir. Eso es exactamente lo que está pasando ahora.
—No estás enfadado únicamente por el dolor.
—No, es porque no me apetece hablar de ello, y porque a pesar de ello hay veces que tengo que hacerlo, y, además, nadie lo entiende.
Ella tomó su mano.
—Un poquito sí que lo he entendido.
—Bien —dijo él. El dolor pasó de las articulaciones de la cadera hacia las rodillas y los tobillos.
—¿Cuánto tiempo hace que lo tienes?
—Unos quince años.
—¿Y no tiene cura?
—No, pero a veces mejora. Mejor dicho, los episodios cesan durante un par de años o puede que incluso para siempre.
—Normalmente nadie nota nada. ¿A quién no le duele la espalda?
—Eso es lo que quiero, que no se note.
—El que lo cuentes también tiene sus ventajas. Las mujeres solemos ser más receptivas a la compasión que los hombres.
—Idiota.
Ella rio.
Llamaron a la puerta. Anne volvió al dormitorio con un sobre en la mano.
—Ya está aquí la receta —dijo—. Voy rápidamente a la farmacia. —No esperó respuesta.
Volvió en diez minutos. En una mano llevaba una caja de medicinas, en la otra un vaso de agua.
—¿Cuántas?
—Tres.
Ella liberó tres analgésicos de la tira y se los dio. Él los trago y bebió agua.
—Y ahora mejora todo —dijo ella.
—Los dolores cesarán pronto, la debilidad permanecerá. Si tengo suerte, mañana estaré mejor. Intentaré dormir.
Se sintió débil cuando despertó al día siguiente, pero se había recuperado un poco. Con cuidado se levantó y fue a la cocina. El dolor atravesó su pierna izquierda. Se paró brevemente, y siguió caminando cuando el dolor cedió un poco. Olió té. Anne estaba en la cocina y vertía té a través de un colador en una tetera. Le daba la espalda.
—¡Uy! —dijo, cuando se dio cuenta de que estaba allí—. ¿Otra vez entre los vivos?
—Buenos días —dijo él—. Los muertos afortunadamente no conocen el dolor.
Después del desayuno fueron al Departamento. Caminaban despacio, porque sus piernas aún le dolían. En su despacho señaló la montaña de la vergüenza. Los expedientes se amontonaban uno encima del otro.
—¡Si supiera dónde he metido los expedientes!
Ella lo miró con la boca abierta.
—No me digas que lo has olvidado.
El reflexionó.
—Creo que era una carpeta azul.
—De esas hay al menos cinco —dijo ella—. Y no quiero ni saber cuántas más que no vemos.
—Los metí en mitad de un montón.
—Entonces sólo tendremos que mirar unas cuantas miles de páginas. —Ella rio—. Eres un caos andante.
Él asintió.
—A veces también lo temo yo.
—Entonces empecemos —dijo Anne. Cogió un clasificador con la tapa azul y se sentó ante el escritorio. Abrió la carpeta, luego miró a Stachelmann que estaba apoyado en la mesa donde estaban los clasificadores.
—¿Estás de acuerdo en que mire, o lo consideras espionaje industrial?
—Mete la nariz en mis valiosas fuentes. A ver si te llega la sabiduría necesaria para entenderlas.
—Te crees algo especial, doctor Stachelmann.
—Dejaré que la Historia decida eso.
Ella silbó aprobadora.
—El mayor historiador desde Leopold Ranke. Me siento honrada. ¿Qué debo buscar? ¿Qué había en el encabezamiento?
—Delegación de Hacienda.
—En otras palabras, las SS, Pohl y los campos de concentración.
—Has estado atenta, señora colega. —Él también cogió un clasificador azul y se sentó en una silla, frente a Anne. Pasaron páginas en silencio.
Anne se levantó.
—¿Quieres que te traiga un café?
El asintió.
Ella volvió con dos vasos riendo.
—¿Sabes a quién acabo de ver en el patio, cogidos de la mano, íntimamente unidos?
Él sacudió la cabeza.
—A tu amiga —dijo ella.
—¿A quién?
—Al angelito de tu clase que quería morir por ti.
—¡Alicia! —dijo él—. ¿Con quién?
—Con Kugler de Ciencias Políticas.
—¿El bello Kugler?
—El mismo.
—Dios los cría y ellos se juntan. —Stachelmann rio—. La había olvidado por completo, y eso que ha sido la primera mujer en querer morir por mí. No todo el mundo puede decir eso.
—Antes de que te den aires de grandeza, volvamos al trabajo. —Anne sacó un archivador del montón—. Por todas partes hay polvo, hace tiempo que no miras por aquí.
—Podría decirse que no.
—Tengo aquí algo sobre la fundación del campo de Buchenwald.
—Lo puedes copiar cuando hayamos encontrado los expedientes de Pohl. Podría pegarme un tiro por no haber copiado más expedientes en Berlín. Estaba demasiado muerto de miedo.
—Yo no me hubiera atrevido ni a entrar en la copistería.
—Y ahora todos los expedientes se han quemado y sólo el cielo sabe si hay copias en alguna otra parte. Hubiera sido de lo más sencillo copiar todos los expedientes de Pohl. Y ahora estamos aquí, buscando sólo dos cartas.
—Esto es interesante —dijo Anne—. Aquí discuten las SA y las SS quién puede vigilar a los prisioneros de los campos de concentración.
—Aparta el clasificador cuando termines, y saca lo que puedas necesitar.
Siguieron buscando, pero no encontraban los expedientes.
—No lo entiendo. No creo que haya entrado nadie aquí a robar los papeles.
—Entonces se hubiera llevado el montón entero. No creerás en serio que un extraño se pasaría aquí horas rebuscando entre los papeles.
Stachelmann cogió un montón de la mesa y lo puso en el suelo. Cuánto tiempo había evitado revisar la montaña de la vergüenza. Y ahora lo miraba todo porque no encontraba las dos cartas.
«Central de la Gestapo de Hamburgo» ponía en el clasificador que estaba ahora encima del todo sobre la mesa, era verde. Se lo llevó al escritorio. Anne levantó la vista.
—¿Ahora eres también daltónico?
El sacudió la cabeza.
—Mira —dijo. Señaló la tapa del clasificador.
—Central de la Gestapo de Hamburgo —leyó ella. Lo miró con curiosidad—. Parece que son expedientes de la Gestapo de Hamburgo. ¿Y qué?
—Espera, podría ser que encontráramos a nuestros amigos en un expediente de éstos.
—Y ni siquiera sabías que ya tenías esos expedientes.
El negó con la cabeza.
—Bueno, así globalmente, sí lo sabía.
—¿Y cuánto hace que no los revisas?
—Hace mucho, mucho tiempo. Demasiado.
Ella lo miró como si quisiera preguntar algo. Pero calló. Sacó clasificadores del montón y los puso sobre nuevos montones en el suelo.
—¿Qué haces? —preguntó él.
—Sorteo todo esto de forma básica, por títulos. Al menos el señor doctor ha inmortalizado algunas notas en las tapas de los clasificadores. De ellas se desprende lo que hay en el interior de los clasificadores. —Levantó un expediente—. Aquí está el tercer clasificador con expedientes de la Gestapo de Hamburgo. Si es cierto lo que pone en la tapa.
—Dame —dijo él.
Ella le dio el expediente.
—Creí que buscábamos las cartas de amor de Pohl.
—Esas pueden estar en cualquier clasificador. —Le dolía la espalda, y el estar sentado no le ayudaba, pero la debilidad había desaparecido, era como si nunca la hubiera tenido.
—Entonces sí que eres daltónico.
—Tonterías, sólo creí que los había metido en un clasificador azul.
—Entonces estás chocheando. He leído en alguna parte que los abuelos del Politburó de las SED tomaron medicamentos geriátricos para estar en forma. Y llegaron a viejos. Quizá deberías probar tú algo así. Una o dos pastillas más al día te van a dar igual.
El suspiró.
—¡Cómo demonios me he podido juntar contigo!
—Pues mala suerte.
Se levantó, caminó arriba y abajo un par de pasos, después se sentó otra vez y abrió el expediente que le había dado Anne. Trataba de hechos internos de la Gestapo, ascensos, críticas, quejas, planes de trabajo, planes de contratación. Pasó rápidamente las páginas. Algo le irritaba. Volvió atrás. Un organigrama. Con un delgado rotulador negro habían dibujado unos cuadritos, en cada uno de ellos había un nombre. Fecha: 16 de abril de 1941. Personal de la central de la Gestapo de Hamburgo. Leyó los nombres: Grothe, Prugate, Fleischer, Meier, Meiser. Arriba en el organigrama ponía Standartenführer Holler. Los otros nombres no le decían nada.
Leyó los nombres en voz alta.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos.
—Es lo que habías sospechado.
—Sí. Pero no siempre una sospecha se corresponde exactamente con la realidad.
—¿Dónde está Enheim?
—Ese no estaba en las SS ni en la Gestapo, ese estaba en la Dirección Regional. Pero tenía algo que ver con esa mafia de las SS, no hay duda. Y también tendrían a alguno en Hacienda que les ayudaba. —Veía la conspiración ante sí. No tenía pruebas, pero sólo se le ocurría una posibilidad de encajar todas las piezas del puzle. Naturalmente, aún no podía ver la imagen completa, sólo una parte.
—Pero eso no resuelve la pregunta principal: ¿Quién ha matado a quién y por qué? No soy fiscal, pero lo que creemos saber no nos sirve de nada legalmente. Sólo sabemos que gente de la administración se unió para enriquecerse a costa de los judíos. Al menos, eso deduzco de las copias que he visto en Berlín y que están aquí dentro en alguna parte, y también de este organigrama. O, digamos, creo que es así. Demostrado no está y hace tiempo que ha prescrito, para saber eso no hace falta ser jurista. ¿Y qué tiene que ver con todo eso Maximilian Holler? ¿Quién ha asesinado a Enheim y a la mujer y los hijos de Holler?
—Vamos a seguir buscando en esos expedientes tuyos. —Anne pretendía ser graciosa—. Es una historia de venganzas —dijo.
—Ya —dijo Stachelmann—. Eso es lo que creo yo también, sólo que ¿quién quiere vengarse de quién? ¿Fue engañado alguno de los de las SS? ¿Ha sobrevivido una víctima y se ha convertido ahora en asesino en serie? Hay que añadir una cosa: son todos unas momias. No acabo de imaginármelo, una mano en la muleta, la otra en la pistola.
—La gente alcanza más edad hoy en día. Vete a Mallorca, los viejos presumen allí de sus acciones en el frente oriental. O a Sudamérica. Sigue habiendo una colonia de viejos nazis. Acabo de leer un libro iluminador del antiguo portavoz de prensa de Goebbels, acaba de aparecer en una editorial de Kiel. Siempre escribe la palabra judíos entre comillas, dice Alemania fue obligada a entrar en guerra, y quien no lo crea así es porque es víctima de la reeducación de las potencias vencedoras y sus colaboradores. Aunque es difícil de creer, esas cosas existen.
Stachelmann se sorprendió.
—Me ocupé de eso una vez. La huida de los héroes pardos, en parte con ayuda del Vaticano, a la bella América del Sur, sobre todo a Argentina. Allí están realmente bien, hacen negocios con gente que les son próximos ideológicamente en Alemania y el 20 de abril, el cumpleaños del Führer, se toman unas copas todos juntos. Eso es lo que hacen esos viejos. ¿Y por qué no iba a seguir matando uno de ellos?
—¿A niños?
—¿Por qué no? Antes también lo hacían. Para ellos no es nada especial.
—De todos modos no me lo explico. ¿Y quién ha matado a Enheim?
—No lo sé, pero creo que podría ser el asesino de niños. Se han peleado, quién sabe por qué. Y si a uno no le importa matar...
—Es posible —dijo Stachelmann—. Pero no responde la pregunta decisiva: ¿Quién es? Tiene que tener un motivo especial. Imaginemos que los demás lo han engañado, o al menos él lo cree así. El viejo Holler ha muerto, así que se venga del joven. Esa ya no me la creo. Es totalmente absurdo. No mata al hijo, sino que hace que vea cómo va eliminando a su familia. Has leído demasiadas novelas policíacas.
—Me he ocupado demasiado de los nazis —dijo ella. Las novelas policíacas no me gustan. Y a ti de todos modos te va más Lord Hornblower.
—Si tú lo dices.
—Le estará permitido a una mirar lo que tienes sobre la mesita de noche, si se la invita a dormir a la cama de uno. Pero ahora otra cosa: tengo hambre. Podrías invitarme a un italiano.
Él negó con la cabeza.
—No, más tarde. Aún no he acabado aquí.
En las horas siguientes leyeron en silencio los expedientes de Stachelmann.
Anne tiró un clasificador sobre la mesa y se frotó los ojos.
—Bueno, yo ya no tengo más ganas de expedientes. Ya llevamos todo el día aquí sentados rodeados de polvo sin comer nada. Esto es tortura. Mañana será otro día. Yo me voy. Tú puedes venir cuando hayas tragado suficiente polvo. Incluso te invitaré al postre. Adiós.
Él no comprendió cómo se podía perder tan rápidamente la curiosidad. Habían revisado la montaña de la vergüenza hasta la mitad, y ahora Stachelmann no podía dejarlo. Tenía que mirar cada clasificador al menos una vez. Las copias pertenecían a la época en la que recorría los archivos y encargaba copias por si acaso. La mayor parte ni las había leído. Era un caos de expedientes que ahora le apasionaba tanto como antes los había temido. Los expedientes contenían verdades. No siempre en forma pura, pero, ¿para qué era historiador si no era capaz de filtrar las verdades escritas? Cogió clasificador tras clasificador, los miraba, los cerraba, los apartaba, volvía a coger otro que ya había apartado antes, porque se le ocurría tardíamente alguna cuestión sobre lo que ya había leído.
Sobre la mesa vio un archivador de papel de color marrón desgastado. Lo sacó. Sobre la tapa ponía, con su propia letra, «Expedientes personales de la Gestapo». No era la primera vez que se maldecía. Debería haber apuntado en su día con mayor exactitud lo que contenían los clasificadores. Expedientes personales de la Gestapo, eso podía ser todo y nada. Abrió la tapa y comenzó a pasar páginas. Copias de notas escritas a mano, algunas a máquina, Rosenzweig, Fuhlentwiete 24, 2370 RM, Goldblum, Laufgraben 3. A partir de uno de los encabezamientos dedujo que los papeles procedían de la Gestapo de Hamburgo. En las notas había apuntados nombres, direcciones, números de teléfono. Bronstein, Grindelberg 36,2 mil —Mahler, Hoheluftchausee-160, 3500-Meyer, Mittelweg 93, 800RM. Sobre un papel habían garabateado ¡¡¡Llamar Schirmer!!! ¡¡¡Kohn!!! Stachelmann siguió pasando páginas. Enheim, a las 8, puerto. Los ojos le ardían. Había estado sentado en mala postura, volvía el dolor. Entornó los ojos. Caminó arriba y abajo. Sacó la cabeza por la ventana, el tráfico se oía desde Mittelweg y Rothenbaumchausee. Estaba oscureciendo.
Se sentó otra vez ante su escritorio. Una mosca zumbaba alrededor de su cabeza. Manoteó, sin resultado. Siguió pasando páginas. En un papel ponía Rosenzweig 5000 RM. En otro, un nombre con una dirección. Debajo 7000. Después una carta, sólo unas pocas líneas. Stachelmann silbó en voz baja cuando vio el encabezamiento de la carta. La carta procedía de la Delegación de Hacienda, estaba firmada por Pohl.
Estimado camarada Holler,
Con ayuda del Reichsführer Himmler he solucionado el asunto en su favor. ¡Pero espero que lo tenga en cuenta en el futuro! ¡Como muy tarde después de la victoria final!
¡Heil Hitler!
Pohl
Obergruppenführer de las SS y General de las Waffen-SS
Stachelmann se echó hacia atrás. Otra pequeña evidencia. Primero los expedientes de Berlín, ahora la carta de Pohl a Herrmann Holler. Probablemente estaba todo relacionado con lo mismo. ¿Qué podría haber solucionado Pohl a Holler con ayuda de Himmler? ¿Qué la mafia de las SS de Hamburgo podría seguir robando? Siguió pasando páginas. Se repetían los nombres, direcciones, cantidades. Entre ellas breves anotaciones. ¡Rosenzweig! ¡Schirmer! Schirmer, ese nombre ya lo había leído otra vez. Volvió hacia atrás. Es verdad, Schirmer era Oberscharführer. Stachelmann buscó el organigrama. Maldijo, tenía que estar ahora otra vez debajo de un montón de papeles. Lo encontró en el suelo. Schirmer no aparecía. Al igual que Enheim. Así que la gente de las SS tenía cómplices en otras administraciones, o el organigrama era incompleto. Stachelmann encontró otra carta a Herrmann Holler. Había contraído deudas en una cantina: 12 marcos del Reich y 32 peniques. Tenía que ser el expediente de Holler, otro no hubiera recibido esa carta, ni tampoco la hubiera guardado. ¿Qué significaban todos esos nombres, números, las direcciones? RM significaba Marcos del Reich. ¿Eran las cifras indicadas precios de compra? Algunos nombres sonaban judíos. Rosenzweig. Goldblum. Kohn.
Muchos judíos de Hamburgo habían vivido antes de la gran matanza en los alrededores de Grindelhof; en las cercanías se levantaban, hasta la noche de pogromo, dos sinagogas. ¿Qué podían significar las anotaciones en el expediente de Holler? Tenía que hablar de ello con Anne. Se puso el clasificador debajo del brazo. En la puerta de su despacho se dio la vuelta y fijó la mirada en el caos de expedientes que hacía sólo pocas horas había sido la montaña de la vergüenza. Había crecido en los últimos años, y cuanto más crecía, mayor se volvía el miedo de Stachelmann. Ahora la había destrozado. Algunos clasificadores que habían constituido la parte baja de la "montaña de la vergüenza" seguían aún sobre la mesa, otros se desparramaban sobre el suelo, otros más sobre el escritorio de Stachelmann.
Una hoja había caído al suelo. Stachelmann se agachó y la recogió. Eran notas escritas a mano. Las leyó. Stachelmann. Ahí estaba el nombre. Golpeó la mesa con el puño. Después se echó hacia atrás y cerró los ojos. Cogió una copia y se la metió en el bolsillo.
Sonó el timbre en la puerta de Anne. Tardó un rato antes de abrir. El pelo de Anne estaba aplastado por un lado, parecía adormilada.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó ella y bostezó.
—Ven —dijo él. La cogió del brazo y la llevó al salón. Ella lo miró sorprendida. Cuando pasaron por la puerta de la cocina, se soltó.
—Voy a coger una botella de agua con gas.
Él se sentó en el sofá del salón, Anne llegó con una botella de agua y dos vasos. Se sentó a su lado. Él abrió el clasificador.
—Esto es algo así como el expediente personal de Herrmann Holler. —Le pasó las hojas. Ella leyó en silencio. Él explicó cómo entendía diversas notas, ella asintió. Ella le apartó la mano y volvió a mirar las páginas. Le dio la vuelta a cada página con cuidado. Ella leyó, cerró los ojos, siguió leyendo. Señaló la carta del director de la cantina.
—Eso lo demuestra —dijo. Cuando vio ante sí una página con nombres, direcciones y cantidades, bufó.
—Esto no tiene ningún sentido, a no ser que Holler y sus cómplices hayan chantajeado a esta gente para que les vendieran sus propiedades a estos precios. No sé cuál era el valor del Marco del Reich en aquella época, pero me da la impresión de que sólo se pagaron esas cantidades para que pudiera taparse el asunto con un manto de la legalidad. ¿Sigue viva esta gente? —Se contestó inmediatamente—. Más bien no.
—Pero si aún queda alguno, entonces seguro que sabe más del asunto —dijo Stachelmann—. Aunque tendría que ser viejísimo.
—¿Dónde podríamos encontrar a alguno? —preguntó ella.
—Vamos a la comunidad judía, ellos deben conocer a los supervivientes.
—Pero esta noche no, ahora toca dormir. Y en mi cama. No voy a violarte, lo prometo.
Cuando Stachelmann salió del baño y se dirigió al dormitorio, Anne estaba tumbada boca abajo, la manta le dejaba libre los hombros. Respiraba profundamente y de forma regular. A él le esperaban otra manta y una almohada. Stachelmann se tumbó en su lado en silencio. Cerró los ojos. ¿Y si era uno de los del expediente de Holler?, pensó. Motivos suficientes no le faltaban.
—El desayuno está listo —dijo ella. Estaba de pie en la puerta, vestida con una bata y le sonreía abiertamente—. Eres un dormilón, es casi mediodía.
Pasó un rato antes de que Stachelmann despertara de verdad. Anne había descorrido las cortinas, el sol iluminaba los pies de la cama. Un rayo de sol brillaba en el pelo de Anne, que no se había peinado. Recordó lo que había estado pensando antes de dormirse; estaba cerca, lo sentía. Estaba a punto de solucionar uno de los pequeños secretos de la Historia, aunque quizá sólo fuera secreto para él. Ese era el encanto de las fuentes que no había consultado nadie con anterioridad. Sintió la tensión en el vientre. Había dormido bien, el dolor había desaparecido de la espalda.
Se levantó y siguió a Anne a la cocina. Sobre la mesa había una nota sobre la que había apuntado la dirección de la comunidad judía, Scháferkampsallee 27. Anne la había buscado en la guía y también había preguntado las horas de atención al público. Después de desayunar, se vistieron y abandonaron el apartamento.
—¿Has apuntado los nombres? —preguntó Anne.
—No lo necesito, los tengo en la cabeza.
Fueron en metro y se bajaron en el Schlump. Una señora con el pelo gris y gafas plateadas los saludó amablemente. Stachelmann se presentó a sí mismo y a Anne como historiadores que intentaban descubrir qué había sido de los judíos de Hamburgo después del Tercer Reich. La mujer no preguntó nada.
—Espero —dijo Stachelmann— que conozca algunos de estos nombres: Goldblum, Mahler, Rosenzweig, Kohn.
La mujer sacó un archivador con varias carpetas de un armario y rebuscó en él.
—Josef Goldblum aún vive, lo sé, porque hace poco que alguien ha preguntado por él. El señor Goldblum vive en una de esas residencias de ancianos de nombre absurdo, «Felicidad Tardía». Y quien preguntó por él fue el señor Kohn. De esas dos familias sólo sobrevivieron ellos. —Lo dijo con calma, pero llena de tristeza. —Todos los demás fueron deportados al este, primero a Theresienstadt, después a Treblinka o a Auschwitz. Josef Goldblum estuvo escondido en alguna parte hasta que los británicos entraron en la ciudad. Era casi un niño entonces, no tengo ni idea de cómo pudo salir adelante. Nunca se lo ha contado a nadie. Leopold Kohn llegó a Inglaterra en 1939, cuando llevaban niños al extranjero, y luego volvió a principios de los cincuenta, aunque desde entonces apenas se ha dejado ver por aquí. No todos se interesan por nuestra causa. —Parecía un tanto ofendida—. Algunos incluso han perdido la fe. —Miró primero a Stachelmann, después a Anne—. ¿Por qué les cuento todo esto? —Dejó sin contestar la pregunta y se dirigió de nuevo al archivo—. Rosenzweig... No, ese nombre no lo tenemos registrado aquí. Eso puede significar cualquier cosa. Probablemente no haya quedado nadie de esa familia. —Siguió buscando—. Sí, y Mahler, ese nombre aparece varias veces. Conozco a un matrimonio, pero que llegó hace unos años solamente, volvieron de Israel. Algunos no aguantan en el extranjero. —La mujer hizo una pausa—. En realidad no debería contarles esto, o al menos no todo. Pero ustedes lo necesitan para un trabajo científico. Saben ustedes, nadie se interesa por nosotros. De vez en cuando muestran al señor Spiegel, ya saben, el presidente del consejo de judíos, en la televisión o en alguna otra parte y ya está. Y así hacen algo para sus conciencias y para impulsar la venta de coches a América.
Stachelmann escuchaba. Se esforzó por permanecer tranquilo. Le resultaba difícil, porque habían conseguido dos nombres de supervivientes sin buscar demasiado. Dos hombres, Goldblum y Kohn, cuyos nombres estaban en la lista de Holler. Quizá ya habían hecho un pleno.
—¿Me podría dar la dirección del señor Kohn? —preguntó Stachelmann amablemente.
—No me está permitido —dijo la mujer—. Y ya les he contado demasiado.
—Qué mujer más rara —comentó Anne cuando salieron.
* * *
—Así no avanzamos —dijo Ossi.
Ella no contestó, estaba sentada en el asiento del copiloto y miraba por la ventana
—¿Y si pedimos una orden de detención para Holler?
—¿Y cómo quieres que te concedan eso?
—Tienes razón, es una estupidez.
—Vamos a apretarle las tuercas a Grothe. Y si eso no sirve de nada, vayamos a ver al figurín ese de Meier zu Riebenschlag otra vez.
—¿Sabes lo que creo? Estamos dando vueltas en círculo. Claro, una riña entre agentes inmobiliarios es una posibilidad. ¿Pero no podría tratarse de otra cosa? Me contaste algo de un ataque contra ese amigo tuyo con el nombre raro. ¿Y si hay algo en eso? ¿Y si hay una explicación distinta?
—Claro, también podrían ser marcianos. Han aterrizado y les gusta asesinar mujeres de agentes inmobiliarios y niños de agentes inmobiliarios, y si no consiguen a ninguno de esos entonces empujan a historiadores excéntricos a las vías del tren.
Ella calló y volvió la cara hacia otro lado.
—Perdona, no te mosquees. Imagínate entonces que hayamos interrogado a Holler y no lleguemos a nada: el jefe nos pega un tirón de orejas que no veas. Y la prensa hace picadillo con nosotros.
Ella lo miró.
—No digas tonterías. Si estamos investigando en la dirección equivocada tenemos que dejarlo inmediatamente y buscar otra pista. Aunque el jefe de policía se vuelva loco. Ese de todos modos sólo tiene las elecciones en la cabeza. Y si la prensa nos crucifica pues que así sea. Bueno, vayamos a ver a Grothe, y si eso no nos lleva a ninguna parte, iremos a ver a Taut y le diremos que estamos estancados. Y después hablamos otra vez con tu especialista en Historia. Si es que entre tanto no se ha caído otra vez bajo el metro.
—Vale —dijo Ossi. Tenía razón. Le molestaba, porque reconocía que había sido demasiado tozudo.
* * *
Estaban en la residencia de ancianos "Felicidad tardía".
—El señor Goldblum se encuentra en la sala común, es la hora del café —dijo una joven gordita con el pelo castaño oscuro. Señaló con el dedo una puerta al principio de un pasillo oscuro. Stachelmann se adelantó. Llamó a la puerta y la abrió. Era una habitación forrada de madera con las cortinas blancas. En la pared había cuadros con imágenes marítimas. Todo el mundo estaba sentado alrededor de unas mesas redondas, sobre ellas, un juego de café de color blanco, en el centro de la mesa también había termos metalizados. Stachelmann se agachó en la primera de las mesas delante una anciana.
—Discúlpeme, estoy buscando al señor Goldblum.
La anciana miró enfadada.
—¿Y qué quiere de él? —Al hablar expulsaba trocitos pegajosos de pastel.
—Un asunto de familia.
La anciana contempló a Stachelmann de arriba a abajo. Después se giró y señaló con el índice una puerta de cristal.
—Probablemente esté ahí fuera al sol, con la mirada perdida.
Stachelmann y Anne se dirigieron a la puerta. En una terraza de cemento estaba sentado un hombre solitario en una silla. Las piernas las tenía apoyadas sobre otra silla; una manta sucia, de color marrón, le calentaba la tripa y también las piernas hasta las rodillas. A Stachelmann le llamó la atención su inmensa nariz. Abrió la puerta; el hombre no reaccionó.
—Buenos días —dijo Stachelmann.
El hombre no se movió. Tenía los ojos abiertos y miraba a un punto indeterminado ante sí.
—¿Es usted el señor Goldblum? —preguntó Anne y se puso delante de la trayectoria de la mirada del viejo.
El la miró a ella, después su mirada se volvió hacia Stachelmann, para volver después de nuevo a Anne.
—¿Quiere hacerme una propuesta de matrimonio? —Su voz era ronca y fina. Se le entendía muy mal.
—Quizá luego —dijo Anne.
—¿Entonces tengo posibilidades?
—Todo el mundo tiene posibilidades.
—Tonterías. No me tenga por estúpido.
—¿Es usted el señor Goldblum? —preguntó Stachelmann.
—¿Quién quiere saberlo? ¿Y por qué?
—Somos de la universidad, historiadores, y buscamos supervivientes del holocausto. —Stachelmann odiaba ese término.
El viejo sonrió. Le faltaba una paleta.
—No le he contado a nadie cómo logré escapar. Ni lo contaré. Quizá pueda hacerlo otra vez. —Rio, y sonó como si se estuviera ahogando.
—Quisiéramos encontrar a todos los judíos de Hamburgo que han logrado sobrevivir —dijo Stachelmann.
—Pues no tendrá que buscar demasiado.
—¿Conoce a alguno más? —preguntó Anne.
—¿Por qué no van a la comunidad judía?
—Ellos nos han enviado a usted —dijo Stachelmann. Esperaba que Goldblum creyera la mentira.
—No lo creo —dijo Goldblum. Le lanzó a Stachelmann una mirada burlona—. Esos no enviarían a nadie ni siquiera para mi entierro.
—¿Conoce usted a Leopold Kohn? —preguntó Anne.
—Quizá —contestó Goldblum.
—También ha sobrevivido —dijo Stachelmann.
—Es posible —dijo Goldblum.
—¿Sabe usted dónde vive? —preguntó Anne.
—Está en la guía.
—Si es usted tan arisco no quiero casarme con usted —dijo Anne.
—Tampoco se casaría conmigo si fuera divertido. —Su mirada se perdió en la nada.
Anne se encogió de hombros.
—Qué pena —dijo y se marchó. Stachelmann la siguió.
—¿Crees que ese es capaz de andar por ahí matando niños? ¿O empujando a alguien a las vías? —preguntó Anne.
Stachelmann negó con la cabeza.
—Pues echémosle un vistazo al señor Kohn —dijo Anne.
—¿Y si también es un anciano babeante? Stachelmann se había sentido optimista; lo que había hecho que la decepción fuera mayor. Qué estupidez buscar a un asesino en una residencia de ancianos. Se imaginó a Goldblum corriendo por la ciudad con cápsulas de veneno y con intención de matar. Ridículo. También Kohn tenía que ser un anciano. Lo habían enviado a Inglaterra siendo niño, probablemente en 1939. Si por entonces tenía seis años, ahora tendría alrededor de setenta. Un asesino en serie anciano. Sí, era ridículo. Pero tendrían que ir a verlo de todos modos. En la esquina había una cabina telefónica, Stachelmann entró y abrió la guía. Muchas páginas estaban desgarradas. En la K encontró a Kohn, L., Hansastraβe 47c. Tenía que ser ese. Reflexionó, consideró si no debería llamar primero. No, era mejor sorprender al hombre.
—Vamos ahora mismo —dijo Anne—. Eso está casi a la vuelta de la esquina.
El portal no estaba cerrado con llave. Subieron las escaleras. La edad había oscurecido el roble y el pasamanos estaba salpicado de manchas negras. En la puerta del segundo piso se leía el nombre de Kohn. Stachelmann llamó al timbre. Anne se colgó de su brazo. Oyó pasos, despacio, pero firmes. A través del cristal opaco reconoció una figura alta. La puerta se abrió, un hombre fuerte con el pelo blanco los miró inquisitivo. En cierto modo le recordaba a Stachelmann al viejo de Berlín que lo había empujado a las vías. Pero aquél era otro hombre.
—La comunidad judía nos envía, somos de la Universidad y estamos trabajando en un proyecto de investigación. Queremos descubrir cuántos judíos supervivientes hay en la actualidad en Hamburgo, gente que también vivió aquí durante la época nazi. ¿Es usted el señor Kohn?
Kohn asintió.
—¿Podríamos hacerle un par de preguntas?
Kohn los miró durante un instante desde unos ojos inteligentes y después asintió. No parecía entusiasmado. Se apartó a un lado y les franqueó el paso con un gesto de la mano.
—¿Qué clase de preguntas? —Su voz era poderosa.
—Queremos saber cómo sobrevivió. Y cómo le ha ido después de 1945. Si tuvo problemas, si alguien le ha ayudado.
El hombre los había llevado a la cocina. Era sencilla, una hilera de muebles blancos en una pared, en la otra una ventana, en el centro una mesa con cuatro sillas. Se sentaron a la mesa.
—Señor Kohn —preguntó Stachelmann—, ¿cómo vivió usted aquellos tiempos?
—¿No quiere tomar notas?
—No, de momento no. Ambos —señaló a Anne— evaluamos la conversación inmediatamente en el Departamento. Y después, espero, podríamos volver. Para nuestro proyecto de investigación existe un formulario. Lo rellenaríamos con usted si está de acuerdo. —Stachelmann esperaba que Kohn no le descubriera la mentira. Estaba orgulloso de sí mismo por haberse librado con tanta facilidad de una situación comprometida.
—Ah —dijo Kohn—. ¿Y no llega su proyecto algo tarde? La mayor parte de los que sobrevivieron ya han muerto.
—Tiene usted razón, por desgracia no se le ha ocurrido a nadie ocuparse de esto con anterioridad.
Kohn le miró con curiosidad.
—¿Dónde estaba usted en la época de la dictadura nacionalsocialista? —preguntó Anne.
—Transporte infantil —dijo Kohn—. Quizá haya oído hablar de ello.
—Sí —dijo Stachelmann—. Poco antes de la guerra se llevaron a algunos miles de niños a Inglaterra, pero los ingleses no quisieron acoger a los padres.
—Los niños son tan dulces, ¿verdad? —dijo Kohn.
—¿Y cuándo volvió usted?
—Tarde, en 1951.
—Eso es realmente tarde —dijo Anne.
—De mi familia no sobrevivió nadie, casi me hubiera quedado en Inglaterra. Estuve una vez en Hamburgo con anterioridad, en el cuarenta y siete o cuarenta y ocho, pero volví.
—Porque no encontró a nadie de su familia —dijo Anne.
—Me torturaba el hecho de permanecer en Hamburgo. Todos muertos, la ciudad destruida, y los nazis controlando todo otra vez. —Alzó la voz—. Los policías que habían llevado a mi gente a los trenes hacia el este estaban en las comisarías. Los empleados de Hacienda que nos habían robado seguían cobrando impuestos. Los chivatos que habían vigilado a la gente eran ciudadanos normales. Los fiscales y jueces que nos habían enviado a la cárcel por "degradación de la raza" eran ahora guardianes del estado de derecho. Los profesores universitarios que demostraban la superioridad de la raza nórdica daban clases. Y los buitres que se aprovechaban de nuestra penuria, que compraban nuestras propiedades por una miseria o por nada, se convirtieron en los líderes del milagro económico. —Al final casi gritó. Kohn paró, miró asustado a su alrededor—. Perdonen —dijo—, es la primera vez en muchos años que hablo de esto. No sabía...
Stachelmann primero había retrocedido, después sintió pena por ese hombre.
—Sabe usted, nosotros no éramos ricos, pero yo podría haber estudiado, para eso llegaba el dinero.
Silencio.
—¿Pero había derecho a recibir compensaciones? —dijo Anne.
—Había que poner las reclamaciones en Hacienda, es decir, con los mismos que antes lo habían saqueado a uno. Y si esos no querían escucharte, lo cual ocurría a menudo, entonces se podía denunciar. Pero era necesario tener pruebas. Yo no las tenía, al menos no a los ojos del juzgado. No tenía documentos, se habían quemado. ¿Ha oído hablar del gran bombardeo de 1943? El registro de la propiedad en el que estaban guardadas mis pruebas se incendió. Y Hacienda decía que lo mismo había pasado con los documentos relacionados con los impuestos de compra-venta. Puede que fuera cierto o no. Y encuentre usted testigos judíos. Todos se habían convertido en humo. El juez dijo que lo sentía.
—Tenemos que seguir la ley —dijo—. Todavía lo oigo.
—¿A quién pertenece hoy la propiedad de sus padres? —preguntó Anne.
Kohn contempló el suelo durante mucho tiempo. Levantó la vista brevemente, muy brevemente sólo, pero a Stachelmann le bastó para descubrir la ira que escondía ese hombre. Nunca había visto una mirada así, la desesperación se mezclaba con el odio. Cuando Stachelmann oyera más tarde que la ira había distorsionado la cara de una persona siempre pensaba en ese momento y en Leopold Kohn, que en su cocina luchaba contra su ira.
—No lo sé —dijo con voz ahogada—. Y además no tiene nada que ver con su proyecto de investigación. —Sonó como si Kohn estuviera ahogando un grito.
Anne al parecer no había notado nada. Había contado con una respuesta y estaba desconcertada por no haber recibido ninguna.
Mientras callaban, Stachelmann miró a su alrededor en la cocina. En el suelo, al lado del cubo de la basura, había una caja con un dibujo de un jeep de ruedas altas, uno de esos coches teledirigidos de gran tamaño. Al lado de la cocina, con cuatro fuegos de acero, había herramientas, y un mando a distancia con una antena telescópica.
—¿Para su nieto? —preguntó Stachelmann, contento de poder cambiar de tema.
Kohn lo miró, estaba asustado.
—Sí, sí —dijo.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Anne.
Kohn guardó silencio.
—Catorce —dijo, y, después añadió—. No, sólo trece años.
—¿El hijo de su hija o de su hijo?
—Váyase, por favor —dijo Kohn.
Stachelmann dudó, después se levantó.
—¿Cuándo podemos volver con el formulario? —dijo Anne.
—Váyanse y no vuelvan.
Stachelmann estaba confuso.
—¡Váyanse!
La voz de Kohn temblaba bajo el esfuerzo por contenerse.
En la acera Anne se paró y sacudió la cabeza.
—Ha sido realmente raro —dijo.
—¿Has visto sus ojos?
—No, sí, claro. ¿Qué pregunta es esa?
Stachelmann miró a la casa, la cogió del brazo y la arrastró consigo.
—Está en la ventana, observándonos. —Dieron la vuelta a la esquina—. Hubo un momento en el que tenía la mirada de un loco, de un psicópata homicida.
—Ah, ¿has hecho estudios comparativos? ¿Qué pinta tienen los ojos de un psicópata homicida? Y la espuma en la boca me la habré perdido.
Stachelmann sintió crecer la ira en su interior.
—Créeme, está loco. Siente un odio...
—Es un viejo amargado, ni más ni menos. Odia a la gente que ha expoliado a su familia y la ha asesinado. No quiere que se lo recuerden. Nosotros se lo hemos recordado. Eso es todo. A tus ojos el pobre hombre es un asesino en serie porque se altera. La gente se cabrea por mucho menos que eso. Al doctor Stachelmann, el psicólogo, le basta una mirada y soluciona los casos de asesinato de los últimos cinco años. Josef, pon los pies en el suelo. Mejor invítame a comer, aquí a la vuelta de la esquina hay un vietnamita.
—No —dijo Stachelmann—. Esperaré aquí a ver qué hace Kohn ahora. Quizá vaya a algún sitio interesante.
—Estás loco —dijo ella—. Me voy a casa y me hago algo de comer. Te dejo la llave debajo del felpudo por si vienes más tarde. Y como sufres tanto, puedes dormir a mi lado en mi camita. Pero sólo si eres bueno. —Se dio la vuelta y se fue.
Stachelmann se apoyó en un árbol. Ahí podía vigilar la puerta de la casa de Kohn sin ser visto. Entonces recordó algo. Marcó en su móvil el número de información y pidió que le pusieran con la comunidad judía de Hamburgo. Reconoció de inmediato la voz de la señora.
—¿Discúlpeme, cuando murió la señora Kohn?
—¿Se refiere usted a la mujer de Leopold Kohn?
—Sí.
—No estaba casado. Al menos no nos consta.
—¿Y dónde viven sus hijos?
—Qué preguntas más raras hace.
—El señor Kohn ha insinuado algo y no quise ser indiscreto, ya me entiende...
—No tiene hijos que nosotros sepamos. Pero pregúntele a él.
Stachelmann colgó. No era ninguna prueba, pero abría un pequeño agujero en la niebla. ¿Para quién era el coche teledirigido? No le sentaba bien estar tanto tiempo de pie, las articulaciones en la espalda, la cadera y las piernas le dolían. Dio saltitos, pero no conseguía que se redujera el dolor. Una furgoneta salió de Hansastraβe, con una nube oscura de humo tras de sí. Le cortó el camino a un ciclista. El ciclista maldijo y amenazó con la mano. El conductor de la furgoneta hizo un gesto despectivo. Una anciana se torturaba con dos bastones sobre la acera, en una de las manos llevaba además una bolsa. Cada pocos pasos se paraba. Aunque estaba en la acera de enfrente Stachelmann podía verla resoplar. Se preguntó cuántas veces pasaba por aquí. Un grupo de niños pasó gritando a su lado. Pudo ver trenzas con cintas amarillas. Miró a los niños. Habría que ser siempre así de joven. Nada resultaba problemático. Se acordó de su época de estudiante. Muchas veces había estado a punto de abandonar. Le pareció una tortura sin fin, no la Historia, pero sí los estudios de Germanística a los que le obligaban los planes de estudio; no se podía estudiar sólo Historia, al menos no en su época y no en Heidelberg. Pero para Ossi había sido aún más difícil. Siempre quería ser el primero en política, no dejaba pasar ninguna manifestación y ninguna reunión. Y Stachelmann debía acompañarle siempre, casi nunca se resistía. Y cuando estaba en cualquier acto no había nada más, sólo la lucha en la dirección correcta. Y entonces no era menos decidido que Ossi. La punzada pasó de la espalda a las piernas. Intentó coger aire, después siguió caminando con pasos grandes, recorriendo una distancia corta, para acá y para allá, para acá y para allá. No debía perder de vista la puerta de la casa de Kohn. No pasaba gran cosa en la calle, pero Kohn podría desaparecer sin ser visto si Stachelmann no estaba atento. Y Kohn no debía verle.
Cuanto más esperaba, más innecesario le parecía todo. Si Kohn iba ahora a alguna parte, probablemente sería a la tienda de la esquina, ¿a dónde si no?, y entonces le tocaría esperar otra vez al día siguiente en el mismo sitio. Pero después volvía a creer que Kohn haría algo hoy mismo. Los ojos le habían traicionado. Lo que fuera que Kohn tenía en mente, estaba relacionado con los asesinatos. Y Stachelmann le seguiría todo el tiempo que le permitieran sus vacaciones. Entonces recordó su habilitación. En realidad debería estar sentado estudiando expedientes. Al menos, se consoló, había destrozado la montaña de la vergüenza. Al menos, había leído algunos de los expedientes cuando buscaba las cartas desaparecidas de la oficina de Pohl. La montaña ya no le parecía tan ajena como antes. En realidad, su montaña ya no era ninguna montaña.
Estuvo a punto de escapársele. Kohn abandonó la casa, en la mano una bolsa de plástico. Se marchó en dirección a Mittelweg. Stachelmann fue detrás cojeando, teniendo mucho cuidado de mantener las distancias. Kohn no se dio la vuelta. Le siguió hasta la estación de Dammtor. Kohn subió rápidamente las escaleras hasta las vías. En el andén se paró y esperó un tren. Stachelmann permaneció en las escaleras hasta que pudo confundirse con un grupo de gente ruidosa. Uno de ellos tocaba una trompeta; le hacían daño los oídos. Esperaba a espaldas de Kohn. Llegó un tranvía en dirección a Blankensee. Kohn subió y Stachelmann cogió el vagón después del suyo. Podía verle a través de la ventana de la puerta de comunicación que había entre ambos vagones, de espaldas. El anciano estaba en el lado derecho, al lado de una muchacha con pequeños auriculares en los oídos. Stachelmann estaba en la ventana de la puerta de comunicación. En cada parada miraba si Kohn se movía. Había un borracho tumbado en el banco de enfrente de Stachelmann. Roncaba, después abrió los ojos, eructó y una baba marrón salió de su boca. El hombre apestaba a Schnaps y suciedad. Su pelo enredado estaba grasiento. Stachelmann se mareó.
Kohn se levantó poco antes de que llegaran a la estación de Klein-Flottbeck, con la bolsa de plástico en la mano. Fue hacia la puerta cuando paró el tren, y la abrió. Bajó las escaleras y se dirigió a Elbchaussee. Stachelmann se acordó. Había estado aquí con Ossi cuando visitaron a Holler. Kohn se dirigió a Holztwiete, y alrededor de doscientos metros delante de la mansión de Holler se paró. Después fue hacia la obra, que ahora estaba desierta, al otro lado de la calle. Con seguridad enfiló un hueco que había en la valla y se puso detrás de un contenedor. Stachelmann se deslizó también por el hueco, aprovechando que lo ocultaba el contenedor, y después se deslizó detrás de un arbusto que había a espaldas de Kohn. Éste observaba con unos prismáticos la propiedad de Holler, que desde ese lugar se veía muy bien. La luz era suave a esa hora temprana de la tarde y se reflejaba amarillenta en las ventanas. Los pájaros trinaban. En alguna parte se oía un cortacésped. Kohn estaba rígido de pie en su sitio y observaba la finca.
En la mansión se abrió la puerta de la terraza. Simultáneamente pasó un taxi por la obra. A contraluz no podía verse si llevaba o no un cliente. Una mujer salió a la terraza, con un niño de la mano. Kohn metió la mano en la bolsa de plástico; un momento después tenía un aparato en la mano, con una larga antena telescópica. Primero pensó Stachelmann que era una radio, después se dio cuenta de que era un mando a distancia de color negro. Sintió cómo le invadía la tensión. Los tobillos le dolían, apenas podía seguir en pie. Primero le paralizó la sorpresa, y después lo vio, ese jeep teledirigido que corría hacia la mujer y el niño. Ambos habían entrado en el jardín. El niño vio el coche primero. Lo señaló con el dedo y dijo algo. La mujer sacudió la cabeza, después ella también vio al jeep acercarse. Stachelmann supo lo que iba a pasar. Saltó sobre la espalda de Kohn, ambos cayeron al suelo. Kohn estaba tumbado boca abajo, Stachelmann sobre él. Aún tenía el mando en la mano, el pulgar había accionado una palanca. Hubo una explosión, seca y ruidosa. Stachelmann tiró del brazo de Kohn, éste soltó el mando y rodó a un lado. Stachelmann cayó a su lado. Le sorprendió la fuerza del viejo. Kohn se levantó y le dio a Stachelmann una patada en la cara. Mientras caía Stachelmann vio cómo se acercaba otro hombre. Tenía el pelo blanco, la cara tostada por el sol y llevaba una americana gris. En su mano brillaba algo. Kohn gritó. El grito le salió desde lo más profundo; a Stachelmann le recorrió un escalofrío por la espalda.
—¡Holler! —gritó Kohn, una única palabra.
Saltó hacia el otro hombre. Hubo una detonación. Kohn se paró como si hubiera encontrado un obstáculo. Se tambaleó, gritó, no se le entendía qué era lo que gritaba. En esos gritos estaban contenidos su dolor, miedo e ira. Kohn cayó al suelo. Stachelmann miró al hombre, ahora reconoció el arma. Stachelmann se levantó y salió corriendo.
Sentía mucho dolor. Entonces recordó que conocía a aquel hombre. Ya lo había visto una vez, en Berlín, en la estación de Friedrichstraße y en el Adlon, hacia donde lo había seguido. Le dolía la cara, lo cual amortiguaba el dolor de los tobillos. Stachelmann se dio la vuelta mientras corría. El hombre no le seguía, ya no estaba a la vista. Stachelmann se obligó a parar. Cuidadosamente, volvió sobre sus pasos. Aprovechó la protección de los vehículos de la obra. Kohn estaba tumbado sobre la acera. No se movía. Miró hacia todas partes, pero el otro hombre había huido. Se encontró de repente al lado de Kohn mirando hacia abajo. Kohn gemía en voz baja. Stachelmann descubrió un agujero en el césped de Holler, allí es donde había explotado el jeep. No vio a nadie. Un niño lloraba.
Se inclinó hacia Kohn. Estaba tumbado de lado. Stachelmann le tocó el cuello. Creyó sentir leves pulsaciones. Kohn abrió los ojos. Miró más allá de Stachelmann. De su boca salía sangre, un delgado hilo rojo teñía la acera, se mezclaba con el polvo y caía pesadamente por los adoquines a la calle.
—¿Por qué? —preguntó Stachelmann. Pregunta estúpida, pensó. Ya conocía la respuesta, aunque no todos los detalles.
—Pisó mi coche de juguete —susurró Kohn entrecortadamente.
—Le robó a su familia.
—Pisó mi coche de juguete.
—¿Por eso mata usted a una mujer y unos niños que no tienen nada que ver?
—¿A quién si no? No sabía que Holler seguía vivo. No lo había visto hasta hoy. Y ahora también me ha matado a mí.
Stachelmann pudo volver a pensar. Marcó el número de urgencias en su móvil y pidió una ambulancia y que le comunicaran con la policía.
—Envíe al comisario Winter, rápido.
¿Dónde estaban los agentes que vigilaban la mansión de Holler? Probablemente habían salido corriendo hacia la finca de Holler cuando explotó el jeep.
—¿Por qué ha asesinado a niños?
—¿Por qué ellos gasearon a mis padres? —Kohn hablaba más despacio. Algo hizo temblar su cuerpo—. ¿Qué podía hacer? —Cerró los ojos y calló. Parecía tranquilo, no un hombre torturado casi toda su vida por deseos de venganza. Stachelmann levantó la cabeza. El viejo Holler salió por la puerta del jardín, miró a su alrededor, reconoció a Stachelmann, se puso rígido, titubeó, después se dio la vuelta bruscamente, y corrió en dirección contraria. Stachelmann dejó a Kohn, y siguió a Herrmann Holler. Durante un momento temió haberlo perdido. Corrió hacia el punto donde lo había visto por última vez. Holler estaba entrando en una calle lateral. Stachelmann le siguió. Tenía miedo de la pistola de Holler, pero se sobrepuso a sus dolores y corrió. Se oyó jadear. Le dolía la nariz, la patada de Kohn había sido fuerte. Quizá Kohn había muerto, quizá lo salvara el médico de urgencias. Holler miró hacia atrás, se paró y apuntó a Stachelmann con su pistola. Stachelmann oyó la explosión. Se paró igualmente, después saltó detrás de un árbol y observó a Holler. Éste guardó la pistola y siguió corriendo de nuevo, Stachelmann fue detrás. En un cruce Holler desapareció a la derecha. Stachelmann alcanzó el cruce poco después. Vio un taxi marcharse. En el asiento trasero estaba Holler y miraba hacia atrás. El taxi conducía rápido. Stachelmann vio una parada de taxis. Corrió hacia el primer vehículo de la fila y se sentó en el asiento del copiloto.
—¡Siga a ese taxi! —gritó—. ¡Rápido!
El taxista giró su cuerpo corpulento hacia él, se tocó la frente sudorosa.
—Ha visto usted demasiadas películas —dijo—. Le tengo apego a mi carnet de conducir, más que a mi mujer. ¿A dónde quiere ir?
Stachelmann había perdido ya de vista el taxi de Holler. Se desplomó en el asiento.
—¿Pero qué le pasa? —preguntó el taxista—. Le llevo ahora mismo al aeropuerto de Fuhlsbüttel, si le parece bien. Es un bonito viaje y también largo.
—No, no voy a ninguna parte —dijo Stachelmann.
—Pues yo me lo pensaría. Porque acabo de enterarme por la radio que mi compañero va con aquel señor al aeropuerto. Y creo que tiene usted alguna cosa que comentar con el viejo, ¿o no es verdad?
—¡Pues vaya! ¡Rápido!
—Tranquilo, no sirve de nada correr, que las carreteras están atestadas. Conozco un par de atajos, vamos a probarlos. —Echó la palanca automática hacia atrás y arrancó.
Tengo que llamar a la policía, pensó Stachelmann. Metió la mano en el bolsillo para sacar el móvil, pero había desaparecido. Miró al suelo, al lado del asiento, había desaparecido. Se le tenía que haber caído del bolsillo. Vio el móvil del taxista en el sostén de manos libres.
—¿Puedo llamar por teléfono? —preguntó y señaló el móvil.
—Si paga usted la llamada —dijo el taxista—. Controle el tiempo. Digamos dos marcos el minuto.
—Gracias —dijo Stachelmann e intentó sacar el móvil del soporte.
—Ya lo hago yo —dijo el taxista. Apartó la mano de Stachelmann y liberó el móvil del soporte.
Stachelmann marcó el 110.
—Aquí emergencias —era una voz femenina.
—¡Estoy siguiendo a un asesino!
El taxista miró a Stachelmann de reojo y alzó las cejas.
—Indíqueme por favor su nombre y su situación.
—Josef Maria Stachelmann. Estoy sentado en un taxi y vamos al aeropuerto. Estamos siguiendo a Holler.
—¿Quién es Holler?
—El asesino.
—¿Y a quién ha matado?
—Leopold Kohn.
—¿Y usted es Josef Maria Stachelmann?
—Sí.
—Y yo soy la madre Teresa y si no me deja libre la línea de inmediato, Josef Maria, le pondré una denuncia.—Sonó un clic.
El taxista volvió a mirar. Se pasó la mano por el pelo húmedo y suspiró.
—¿Conoce usted el número de la central de policía? —preguntó Stachelmann.
El taxista sacudió la cabeza, luego conectó la radio.
—Central, necesito el número de la central de policía.
—42860. ¿Ha pasado algo?
—No, todo bien.
Stachelmann ya había marcado el número.
—El comisario Winter —dijo, cuando alguien descolgó—. Páseme al comisario Winter de Homicidios. ¡Rápido!
—Le comunico.
Sonaron un par de llamadas, por fin descolgó alguien.
—Homicidios.
—Stachelmann. Con el comisario Winter, rápido.
—El comisario Winter no se encuentra en la comisaría.
* * *
La conversación con Grothe había sido tan infructuosa como la mayoría de las conversaciones anteriores. Estaban de vuelta en la comisaría cuando sonó el móvil de Ossi.
—Sí, aquí Kamm. Antes ha llamado un loco, creo que se llamaba Stachelmann. Ha intentado localizarte. Le he dado largas. Dijo que había solucionado el caso Holler y estaba persiguiendo al asesino.
—¡Estás loco! —bramó Ossi—. ¿Por qué no les ha dado mi número?
—Si le diera tu número a todos los locos que llaman aquí, bueno, estarías listo. Al menos te he informado ahora.
—¿Cuándo te ha llamado?
—Hace un cuarto de hora tal vez.
—¿Desde dónde?
—Parecía un móvil. Dijo algo de aeropuerto.
Ossi colgó. Giró el volante del Passat.
—¡Busca las luces!
Carmen se quitó el cinturón y rebuscó en el asiento de atrás. Encontró las luces con pie magnético y las colocó en el techo a través de la ventana. Con la luz azul y la sirena conectadas Ossi buscó el camino a través del atasco en la Hoheluftchaussee. Maldijo y protestó. Primero maldijo a Kamm, luego a los conductores que estaban en su camino. Le dio a Carmen su móvil.
—Intenta alcanzar a Stachelmann. Por desgracia no tengo su número memorizado. Se llama Josef María Stachelmann.
Carmen lo intentó a través de atención al cliente de las compañías de móviles. Consiguió el número al segundo intento. El móvil de Stachelmann sonó, pero no lo cogían.
Las ruedas chirriaron cuando Ossi paró ante la puerta de la terminal del aeropuerto para los vuelos regulares. Entraron corriendo.
* * *
El taxista pidió diez marcos más de los que ponía en el taxímetro. Stachelmann pagó y se apresuró a entrar en la terminal. ¿Dónde debía empezar a buscar? En facturación. Corrió dejando de lado las ventanillas de las compañías aéreas, no se veía a Holler. Si Holler iba a marcharse tenía que pasar por el acceso a las puertas de embarque. El rótulo amarillo que había sobre la puerta de acceso indicaba los números de las puertas. Se colocó detrás de un estante con postales que había en un quiosco y esperó. ¿Y si Holler se había marchado hacía ya rato? Difícilmente, se tranquilizó. Sería una casualidad maldita que hubiera un avión disponible y preparado justo en el momento en el que lo necesitaba Holler. Además, tendría que comprar un billete primero o cambiar una reserva si ya tenía uno. Tenía un noventa por ciento de posibilidades de atraparlo, pensó. Como mínimo.
Una mujer con una chaqueta de pieles pasó a su lado. Qué locura, con casi treinta grados a la sombra. La chaqueta negra brillaba, parecía cara. La mujer desapareció entre el barullo de gente. Delante de la entrada a las puertas de embarque se formó una pequeña cola, debido al control de equipajes. Entonces Stachelmann vio una cabeza cubierta de pelo blanco al final de la cola. Se puso de puntillas y lo reconoció definitivamente. Corrió hacia la cola. Cuando Herrmann Holler vio a Stachelmann era demasiado tarde. Con un gran salto Stachelmann se tiró sobre el anciano. Holler gritó y luego golpeó.
Alguien cogió a Stachelmann por el hombro. Un muchacho le gritaba. Stachelmann no entendía lo que decía. Vio el tatuaje en el musculoso brazo del hombre. «Vera» ponía, dentro de una rosa.
—¡Deje en paz a ese hombre! ¡Policía! —gritó el tatuado.
Holler se liberó, y corrió en dirección a la puerta de salida. Stachelmann se soltó también, y siguió a Holler. Cuando salió de la terminal vio a Holler correr a través del aparcamiento, le llevaba unos trescientos metros de ventaja. Es muy rápido para ser un anciano, pensó Stachelmann mientras le seguía. Holler alcanzó un prado separado por un seto del aparcamiento, se puso de rodillas y metió la mano dentro del seto. Stachelmann estaba muy cerca. De repente Holler tenía una pistola en la mano. A lo lejos sonaba la sirena de un coche de policía. Stachelmann miró hacia atrás. El hombre del tatuaje y otros dos corrían hacia el aparcamiento. Estaban demasiado lejos para evitarlo. Holler apuntó con la pistola a Stachelmann. Después miró por detrás del historiador, que vio el miedo en la cara de Holler. Las sirenas habían subido de volumen. Herrmann Holler se metió el cañón de la pistola en la boca, fue una detonación seca. La sangre salpicó hacia atrás.
Alguien cogió en brazos a Stachelmann, era Ossi. Y después se desmayó.