Capítulo 9

—Voy a coger el bañador —dijo Anne—. Esperemos que a Bohming no le llegue la onda. Me siento como en el colé. ¿Haciendo pellas?

—El Legendario no está —dijo Stachelmann—. No se ve su coche en el parking. Probablemente sea el que hace más pellas.

—En media hora estoy de vuelta y salimos.

Mientras tanto, Stachelmann cogió un trabajo de clase del montón. Era de uno de los muchos estudiantes que no tendría tiempo para exponerlo en clase. Demasiados estudiantes o muy pocas clases, según se mire. El trabajo se ocupaba del golpe de Röhm y repetía de nuevo lo que otros habían escrito docenas de veces antes. Stachelmann se llamó al orden. No podía esperar de los estudiantes que reescribieran la Historia, menos cuando él mismo ni siquiera era capaz de escribir la primera oración de su trabajo de habilitación.

El golpe de Röhm. Hitler acabó con las SA, que le molestaban después de haberle limpiado las calles a golpes. La Wehrmacht debía de ser la única facción armada del Reich; Hitler les hizo ese favor a los generales y apartó la competencia a un lado. Así no habría impedimentos para una guerra. Algunos de los generales afirmarían tras la derrota que Hitler los había obligado a ir a la guerra, y ello a pesar de que ya en la época de Weimar habían planeado vengarse por el tratado de Versalles. Eso no se mencionaba en el trabajo. Stachelmann consideró si debía o no apuntarlo. Quizá sería pedir demasiado. Se decidió a puntuar el trabajo con un notable.

Miró por la ventana. Un banco de nubes se colocó delante del sol. Pronto llovería.

Llamaron a la puerta y Anne abrió la puerta.

—Me parece que no podrá ser lo de bañarse —dijo—. No en el mar Báltico.

—Entonces vamos al menos a dar un paseo —dijo Stachelmann.

El teléfono sonó. Stachelmann dudó, después descolgó el teléfono.

Era Ossi.

—El jefe está cabreado contigo, cabreadísimo.

—¿Y?

—Quiere decir que estás fuera de la investigación.

—De todos modos yo no pintaba nada.

Anne le miró con severidad.

—La verdad es que la única pista seria en este caso es la que conduce a los agentes inmobiliarios que Holler apartó del mercado.

—Volverás a tener problemas —apuntó Stachelmann—. El jefe se pondrá rabioso.

—Si encontramos al asesino nos querrá con pasión.

—El amor es así. Se encuentra o no se encuentra. Tú estás ahora mismo en el mejor camino hacia tu felicidad —dijo Stachelmann.

Anne sonrió.

—¿Qué tal tu simpática compañera?

—Bien, creo.

—Podemos salir pronto a tomar unas copas.

—De todos modos tendrás que invitarme cuando pilles a ese tío.

—Entonces voy a darme prisa —dijo Ossi, riéndose.

Les llevó una hora llegar a Scharbeutz. No había mucho tráfico en la carretera, aunque se encontraron con la primera oleada de veraneantes en las playas del Mar Báltico. Muchos coches mostraban matrícula de ciudades de Renania del Norte-Westfalia. Llovía ligeramente, una fría brisa soplaba por la playa. Las casetas estaban vacías. Una anciana con un impermeable paseaba a su perro ignorando los carteles que lo prohibían. Gaviotas y cuervos picoteaban comida en la arena. En el horizonte, un transbordador, de Travemünde a Dinamarca, o quizá a Suecia.

Anne le había cogido del brazo.

Un pensamiento cruzó su mente. No sabía por qué, o por qué justo en aquel momento para ser más exactos.

—¿Qué sabes sobre la policía en la época nazi? —preguntó Stachelmann.

—No mucho. No es mi tema. Era algo así como un cuerpo auxiliar de la Gestapo. Quizá exagero, pero algo así.

—Reunían a los judíos. La policía de la reserva llevó a cabo la misma labor en el este que los grupos de asalto.

—También yo he leído ese libro —dijo Anne—. Científicamente sólido, bien escrito. Lo contrario de Goldhagen.

—Casi todo lo de Goldhagen está sacado de otros trabajos —dijo Stachelmann—. Escribió para los emocionales, alimentando ese complejo de culpa que padecen usualmente los que no poseen culpa alguna. —Stachelmann lanzó una piedra a las olas que saltó dos veces antes de hundirse en el mar—. Mi padre estuvo en la policía, aunque yo no lo sabía. Hace un par de días lo mencionó, así como de pasada. Fue cuando hablé con él sobre Holler.

—Ese tema no te deja en paz —dijo Anne.

—Menos la historia de Holler que la pregunta de qué hizo mi padre en aquella época. Estuvo en la policía.

—Pregúntale.

—Me da miedo, pero lo haré. Pronto. Dios mío, es un anciano. —Miró hacia el mar. El transbordador se había reducido a un punto en el horizonte—. O quizá no lo haga. Imagínate que hay "algo" en su historia; ya no puede arreglarse. Y, maldita sea, quién sabe lo que hubiera hecho yo en su lugar.

—A pesar de todo hay que preguntar.

—¿De verdad? Va a cumplir los noventa.

—Seguro que yo hubiera estado muy guapa con el uniforme de las juventudes hitlerianas femeninas.

—Guapa, seguro. Pero el color de pelo es erróneo.

—No se puede tener todo.

Fueron en silencio hasta el muelle en Haffkrug y volvieron al coche por el paseo marítimo, para el que Stachelmann había encontrado sorprendentemente un aparcamiento cerca del cartel con el nombre del pueblo.

—Conozco un bar muy simpático en Lübeck, estudiantes, músicos, etc. Sin estudiantes de Hamburgo.

—¿Qué hace tu amiga, por cierto?

—¿Quién?

—Alicia.

Stachelmann se señaló la frente con un dedo.

—Espero que tenga a otro en el punto de mira. No me cambies de tema, te invito a cenar. El bar se llama Alí Baba, comida turca.

—Vale, si pagas tú, me comeré un Dóner Kebab.

Él se rio.

—Creo que también tienen otras cosas.

Stachelmann sintió la tensión entre ellos mientras permanecían sentados el uno al lado del otro en el coche. No hablaron, pero Stachelmann intuía lo que ella estaba pensando. Y sabía que ella intuía lo que pensaba él. El miedo creció dentro de él, miedo de su cobardía, de que se descubrieran esas rarezas suyas que, aunque conocía, él mismo no percibía como tales, pues formaban parte de él como su nariz y sus ojos. Y hoy su espalda le estaba torturando más de lo habitual.

Ella miró el reloj.

—Se nos hará tarde.

* * *

—¡Le tenemos! —gritó Wolfgang Kurz. Abrió de golpe la puerta al despacho de Taut.

—¿A quién? —preguntó Taut.

—¡Al conductor!

—¿Quién es?

—Oliver Stroh. Vive en Steilshoop. Varias condenas, agresión, conducir bebido etc.

Dos policías uniformados arrastraron a un hombre al despacho de Taut. Maldecía, y apenas se entendía lo que decía. Taut hizo una seña con la mano y arrugó la nariz.

—Llevadlo a la sala de interrogatorios.

Los agentes arrastraron al hombre al pasillo.

—¿Cómo le habéis encontrado?

—Estaba bebiendo en un bar, primero en silencio, pero después empezó a abrir la boca. El dueño del bar oyó cómo presumía de que era capaz de reventar cualquier coche. Y luego el tío empezó a desvariar. Que si liquidaría a cualquiera que se pusiera en su camino, que si no conocía la compasión. Entonces otro cliente le dijo a Stroh que no gritase, que quería jugar a las cartas con tranquilidad, y Stroh perdió los papeles, gritando que cerrasen el pico todos, que él no le tenía miedo a nadie, y que acababa de cargarse a una policía. El dueño del bar, que había leído algo acerca del asesinato de Ulrike nos llamó y aquí tenemos al tío.

Taut se lo pensó mejor.

—Dejad primero que duerma la mona. Mañana ya lo machacaremos.

Ossi no había dicho nada. Si era lo que parecía, entonces Ulrike no había sido asesinada, sino que había caído víctima de un ladrón de coches borracho.

Pronto se arreglaría todo. Se sentó junto a Taut para explicarle el resultado de su visita a Otto Grothe, el primero de los agentes en la lista de Holler.

* * *

Otto Grothe vivía en el primer piso de una casa vieja, demasiado pequeña para considerarla una mansión, pero lo bastante grande como para suponer que no era barato vivir ahí. Grothe recibió amablemente a Ossi; era un elegante anciano que se apoyaba en un bastón con el mango plateado en forma de cabeza de perro. Le condujo al salón y le ofreció un asiento. Ossi se hundió profundamente en el sofá. Muebles viejos, algo entre Biedermeier y Jugendstil, pensó, aunque a él, que no entendía de esas cosas, le pareció el mobiliario anticuado y cursi. Olía a rancio. A la luz del sol vio una capa de polvo sobre la mesa del salón y que las ventanas no habían sido limpiadas desde hacía meses. En las paredes había estanterías con libros viejos. Una gran radio antigua sobre una cómoda. El hombre vivía en otros tiempos.

—¿Le puedo ofrecer un café? —preguntó Grothe—. Pero no puedo prometer que sea tan bueno como era el de mi mujer. —Sin esperar respuesta, abandonó el salón. Ossi lo siguió a la cocina. El hombre puso un calentador de agua sobre la hornilla y encendió un molinillo de café eléctrico. Sonaba como una sierra mecánica. Cuando el café estuvo molido, el policía le preguntó:

—¿Dónde está su mujer?

Grothe señaló hacia arriba con un dedo. Parecía triste.

—Disculpe que moleste —dijo Ossi.

—No me molesta usted. Un anciano solitario como yo se alegra de cualquier distracción.

—¿Fue usted agente inmobiliario?

Los ojos de Grothe brillaron.

—Sí, hasta 1978. Desde entonces vivo de la venta de mi empresa, Grothe & Co.

—¿Y quién era Co.?

Silbó el calentador de agua, Grothe echó el agua en un filtro de porcelana.

—Sólo existía de nombre. Fundé la empresa en 1952 con un amigo, Gerhard Klump, que murió en 1963. Era soltero y había perdido a toda su familia en la guerra, así que me dejó su parte de la empresa en herencia a mí.

—Entonces eran muy amigos —dijo Ossi.

—Lo era todo para mí. —El viejo se asustó cuando vio la expresión de Ossi, pero se controló inmediatamente—. Era la honradez y la eficacia en persona.

—Y vendió usted su empresa en 1978.

—Sí, el señor Holler me hizo una oferta; el joven, porque el viejo hacía tiempo que había muerto. Entonces había una importante crisis inmobiliaria. La fase constructora había pasado. Aunque en realidad sólo fue un ligero enfriamiento, como se demostró después. Me sentí feliz de que Holler me hiciera una oferta tan buena.

El café estaba listo, ambos volvieron al salón. Ossi se sentó en el sofá.

—Eso fue muy hábil por parte de Holler.

—Sí, porque de otro modo quizá no hubiera vendido. Pero me ofreció un buen precio.

—¿Y no se arrepintió de haber vendido?

—Sí. Me hubiera ahorrado años de aburrimiento. Sólo he advertido después que también se puede echar de menos el miedo existencial y los problemas.

Ossi rio en voz baja.

—Me alegro de que me diga eso.

Grothe rio a su vez.

—Entonces su visita no sólo habrá servido para matar el aburrimiento de un anciano durante media hora.

—¿Conoce usted bien al señor Holler?

Grothe reflexionó durante un momento.

—En realidad no le conozco en absoluto.

—¿Pero le vendió su empresa?

—Claro. He hablado con Holler muchas veces. Era un hombre amable, casi servicial, un hombre impresionante, excitante. Pero quizá sólo yo le vea así.

—Y a pesar de todo, dice que no lo conoce.

—Bueno, me pareció más bien una máscara. Quizá esa sea la imagen más exacta.

—¿Una máscara?

—Le podrían haber dicho que Hamburgo entera estaba ardiendo y hubiera seguido sonriendo y abriéndole la puerta a las señoras. ¿Cómo puede conocerse a ese hombre? Le he visto, he hablado con él, he negociado con él y le he vendido mi empresa. Pero no lo conozco.

—Le entristece.

Grothe se levantó, se dirigió a una estantería y sacó un libro encuadernado en piel. Se sentó con el libro al lado de Ossi. Abrió una de las últimas páginas. Había siete fotos.

—Esta es mi mujer —dijo—. Murió hace unos dos años. Cáncer. A nuestra edad eso es normal. —Sus ojos se humedecieron. Las fotos procedían de épocas diferentes. En una de las fotos ella se encontraba delante de la casa con un bolso. La foto tendría unos veinte años, la casa estaba encalada de blanco y en el intervalo se había tintado de marrón y estropeado. En otra foto estaba apoyada en el capó de un Cupé Borgward, blanco y elegante. Era guapa. Otras dos fotos la mostraban en el parque. En la foto más reciente estaba retratada junto a su marido. Ambos estaban sentados a una mesa, obviamente en un restaurante.

—Ésta es de su último cumpleaños —dijo Grothe—. Tengo que agradecerle a Holler el haberle podido vender mi empresa. Eso nos permitió a mi mujer y a mí vivir juntos muchos años bonitos sin problemas económicos. Hubo una época en la que estaba convencido de que moriría pronto.

—En la guerra.

Grothe asintió. Le volvió a echar café. El policía no lo rechazó, a pesar de que su estómago se sintió inquieto.

—He aprendido a disfrutar de cada día. Pero desde que ha muerto Martha... —Apartó la cara—. Conocí al viejo Holler durante la guerra. Desde entonces me pregunto cómo un monstruo puede llegar a engendrar a una persona decente.

—¿Un monstruo? No le entiendo —dijo Ossi.

—El viejo Holler estaba en la Gestapo de Hamburgo. Nunca traté con él personalmente. Pero conozco a gente que conoce a gente a la que hizo alguna putada. Era un asesino y un matón. —Grothe se alteró, cosa que Ossi no comprendió.

—Por entonces muchos eran asesinos y matones —dijo.

Grothe miró largamente a Ossi. Su cara se había enrojecido, asintió.

—Todos fuimos culpables —dijo—. Todos nosotros. No había apenas nadie que se mantuviera al margen. En el frente, en la policía, en el partido o en el funcionariado. Yo también participé.

Se levantó, se dirigió a una mesa auxiliar y tomó una pitillera de plata. Ossi no la había visto antes. Grothe le dio a Ossi la pitillera.

—Mire.

Ossi abrió la pitillera.

—B.R. —leyó en el grabado de la parte interior de la tapa.

—B.R., Bernhard Rosenzweig. Era mi vecino. Un día, poco antes de la invasión de Polonia, se montó delante de su casa una especie de mercadillo ofreciendo utensilios de cocina, joyas, vajillas, cubiertos, relojes, una radio, parecida a ésta de aquí. —Señaló su radio—. Y allí compré esta pitillera, por seis marcos, un precio ridículo, es plata auténtica.

—¿Y qué fue de Rosenzweig?

—No lo sé. De repente desapareció, no volví a verle nunca más. Quizá consiguió escapar, quizá le gasearon. Pero yo compré su pitillera por seis marcos del Reich. Valía cien veces eso.

—Si usted no hubiera comprado la pitillera, la hubiera comprado cualquier otro —dijo Ossi.

—Sí, y hubiera sido más feliz con ella que yo. A mí me recuerda constantemente a Bernhard Rosenzweig. Era un comerciante sencillo, dueño de una tienda de ropa en la calle Fuhlenwiete. Tenía muchos clientes fijos, entre ellos mi mujer y yo. El negocio iba bien, sobrevivió a todo tipo de propaganda antisemita. Hasta noviembre de 1938, hasta la noche de los cristales rotos. Esa noche incendiaron su negocio. Y lo que consiguió salvar tuvo que entregarlo al estado. Su propiedad pasó a formar parte del patrimonio del estado. Y éste lo subastó todo.

Las manos de Ossi empezaron a sudar. Le dio la vuelta a la pitillera y la colocó sobre la mesa.

—¿Sabe una cosa? Llévese la pitillera. Martha siempre me dijo que la tirara. Una vez estuve a punto. Pero entonces me pregunté qué diría Rosenzweig si tirara su pitillera a la basura. Y tampoco podría vendérsela a un desconocido.

—No puedo aceptarla —dijo Ossi—. Está prohibido.

—¿Por qué querría yo sobornarle?

—Por supuesto que no, pero las normas son las normas. —Ossi sacó una lista del bolsillo y la colocó sobre la mesa ante Grothe—. ¿Conoce a alguno de éstos?

Grothe se puso las gafas, sus manos temblaban ligeramente.

—Los conozco a todos. Son antiguos compañeros de profesión. Un par de ellos también han vendido a Holler.

—Todos lo han hecho —dijo Ossi—. Al menos eso dice Holler. La lista es suya.

Grothe volvió a repasar la lista otra vez entornando los ojos tras las gafas.

—Hace tiempo que debería haber visitado al oculista —dijo—. Pero ya no merece la pena. Lo mismo ocurre con mi memoria. Uno conoce a sus compañeros, y aunque ya no esté en el negocio, se entera de cosas. Se comentó entonces quién había vendido a Holler, lo recuerdo. Quien más me sorprendió fue Enheim. Su negocio iba bien, más de lo que yo jamás hubiera podido soñar. Estaba especializado en edificios para la administración y prácticamente dominaba ese mercado. Y entonces, de repente, Holler le compró su negocio. Le debió de haber costado una fortuna.

Grothe miró la lista una vez más. Sacudió la cabeza.

—Falta un nombre. Tampoco es tan mala mi memoria.

—¿Qué nombre?

—Bueno, el de Enheim.

* * *

Estaban sentados, protegidos del viento, en los jardines del restaurante; la noche era cálida y la comida había sido buena.

Anne miró el reloj.

—La hora de los fantasmas. —Se quedó pensativa—. Mierda, ya se ha ido el último tren.

Stachelmann se asombró, pues a pesar de todo parecía muy tranquila. Él se hubiera agobiado mucho más.

—Te llevo a Hamburgo —dijo él.

—Estás loco. Una hora para la ida, una hora para la vuelta, son dos horas. Y mañana tienes clase.

—Por la tarde. Da igual.

—No —dijo Anne—. Nos tomamos un chianti turco y luego me preparas tu sofá. ¿Tienes sofá, verdad?

—Un dos plazas.

—No soy tan alta. —Lo miró a los ojos sonriente—. Hace tiempo que no te visita una mujer —dijo ella. No era una pregunta. Se le trababa la lengua, llevaba ya dos vasos de vino, aunque Stachelmann no dudaba de que decía lo que quería decir.

—Está todo en desorden.

—Yo no pongo orden nunca, excepto cuando me vienen visitas importantes, como el Señor Catedrático en ciernes Josef Maria Stachelmann, por ejemplo.

—No sigas.

—No eres consciente de lo bueno que eres —dijo ella—. Todos los compañeros te tienen un gran respeto. Admiran tu tesis. Están deseando ver tu trabajo para la habilitación. El Legendario dijo la semana pasada que —Anne imitó los gestos y la mímica— sólo tienes leves dificultades para arrancar. Pero en cuanto el motor se ponga en marcha, Stachelmann los superará a todos, Josef para acá y Maria para allá. Y al final me obligará a jubilarme. Porque escribe la historiografía del mañana, política, económica, militar, técnica, cultural; no ciñéndose simplemente a cartas y tíos que mueven ejércitos, las luchas de poder de los Papas y los Meissner, no sólo contratos y rupturas de contratos, acciones de estado y monárquicas. Cuando Stachelmann analiza algo, lo contempla desde todos los ángulos: Marx, Daimler, Weber, Keynes y Rilke, y, si queréis, también Benn. Y también sociología, psicología. Siempre encuentra la proporción exacta, al menos, casi siempre.

—Déjalo estar —dijo—. Eres muy amable por intentar animarme.

—¿Qué yo te animo? Te estás equivocando. La única a la que hay que animar es a mí. Adivina por qué Bohming me ha puesto en contacto contigo. Para que me enseñes cómo hay que tratar la Historia. No le he dicho nada de mi miedo a los archivos. Me temo que sospecha algo.

Stachelmann se sentía como alguien que está esperando su autobús en la parada equivocada. Un autobús tras otro pasa, pero siempre es el inapropiado, el tiempo pasa, y el último autobús se va. No entendía a Anne, debía de estar algo borracha. ¿Qué ocurriría si se tomaba otra copa más?

El camarero llegó con el vino. También trajo una copa para Stachelmann, aunque no había pedido ninguna.

—Ambas regalo de la casa —dijo el camarero.

De camino a su casa ella le tomó del brazo. Cuando decía algo, apoyaba su cabeza en el hombro de él. Caminaron un cuarto de hora, se cruzaron con algunos transeúntes y dos o tres taxis. En la calle Untertrave dos putas aguardaban la llegada de clientes. Encontró la llave en el bolsillo interior de su chaqueta y abrió la puerta.

—Tengo incluso un cepillo de dientes de repuesto para ti —dijo.

Ella fue al baño, él se sentó en el salón y puso música, el concierto número 23 para piano de Mozart.

Anne salió del baño y se sentó a su lado. Sus rodillas se tocaron.

—Qué bello es Mozart —dijo.

Él permaneció sentado y disfrutando. Después de estar un tiempo escuchando en silencio, se levantó.

—Voy a prepararte la cama. Dormirás en el dormitorio y yo dormiré aquí.

Ella sacudió la cabeza y le miró.

—Sí —insistió él. Se dirigió al dormitorio para cambiar las sábanas. Del armario sacó una sábana y la ajustó sobre el colchón. Dejó la puerta entornada. Se abrió, Anne se le acercó y lo abrazó. En la mano sostenía una almohada—. Todavía no he terminado —dijo él.

Ella se quitó los zapatos y se tumbó sobre el colchón.

—Así está bien. —Cerró los ojos, riendo en voz baja—. Ya era hora —susurró—. Ya era hora Josef Maria.

La miró y apagó la luz. Un haz de luz del pasillo cayó sobre la cabeza de ella. Es demasiado guapa para ti, pensó Stachelmann, y demasiado inteligente como para estar con un fracasado. Entonces se dio cuenta de que se había dormido. La tapó con la manta y abandonó despacio la habitación. Al llegar a la puerta se dio la vuelta y la contempló.

* * *

Lo recordaba. Había sido poco después de su vuelta de Inglaterra. Cuando cumplió los dieciocho había decidido ir a Alemania. No sabía por qué. No recordaba nada. Las caras de sus padres le parecían sombras en la niebla. Ya no sabía cómo eran. Eso le dolía aún más que la pérdida. Sus padres de acogida se negaron en un principio a dejarle marchar. Ya había terminado el periodo de aprendizaje y ganaría dinero. Estuvo discutiendo con ellos seis meses, luego se despidió en el trabajo y no buscó otro. Sentía la necesidad de volver a Alemania, aunque sus padres de acogida le indicaron que había sido totalmente destruida, también lo aseguraban los periódicos. En una ocasión Jack se encontró con un soldado que había estado en Hamburgo, el cual le contó lo de las bombas; le dijo que Hamburgo ya no era más que piedras y polvo. No cabía imaginar que todo pudiera llegar a ser reconstruido de nuevo alguna vez.

El viejo se sentó en la orilla del Alster y le dio de comer a los patos. Había leído que eso perjudicaba tanto a los patos como al agua, pero le daba igual.

Se dirigió hacia la estación de metro de Klosterstern y tomó un tren en dirección a Kellinghusenstraße. Allí tomó la línea 3 hacia Barmbek. A veces creía conocer cada uno de los vagones de metro de Hamburgo. Una o dos veces a la semana recorría ese trayecto. Se bajó en Barmbek y fue a Drosselstraße, después a Bramfelder Straße. Tuvo que esperar un buen rato hasta que el semáforo cambió a verde para los peatones. Camiones pesados se movían entre los vehículos familiares por los cuatro carriles de entrada y salida a la ciudad. Cuando hubo cruzado la calle, avanzó por Wachtelstraße en dirección descendente, hasta el punto en el que se cruzaba con Adlerstraße. Torció a la izquierda en esta última, y alcanzó el número 17. Ahí había vivido cuando era niño. Cuando volvió a Hamburgo no hubiera encontrado la casa sin la ayuda de un viejo callejero. Se había presentado en todas las direcciones en las que en su día habían vivido familias con el nombre Kohn. En la actualidad ningún Kohn habitaba la casa, pero la reconoció de inmediato como la casa de su infancia. Algunas viviendas de aquella calle eran nuevas, pero el edificio en el que él había vivido, en la segunda planta, con sus padres y su hermana, se había salvado de las bombas y también del afán constructor de la época de posguerra. Se acordaba de pocas cosas. Una mesa redonda en el salón. Una estantería. Un coche de juguete rojo. Una alfombra en el suelo, roja, negra y pesada.

Estoy loco, pensó Leopold Kohn. Voy de camino hacia una casa en la que hace décadas viví por poco tiempo. Algo me lleva hacia ella, pero ese algo no existe desde hace más de medio siglo. La cruz roja le había comunicado poco después de su vuelta que sus padres y su hermana habían sido deportados.

—Probablemente a Treblinka —había dicho aquel hombre. Treblinka significaba la muerte. Primero no había entendido al hombre, ya que apenas hablaba alemán. Pero lo que significaba Treblinka lo sabía sin necesidad de traducción. La gente de la comunidad judía se lo había explicado inmediatamente tras su llegada. Kohn sabía poco de los campos de la muerte y de lo que significaba que lo enviaran a uno al este. La gente de la comunidad judía le había informado de quién era su padre: un agente inmobiliario, honrado y no especialmente exitoso. La mayor parte de sus clientes eran judíos. Esa gente le aconsejó luchar por una compensación económica, y le ayudó a dirigirse a las instancias adecuadas. No fue culpa de ellos que no tuviera ninguna posibilidad. A Leopold Kohn le costó mucho comprenderlo todo. Pero una vez que hubo entendido lo que tenía que entender, comenzó a reflexionar sobre cómo podría compensar lo que había ocurrido.