Capítulo 13
Aparcó el Golf al lado de la entrada al archivo. Después se sentó en el restaurante italiano enfrente del portón. Pidió un café. Se sentía bien con la ropa limpia. Esperó media hora, hasta que los vio llegar. Los dos hombres de la Delegación de Hacienda de Hamburgo cruzaron el portón de entrada y bajaron por Finckensteinallee en dirección oeste. Cuando hubieron desaparecido, Stachelmann pagó su café y volvió al archivo. Se sentó en un banco y esperó, vigilando la entrada de la sala de lectura. Encendió su móvil. Sonó un pitido. Miró sus mensajes, tenía uno de Ossi. Stachelmann marcó el número de Ossi. Éste le preguntó por el hombre del pelo blanco. Stachelmann le contó brevemente lo que sabía, después colgó. Rio, porque Ossi le había preguntado qué estaba haciendo en ese momento. Le había contestado que estaba planeando un robo, y el policía, de nuevo, no le había creído.
Estuvo sentado en el banco más de una hora. Sentía temor, se dio la vuelta varias veces. Por fin se acercó una furgoneta roja con el rótulo de Copy Service Reiter. El coche paró, se bajó un hombre y desapareció en el interior del archivo. Stachelmann se acercó al coche y copió la dirección que figuraba debajo del nombre de la empresa. Después abandonó el recinto, se sentó en su coche y esperó. Cuando la furgoneta entró en su calle, Stachelmann arrancó el Golf y la siguió. No le fue difícil seguir al coche. Conducían ambos a una velocidad moderada en dirección a Zehlendorf, donde la furgoneta giró y entró en una calle lateral. Paró ante una puerta con el rótulo Copy Service Reiter. Stachelmann se adelantó un poco más y aparcó. Estaba en Edithstraβe. Disponía de tiempo y se decidió a pasear por Zehlendorf.
Un chaparrón le obligó a meterse en un pasaje comercial, donde encontró una tienda de electrodomésticos. Compró una linterna pequeña, pero potente. Al lado de la tienda de electrodomésticos descubrió una librería. Estudió las novedades y compró una novela policíaca de bolsillo de una autora americana cuyo nombre no había oído con anterioridad. Casi siempre se metía la pata con esa clase de libros, pero a veces se sorprendía uno agradablemente. Debería haberse llevado un tomo de los de Hornblower. Decidió dejar uno en el Golf en cuanto le fuera posible, por si volvía a tener que matar el tiempo. Eran poco después de las siete, antes de la una de la mañana no podría poner en práctica su plan, e incluso entonces resultaba bastante peligroso. Durante un momento pensó si no hubiera sido más inteligente vigilar al hombre de la americana gris. Pero después decidió que lo estaba haciendo bien. Tenía que descubrir qué expedientes eran aquéllos.
Había comido Sashimi en un restaurante japonés en Zehlendorf y dado un último paseo. Ahora estaba sentado en el coche, leyendo. La novela policíaca era decepcionante, algunas editoriales traducían todas las porquerías americanas. Le dolían las piernas y sintió una presión en el ojo derecho. Se maldijo, había olvidado las gotas. A la mañana siguiente tendría el ojo infectado. El dolor de espalda le provenía de la silla del japonés. Tragó dos pastillas. Era la una menos cuarto. Su inquietud creció. Se bajó del coche. La luna daba poca luz. Una farola iluminaba la puerta de la copistería, lo cual era malo. Las ventanas de las casas de alrededor estaban oscuras. Quizá alguien tenía insomnio y estaba mirando en aquel momento hacia la calle. La copistería estaba separada de la calle por una alambrada. Stachelmann la recorrió, tirando de vez en cuando de la alambrada hasta encontrar una parte en la que cedía. Miró a su alrededor, no se veía a nadie. Empujó hacia abajo la alambrada con todas sus fuerzas, subió su pierna izquierda, mientras con la derecha se impulsaba desde el suelo. Prácticamente rodó por encima de la alambrada y cayó al suelo de asfalto del patio de la copistería. Hubo un chasquido, la linterna se le había caído del bolsillo del pantalón. La cogió, la guardó y permaneció tumbado. Reprimió el dolor y esperó hasta ver si se movía algo. Lo que más miedo le daba era que hubiera un perro guardián, pero ya habría ladrado cuando Stachelmann tiró de la alambrada desde fuera. Se levantó y se acercó a la puerta; estaba asegurada con un candado y sin herramientas no lo podría abrir. Maldijo en voz baja, porque había dispuesto de tiempo de sobra para comprar herramientas. Stachelmann rodeó el edificio y se encontró con un garaje. La puerta se podía abrir. En el garaje estaba la furgoneta de reparto con la que habían recogido los expedientes. Pudo ver a través de la débil luz, en la pared lateral, un armario. No estaba cerrado con llave. En él encontró una caja de madera con herramientas. Encendió brevemente su linterna, iluminó un trapo, unas tenazas, un gran destornillador y un martillo. Cogió el destornillador, el martillo y un trapo grasiento y volvió a la puerta de la copistería. Introdujo el destornillador entre la madera de la puerta y el cerrojo, colocó el trapo sobre el mango del destornillador y golpeó con el martillo. Empezó a crujir, cayeron los tornillos. La madera estaba vieja, y Stachelmann sólo necesitó unos pocos golpes hasta que tuvo en la mano el cerrojo. La puerta se abrió hacia fuera, chirriando. Entró, encajó la puerta y colocó las herramientas en el suelo. Encendió brevemente la linterna. Se encontró en un pasillo del que salían tres puertas. Abrió la primera, el aseo. La segunda conducía a un cuarto trastero, la tercera a una habitación con estanterías que llegaban hasta el techo. Entre las estanterías había dispuestas copiadoras y también una gran mesa con sillas. Stachelmann se sentó sobre una silla al lado de una de las copiadoras y reflexionó. Las persianas estaban cerradas, pero a pesar de ello quizá se podría ver la luz de la linterna desde fuera. Su luz errante tendría que despertar sospechas. Stachelmann se metió la linterna en el bolsillo y encendió la luz. Las luces de neón del techo vacilaron, después surgió una claridad diurna. Los tubos zumbaron y se hizo la luz.
Recorrió las estanterías hasta que encontró una pila de papeles con la signatura NS 3. Estaba compuesta por cuatro archivadores, sobre los que se veía un formulario. Encargo: Peter Carsten, Delegación de Hacienda de Hamburgo. Calle Gorch-Fock-Wall 11. El nombre del segundo hombre no estaba registrado. Stachelmann cogió los expedientes, los colocó sobre la mesa, se sentó en una de las sillas y abrió el primer archivador. Reconoció inmediatamente que se trataba de expedientes de los fondos procedentes de la oficina personal de Pohl. Casi todo eran cartas. También abrió los demás archivadores y los colocó uno al lado del otro sobre la mesa. Pasaba de uno de los archivadores al otro y hojeaba. Tenía miedo de que alguien lo descubriera allí, y esperaba, de este modo, poder hacerse una idea rápidamente. En el segundo archivador le llamó la atención que la mayor parte de las cartas venían de Hamburgo. Las leyó por encima. Sus remitentes eran oficiales de las SA y las SS. En todas las cartas se trataban los mismos asuntos. Un funcionario nazi obligaba a un judío a venderle su propiedad o a regalársela, en vista de las cantidades pagadas era más o menos lo mismo. El estado, casi siempre representado por Hacienda, protestaba porque el requisar propiedades del enemigo era exclusivamente prerrogativa de las Delegaciones de Hacienda del Gran Reich Alemán. El funcionario nazi correspondiente escribía entonces a sus jefes para pedir para sí una autorización excepcional basándose en sus importantes méritos.
Stachelmann siguió pasando páginas. Le llamó la atención la carta de un asesor financiero; se expresaba de manera que demostraba o una gran autoestima o una gran desfachatez. El SA Standartenführer Robert Enheim protestaba en la carta, fechada el 19 de abril de 1941, contra el intento de la Delegación de Hacienda de Hamburgo de despojarle de una casa y un terreno que había adquirido legalmente a un judío trasladado al este. El contrato estaba fechado con anterioridad a noviembre de 1938 y lo de requisar propiedades enemigas por parte del estado aún no tenía por entonces carácter legal. Enheim recordaba al SS-Gruppenführer Pohl su amistad durante los días en que lucharon porque el Partido se hiciera con el poder. También le había escrito al SA Obergruppenführer Lutze, y sopesaba incluso contarle al mismo Führer la injusticia que cometía una burocracia desalmada que había creído destruida con la revolución nacional.
Enheim; ese nombre ya lo había visto antes, ya se acordaría dónde. Apuntó la signatura NS3-1/2015 y estudió más detenidamente una de las copiadoras. Eran más complicadas que los aparatos de la universidad o de las copisterías autoservicio. Encontró un interruptor de color rojo y lo pulsó. Sonó un zumbido, después pareció ponerse en marcha un motor. Se encendieron lamparitas de distintos colores. Colocó la carta de Enheim en una ranura sobre la que se leía INSERT. Encontró el botón de COPY y lo pulsó también. La hoja desapareció en el interior de la máquina, hubo un ruido como de arrastre y la carta de Robert Enheim apareció de nuevo en una bandeja al otro lado de la máquina. En la ranura de debajo descubrió la copia. Copió la segunda página de la carta, devolvió el original al archivador, dobló las copias y las metió en la parte interior de su chaqueta. Miró las páginas de los demás archivadores. En la mayor parte de los casos se trataba de lo que los historiadores llamaban "arianización a la fuerza". Los funcionarios nazis y otros ladrones se aprovechaban de la situación de necesidad de los judíos ante la emigración o la expulsión y adquirían por un precio ridículo, pero ante notario, empresas, casas y terrenos. De ahí surgía la disputa, porque las Delegaciones de Hacienda insistían en su derecho a apropiarse de las fortunas enemigas, que es como llamaban los nazis a las propiedades judías, para el estado. Pero eso no le convenía a los que se habían beneficiado de los robos, que apelaban a la justicia y a todo aquél que pudiera ayudarles. Los viejos soldados del Führer de antes del 33 mostraban sus insignias doradas. No habían luchado por la revolución parda para dejarse ahora quitar el botín por parte de unos funcionarios cualesquiera, que en parte ya habían trabajado para la República de Weimar.
Stachelmann se había ocupado de ese asunto alguna que otra vez. ¿A dónde iban las posesiones de la gente que era encerrada y asesinada? Eso pertenecía de pasada a su tema de investigación. Tampoco se había progresado mucho en este tema, en parte porque el Parlamento había decidido en 1988 seguir manteniendo clasificados los expedientes de carácter económico. A muchos les era insoportable la idea de que las posesiones de los judíos no habían sido robadas por alemanes individuales, sino por la administración alemana, y siguiendo la ley; por ese pequeño funcionario gris que no cumplía más que con su obligación, tanto antes de 1945, como después.
Stachelmann ocultó su miedo y siguió pasando páginas. Le llamó la atención una carta. Ocupaba cuatro páginas. La estudió superficialmente y su corazón empezó a latir con fuerza. Leyó los nombres Holler y Enheim. La carta era del Juzgado Principal de las SS, con fecha de 26 de junio de 1941. Parecía ser una respuesta a una carta de Pohl al Obergruppenführer Friedrich Alpers, el responsable del Juzgado. Cogió las páginas del archivador y las copió.
Hubo un repiqueteo. Stachelmann se asustó, el sudor le inundó la cabeza. Corrió hacia el interruptor de la luz que había al lado de la puerta y la apagó. Se obligó a quedarse de pie y escuchar. No se oía nada, excepto el susurro de la copiadora. Se acercó sigilosamente a la máquina y la apagó. Una voz en tono alto, un grito. Un borracho. Stachelmann abrió cuidadosamente la puerta de entrada y se asomó. Alguien estaba apoyado en la alambrada y vomitaba. Entre arcada y arcada murmuraba algo incomprensible. El borracho cayó de rodillas. Se levantó, ayudándose con la alambrada. En una casa cercana se encendió la luz en el segundo piso.
—¡Silencio! —se oyó una voz—. ¡O llamo a la policía!
—¡Hijo de puta! —resonó como respuesta—. ¡Baja para que pueda partirte la boca!
Stachelmann corrió de vuelta a la sala de copias y colocó los expedientes en su sitio. En la medida de lo posible controló en la oscuridad si dejaba la habitación tal como la había encontrado. Después salió del edificio. Buscó el cerrojo y recogió las herramientas del suelo, después tanteó en la puerta los agujeros de los tornillos. Colocó el cierre en la puerta y metió los tornillos con cuidado en los agujeros a golpe de martillo, después los aseguró algo más con el destornillador. No aguantaría, pero quizá lograría ocultar que lo había forzado. Había muchos motivos por los que no aguantaba un cerrojo. ¿Y por qué creer en un robo si no faltaba nada y no había huellas que así lo indicara?
En ese momento Stachelmann vio las luces azules. Se acuclilló pegado a la pared al lado de la puerta. El coche de policía pasó lentamente al lado de la alambrada. Algunos metros más adelante paró, la luz azul teñía intermitentemente el patio de la copistería. Oyó balbucear al borracho, la voz tajante del policía hizo encogerse a Stachelmann. También oyó cerrarse unas puertas, después el coche de policía continuó. Stachelmann esperó a ver si el coche se daba la vuelta y retrocedía, pero el ruido del motor se alejó hasta que dejó de oírse.
Stachelmann avanzó sigilosamente por el patio hasta llegar a la alambrada. Retrocedió, oliendo el vómito. No tenía elección, era ahí donde la alambrada era accesible. La bajó y abandonó el patio, rodando sobre la alambrada. Aterrizó sobre algo resbaladizo, se le fueron los pies y cayó en un charco de vómito.
* * *
Ossi y Carmen volvieron a la comisaría. En el despacho de Taut se encontraban, además del jefe de la Rufbereitschaft, los comisarios Kurz y Kamm, y un hombre mayor con una chaqueta de cuero bastante gastada, que estaba sentado frente al escritorio de Taut. Ossi se colocó en una esquina, Carmen se sentó en la última silla libre. El hombre frente al escritorio de Taut se lamentaba como si lo hubieran acusado de algún crimen.
—No puedo llamar a la policía cada vez que un cliente se me sube al taxi —dijo, gesticulando con los brazos.
Taut parecía la tranquilidad en persona.
—No, señor Górner, por supuesto que no, si no le reprochamos nada. Le estamos muy agradecidos por prestarse a ayudarnos. Con su ayuda seguro que conseguimos atrapar al criminal.
Sonaba como si le explicara a un niño que mamá y papá volverían pronto.
—Es mi obligación de ciudadano— asintió Górner con cierta complacencia.
—Nuestro dibujante realizará un retrato robot según sus indicaciones. Con esa imagen intentaremos encontrar a su cliente. —Taut hizo una seña indicadora a Kurz.
Kurz se levantó.
—Acompáñeme, por favor.
Górner se levantó y ambos abandonaron el despacho.
Taut suspiró.
—Qué inútil. Estoy intrigado, a ver qué consigue sacar nuestro artista. —Se dirigió a Ossi—. ¿Qué tal vosotros?
Ossi rio.
—Maravillosamente. Como en una serie de televisión americana, algo entre Dinastía y Embrujada.
Taut sacudió la cabeza.
—Ese Meier es un idiota —dijo Carmen—. Pretensiones nobiliarias, aires de grandeza, con una amiguita demasiado joven y demasiado... —Las manos de Carmen formaron dos grandes colinas.
—¿Quién es aquí el machista? —preguntó Ossi.
—Sólo he indicado lo que tú pensaste —dijo Carmen.
—Ya veo que la nueva compañera cuida de que haya buen ambiente en el departamento. Qué bien —dijo Taut. Reía—. Ya era hora que alguien nos descubriera tus sucios pensamientos —le dijo a Ossi.
Ossi levantó ambas manos en gesto defensivo.
Taut cogió el teléfono y pulsó el botón de memoria.
—¿Por qué no está aquí Stroh? Pedí amablemente, hace ya dos horas, que me lo trajeran aquí —dijo en tono serio—. Quizá el hombre de la americana gris también conducía el Mercedes.
Ossi lo miró inquisitivo.
—¿Cómo se te ha ocurrido eso?
—¿No te ha llamado la atención que dos de las personas que estaban relacionadas con nuestra investigación en el caso Holler han sido asesinadas? ¿No podría haber un plan detrás de todo eso?
Ossi empezó a sudar. Se sentó. Su cabeza era un caos. Cuando Taut expresó su sospecha, había recordado su última conversación telefónica con Stachelmann, que también estaba relacionado con la investigación. Nadie al margen de la policía sabía que había quedado excluido. Quizá Stachelmann tenía razón y habían intentado matarle.
—Vuelvo en un momento —dijo Ossi—. Tengo que llamar por teléfono —pareció querer decir que lo dejaran solo. Carmen lo miró sorprendida. Ossi le hizo un gesto tranquilizador y abandonó la habitación. Casi corrió a su despacho. Buscó el número de móvil de Stachelmann en su agenda y lo marcó.
—Aquí el contestador automático de Josef Maria Stachelmann. Puede dejar un mensaje después de oír la señal.
Ossi maldijo y esperó la señal.
—Jossi, llámame. Inmediatamente —dijo después.
Volvió hacia el despacho de Taut. En el pasillo oyó la risa de Carmen. Entró en la habitación. Carmen estaba contando su visita a Meier.
—Odia a Holler, al igual que lo odia Grothe. Y quizá Enheim también lo odiaba, aunque creo que eso nunca lo sabremos.
Taut miró a Ossi.
—¿Qué pasa?
—He intentado localizar a Stachelmann. Hace poco me llamó y me contó que habían intentado asesinarlo. No me creí ni una sola palabra, lo cual veo que fue un error. Informé a los compañeros de Berlín, pero les di la impresión de que no era necesario tomarse el asunto muy en serio. Vaya mierda, qué mierda. —Ossi le dio una patada a la silla, que volcó.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Carmen.
Ossi no contestó. Puso derecha la silla y se sentó en ella.
—¿Has localizado a tu historiador? —preguntó Taut.
—No, le he dejado un mensaje en el contestador.
—Entonces ya te llamará. ¿Por qué te alteras tanto?
—Si fue un intento de asesinato, no se quedará en uno.
—¿Qué eres, vidente? —preguntó Carmen.
—No, pero no puedo evitar la sensación de que estamos ante algo grande, una especie de red donde no tengo claro si Holler es la araña o la mosca.
—Si es la araña entonces pertenece a una especie aún no descubierta —dijo Taut.
—Sí, señor catedrático. No sabía que ahora te dedicabas a estudiar insectos.
—Un comisario principal de la policía criminal alemana sabe de todo.
Se abrió la puerta y dos policías de uniforme condujeron a Oliver Stroh al despacho. Stroh estaba sin afeitar y tenía la mirada vidriosa. De su boca goteaban hilos de saliva.
—¿Qué habéis hecho con éste? —preguntó Taut.
—Nada, lo hemos encontrado en su piso en este estado —dijo uno de los dos agentes.
—Naturalmente, el señor Stroh se ha acercado de forma voluntaria, porque quiere ayudar a la policía a toda costa —dijo Taut—. ¿No es verdad, señor Stroh?
Stroh colgaba de los brazos de los dos agentes, y no contestó nada.
—Lleven al señor Stroh a una celda —dijo Taut a los agentes—, pero sin cerrarla con llave. El señor Stroh es nuestro invitado. Consígale una buena comida y mucho café. Y si se quiere duchar, por mí perfecto.
Los agentes le miraron desconcertados, después se marcharon con Stroh.
Sonó el móvil de Ossi.
—Winter.
—Stachelmann, ¿qué hay?
—¿Dónde estás?
—Estoy planeando un atraco para esta noche. ¿Quieres que te diga dónde? ¿Para que puedas avisar a tus compañeros?
—No digas tonterías.
—No estoy diciendo tonterías.
—¿Ya has informado al compañero de Berlín sobre lo de que te intentaron matar?
—¿A qué viene esa pregunta tan tonta? Si nunca me han intentado matar.
—No te ofendas ahora.
—O piensas que estoy ofendido o que estoy histérico; elige otra por favor. Quizá entonces sea todo más sencillo.
—Mira, es importante. Estamos buscando a un viejo con una americana gris.
—Y pelo blanco. Ya lo había visto —dijo Stachelmann—. Es mi amable acompañante en algunos de mis viajes. Ahora mismo vive en el Hotel Adlon, por si te sirve de ayuda. Al menos ahí es donde lo vi por última vez. Por cierto, en su tiempo libre se dedica a empujar a gente a las vías.
—Espera un momento. —Ossi tapó el auricular con la mano—. Puede que nuestro hombre esté en el Hotel Adlon de Berlín. Enviad inmediatamente a un colega de allí, para que, de momento, detengan al tío.
Taut cogió el auricular.
—¿Sabes cómo se llama?
—No —contestó Stachelmann—. Sólo sé que lleva una americana gris y lleva el pelo blanco con un corte nada militar. O nada policial, si lo prefieres. Es decir, lleva el pelo bastante largo, rizado en las puntas. El tío además debe adorar el sol; hay bastantes ancianos de esos en Alemania.
—Jossi, no te pongas así. Lo siento, me he equivocado.
—Si no me hubieras tenido por loco no te hubieras tenido que disculpar ahora. —Stachelmann colgó.
Ossi jugó durante un momento con su móvil y con la idea de volver a llamar a Stachelmann. Lo dejó, no tenía ganas de seguir hablando con alguien que se encontraba de mal humor. Conocía esas rachas de antes. En un par de días Stachelmann volvería a ser el mismo de antes. La gente no cambia, pensó Ossi, lo cual es tanto bueno como malo. Sería suficiente con que aparcaran los defectos y conservaran las virtudes.
—Id a interrogar al agente inmobiliario que queda, ¿cómo se llamaba? —preguntó Taut.
—Ammann —dijo Carmen.
—Decidle a ese señor que a nuestro asesino le gusta mucho la gente relacionada con nuestra investigación. Y en cuanto vayáis a visitarlo, el señor Ammann formará parte de ésta. Le pondré a Grothe un agente ante la puerta, y a Meier también. Quizá el tío del Adlon sea nuestro hombre y sea innecesario, pero puede que nos estemos equivocando. —Taut se levantó, lo que en realidad sólo sucedía cuando tenía que ir al baño o se marchaba a comer. Odiaba la cantina y la comida que se zampaban los policías de servicio. Taut tenía un gusto exquisito, en realidad demasiado caro para un agente de policía. Pero de vez en cuando también le servía un puesto de comida rápida—. Y tened cuidado, una agente muerta es suficiente.
—Haremos lo que podamos —dijo Carmen.
Ossi sacudió la cabeza. Se marcharon.
Gottlob Ammann vivía en una casa propiedad del ayuntamiento en Hagedornstraße, en Eppendorf. La zona tenía un aspecto modélico, casi como si le hubieran sacado brillo. El césped estaba recién cortado, los caminos barridos, las fachadas pintadas de blanco, azul o verde. Las casas no se parecían unas a otras, cada una era distinta a la anterior, cada una procedía de un catálogo o de un constructor distinto y parecía prometer la felicidad terrenal. Carmen rio cuando vio la zona.
—Aquí han estado jugando con el Lego —dijo.
Ammann vivía en el número 3. Ossi llamó al timbre y un hombre abrió la puerta. Era pequeño y gordo, sobre la cabeza le crecían finos mechones de pelo. Una nariz carnosa casi le llegaba a cubrir la boca.
—¿Qué desean? —Sonaba desconfiado y de mal humor. Su voz era forzada y aguda.
Ossi mostró su placa.
—Buenos días, policía criminal. Mi nombre es Winter, y ésta es mi compañera, Hebel. ¿Es usted el señor Ammann?
El hombre dudó, después abrió la puerta.
—Soy Ammann, entren. Ya era hora de que aparecieran por aquí. —Se apartó a un lado—. Les llame hace una semana, pero no apareció nadie.
Ossi y Carmen pasaron al pasillo. Estaba lleno de imitaciones de óleos. Una alfombra amortiguaba el sonido de los pasos. Los guió al salón. Ammann señaló el sofá, Ossi y Carmen se sentaron el uno junto al otro.
—¿Vienen ustedes por lo de mi perro? —preguntó Ammann.
—Estamos investigando un asesinato. La familia Holler. ¿Ha oído hablar de ello?
Ammann asintió.
—¿Usted vendió, creo que en 1981, su empresa inmobiliaria a Holler?
Ammann asintió. Después alzó las cejas.
—¿Y por qué viene a verme a mí?
—Estamos visitando a los agentes inmobiliarios cuyas empresas adquirió Holler. Los que aún viven —dijo Carmen.
—Uno ya tiene una edad —concedió Ammann.
Ossi se levantó y fue hacia la ventana que daba a la parte trasera de la casa. Miró hacia fuera y se asustó. En la terraza yacía un perro, una mezcla entre Collie y Terrier, debía de llevar muerto varios días ya que se advertían los primeros signos de descomposición.
—Ahí fuera hay un perro —dijo.
Carmen miró a Ossi como si se hubiera vuelto loco.
Ammann no movió ni un músculo de la cara.
—Ese es Bello. La semana pasada lo atropellaron en la calle. Esta zona está marcada con un límite de velocidad de 30 km/hora, pero nadie se atiene a ello. Pasó un coche, con un ruido que destrozaba los oídos, a toda velocidad por la calle y atropello a mi Bello. He llamado a la policía, pero, ¿cree usted que les interesa? —sonó indiferente.
—¿Y por qué sigue ahí el perro?
—No soy capaz de separarme de él. ¿No lo entiende?
—No —dijo Carmen—. Es peligroso dejar por ahí cadáveres.
Ammann la miró como si le hubiera leído un extracto del horario de trenes.
—Tenemos que saber por qué le vendió usted su empresa al señor Holler —dijo Ossi.
—Eso es muy sencillo. El mercado estaba flojeando y Holler me ofreció un precio razonable. Eso es normal, y cuando hay crisis los pequeños empresarios tienen que estar contentos si alguien les hace una oferta de compra. Muchos se arruinan y acaban con deudas. Yo evité eso.
—Pero algún tiempo después de la venta Holler exigió que se le devolviera una parte del dinero.
—Sí, pero no fue mucho. Y tenía razón. Mi fichero no estaba cuidado en la última época, porque no había podido seguir pagando a mi secretaria. Y después había por ahí una finca y dos casas que estaban en un estado lamentable.
—Pero Holler ya había visto todo eso antes de comprar. ¿O compró el fichero y las casas sin haberlos visto?
—No, no. Pero no es raro que algunos meses, a veces incluso años, después de la compra se descubran desperfectos ocultos que el vendedor tampoco conocía, pero de los que se responsabiliza.
—¿Por qué adquirió usted inmuebles siendo agente? ¿Y por qué no sólo vendió la empresa, sino también los inmuebles?
—Eso tampoco es irregular, los inmuebles pertenecían a la empresa, se me quedaron colgados en una transacción. —Le temblaba ligeramente la cabeza—. Colgados...
La frase pareció gustarle.
—¿Puede usted imaginarse que alguien odie a Holler hasta el punto de desearle la muerte? —Carmen empleó el mismo tono que hubiera utilizado para preguntar por el pronóstico del tiempo.
—No conozco al señor Holler, si no contamos el trato comercial que tuvimos en su momento. ¿Cómo voy a saber quién quiere causarle daño? De vez en cuando leo algo sobre él, parece que es compasivo y no se da mucho bombo por ello. Eso es raro hoy en día, cuando cualquier idiota lo que quiere es ser famoso. Quizá tenga remordimientos de conciencia y oculte algo, quizá no quiera salir en la prensa, quizá done tanto porque ha hecho algo malo y ahora quiera equilibrar la balanza. Quizá, quizá, quizá. ¿Cómo voy a saberlo? ¿No es ese su trabajo? ¿No pagan los ciudadanos sus impuestos para que detengan a los asesinos, incluyendo al loco que ha atropellado a mi Bello?
Ossi estaba sentado en el sofá, escuchando. Su nueva compañera era brusca, impertinente, y le importaba poco que él tuviera más antigüedad. Ella tomaba las riendas, y lo hacía bien. Ossi tenía que tragarse eso. Hacía preguntas que a él no se le hubieran ocurrido. Algunas preguntas parecían fuera de lugar, pero el caso que estaban tratando era poco usual. Si alguna vez llegaban a encontrar una solución, probablemente sería siguiendo ese método. Creérselo todo, preguntarlo todo, aunque pareciera de lo más estúpido. Se mareó, tenía que salir de la habitación o abrir la puerta a la terraza, que estaba lo suficientemente alejada del cadáver del perro. Se levantó y se dirigió a Ammann.
—¿Puedo abrir la puerta?
Ammann se sacudió, aterrorizado.
—No tiene usted ni idea de todo lo que puede entrar de ahí fuera. Eso que usted considera aire no es sino un cóctel de diferentes venenos. Carbón, benceno, formaldehido, arsénico, quién sabe qué más. Mejor un poco de aire enrarecido que envenenarse. Yo sólo salgo en caso de emergencia.
—¿No salía usted de paseo con su perro? —preguntó Carmen.
Ammann se sacudió de nuevo.
—Dios mío, nunca se me hubiera ocurrido. —Observó a Carmen y su cara se ensombreció—. ¿Piensa usted que es culpa mía que mi perro fuera atropellado? De modo que así son las cosas, no envían a ningún agente y luego hacen responsable a la víctima. ¡Así es como trabajan ustedes!
—La víctima es su perro —dijo Carmen—. Pero ese tema no nos interesa ahora. —Ossi permanecía de pie al lado de la puerta de la terraza, sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la frente. Nada le hubiera gustado más que abandonar la casa de ese loco.
Pero Carmen estaba sentada en el sofá como si se hubiese quedado pegada. El mal olor y el calor no parecían afectarle.
—Quisiera explicarle un poco cómo va nuestro caso —dijo Carmen—. Estamos interrogando a los agentes inmobiliarios que vendieron su empresa a Holler hace veinte o veinticinco años. Todos dicen lo mismo, como si se hubieran puesto de acuerdo en sus declaraciones. Y usted también está, en el fondo, diciendo lo mismo que Grothe y Meier. Y probablemente Enheim también nos hubiera contado lo mismo, pero, por desgracia, está muerto. Aunque quizá haya muerto para que no nos cuente ninguna historia.
Ossi dio un respingo. Carmen tenía razón, no era mal razonamiento. ¿Cómo se le había ocurrido? ¿Y era buena idea darle tanta información a Ammann? Carmen continuó hablando:
—La historia del mercado flojo en el sector inmobiliario, la consiguiente oferta de Holler y luego la historia de los defectos que motivaron la devolución de una parte del precio de compra. Unos creen que Holler es el mismo Dios, otros le odian sin indicar motivo alguno. Y, sin embargo, cuentan la misma historia. Para eso sólo hay dos explicaciones posibles.
Ammann sacudió la cabeza. Parecía haber empalidecido aún más. Pero quizá Ossi sólo se lo estaba imaginando. La mano izquierda de Ammann estaba sobre su rodilla y temblaba.
—Explicación número I: Todo es exactamente así. Y yo creo en los Reyes Magos. Explicación número 2: Todo es mentira. O los vendedores han hablado entre sí o Holler les ha puesto una pistola en el pecho amenazando con que andarían listos si decían algo inconveniente. Y Enheim quería decir algo inconveniente. ¿No es así?
Ammann sacudió la cabeza. La mano sobre la rodilla temblaba.
—¿Sabe qué es lo que pasa cuando se protege a un asesino? ¿Sabe cómo queda la cosa en un juicio?
Ammann sacudió la cabeza.
—Yo tampoco lo sé exactamente, pero cárcel hay. ¿Y cuánto veneno cree que habrá en el aire de la cárcel?
—Pare —dijo Ammann. Su voz era aún más débil que antes—. Quiere intimidarme. No puede hacer eso.
—Claro que puedo. Le estoy haciendo un favor, ¿no lo entiende? Quiero que no respire tanto veneno el resto de su vida, ni benceno, ni carbón, ni arsénico.
Ossi empezó a comprender. Era hora de apoyarla y de presionar más fuertemente a Ammann.
—¿Cuándo ha hablado con Holler por teléfono por última vez?
Ammann abrió la boca para dar una respuesta.
—Antes de que nos mienta, tenemos una lista de todas las llamadas que ha hecho Holler en los últimos meses —dijo Carmen.
Ammann sacudió la cabeza de nuevo. A Ossi le pareció una marioneta de cuyos hilos tiraba alguien, allí sentado y sacudiendo la cabeza.
—¿Cuándo ha hablado con Holler por teléfono por última vez?
—Hace una o dos semanas.
—¿Podría ser más exacto?
—El día después del asesinato de su hija.
—¿Llamó él?
Ammann asintió.
—Le llamó el día después de la muerte de su hija —Carmen había echado el anzuelo y ahora tiraba de la cuerda.
—Sí.
—¿Y qué dijo?
—No me acuerdo muy bien.
—Miente —dijo Carmen—. Si sigue mintiendo tendrá que acompañarnos.
La única que miente descaradamente es Carmen Hebel, pensó Ossi. Pero la historia de la lista telefónica era genial. Y, naturalmente, no podían detener a Ammann. Hasta ahora lo peor que había hecho era mentir, pero no podía demostrarse una participación en un acto delictivo. Ossi se sorprendió de cómo Carmen había roto su bloqueo. Los principiantes tenían sus ventajas, no estaban sumidos en la rutina. Le asaltó una sospecha, una sospecha de lo que podría haber ocurrido, de cómo podrían estar relacionados los hechos.
—Me dijo que no me enfadara por el asunto de la devolución. Estaba hundido.
—Así que llama después de veinte años, y le dice que no se enfade por la devolución. —A Carmen se le notaba en la voz que no creía ni una sola palabra—. Eso es una estupidez —dijo, enfadada. Ahí había metido la pata. Ossi sintió cómo iba perdiendo ventaja, al enfadarse perdió toda oportunidad.
—Si piensan que digo tonterías también pueden marcharse. Y si les parece conveniente, pueden enviarme una citación. —Había alzado la voz.
—Voy a decirle lo que pensamos —dijo Ossi amablemente—. Creemos que usted no hubiera confesado haber hablado con Holler si no tuviéramos su lista telefónica. Tiene que conceder que le podríamos haber engañado. Primero preguntarle por la llamada y luego revelar lo de la lista. ¿Entiende lo que quiero decir?
Ammann asintió levemente. Estaba impasible como una piedra.
—Pero no queríamos engañarle. Tenemos que aclarar una serie de asesinatos y necesitamos pistas rápidamente o habrá más muertos. Hemos preguntado a diversos agentes que le vendieron su negocio a Holler. Todos cuentan siempre lo mismo. Venta y devolución, siempre una devolución. Eso puede ocurrir en un caso, pero no en todos. Y llama la atención que todos los agentes a los que preguntamos se encierran en sí mismos cuando se empieza a hablar de Holler; es algo que no entiendo. Quiero que me lo explique usted. —Ossi le habló como si fuera un niño.
—¿También le preguntó a Enheim? —La voz de Ammann era débil.
—No, ese murió antes de que pudiéramos preguntarle nada.
—¿Está usted seguro?
—La señora Hebel y yo queríamos interrogar a Enheim y encontramos su cadáver.
Ammann asintió, les creía.
—No les puedo decir más que lo que les he dicho. De verdad que no. —Casi suplicaba.
—¿No puede o no le dejan?
Ammann sacudió la cabeza.
—Márchense, por favor. Tengo que ocuparme de mi pobre perro. —Sus ojos brillaban.
—Díganos algo, se trata de un asesinato. —Carmen estaba enfadada, su voz era dura.
Ammann estaba sentado en su sillón y negaba con la cabeza.
—Vámonos —le dijo Ossi a Carmen.
Carmen se volvió a Ammann.
—Le pondremos un agente en la puerta. Le protegerá.
Ammann la miró fijamente. No entendía nada.
—Dos personas relacionadas con nuestro caso han sido asesinadas. —Se dio la vuelta y siguió a Ossi hacia la puerta.
—Eres una sádica —dijo Ossi.
Volvieron a la comisaría. Oliver Stroh estaba sentado en el despacho de Taut. Apenas se le reconocía. Peinado, lavado y, sobre todo, sobrio. Sus ojos aún estaban algo enrojecidos. Stroh estaba sentado indolentemente en la silla que había ante el escritorio de Taut. Taut ocupaba su sitio de siempre.
Taut señaló dos sillas cuando entraron Ossi y Carmen. Guardaron silencio.
—Dice usted que vio al Mercedes negro salir disparado de Wesselyring, con las ruedas chirriantes, patinando. Y que después enfiló a la mujer como si estuviese apuntado hacia ella.
—Sí, estoy seguro de que quería matar a la mujer. Estuvo esperando detrás de la esquina, y arrancó en cuanto ella pisó la calle. De verdad, créame, antes le había visto esperando cuando fui a tomarme unas copas. Me miró de forma desagradable, así que seguí mi camino.
—Le creo, pero, entiéndame, no es fácil imaginarse que alguien espere para atropellar a una persona.
—Pero fue así.
—¿Y usted dónde estaba cuando fue atropellada la mujer?
—Yo salía del Hopfenblume, había bebido una o dos cervezas y quería cruzar la calle. Entonces vi a la mujer. Estaba con un hombre al otro lado de la calle, hablando. Entonces ella se dio la vuelta y cruzó la calle. Le gritó algo a ese tío, puso un pie en la calzada, y entonces oí un chirriar de ruedas. Primero no supe de dónde provenía, pero después apareció el vehículo. El mismo Mercedes que había estado antes ahí esperando. Salió disparado a una velocidad increíble hacia la mujer. Ella ni se dio cuenta y ya se la había cargado. —Golpeó la mesa con el puño.
—¿Y reconoció usted al conductor?
Stroh se echó hacia atrás.
—No sé.
—¿Pero usted lo vio mientras esperaba? Lo acaba de decir.
—Bueno, era un hombre.
—¿Viejo, joven?
—Un hombre viejo.
—¿Cómo puede saberlo?
—Tenía el pelo blanco, la frente alta, el pelo algo largo.
—¿Y la cara muy morena?
—Es verdad, sí, ahora que lo dice. —Se dio la vuelta hacia Carmen como si esperara una confirmación.
—¿No podría ser un hombre joven con una peluca para que todos pensaran que era un viejo? —preguntó Carmen.
Stroh dio la vuelta a la silla para mirar en su dirección. La recorrió con la mirada, pero ella no dejó traslucir en ningún momento cuán repugnante le parecía Stroh.
—Pues entonces tenía que ser un tío muy listo. Un tío tan listo como yo.
—Podría ser —dijo Carmen.
—Podría ser. Pero era un viejo, eso se ve.
—¿En qué?
—El hombre tenía una boca vieja. Tenía arrugas. Y una nariz vieja.
—¿Cómo se reconoce una nariz vieja?
—Es más afilada, tenía como un gancho.
—Quiere usted decir que considerando todo lo que vio tiene que haber sido con seguridad un hombre viejo.
—Exactamente.
—¿Cómo de viejo?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Más de sesenta?
—Seguro.
—Más de setenta.
Stroh asintió.
—Una calavera, muy viejo.
—¿Lo reconocería?
—No sé.
—Nos ha ayudado mucho, señor Stroh —dijo Carmen—. Muchas gracias.
Taut carraspeó.
—¿Conoce usted al hombre que está sentado al lado de esta compañera?
Stroh le lanzó primero una mirada a Carmen y luego a Ossi. Sus ojos se detuvieron un momento en Ossi. Stroh arrugó la frente.
—Es posible —dijo después—. Aunque me gustaba más mirarla a ella.
—Lo entiendo —dijo Taut pacientemente—, pero no estamos en un concurso de belleza, ¿verdad?
Stroh rio, era repugnante.
—Entonces voy a mirar otra vez a este señor —dijo, mientras Ossi permanecía impasible en su silla. Stroh lo evaluaba con la mirada.
—No, a éste no lo conozco. Es un poli y yo nunca he tenido nada que ver con los polis, soy un hombre honrado.
—Si olvidamos una agresión grave y otras cosillas.
—Qué tontería. Eso es un error de la justicia. Un tío del bar que quería acabar conmigo. Y me defendí, eso es todo. Se lo dije a la jueza, pero era una de esas que odia a los hombres. Me mandó al trullo porque soy un tío. Además, de eso hace años.
—Uno y medio —dijo Taut.
—¿Ve? Lo que dije.
Ossi se levantó y abandonó la habitación. Se dirigió a la máquina y volvió con un vaso de café en la mano. Cuando abrió la puerta, Stroh le miró directamente a la cara.
—Podrías haberme traído uno a mí —dijo Carmen.
—Se parece —dijo Stroh— al hombre que estaba hablando con la mujer antes de que llegara el Mercedes. Ahora me acuerdo. Al menos se da un aire.
—Pues sí que tiene usted buena vista —dijo Taut amablemente.
—Y estoy orgulloso de ello —dijo Stroh—. Bueno, no podría jurarlo. Pero podría ser él.
—Era él —dijo Taut.
Ossi abandonó la habitación y fue a por otro café. Cuando volvió se lo ofreció a Carmen con una reverencia.
—¿Y a mí no me traes ninguno? —preguntó Taut.
—¿Y a mí? —preguntó Stroh.
Sonó el teléfono de Taut.
—Sí, ya voy —dijo al teléfono y colgó—. Venid conmigo —le ordenó a Ossi y a Carmen—. ¿Señor Stroh, puede esperar un momento, por favor?
Taut salió con ambos al pasillo.
—Lo ha hecho estupendamente —le dijo Taut a Carmen—. Normalmente me repatea que alguien me interrumpa en los interrogatorios, pero al final es el resultado lo que cuenta.
—Pero con Ammann la he cagado —contestó Carmen—. Ya casi lo tenía en el bote y lo dejé escapar.
—No me parece tan grave —dijo Ossi—. Tampoco tengo claro que estuviéramos tan cerca de conseguir algo. Y sobre todo, con la declaración de Ammann o sin ella, lo que parece claro es que Holler se comportó de forma extraña, al menos en la época en que le dio por comprar negocios, y también está que la versión que nos dan de las devoluciones la ha preparado con Grothe y compañía antes de que llegáramos.
—¿Hay pruebas de ello? —preguntó Taut.
—No, pero lo sabemos.
Carmen asintió.
—No hay duda, algo huele mal aquí. Vayamos a preguntarle de nuevo al querido señor Holler.
—Primero venid a ver lo he han hecho entre el dibujante y el taxista. Y luego comparamos lo que han declarado el taxista y tu "amigo" Stroh.
Carmen resopló.
—Vamos, vamos —dijo Ossi—. Pero si lo de antes ha parecido una escena romántica tuya con tu amado Oliver.
—Es interesante lo que tú consideras una escena amorosa —dijo Carmen—. Voy a tener que sentir pena por ti.
—Antes de que te transformes en Madre Teresa y sigas diciendo tonterías, vamos a la exposición de arte.
Taut no movió ni un músculo de la cara.
El taxista parecía satisfecho.
—Ese es, seguro —estaba diciendo cuando Taut y sus compañeros abrieron la puerta.
Era la imagen de un anciano con el pelo blanco cubriéndole la mitad de las orejas y una nariz afilada, algo grande. Al lado del retrato robot había apuntados algunos datos: los ojos eran negros, medía aproximadamente un metro setenta y cinco, y era de complexión delgada. Su cara estaba muy tostada por el sol. Se le calculaba una edad superior a setenta, quizá ochenta o más.
—¿Cómo se movía? —le preguntó Taut al taxista, después de haber contemplado la imagen mucho tiempo.
El taxista negó con la cabeza.
—El hombre subió y bajó de su vehículo. ¿Vio usted cómo llegaba o se marchaba? En el aeropuerto, por ejemplo.
—Sí, en Fuhlsbüttel vi cómo corría hacia mi coche. Pero fue poca distancia. Yo estaba sentado en mi coche esperando a que apareciera el siguiente cliente cuando ese hombre apareció en la salida. Me llamó la atención porque su cara bronceada destacaba mucho teniendo en cuenta su pelo blanco. Los viejos a veces tienen un aspecto extraño —Rio—. Si pienso en mi madre...
Nadie se unió a sus risas.
—Le vi en la salida del aeropuerto, y después otra vez cuando puso su bolsa en el maletero, no quiso que le ayudara, por cierto. Era un anciano, estaba delgado, pero tenía aspecto de estar aún en forma. —Miró a Taut como buscando aprobación—. Tenía un paso como ligero, como si fuera un atleta.
—¿Y no vio usted de dónde venía? —preguntó Carmen.
Taut negó con la cabeza.
—Ya se lo he contado todo al señor Comisario. —El taxista señaló a Taut.
—No se distraiga —dijo Taut—. Dice usted que el anciano se movía como si fuera joven. Tenía un paso ligero.
—Sí, y también su voz era bastante juvenil. Había algo duro en él. Era breve y exacto, no saludó, no se despidió, no dio propina. Y llevaba guantes. Guantes finos y oscuros de cuero. Un tío extraño. Intenté conversar con él, acerca del tiempo, las cosas que se dicen en estos casos. Lo mismo podría haber estado hablando con mi Mercedes.
—Lo recogió usted en el aeropuerto y lo llevó a la calle Jupiterweg.
—Eso es lo que he dicho.
—¿Y allí se bajó sin decir ni palabra?
—Sí.
—¿Se le ocurre alguna otra cosa acerca de este hombre?
—No.
—Si se acordara de algo, por favor, contacte con nosotros. Nos ha ayudado mucho.
Estaban sentados juntos en el despacho de Taut para hablar acerca del estado de la investigación.
—Bueno —dijo Kurz—. Ulrike y Enheim han sido asesinados por el mismo hombre.
Taut estaba sentado pesadamente en la silla de su escritorio. Parecía ensimismado.
—Hemos iniciado la búsqueda del hombre con la cara morena —dijo Ossi—. Suponemos que ha estado también en Berlín. Si creemos la declaración de mi especialista en Historia, quiso asesinarle a él también.
—¿Han averiguado algo los compañeros de Berlín? —preguntó Kurz.
—La descripción coincide con un cliente que se alojó sólo una noche en el hotel. Los datos en la hoja de inscripción son falsos. Nadie sabe dónde está ahora. Al menos parece que el retrato robot sirve para algo. ¿Quizá deberíamos completarlo con ayuda del recepcionista del Adlon? —preguntó Carmen.
—Buena idea —concedió Ossi a regañadientes. A él también se le había ocurrido, pero ella lo había dicho antes. Carmen no sólo pensaba más rápido, sino que también poseía una lengua más rápida.
—Eso es una tontería —dijo Taut—. Si luego resulta que son dos personas distintas estropeamos la única pista que tenemos, es decir, las descripciones del taxista y de Stroh. De esas podemos estar seguros, las coincidencias son patentes. Pero no sabemos quién ha andado trasteando en Berlín. Probablemente era nuestro hombre, pero no podemos demostrarlo. Ya sabemos todos lo poco fiables que son los retratos robots a veces. Si le pones al tío de un hotel, que cada día ve la cara de mil personas, un dibujo bajo su nariz, o si presionas a uno que en realidad no tiene tiempo para ti, lo reconoce inmediatamente. Ossi, pídele a los compañeros de Berlín que hagan con el conserje un retrato robot propio. Y luego cotejamos ambas imágenes en lugar de crear a partir de varias observaciones un ser intermedio que en verdad no es sino la suma de nuestros errores. ¿Vale?
Ossi asintió. Le parecían demasiado exagerados los argumentos de Taut, pero al menos evitaban un posible error. Que creía muy improbable.
—¿Sabemos cómo abandonó el hombre el piso de Enheim y el Adlon? —preguntó Taut.
Nadie contestó.
—¿Sabemos si el hombre del retrato robot tiene algo que ver con los asesinatos de Holler?
Silencio.
—No tenemos nada más que un retrato robot y las descripciones de un taxista y un borracho. Sospechamos que el tío al que representa la imagen está implicado en los asesinatos de Ulrike y Enheim. Quizá esté relacionado con el ataque a Stachelmann. Y quizá con el caso Holler. —Taut miró a Ossi.
Ossi no dijo nada.
—Si es que ha existido ese ataque a Stachelmann. Lo verosímil es enemigo de la curiosidad. La frase es mía, pero podría atribuírsele perfectamente también a un sabio chino. Por desgracia, Confucio y compañía no tenían nada que ver con la resolución de crímenes. Por eso no nos han dejado ni refranes, ni sentencias sabias sobre el tema. Si lo hubieran hecho, quizá nosotros sobraríamos, lo cual tampoco estaría muy bien. ¿Quién quiere estar de más?
Ossi odiaba esos monólogos seudofilosóficos. Taut no hablaba mucho, sólo cuando ya no sabían cómo avanzar empezaba a soltar discursos. Quizá servían para distraer a los oyentes, irritarlos, para que obtuvieran una nueva visión de los crímenes. Ossi dudaba que hubiera toda esa intencionalidad tras aquello. Simplemente, si algunos callaban cuando no sabían seguir, otros hablaban demasiado.
—Si al viejo de la americana gris le recogió el taxi en el aeropuerto y es el asesino, entonces es posible que después de los asesinatos cogiera algún vuelo de vuelta. Y ahora se encuentra en algún lugar entre Pekín y Honolulú, lo cual me hace sentirme verdaderamente optimista. Conseguimos una orden de detención internacional con nuestro retrato robot y la descripción del taxista. Los compañeros Kurz y Kamm se pasean con el dibujo por todo Fuhlsbüttel, por los mostradores de todas las compañías aéreas y hablan con los empleados. ¿Vale?
Kamm asintió, Kurz miraba por la ventana.
Taut se dirigió a Ossi.
—Ese Holler es un tío raro. Compra empresas para pedir que le devuelvan parte de lo pagado un par de meses después. Los auditores nos dicen que lo ha hecho en todos los casos. ¿Tendrá Holler algo que ver con el asesinato de Enheim?
Ossi negó con la cabeza.
—No lo creo. Seguro que vuelve a tener la coartada perfecta. Como mucho, se le puede criticar que, al parecer, llevaba algún tiempo llamando por teléfono a los agentes inmobiliarios que en su día le vendieron su empresa. Al menos con Ammann fue así. Sospecho más bien que hubo algún negocio turbio, no tendría ningún sentido pensar en Holler como asesino.
—Ya me explicarás lo que es lógico en este caso.
—Vale, pero, ¿por qué iba Holler a asesinar o hacer asesinar a alguien que le ha devuelto dinero? Si la compra en el caso de Enheim fue igual que en los demás, no había razón para ello. ¿Y por qué iba a haber sido diferente en el caso de Enheim? En sus libros no hay ningún indicio de ello. Lo único que sabemos es que Holler ha perdido a su mujer y a sus dos hijos. Si se trataba del mismo asesino, entonces es cierto lo que pone en el periódico, es decir, que el segundo y tercer asesinato son culpa nuestra, porque hemos sido demasiado idiotas como para atrapar al asesino después del primero. ¿Alguien más con alguna idea genial? —Taut miró a sus compañeros—. Entonces cógete a esa compañera bocazas que tienes, y apriétale las tuercas a Holler otra vez. Presionadle, aunque luego vaya a llorarle al jefe de policía.
* * *
Leopold Kohn yacía en su cama y se maldecía a sí mismo. Te has dejado liar. ¿Qué te importaba a ti la muerte de Enheim? Tienes que completar tu misión, no te queda mucho tiempo. Pero la visita a Goldblum no le dejaba descansar. ¿Habría alguien más ocupándose de que la justicia prevaleciese? Nada de trucos legales que protejan a los culpables, sino castigos tan duros como los mismos crímenes. Ojo por ojo. Sólo cuando Holler estuviera tan solo como lo estaba Leopold Kohn se habría hecho justicia.
Se acordó del mando a distancia. En una tienda especializada había encargado por mucho dinero un mando a distancia por vía urgente, un emisor de señal y un receptor cuyo alcance era de más de quinientos metros. La señal no empeoraría ni aunque se interpusieran obstáculos entre emisor y receptor.
¿Quién habría matado a Enheim? La pregunta le seguía ocupando la mente. ¿Lo habría hecho Holler? En el periódico había leído que Enheim había vendido su empresa a Holler hace ya muchos años. Enheim era un cerdo que merecía la muerte. Holler no la merecía menos.
El miedo traspasó a Leopold Kohn y su cuerpo empezó a temblar. Le asaltó el terror más absoluto. ¿Y si el desconocido se vengaba de Holler, al igual que se había vengado de Enheim? Entonces mataría a Holler e impediría que Kohn completara su venganza. Y si no completaba su venganza, moriría sin que su vida hubiera tenido ningún sentido. Su venganza le había estado dando fuerzas para matar a extraños, que eran, sin embargo, culpables, simplemente porque habían vivido con un culpable. La culpa se hereda cuando el culpable inicial no es repudiado por su familia. El desconocimiento no protege del castigo, así era la justicia. Los pensamientos cruzaban a toda velocidad por la mente de Kohn. Tenía que proteger a Holler. Tenía que impedir que Holler muriera antes de lo debido. Holler debía vivir mucho tiempo, debía experimentar por sí mismo cuánto puede llegar a torturarle a uno el dolor.
¿Qué hacer? Kohn se dirigió al teléfono y lo descolgó, pero lo volvió a colgar. Cogió su chaqueta y abandonó el piso. Se dirigió a la estación de Dammtor y cogió el tranvía 11 a Blankensee. Se bajó en Altona, y se dirigió a la cabina telefónica más próxima. Marcó el número de la policía.
—Póngame con Homicidios.
Una mujer le comunicó con el director de la Rufbereitschaft 3.
—Taut —se presentó una voz tranquila.
—¿Hablo con Homicidios?
—Sí.
—¿Se ocupa usted de los casos Holler y Enheim?
—Sí.
—Proteja a Holler. O le asesinarán. Como a Enheim.
—¿Quién es usted?
—Uno que sabe que Holler está en peligro. Protéjanlo.