Capítulo 12
Oyó chirriar los frenos. Le dolió cuando cayó sobre las vías. En alguna parte gritaba la gente. Una voz femenina en concreto destacaba sobre las demás, una soprano del terror. Sentía cómo si él mismo se encontrara en otra parte, no tirado sobre las vías. Como a través de una nube había visto acercarse el tranvía, rojo, con dos faros, y por encima de éstos la ventanilla. Detrás de ésta, como una sombra, se reconocía al conductor, Kostas Ionanides. A este hombre le debía el haber sobrevivido. El hombre había sido cuidadoso porque era principiante y temeroso. Se enteró después de que Ionanides había escuchado a sus compañeros cuando contaban cómo habían atropellado a algunas personas. Suicidas, que le convertían a uno en cómplice y también en víctima. No se puede evitar, porque un tranvía tarda mucho en frenar, cientos de toneladas tiraban de los frenos. Acero sobre acero puede frenarse, pero el efecto de frenada de la goma era difícil. Cuando Ionanides se enteró por primera vez de que había gente que se tiraba a las vías se juró tener más cuidado. No quería despertar por la noche por haber soñado con partes de cadáveres, de cadáveres que él mismo había destrozado. Si hubiera habido otro en la cabina de mando, entonces probablemente habría muerto. Más tarde, cuando hubo superado el susto, a veces, durante breves momentos, Stachelmann llegó a desear que Ionanides se hubiera encontrado en la cama con gripe aquella noche. Le hubiera ahorrado dolores y desesperación.
Hubiera podido apoyar la cabeza en el tranvía, que había parado sólo a escasos centímetros de su cuerpo. Miró hacia arriba, al andén, vio las miradas de los espectadores y levantó un brazo. Por fin un hombre se separó de la masa y bajó a la vía. Era delgado y llevaba una mochila.
—¿Todo bien? —le preguntó. Stachelmann asintió. El hombre le sirvió de apoyo cuando se levantó lentamente. La pantorrilla derecha le dolía, las costillas también. Se había golpeado la cabeza, y su mano se tiñó de rojo cuando se la pasó por la frente. Desde arriba le tendieron más manos, el hombre que había bajado a las vías empujaba desde abajo, los otros tiraban. Finalmente logró subir de nuevo al andén. La gente le miraba, curiosa. La masa se dividió, apareció una mujer con bata blanca, después dos hombres con camilla. La mujer se arrodilló.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó, mientras tomaba su mano para comprobar su pulso. Le miró la frente, después hizo una seña a los dos hombres para que se acercaran. Estos colocaron la camilla a su lado.
—Puedo yo solo —dijo Stachelmann y se levantó. Se le nubló la vista. Cuando despertó ya estaba en una ambulancia. De su brazo izquierdo colgaba una goma. A su lado estaba sentada la médico. La miró. Ella le sonreía.
—Ya ha vuelto usted —dijo ella. Le recordaba a Anne.
La ambulancia conducía con sirena y luces, después paró y la puerta se abrió. Los dos hombres colocaron la camilla sobre un carrito. La llevaron hacia la entrada del hospital. La médico de urgencias caminaba a su lado. Lo condujeron a un quirófano y lo subieron a una mesa. Apareció después un hombre que le tendió la mano y murmuró algo. Stachelmann no le entendió. El hombre era médico, le hizo un reconocimiento; hablaba en voz baja, casi consigo mismo. Stachelmann descifró la palabra contusiones. La médico de urgencias estaba cerca de la pared mirando.
—Ha tenido suerte, no tiene nada grave. ¡Qué se mejore! —dijo, finalmente, abrió la puerta y se marchó.
Después apareció una enfermera, una mujer pesada de unos cincuenta años.
—¿Todo bien? —preguntó y tomó a Stachelmann del brazo sin esperar respuesta.
—Sí —dijo Stachelmann.
Del brazo de la enfermera se dirigió al ascensor. Subieron dos pisos, después la enfermera le condujo a su habitación. Una cama estaba ocupada, el hombre dormía. Se tumbó en la otra.
—Ahora tenemos que tomarle los datos —dijo la enfermera.
—Tengo un seguro privado, con derecho a habitación individual. —Stachelmann había ampliado su seguro cuando supo que padecía de reúma.
—Poco a poco se le despeja la cabeza —dijo la enfermera—. Si ya es capaz de pensar en eso es que mejora.
Si tengo que ir al hospital, entonces que sea con todo el lujo posible, pensó Stachelmann.
—Todavía nos queda una habitación individual libre —dijo la enfermera. Soltó los frenos de su cama y lo empujó a una habitación al final del pasillo, en la que sólo había un armario.
—Mesa, sillas y demás se las consigo en un momento —dijo la enfermera y se marchó.
Volvió con una compañera, llevando sillas ambas. Abandonaron la habitación y volvieron con una mesa.
—¿Quiere un televisor? —preguntó la otra enfermera. Tenía voz de pito. Stachelmann negó con la cabeza. Ambas se marcharon, cerraron la puerta, se quedó tranquilo.
¿Qué había pasado? Cerró los ojos y reflexionó. Le habían dado un golpe en la espalda. No fue un golpecillo sin intención, como ocurre de vez en cuando. Había sido un empujón rápido y fuerte con la palma de la mano. El golpe pretendía hacerle caer sobre las vías para que lo atropellara el tranvía. Stachelmann imaginó cómo hubiera quedado si el tren no hubiera parado a tiempo.
—¡Un milagro!
Aún tenía en mente la exclamación del desconocido de entre la multitud. Sí, había sido un milagro que hubiera sobrevivido.
¿Quién tenía motivos para empujarlo a las vías? ¿Un loco? ¿Había gente que asesinaba a otra por diversión? No lo creía. ¿Qué dice a eso Occam, el hombre de la navaja lógica? Si alguien te empuja es que quiere que vayas a alguna parte. ¿Quién tenía intención de asesinarlo? ¿Una confusión? Podría muy bien haber sido una confusión, aunque no conocía a nadie que le odiara tanto que deseara matarlo. Bueno, eso no lo sabía, no se podía mirar dentro de otras personas. Pero incluso echándole mucha imaginación Stachelmann no lograba ver ni la sombra de un motivo.
Buscó su móvil, pero llevaba un pijama de hospital. Se levantó y se dirigió al armario. Allí estaba su ropa, muy sucia. No había notado que alguien hubiera colgado su ropa en el armario. En el bolsillo de su americana encontró el móvil, la pantalla estaba rota y se veía mal. Lo encendió y buscó el número de Ossi.
—Homicidios.
—¿Puedo hablar con el comisario Winter?
Pasaron unos segundos.
—Winter.
—Soy yo Ossi.
—Buenos días —dijo Ossi con voz helada.
—Alguien ha intentado asesinarme.
—¿Qué? —Calló—. ¿Dónde y cuándo? —preguntó después.
—En la estación de Friedrichstraße, en Berlín. Alguien me ha empujado a las vías.
—Me tomas el pelo.
—No, so idiota. Estoy en el hospital con contusiones y un chichón enorme en la cabeza.
—¿Estás seguro de que no ha sido un descuido? Alguien que no ha tenido cuidado, niños jugando al pilla pilla o algo así.
—Alguien me ha empujado con la mano, con tanta fuerza que caí ante el tranvía.
—Dame el número de tu habitación.
Stachelmann se levantó y fue hacia la puerta. La abrió y leyó el número que ponía por fuera. Se lo dijo a Ossi.
—¿Y no te han empezado a agobiar mis compañeros? Seguro que los llamaron para que fueran a la estación. Y ahora probablemente desconocen dónde se encuentra la pobre víctima. ¡Santo Dios! ¿O es que hay alguna autoridad de visita? Haré que te envíen a alguien para que te tome declaración. Qué cosas haces. Cuando se haya marchado mi compañero, llámame otra vez. —Ossi colgó.
No pasó mucho tiempo antes de que llamaran a la puerta. Un policía de uniforme entró en la habitación, era rubio y joven, una cara esponjosa, demasiado joven para ser policía.
—Buenos días, vengo de parte de la policía de Hamburgo, para tomar una declaración. ¿Alguien le ha atacado? —Parecía incrédulo.
Stachelmann señaló una silla, el policía se sentó y colocó un bloc sobre sus rodillas. Miró a Stachelmann expectante. Si a éste me lo hubiera encontrado por la calle hubiera pensado que era un alumno, pensó Stachelmann. Quizá así es como se dé uno cuenta de que se hace mayor. La espalda le dolía, y no sabía si se debía a la caída o a la artritis. Se sentó en la cama y se colocó una almohada detrás de la espalda.
—Sí, alguien me empujó a las vías en la estación de Friedrichstrape.
El policía apuntó algo.
—¿Vio usted al que le empujó?
—No, ¿cómo podría? Me empujó por la espalda.
—Se podría haber dado la vuelta al caer.
Stachelmann lo miró fijamente.
—¿Haciendo una pirueta o sin ella? ¿O quizá con un triple salto?
El policía miró a Stachelmann como si acabara de aterrizar de Marte.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—Digo que tenía otras cosas en la cabeza que darme la vuelta para ver al tío que me había empujado. Por ejemplo, evitar caer sobre mi espalda. Es un instinto humano natural. Por desgracia no lo conseguimos tan bien como los gatos.
El policía mordisqueó su lápiz.
—Pero está usted seguro de que le han empujado. ¿Por qué?
—¿Usted no se daría cuenta si alguien le empuja por la espalda? Con la mano, para que caiga de verdad. Quizá el término empujar no sea correcto y debería decir más bien apartar con fuerza.
El policía mordisqueó su lápiz.
—Bien, pasaré a máquina su declaración y volveré para que pueda usted firmarla. Si lo he entendido bien, no vio usted al agresor.
—No.
—¿Alguien lo ha visto?
—No lo sé.
El policía se levantó, le tendió la mano y se marchó. Estaba seguro de que el hombre no le creía. Probablemente lo tomaba por un histérico. O por alguien que había tropezado cayendo a las vías y no se atrevía a confesarlo. Retiró la almohada de su espalda y se la puso tras la cabeza. La puerta se abrió y apareció el médico, que llevaba una jeringuilla en la mano. A Stachelmann le daban miedo las inyecciones. El médico le pidió que se descubriera la nalga. No sintió dolor. Después de unos minutos se durmió.
Por la mañana recordó oscuramente algunos sueños. Apareció la enfermera gorda y le trajo el desayuno. Estaba de buen humor.
—¿Cómo estamos hoy?
—No sé cómo estamos. A mí me duele la cabeza.
—¿Quiere que le traiga un analgésico?
Lo rechazó. Oyó cómo la enfermera silbaba una melodía en el pasillo.
El desayuno consistía en rodajas de pan moreno y negro, margarina, tarritos de mermelada y queso empaquetado al vacío. En un vaso del que salía humo había té. Stachelmann se untó un pan con mermelada de fresa y bebió un sorbo de té. Comió tres bocados y dejó el resto del pan sobre el plato.
La cabeza le martilleaba, las costillas le dolían al respirar; un dolor punzante. La espalda también le dolía, se sentía como si aquella noche lo hubiesen clavado a una tabla. Se levantó cuidadosamente. De la puerta colgaba un albornoz blanco. De camino hacia la puerta se mareó, sentía dolor por todas partes, así que volvió a la cama y se sentó un momento. Cuando se le pasó el mareo lo intentó de nuevo. Estaba vez la circulación le respondió. Se puso el albornoz y abrió la puerta. En el pasillo había más gente en albornoz, alguna con botellas de suero. Un hombre de bata blanca iba a paso rápido hacia alguna parte. La habitación de Stachelmann estaba al final del pasillo, así que pudo mirar por la ventana. Un gran aparcamiento, sobre el que caía la lluvia. Recorrió el pasillo con cuidado, sus piernas obedecieron, sólo que le torturaba el dolor. Procedente de una de las habitaciones, la puerta estaba sólo entornada, oyó las risas de varias voces femeninas. En la puerta ponía Control de Enfermería. Llamó y abrió un poco más la puerta. Cinco o seis enfermeras estaban sentadas alrededor de una mesa, sobre la que había vasos y platos. Olía a café. Reconoció a la enfermera gorda, que se levantó cuando lo vio.
—Ah, el doctor Stachelmann —dijo.
Stachelmann le pidió un analgésico y un vaso de agua. Cuando se hubo tomado la pastilla, siguió su peregrinación por el hospital. En una habitación con puerta de cristal se refugiaban los fumadores, apestaba hasta más allá de la puerta. Vio a un hombre con un albornoz azul marino, en una mano una petaca, en la otra un cigarrillo. Stachelmann se dio la vuelta, se cruzó con una mujer que llevaba un catéter de orina, o al menos la bolsa con un líquido amarillo pálido que tenía en la mano así lo sugería. En el centro del pasillo, estaban las escaleras y dos ascensores. Un piso más abajo descubrió una puerta verde de metal, la salida de emergencia. Bajó las escaleras y abrió la puerta. Conducía a otras escaleras, éstas, de cemento. Estaba oscuro, en la pared pudo tocar un interruptor. Lo encendió, y en la luz tenue pudo contemplar unas escaleras bastante sucias.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —la voz a su espalda parecía dura.
Se dio la vuelta, había una enfermera, bajita, pelirroja, enfadada.
—Quería mirar —tartamudeó Stachelmann.
—Aquí no hay nada que mirar.
—Está bien.
Cerró la puerta y volvió a su habitación. Se tumbó en la cama. Al día siguiente abandonaría el hospital sin importar lo que dijeran los médicos. La puerta se abrió, y apareció su médico acompañado por la enfermera gorda. El médico se situó a los pies de la cama.
—¿Qué, ya está usted en pie, señor Stachelmann? —dijo.
Stachelmann asintió.
—¿Cuál es su diagnóstico?
—Está usted sanísimo.
—Tengo artritis.
—Eso no pertenece a nuestra especialidad. A excepción de un par de contusiones y ese chichón tan elegante en su frente, no le ha pasado nada.
No ha pasado nada, pensó Stachelmann. No es verdad.
—Y parece que está usted tan bien que ya quiere recibir visitas.
—Era de la policía —dijo Stachelmann.
—El doctor no se refiere a ese —dijo la enfermera.
—No he recibido más visitas.
—Porque le dije que se fuera —dijo la enfermera, que parecía referir alguna victoria.
—¿A quién le dijo que se fuera?
—Pues a su padre.
Aquello alcanzó a Stachelmann como un puño en el plexo solar. Jadeó.
—¿Qué le pasa? —preguntó la enfermera.
—¿Por qué le dijo a mi padre que se fuera?
—Le dije que iba a mirar primero cómo se encontraba usted, y cuando miré, estaba usted durmiendo. Su padre seguro que puede volver más tarde. Eso es lo que dijo que haría. Un hombre muy comprensivo.
—¿Cómo sabe mi padre que estoy aquí?
—¿Es que no se lo ha dicho usted? Tiene usted un teléfono en la habitación y también lleva el móvil encima.
Así que había registrado su americana. ¿Habría informado Ossi a su padre? Para eso no había ninguna razón, Ossi no conocía a su padre, y no sabía siquiera si aún vivía y dónde.
—¿Qué aspecto tenía mi padre?
—¿Cómo podría describirlo? —preguntó la enfermera.
—Señor Stachelmann —la interrumpió el médico—, me gustaría tenerle aquí dos o tres días más. En observación. —Se marchó.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Stachelmann otra vez.
—Bueno, sabe usted, se me da fatal describir a las personas, probablemente veo demasiada gente cada día. —Dudó—. Pelo blanco, las puntas le tapaban las orejas. Y llevaba una americana gris. Un poco anticuado, como suele ser la gente mayor. Ah sí, y parece que acaba de volver de las vacaciones, tenía aspecto de estar muy descansado, muy moreno. —La enfermera se marchó.
A ese mismo hombre lo había visto el día anterior. En el tranvía estaba sentado en el mismo vagón que Stachelmann. Y en el andén de Friedrichstrape también le había llamado la atención. Naturalmente había otros hombres que llevaban americanas grises, pero su padre no era uno de ellos. Y el pelo no le cubría las orejas. Y moreno no estaba en ningún caso.
Sonó el móvil. Era Ossi. Seguía la frialdad.
—Me ha llamado un compañero de Berlín. Me temo que no saben cómo tratar ese asunto. ¿Seguro que no viste a quien te pudiera haber empujado?
Stachelmann reflexionó, después decidió no contar nada del hombre de la americana gris. Ossi estaba ofendido, no quería darle motivos para que se riera de él. Si Ossi decidía que el intento de asesinato era producto de su imaginación, entonces la historia del anciano omnipresente sólo empeoraría las cosas.
—No —dijo Stachelmann—. No vi a nadie.
—Bueno, entonces no se puede hacer nada. Ten cuidado. Adiós. —Ossi colgó sin esperar respuesta.
El resto del día lo pasó Stachelmann en la cama. Cerró los ojos y se puso a pensar. La enfermera sirvió la cena. Fuera aún lucía el sol, los rayos casi le cegaban. A mediodía comió potaje, ahora rodajas de pan, fiambre y queso. Humeaba una tetera, olía a sano y sabía horrible. No comió mucho, cerró los ojos de nuevo y reflexionó. Primero su idea le pareció una locura. Quizá la gente tenía razón en tenerle por loco. ¿Por qué iba alguien a empujarlo al tren? No había ningún motivo para ello. Por otra parte, si alguien lo empujaba al tren debía de tener algún motivo, a no ser que se le hubiesen fundido los fusibles y se divirtiera matando gente. Esas cosas existían, pero no era razonable suponer cosas así. Así que de nuevo la navaja de Occam. Si alguien le empujaba a las vías del tren es que quería hacerlo y tenía un motivo para ello. A no ser que se tratara de una confusión. Eso era posible, aunque Guillermo de Occam negara esa posibilidad. No, alguien quería asesinarlo, y además tenía un motivo para ello, era más acertado suponer eso. Si después resultaba ser una confusión, pues mejor que mejor. Stachelmann debía averiguar cuál era el motivo. Al principio no se le ocurría ninguno, pero después recordó a los dos hombres del archivo. Se habían comportado de forma extraña y habían apartado los expedientes qué él había pedido. Hacienda de Hamburgo; eso era ridículo, pensó Stachelmann. Todo había prescrito. A no ser que a los de Hacienda les movieran los remordimientos de conciencia. ¿Pero desde cuándo la administración tenía conciencia? ¿Quizá lo que les preocupara estuviera relacionado con la economía de la RDA? Pero entonces estaban buscando en los fondos erróneos. Y si tenían algo que ver con el ataque, ¿qué papel desempeñaba entonces el viejo con la americana gris?
Y si es que existía algún motivo para asesinarlo, ¿quién le decía que ahora ese motivo ya había desaparecido? Era más prudente creer que había alguien ahí fuera que seguía queriendo asesinarlo, a él, el historiador sin futuro. El hombre que se había presentado como su padre era desde luego un mentiroso y probablemente también un asesino. Había venido para matarle. La estación de Friedrichstraβe era un lugar ideal, pero el hospital también, porque entraba y salía continuamente mucha gente. El asesino sólo tenía que esperar el momento en el que en otra habitación hubiera mucho movimiento.
¿Cuál era la conclusión que podía sacar de estas suposiciones que parecían tan lógicas y, sin embargo, podían ser todas erróneas? Si quería sobrevivir no debía permanecer más tiempo en el hospital. Tenía que marcharse, y además, aquella misma noche. Había tenido suerte una vez, pero podía no repetirse. Quizá todo fuera una estupidez y quizá estaba loco, pero si pretendía salvarse barajando probabilidades, podía darse directamente por muerto. Curiosamente, no sentía miedo, de irreal que le parecía todo. Era como si se observara a sí mismo, como si estuviese actuando en una película. Tuvo que reír. Precisamente el perdedor, merecedor de un sitio bajo un puente únicamente, aterrorizado por un montón de documentos, casi es asesinado. Se acordó de Hornblower, un hombre que dudaba mucho de sí mismo, pero a pesar de todo se esforzaba por tomar las decisiones arriesgadas él mismo, sin delegar en nadie. Aprender de él significaba aprender a vencer. Rio, pero después volvió el miedo, golpeó sus intestinos y estómago y subió a través de su corazón a la cabeza. Estaba sentado en el borde de la cama, cuando su mano comenzó a temblar.
Se decidió a esperar hasta que oscureciera. Apagó la luz de su habitación entonces y miró por la ventana. El aparcamiento estaba iluminado muy débilmente. Pasó la mirada arriba y abajo, y captó un movimiento. Había un camino de asfalto, bordeado por arbustos que conducía desde el aparcamiento hasta una de las entradas del hospital. Había visto moverse uno de los arbustos, a pesar de que no había viento. Stachelmann observó otra vez el arbusto; ahora no se movía. Un pájaro, un gato, quizá, ya desaparecido. Miró de nuevo. Llegó un coche, aparcó, se bajó una mujer. Stachelmann salió al pasillo e hizo como si fuera a dar un paseo. Observó con detenimiento lo que ocurría. Poco a poco se tranquilizaba todo. De vez en cuando una enfermera salía al pasillo y desaparecía a paso rápido en alguna habitación sobre cuya puerta se había iluminado una lamparita.
Volvió a su habitación y esperó hasta la medianoche. Entonces se puso la ropa. La cartera estaba en el bolsillo de atrás del pantalón, descubrió en ella algo más de doscientos marcos y la tarjeta de crédito. Abrió cuidadosamente la puerta y miró hacia el pasillo. No le llevaría ni un minuto llegar a la salida de emergencia que estaba cerca de las escaleras. El pasillo estaba vacío. Stachelmann salió y se dirigió rápidamente a la escalera. La puerta del despacho de las enfermeras estaba sólo entornada, oyó dos voces femeninas. Ahora se trataba de no correr. Alcanzó las escaleras. Sonó la campanilla del ascensor, la lamparita sobre la puerta se encendió. Las puertas del ascensor se abrirían en un instante. Bajó los escalones de dos en dos hasta el descansillo de la salida de emergencia. En el penúltimo escalón resbaló. Se dio en la rabadilla y hubo de acallar un grito de dolor. Estaba sentado de culo, mirando hacia arriba. Vio salir un hombre del ascensor, de pelo blanco y con una americana gris. El hombre iba en dirección a su habitación. Stachelmann se agachó. Cuando el hombre hubo desaparecido, se levantó y cojeó como pudo hasta la salida de emergencia. El hombre descubriría pronto que Stachelmann no estaba en su habitación. Entonces podría o esperar allí, lo cual era arriesgado, porque en cualquier momento podría aparecer otra persona, o abandonar el hospital, probablemente por el mismo camino por el que había venido.
Stachelmann llevaba ventaja, y le bastaría para ponerse a salvo momentáneamente. Podía buscar un hotel con nombre falso. Nadie le encontraría aquella noche, a no ser que el hombre no trabajara solo sino que contara con más ayudantes que le siguieran la pista. Cuando abandonó el hospital a través de la salida de emergencia, no vio a nadie. Se encontró de repente en el jardín. Oyó cómo en el aparcamiento a la vuelta de la esquina arrancaba un coche, y se escondió detrás de un arbusto. El coche no llegó a pasar a su lado. Stachelmann huyó, pegándose a la pared y alejándose del aparcamiento. Llegó a una esquina y miró a su alrededor con cautela. Allí estaba la entrada principal. Se paró y esperó. Había poco movimiento. Tras aproximadamente un cuarto de hora un hombre abandonó el hospital y se dirigió caminando hacia Luisenstraße, el pelo blanco brillaba a la luz de las lámparas de la entrada. Stachelmann se puso en marcha; siguió al hombre. Estás loco, le pasó por la cabeza. Pero sus piernas no dejaban de caminar. El hombre seguía la calle en dirección a la estación de metro de Zinnowitzer Straße. Caminaba lentamente y no se dio la vuelta. Bajó las escaleras hasta el metro. Stachelmann mantuvo las distancias. Cuando el hombre llegó al andén, Stachelmann se escondió detrás de un pilar. Una mujer mayor se cruzó con Stachelmann, y se puso a mirar su ropa, completamente sucia de la caída a las vías. Entró el metro en la estación, el hombre esperó a que se bajaran todos antes de entrar. Stachelmann se esforzó por no entrar en el campo visual del hombre y subió a un vagón anterior. Se sentó en el banco de la cabecera del vagón, desde ahí veía todo el andén y también podía controlar dónde se bajaba el hombre. El plano en la pared lateral le indicó que se encontraba en la línea 6. Cuando entraron en Oranienburger Tor vio que el metro iba en dirección a Steglitz. En la estación de Unter den Linden se dio cuenta de que el hombre había salido al andén. Se dirigía a paso rápido a Pariser Platz. Stachelmann se dio prisa. Abandonó el vagón de metro y le siguió. Este caminaba ahora en dirección a Brandenburger Tor, pasando por la embajada rusa, a cuya entrada patrullaban dos policías. Entró en el hotel Adlon. Stachelmann se acercó a la entrada, y a través de un cristal vio cómo el hombre recibía en la recepción la llave de una habitación, después desapareció; probablemente se había dirigido hacia los ascensores. Stachelmann entró, aunque pensaba que había perdido la cabeza. Miró a su alrededor y luego se acercó al mostrador de recepción. Un empleado elegantemente vestido le observó con cara impasible.
—Buenos días, dígame por favor, ¿cómo se llama el hombre que acaba de recoger su llave?
El empleado lo miró, y en ese momento Stachelmann recordó lo sucia que estaba su ropa.
—No puedo decírselo. Pero si quiere dejarle una nota, se la haré llevar de inmediato.
Stachelmann sacó un billete de cincuenta marcos de su billetera y lo puso sobre la mesa.
El empleado lo miró de forma desagradable.
—Señor, ¡está usted en el Adlon!
Stachelmann se guardó de nuevo el billete y abandonó la recepción. Miró a su espalda por si el hombre de la americana gris lo seguía y echó a andar en dirección a Berlín-Mitte, no se atrevía a volver al Hotel Haus Morgenland, porque estaba cerca del archivo y sólo se sentiría seguro en un alojamiento en el que se inscribiera con nombre falso. Pasó por la Universidad Humboldt, le dolía la rabadilla y también la rodilla. En Karl Liebknecht Straße torció a la izquierda en dirección a Spandauer Brücke. Descubrió un cajero y sacó mil marcos. De vez en cuando miraba a su espalda sin ver nada raro. Entró en una calle lateral y esperó unos segundos. Después se dio la vuelta, nadie a la vista. Un cristal se rompió. Stachelmann se encogió. Miró en la dirección desde la que se habían oído los cristales rotos. Un hombre se tambaleaba del brazo de una mujer. Ella le gritaba, él balbuceaba. Stachelmann siguió caminando sin saber muy bien hacia dónde. Estaba cansado y hambriento. Perdió la orientación. Sus rodillas ya no podían más, casi se le doblaban. Al final de un callejón estrecho vio unas luces de neón rojas que parpadeaban. Se dirigió a ellas, Hotel Elvira, la segunda L y la R no estaban iluminadas. La puerta estaba abierta. Subió los tres escalones de la entrada. En la recepción había un hombre durmiendo, a sus espaldas, en dos hileras, llaves en apartados señalizados con cartelitos metalizados. Stachelmann golpeó la mesa. El hombre roncaba y apestaba a schnaps. Golpeó la mesa con mayor fuerza. El hombre abrió los ojos y le miró parpadeando. Después bostezó, con lo cual el hedor fue mayor. Se pasó la mano por el pelo, cogió una llave de detrás y la puso en el mostrador. Metió la mano debajo del mostrador y le ofreció dos toallas gastadas.
—Habitación número 16, en el primer piso. Trescientos marcos, por adelantado —dijo—. A cambio puede dormir por la mañana todo lo que quiera. —Miró detrás de Stachelmann—. ¿Dónde está la muñeca? —preguntó.
Stachelmann contó los trescientos marcos, los puso en el mostrador y subió las escaleras. Encontró la habitación, entró y se tumbó en la cama. La luz del cartel de neón parpadeaba dentro de su habitación.
Stachelmann estaba tumbado de espaldas sobre el colchón, se sentía agotado y tenía muchos dolores. No podía pensar con claridad y no conciliaba el sueño. La habitación era muy ruidosa.
Finalmente se durmió. Cuando despertó lo observaban dos ojos negros.
—Tu levántate, noche terminado —dijo la mujer, llevaba un pañuelo de color azul en la cabeza. Miró las toallas que estaban al lado de Stachelmann y sacudió la cabeza. Stachelmann se levantó y se contempló en el espejo que había sobre un lavabo que una vez tuvo que haber sido blanco. Estudió sus ropas y comprendió a la turca. Ésta limpiaba con un plumero la silla y la mesita de noche. Había estado solo en la cama de un burdel toda la noche y además con la ropa sucia, tenía que estar mal de la cabeza. Había compasión en la mirada de la mujer.
—¿Quiere ganarse doscientos marcos? —le preguntó Stachelmann.
Ella rio.
—Yo limpiadora, ¿busco otra mujer?
Stachelmann sacudió la cabeza. La señaló a ella. Sacó dos billetes de cien marcos de su billetera y se los tendió.
Ella lo miró enfadada.
—Yo no puta.
Stachelmann se asustó. Si se enfadaba con él, estaba listo.
—No, no.
Señaló la cama e hizo una seña despectiva.
—Otra cosa, ayuda para mí.
La mujer lo miró.
Stachelmann señaló su ropa.
—Necesito una camisa limpia y unos pantalones, ropa interior y calcetines.
—¿Yo comprar?
—No, están en mi hotel.
Ella no comprendió. Tampoco era fácil de entender que Stachelmann se despertara en un hotel y tuviera su ropa en otro.
Stachelmann pensó si debería darle a la mujer dinero para un taxi. No lo hizo, porque quizá eso hubiera llamado la atención. O quizá así se le ocurría la idea de exigirle más dinero, porque daba la impresión de que tenía mucho dinero. Le dio la llave de su habitación en el Hotel Haus Morgenland. Ella terminaría su trabajo en el hotel Elvira e inmediatamente se dirigiría a Lichterfelde para coger ropa de su habitación y volver al Hotel Elvira.
—Usted me escribe papel —dijo.
Primero no lo entendió, luego asintió. Ella abandonó la habitación y volvió con un bloc y un bolígrafo. Él le preguntó su nombre y escribió que Aische Jyksel estaba autorizada a coger ropa para él, y que por eso le había dado la llave de su habitación. Firmó y le dio el papel. Le advirtió que enseñara el papel únicamente en el hotel y sólo si se lo pedían. A menudo no había nadie en la recepción y era posible que Aische lograra llegar a su habitación sin que la advirtieran. Así podría estar seguro de que nadie la seguía y de que no conduciría al asesino hasta él.
—¿Pensión de alimentos? —preguntó Aische.
Stachelmann sacudió la cabeza.
—Tenía una novia —dijo—. Pero por desgracia no sabía que estaba casada.
Aische puso cara compasiva.
—¿Ella no dijo?
Stachelmann sacudió la cabeza.
—Eso triste.
Stachelmann asintió.
—¿Y ahora marido de novia perseguirte?
Stachelmann se pasó la mano por la garganta en un signo significativo.
—Mejor matar novia —dijo Aische—. Novia mentirosa.
Stachelmann se encogió de hombros.
Quedaron en verse a las dos de la tarde. Aische abandonó la habitación para terminar su trabajo. Stachelmann bajó a la recepción. Ahora había allí un hombre más joven, en su frente clareaba el pelo castaño. El hombre leía una revista con imágenes de mujeres desnudas.
—Voy a necesitar la habitación hasta aproximadamente las tres —dijo Stachelmann.
El hombre asintió.
—Trescientos marcos por adelantado —dijo—, incluidas las toallas.
Stachelmann puso tres billetes de cien marcos sobre el mostrador. La excursión a Berlín le estaba saliendo cara.
Sonó su móvil. Apretó el botón para aceptar la llamada.
—Aquí Anne, ¿dónde estás?
Stachelmann subió las escaleras.
—En el hotel.
—Yo creía que trabajabas en el archivo, ¿qué pasa, que has decidido dedicarte a la vida nocturna?
—Claro —dijo Stachelmann—. Ese es el motivo verdadero de mi viaje a Berlín. Como tú no querías acompañarme...
El miedo al asesino había eliminado su timidez. Se sorprendió de sí mismo. Todo le parecía facilísimo.
—Ah —dijo Anne—. ¿Y en qué establecimiento has pasado la noche de hoy?
—Creo que se llama Hotel Elvira. Un sitio bastante cutre. Una cama cuesta trescientos marcos, incluidas las toallas.
Anne guardó silencio.
—Me tomas el pelo —dijo.
—Para nada. ¿Y el Legendario qué tal?
—Pero, dime, ¿es una broma eso del Hotel Elvira?
—No, ayer estuve paseando durante la noche y tuve que dormir aquí. Y ahora estoy esperando a que una limpiadora turca me traiga ropa limpia de mi hotel en Lichterfelde —se alegró, porque ella parecía celosa. La oía respirar pesadamente—. Y la noche anterior la pasé en el hospital. Esto no es un viaje de investigación sino una locura.
—Empieza desde el principio, por favor. No entiendo nada. —Parecía preocupada.
Él le relató de forma esquemática lo ocurrido.
—¿Por qué no vas a la policía?
—Si ya ha venido a verme. Sólo que no se creen ni una palabra.
—¿Y Ossi?
—Menos aún.
Anne no dijo nada durante un rato.
—¿Quieres que vaya?
—Creí que Bohming te tenía legendariamente ocupada.
—Desde luego. Pero podría estar muriéndose mi abuela.
—A veces resultan útiles las abuelas. —La oferta de Anne le conmovía, pero ella no podía ayudarle—. No, muy amable de tu parte. Pero prefiero que me asesinen en solitario. —Se esforzó por reírse como si se tratara de un chiste. Volvió el miedo.
—Como quieras, la oferta sigue en pie. —Parecía decepcionada.
—No, basta con que vengas al entierro.
Ella colgó.
Stachelmann se quedó mirando fijamente el móvil y se maldijo. A veces sólo quería ser gracioso y a pesar de ello hería los sentimientos de la gente. Durante unos instantes pensó en volver a llamar a Anne, pero después lo dejó. Era mejor que ella se quedara en Hamburgo. Se tumbó en la cama y miró al techo. En una esquina vio dos arañas, cuerpos pequeños, piernas largas. No se movían. La telaraña brillaba a la luz. Bautizó a las arañas Amalie y Alberta. Cerró los ojos y reflexionó. Le habían sucedido cosas extrañas en Berlín. El asesino se alojaba en el Adlon. Podría haber llevado a la policía hasta él, o, al menos, hasta la recepción del hotel. Allí podrían haber esperado a que saliera. Naturalmente, el hombre lo habría negado todo y Stachelmann no podría demostrar nada. ¿Qué el hombre había estado en el hospital? Seguro que le encontraba una explicación, o simplemente lo negaba. O no decía nada, y el juez tendría que dejarle marchar porque no había nada, absolutamente nada en contra del hombre a excepción del convencimiento de Stachelmann de que quería asesinarle. Se maldijo por su miedo, quizá Hornblower hubiera experimentado un miedo idéntico, pero jamás habría permitido que éste le dominara.
Se dirigió a la recepción y le pidió al portero unas páginas amarillas. Buscó Protección personal y encontró varios números. Decidió llamar a «Meyer, protección personal e información» y marcó el número de la empresa. Se puso una voz femenina con acento berlinés.
—Gustav, ven, un cliente —la oyó decir Stachelmann, excitada, y entonces decidió colgar.
Solucionaría el asunto él mismo. Sólo podría permitirse un guardaespaldas unos cuantos días, quizá dos semanas, y después se quedaría sin blanca. Se tumbó de nuevo en la cama. Amalie se había adelantado un par de centímetros hacia la pared mientras que Alberta seguía colgando perezosamente del techo. También entre las arañas había de todo. Abrió la ventana con la esperanza de que moscas y mosquitos se enredaran en la telaraña. Después se durmió. En su sueño huía sin lograrlo de un monstruo que intentaba morderlo con una boca acuosa. Sacudieron su hombro, pero no era el monstruo, sino Aische, que había vuelto con una bolsa de supermercado. La colocó a sus pies.
—Nadie me ve —dijo—. Hotel vacío. —Señaló la bolsa—. También empaquetado cepillo de dientes y peine. Bolsa puede quedarse.
Stachelmann se levantó y le tendió la mano. Le dio, entonces, doscientos marcos. Cuando Aische se hubo marchado, se duchó y se cambió de ropa. Se cepilló los dientes y después se sintió mejor. Guardó la ropa sucia en la bolsa de Aische y bajó las escaleras. Dejó la llave en el mostrador, el hombre ni siquiera levantó la vista de su lectura. Cuando Stachelmann salió a la calle, su decaimiento se disipó. Se dirigió a la siguiente estación de metro, Turmstraße, y alcanzó después de dos trasbordos Lichterfelde-Sur. La gente empujaba para entrar en el tren. Stachelmann no sentía dolor y disfrutaba del tiempo que tenía hasta que éste volviera a aparecer.
Cuando hubo alcanzado el archivo, entró en el vestuario y guardó su bolsa. Después, se acercó a la entrada de la sala de lectura. A través de la puerta de cristal vio a los dos hombres de Hacienda de Hamburgo. Le daban la espalda, y leían expedientes. Stachelmann entró en la sala de lectura, vio a Bender y le hizo una seña para que saliera al pasillo. Bender le miró inquisitivo, pero fue.
—Señor Bender, ¿cuánto tiempo permanecerán esos dos señores aún en el archivo?
—El señor Carsten ha dicho que hasta esta tarde.
—¿Y entonces podré ver los documentos que han inspeccionado ellos?
—En realidad, no, al menos no aquéllos que quieren copiar. Estos señores tienen prisa. El asunto tiene máxima prioridad. —Bender parecía molesto. Probablemente los dos hombres le atacaban los nervios. Peticiones extraordinarias. Los funcionarios odiaban las peticiones extraordinarias.
—¿Y si me deja echarles un vistazo breve? No se puede copiar todo a la vez, cuando es tanto.
—Cierto, cierto, pero los documentos son copiados por una empresa y ésta los recoge todos esta noche. —Miró a Stachelmann con seriedad—. ¿Para qué necesita esos documentos?
—Sinceramente, no lo sé con exactitud. Me temo que estos dos señores buscan algo que yo también estoy buscando. Probablemente ellos saben con más exactitud qué es. Y además dudo que sean de Hacienda.
Bender se quedó con la boca abierta.
—Pero, ¿qué dice? —preguntó—. Si me han llamado incluso de la oficina del concejal. No sé, doctor Stachelmann, si no nos conociéramos desde hace tanto tiempo... —No concluyó la frase y volvió a la sala de lectura.
Stachelmann abandonó el edificio del archivo y entró en la biblioteca, la antigua iglesia de la escuela militar. Se sentó en una silla de la sala principal; a cierta distancia había dos hombres leyendo. Stachelmann estuvo pensando sobre qué podría hacer. No conseguía hacerse con los documentos de los dos tíos de Hamburgo. Jugó con la idea de sacarlos de la sala con una llamada telefónica, pero habrían devuelto los documentos antes de salir. En un par de semanas averiguaría, con ayuda de la tarjeta de información que se le añadía a todos los expedientes, qué les había interesado a los dos hombres, aunque para eso tenía que conocer sus nombres. Bender se lo diría en cuanto se marcharan, pero, impaciente, no quería esperar tanto, ni quería esperar a consultar los expedientes. Si ambos hombres estaban relacionados con su asesino era posible que se produjera otro ataque a su persona, aunque no comprendiera el motivo. Quizá averiguara algo en los documentos que iban a ser recogidos aquella noche para ser copiados. Una parte de las signaturas se las sabía de memoria, sólo tenía que encontrar los expedientes. De repente supo dónde hacerlo.
* * *
Estaban sentados frente a frente. Ossi se encendió un cigarrillo y Carmen torció el gesto.
—Tanto fumar, es horrible —dijo.
—En ese sentido no he mejorado nada. Ulrike también lo odiaba. Pero ella era lo suficientemente tolerante como para aguantarse.
—¿Y dejarse envenenar por ti? Ser fumador pasivo es casi más dañino que fumar uno mismo.
—Discutiremos eso más tarde. —Ossi cogió un papel del expediente que tenía delante.
—Helmut Fleischer —leyó—, vendió en 1975 a Holler. Norbert Enheim vendió en 1976, fue asesinado, agresor desconocido. Karl Markwart, vendió en 1976, murió hace tres años de cáncer de pulmón.
Carmen le lanzó una mirada cruel.
—Probablemente tuvo que compartir despacho con algún fumador.
Ossi hizo una seña despectiva.
—Otto Grothe, vendió en 1978, es viejo y un desastre. Y no fumador. Así que tiene muchas posibilidades de morir valientemente de cualquier otra cosa. He hablado con Grothe, y no sé cómo podría ayudarnos. Otto Prugate oculta algo, y también vendió en el 78. Johannes Peter Meier, vendió en 1979 y aún vive. ¿Dónde? —Ossi hojeó en el expediente—. Es verdad, en Dockenhuden. A ese tendremos que visitarlo. Y sin avisar. Ferdinand Meiser vendió en 1980 y está enterrado en Ohlsdorf.
Carmen le miró inquisitiva.
—Es el cementerio central. Gottlob Ammann, vendió en 1981 y aún vive. Esos son todos. Propondré a Taut que alguien eche un vistazo al registro mercantil para ver si Holler ha comprado más empresas.
—El registro mercantil cubre las últimas cuatro décadas. Es un trabajo de esclavos. Estoy segura de que esa tarea tan divertida me tocará a mí.
Ossi sonrió.
—Si eres buena quizá pueda evitarse.
—Creía que sólo había polis corruptos en el extranjero.
—No, no. Los hay en todas partes, es algo así como una asociación internacional.
—Y tú eres el jefe.
—Me halagas. El jefe es siempre el más corrupto de todos. Yo practico diligentemente, pero hasta que haya superado a los compañeros rusos o sudamericanos necesitaré aún un tiempecito.
—Animo, que lo conseguirás —dijo Carmen.
—Así que Ammann y Meier —dijo Ossi—. A esos los vamos a ver esta misma tarde. Y ya que estamos en lo de revisar a fondo la comunidad inmobiliaria, voy a llamar a Taut para que envíe a alguien a revisar el registro mercantil.
—Y entonces me tendrás a tus pies —dijo Carmen.
—Por supuesto —dijo Ossi.
Meier vivía en una mansión en Dockenhuden, cerca de Elbchausee. Delante de la casa se encontraba aparcado un Mercedes negro nuevo de la clase S. En la blanca fachada de la casa había una puerta negra, de la que colgaba una anilla de latón que había que golpear contra una placa si se quería que alguien le abriera a uno la puerta. La placa tenía incontables pequeños bollos, ya hacía tiempo que se la empleaba como sustitutivo del timbre. Carmen golpeó varias veces con fuerza. No pasó mucho tiempo antes de que se abriera la puerta. Un hombre alto y extremadamente delgado, vestido con un traje negro, abrió lentamente la puerta.
—¿Sí? —preguntó.
—Nos gustaría hablar con el señor Meier.
—Señor Meier zu Riebenschlag.
Ossi miró a Carmen. Vio cómo se esforzaba por reprimir la risa.
—Sí, el señor Meier —dijo Ossi. Le mostró al mayordomo su placa.
El mayordomo torció el gesto casi imperceptiblemente.
—Si quieren seguirme.
Los guió a una habitación que pretendía ser una biblioteca. Las paredes estaban cubiertas de lomos de libros, muchos de cuero. Ossi miró algunos.
—Todos noveluchas viejas —dijo—. Ranke, Freytag, debería robarlos y regalárselos a Stachelmann.
—¿Stachelmann? —preguntó Carmen—. ¿Ese es tu especialista en Historia?
—También te has enterado de eso ya, vaya. No se te puede ocultar nada, metes la nariz en todas partes. Ese es el especialista en Historia que de vez en cuando hace alguna estupidez. Lo último es que se cayó en Berlín delante del tranvía y desde entonces está convencido de que alguien quiere asesinarlo.
—Un tío divertido, debería conocerlo.
—Tienes un gusto exquisito.
—Seguro que ese Stachelmann no es tan aburrido como tú.
Antes de que Ossi pudiera contestar se abrió la puerta. Apareció un hombre, muy derecho y muy alto, el pelo blanco cortado muy corto, atlético, con una cara de rasgos duros. Llevaba un pantalón blanco, una camisa blanca de manga corta y un chaleco rojo. La ropa parecía cara. Se paró a cierta distancia de Ossi y Carmen.
—¿Son ustedes de la policía? —dijo.
—Homicidios —dijo Ossi. Se presentó a sí mismo y a Carmen.
El hombre no dijo nada.
—¿Es usted Johann-Peter Meier? —preguntó Carmen.
—Soy Johann-Peter Meier zu Riebenschlag.
—Hasta el año 1979 fue usted dueño de una empresa inmobiliaria que llevaba bajo el nombre de Meier.
Meier asintió.
—¿Desde cuándo se llama a sí mismo Meier zu Riebenschlag?
—No me llamo a mí mismo, ese es mi nombre. Fui adoptado en el año 1983 por el señor zu Riebenschlag.
—¿Y eso? —Carmen no podía ocultar su sorpresa.
—¿Está eso relacionado con su pregunta sobre mi empresa?
—¿Cuánto le pagó usted al señor Riebenschlag para poder usar su nombre?
Meier encogió la nariz.
—¿Por qué vendió en 1979?
—No hubiera vendido si Holler no hubiera querido comprar. Me presionó y me amenazó. Se pegó a mí como una lapa, no me lo quitaba de encima. Cuando llegaba por las mañanas a mi oficina, ya había vuelto loca a mi secretaria o me había llenado de mensajes el contestador.
—¿Vendió usted porque Holler era un pesado?
—Sí.
—No llego a entenderlo —dijo Ossi.
—Es posible —contestó Meier en tono de superioridad.
—Y después de la venta Holler le exigió la devolución de una parte de la cantidad pagada.
Meier miró a Ossi sorprendido.
—También se puede ver así —dijo.
—¿Le devolvió usted voluntariamente una parte del precio de compra? No lo entiendo.
—Es posible —dijo Meier.
—Señor Meier. Estamos investigando un asesinato. Así que nuestra disposición a que nos den largas se encuentra comparativamente limitada. Quizá quiera usted contestar ahora nuestras preguntas y el asunto quede liquidado. O, si le apetece, podemos volver a vernos en la comisaría.
Carmen sonó como mínimo tan superior como Meier.
—¿Un asesinato?
—Varios asesinatos —dijo Ossi. Estaba sorprendido por la versatilidad de Carmen.
—Pues deberían ustedes, cuando me envíen la citación, poner mi nombre correctamente. En caso contrario no me presentaré.
—Señor Meier zu Riebenschlag, no nos apetece seguir jugando. Sobre todo, no disponemos de tiempo para ello. Si sigue sin darnos alguna respuesta razonable tenemos que suponer que está usted relacionado con nuestro caso. Así que lo mejor será solicitar una orden de registro. Ya veo que cuenta usted con servicio suficiente para que le vuelvan a ordenar la casa después. —Ossi dejó que Carmen siguiera aunque estaban avanzando por terreno resbaladizo. No había ni siquiera la más mínima sospecha contra Meier, y cualquier fiscal se reiría de ellos si pretendían acusarlo de ocultar pruebas de un delito. Pero quizá Meier se dejara impresionar.
Meier se dirigió a Ossi.
—Descubrió defectos.
—¿Holler?
Meier asintió con fuerza, su pelo se balanceaba en la frente. Tenía las raíces de color castaño.
—¿Qué clase de defectos?
—El fichero era peor de lo prometido, y esto y lo otro también. Que yo había prometido ciertas cosas a gente con las que él había tenido que tragar después de la compra.
—¿Por ejemplo?
—Me mostró un contrato que yo había cerrado con un propietario, un contrato exclusivo. En él me había comprometido a venderle una casa en un tiempo determinado.
—¿Y de no ser así habría tenido usted que pagarle algo?
—Sí. La casa está en el Harvestehuder Weg. Para cualquier agente ocuparse de una casa así es como ganar la lotería.
—¿Y por eso uno firma esa clase de contratos?
Meier se encogió de hombros.
—¿Qué remedio le queda a uno? La hubiera conseguido vender, sin problemas. Pero Holler decía que le había ocultado ese contrato y por eso le tuve que pagar una multa de ciento cincuenta mil marcos. No sé si él, a su vez, la pagó también, porque la casa con vistas al Alster la vendió sólo un par de semanas después de apretarme las tuercas.
—Se siente usted estafado.
—El cerdo me engañó, esa es la verdad. Sólo que no puedo demostrarlo.
—Pues es usted ya el segundo que nos lo clasifica dentro de esa especie animal. Y el último no era tan elegante como usted.
Meier dudó, luego sonrió.
—No me sorprende. No quiero ni saber a cuanta gente le ha tomado el pelo. —Miró a Carmen, después a Ossi, después otra vez a Carmen y de nuevo a Ossi—. Ah, ya. ¿Buscan ustedes al asesino de su hija entre la gente a la que Holler ha engañado?
Ossi lo miró con severidad.
—¿Buscaría usted en otro lugar?
—No, yo también buscaría exactamente ahí. Sólo que yo no he sido. Confieso que mi compasión es limitada, aunque en este caso ha pagado una inocente.
—¿Y si no ha sido usted, entonces quién? —preguntó Carmen—. Ya nos ha explicado usted su móvil. Hay un montón de asesinatos que se cometen por mucho menos.
—Sí. Y quizá yo lo hubiera hecho y el cerdo se lo hubiese merecido además, pero ahora soy lo suficientemente rico como para poder olvidar mi pérdida. De vez en cuando leo en el periódico algo acerca de las donaciones de caridad de Holler, eso de Pan para el Mundo y Amnistía Internacional, y después están esos misteriosos asesinatos a miembros de su familia. ¿Por qué debería matar yo también? Así ya es suficiente.
Se abrió la puerta y una mujer entró en la biblioteca. Era joven y rubia. Llevaba una blusa ajustada y un pantalón no menos apretado.
—Perdona, chéri —dijo—. ¿Necesitarás hoy el Porsche?
—Está en el taller, tesoro. ¿No te lo había dicho? —contestó Meier con una voz empalagosa.
—No, no lo hiciste —dijo ella ofendida y se marchó.
—El tío es un falso —dijo Carmen—. ¿Has visto que se ha teñido el pelo de blanco? Eso no es normal. Y la muñequita, parecía recién sacada de Hollywood. Meier zu Riebenschlag. —Entonó casa sílaba y soltó una risita—. ¿No es guay nuestro trabajo? Conocemos a gente con la que el ciudadano de a pie no se encuentra jamás en la vida. Pero confiesa, la muñequita te ha gustado.
—Claro, chérie —dijo Ossi—. Lo tenía todo.
—Asqueroso machista —dijo Carmen.
—Ahora vas a ver lo bueno que soy. —Cogió el teléfono, marcó y espero—. Hola, Werner. Tienes que enviarme alguien al juzgado; que eche un vistazo al registro mercantil, todas las compras y ventas de empresas de Holler desde el año 1970. —Ossi escuchó un rato—. No, a ella la necesito aquí —dijo después—. Ahora estamos interrogando a las víctimas de Holler. —Volvió a escuchar—. No, de verdad que no puede ser. ¿Qué dices? ¿Los taxistas? ¿Habéis encontrado uno? Pues ya son dos noticias buenas. Primero tenemos un testigo y segundo Kamm y Kurz ya están libres para el registro mercantil. —Ossi sonrió y colgó.
—Dame las gracias —dijo Ossi.
—Gracias —dijo Carmen—. ¿Y por qué has sonreído?
—Porque soy una persona feliz.
—Pues hasta ahora lo has ocultado muy bien.
—Un policía tiene que superar muchos retos. Ya lo aprenderás. Ah, sí, han encontrado al taxista que ha estado paseando al tío de la americana. Vamos a la comisaría, y después charlamos un poquito con el señor Ammann.
* * *
El periódico desplegado estaba sobre la mesa de la cocina. En la sección local había una foto de Enheim. Kohn estaba sentado en una silla y contemplaba esa cara. No conocía la cara, pero sí el nombre. Procedía de tiempos lejanos.
—Esos tíos son peores que buitres —oyó de nuevo la voz de su padre. Había desesperación e ira en ella—. Y Enheim es de los peores —había añadido.
Enheim es uno de los peores. ¿Por qué había dicho eso su padre? Su padre no odiaba a nadie, era un hombre educado y asustadizo. Kohn no sabía o no recordaba lo que su padre había querido decir. Podía haberlo dejado estar. Quizá Enheim mereciera la muerte; sí, una muerte cruel y también el miedo que la había precedido, pero Kohn estaba inquieto. Se puso su chaqueta, dobló el periódico y lo guardó en el bolsillo interior. Se dirigió a la comunidad judía en la calle Schäferkampsallee. Aún quedaban viejos, quizá conocieran el nombre. Enheim.
De camino a la comunidad se acordó de Goldblum; hacía mucho tiempo que no lo veía. Nunca se habían llamado por el nombre de pila. Se llamaban por el apellido y se tuteaban. Goldblum había ayudado a Kohn cuando éste había vuelto de Inglaterra. Le había mostrado cómo se hacían las solicitudes de devolución, aunque no siempre se podía obtener resultados con ellas. También había puesto a Kohn en contacto con un abogado que conocía muy bien la jungla de las leyes de reparación. Si alguien sabía algo acerca de Enheim, entonces ese era Goldblum. Y si no sabía nada, seguro que conocía a alguien que sí que sabía.
Goldblum le había confiado a Kohn su secreto: en su sótano guardaba una caja con explosivos plásticos y una caja de cianuro. El explosivo procedía de Inglaterra; Goldblum lo había comprado, al igual que el veneno, en el mercado negro, justo después de la guerra. En el mercado negro se podía comprar cualquier cosa. Había muchos soldados que no podían resistir la tentación. Robaban pertenencias del ejército y conseguían precios fantásticos. Un soldado británico ofrecía explosivos plásticos, Goldblum pagó con un collar de diamantes que había pertenecido a su madre gaseada.
—Con eso puedo volar por los aires a un par de ellos. Le da a uno una sensación agradable. Si pillo a uno de los jefazos nazis que sólo han "cumplido con su obligación", le meto cien gramos de goma en el culo. Imagínatelo, Kohn, en Fin de Año. Eso sí que será una alegría.
Pero Goldblum nunca había cumplido con sus fuegos artificiales en Fin de Año. Muchos judíos necesitaban antidepresivos para poder dormir. Se reprochaban haber sobrevivido. El antidepresivo de Goldblum era el explosivo plástico. Saber que podía usarlo en cualquier momento le daba fuerzas.
El veneno se lo había comprado Goldblum a un dirigente nazi cuando éste se dio cuenta de que no iban a por él. Goldblum había oído que los judíos habían intentado envenenar a criminales de guerra alemanes en un campo en Núremberg. Se habían introducido en la panadería que abastecía el campo de prisioneros. Pero las dosis utilizadas habían sido demasiado escasas y sólo les habían causado una gran vomitona. El dirigente nazi era ahora alguien importante en el puerto, y el cianuro estaba sin usar en el sótano de Goldblum.
Goldblum le había contado todo acerca del veneno y el explosivo plástico. Un día Kohn había cogido secretamente la llave del sótano de Goldblum y se había hecho una copia. Después fue al sótano de Goldblum y cogió lo que necesitaba. Goldblum no se había dado cuenta, o no había querido hacerlo. A veces Kohn creía incluso que Goldblum le había animado a utilizar lo que tenía en el sótano. No directamente, sino con indirectas.
Más tarde había perdido contacto con Goldblum. Este se había vuelto cada vez más silencioso, a veces desaparecía como en otro mundo y miraba fijamente al vacío. Kohn había oído que Goldblum se había mudado.
En la secretaría de la comunidad judía había una señora. Tenía el pelo gris y llevaba unas gafas de montura plateada. Miró a Kohn con amabilidad.
—Buenos días, busco al señor Goldblum, desgraciadamente no conozco el nombre de pila. Ahora ya es viejo, como yo.
—Goldblum no es un nombre muy frecuente, seguro que le encontramos, si es que está inscrito aquí. —Se dirigió a un armario lleno de expedientes y hojeó las Fichas. —Aquí está —dijo—. Sólo tenemos a un caballero de nombre Goldblum.
—Así que aún vive.
—Sí —dijo la señora—. Entenderá usted que no puedo darle así como así la dirección del señor Goldblum. Tiene que tener usted un motivo importante.
—Me ayudó cuando volví de Inglaterra.
La señora lo miró.
—Creo que le conozco. ¿Es usted el señor Kohn, verdad?
Kohn asintió. Recordaba débilmente a la mujer, había asignado familias y alojamientos a los que volvieron.
—Nos conocimos en aquella época. Me ocupé de la gente del transporte infantil. Me alegro de volver a verle. Lástima que no volviera usted a aparecer por aquí desde entonces.
—Lo siento— dijo Kohn.
—No, no, no debe sentirlo. Creo que el señor Goldblum no se enfadará conmigo si le doy su dirección. —Miró la tarjeta.— Vive en la residencia de ancianos Felicidad Tardía en Niendorf. Me temo que no se encuentra demasiado bien. —Le apuntó la dirección de la residencia—. Quizá sería conveniente que llamara primero.
Kohn asintió.
Ella tomó el teléfono y marcó un número.
—¿Puedo hablar con el señor Goldblum, por favor? —preguntó cuando alguien descolgó—. Ah, que no puede ser. Bien, dígale que va a ir a visitarle el señor Kohn. Bien. —Colgó—. El señor Goldblum está enfermo, pero puede usted ir a visitarlo.
Kohn tomó la nota, le dio las gracias y se marchó. La residencia estaba en la zona de Pommernweg. Sólo eran un par de paradas de metro hasta Niendorf Nord. De camino a la estación de metro maldijo en voz baja. La lluvia empapaba su chaqueta y sentía la humedad sobre la piel.
La residencia había sido antes una mansión, a principios de siglo. La puerta estaba cerrada, por lo que llamó al timbre. Tras unos instantes abrió un hombre grande y gordo, y de ojos saltones.
—Buenos días, me gustaría ver al señor Goldblum —dijo Kohn.
—Habitación 11 —dijo el hombre señalando las escaleras.
Kohn entró, el hombre cerró la puerta. Kohn subió las escaleras pisando una alfombra gastada. La habitación 11 se encontraba en la segunda planta. En la pared, una foto aérea de una playa. El color de las puertas se había gastado en algunos puntos. De una de las habitaciones llegaban lamentos al pasillo. Kohn llamó a la puerta. Nadie contestó.
Accionó con cuidado el picaporte, abrió la puerta y atisbo la habitación a través de la rendija. Una cama, un lavabo, una mesa, dos sillas, todo a la luz difusa que penetraba en la habitación a través de cristales casi de color marrón. Si fuera brillara el sol tampoco habría mucha diferencia, pensó Kohn. No vio a Goldblum hasta que abrió totalmente la puerta. Estaba sentado en un sillón, justo detrás de la puerta, en la mano sostenía un bastón como si fuera a golpear a alguien. Le caían un par de mechones blancos sobre la cara, por lo demás se había quedado calvo. Su enorme nariz apuntaba hacia Kohn.
—¿Qué quiere? —preguntó Goldblum.
—Soy Kohn, quería visitarte. Tengo que hablar contigo.
Goldblum cerró los ojos y los volvió a abrir de inmediato.
—No vaya a pensar que no estoy atento —dijo, mirando a la pared—, Kohn. Conocí a un par de Kohns. A algunos los gasearon. Uno volvió de Inglaterra. Tú eres el de Inglaterra. Te ayudé. Crees que soy un viejo chocho. Soy viejo y lento, pero no estoy chocho. Los de la comunidad me trajeron aquí con promesas que luego no cumplieron. Son todos unos mentirosos. Pero volveré a salir de aquí. No he dejado mi piso, aunque me han presionado para que lo haga. Me han calculado con toda exactitud cuánto me podría ahorrar si no pagara alquiler. Pero no he llegado todavía a ese punto. Soy viejo, pero no estoy chocho y no me dejo dar órdenes. Los últimos que me echaron de un piso fueron los chicos de Adolf. Esos fueron los últimos. —Rio como un loco—. Ven aquí, Kohn, siéntate conmigo. Coge una silla. Seguro que no has venido sólo para charlar. Además, tanta gratitud sería exagerada.
Kohn cogió una silla y se sentó junto a Goldblum.
—Más cerca, Kohn —dijo.
Kohn se acercó a él. Olía el aliento agrio del viejo.
—¿Conoces a un tal Enheim?
Goldblum rio.
—Lo he leído en el periódico. Está muerto, asesinado. Si hubiera podido, hubiera bailado de alegría. Espero que haya sufrido antes de morir.
—¿Quién era Enheim?
—El hijo de un pavo real. Los Enheims eran los buitres más carroñeros. El viejo Enheim poseía la insignia de oro del partido. Olían dónde había algo que sacar y ya venían volando. Todo legal, todo según la ley. Primero apremiaban a gente que no tenía más remedio que vender porque quería marcharse a América o a Palestina. Exprimieron al judío de a pie. —Los dedos torcidos de Kohn se cerraban en un amago de puño, no podía mover bien los dedos—. Hicieron contratos ante notario. Y cuando ardieron las sinagogas intensificaron aún más la presión. Le quitaron a nuestra gente todo lo que parecía ser valioso. Pagaban por ello y hacían contratos. En algunos contratos pusieron fechas anteriores para que nadie pensara que no se había hecho legalmente, porque había nazis que no creían que el Reich milenario durara realmente mil años, por eso retrasaron las fechas. Si era posible, las ponían anteriores a 1935, antes de las Leyes de Núremberg. Los Enheims no eran los únicos que hicieron esos sucios trucos, pero éstos eran buitres muy diligentes. Y, como acabo de leer en el periódico, al menos salvaron una parte de su fortuna, no se convirtieron en víctimas de las compensaciones. Es alucinante. Pero, ¿por qué me preguntas, Kohn?
—Mi padre mencionó ese nombre, en aquella época.
—¿Él también fue víctima de Enheim?
—No lo sé. Cuando vino la gente para quitarnos la casa y los muebles no se mencionó su nombre.
—Bueno, es que había tantos. No sé si lo sabes, pero algunos subastaron los muebles delante de la casa, y otras cosas en el puerto, a los "miembros de la nación alemana". Y a veces había maletas que venían por docenas del este, y lo que había dentro era para los arios cuyas casas habían sido destruidas por las bombas.
—¿Qué crees, Goldblum, quién ha podido matar a Enheim?
—Un hombre justo —dijo Goldblum—. Sólo ha podido ser un hombre justo, Kohn. ¿Quién si no?