Capítulo 2

Hacía calor y todo estaba lleno de humo. Stachelmann buscó a Ossi a través de la penumbra, pero no se le veía por ninguna parte. Había decidido aparecer temprano por el Tokaja, encontrando una mesa desocupada en un rincón. Una máquina recreativa reproducía su cantinela, eran sonidos de ordenador. Se acostumbró lentamente a la oscuridad. Sin perder de vista la puerta, tomó la carta. Ofrecía lo habitual: verduras gratinadas, pasta, pizza, vino barato. Una mujer vestida de negro se paró a su lado, no la había visto llegar. Lo miro expectante.

—¿Qué le pongo? —preguntó. Su voz estaba llena de humo.

—Aún no lo sé —contestó él. Ella alzó las cejas levemente, y él se apresuró a añadir que estaba esperando a alguien. Tartamudeó y se despreció por ello.

La chica de negro sacudió la cabeza y desapareció. Llevaba una cola de caballo que le llegaba hasta la cintura.

Siguió sonando la máquina recreativa.

La puerta se abrió y entró una parejita. Stachelmann estaba a punto de volver la cabeza cuando detrás de la parejita apareció Ossi. La cara era más ancha, pero la reconoció de inmediato. Stachelmann se medio levantó y saludó con la mano. No se dio cuenta de que Ossi, que venía de la luz, no podría verlo. Stachelmann siguió a Ossi con la mirada y vio cómo su antiguo amigo buscaba por todas las mesas hasta que llegó a la suya. Stachelmann se levantó, entonces Ossi lo vio y de inmediato extendió los brazos.

—Hombre, viejo —dijo—. ¡Pero si no has cambiado nada!

Stachelmann odiaba ese tipo de discursos. Por supuesto que había cambiado. Y no para mejor, según creía. Evitó el abrazo de Ossi adelantando su mano para el saludo. El apretón de manos de Ossi era firme, pero algo resbaladizo. Había engordado. Las patillas pelirrojas lo envejecían.

Ossi se sentó frente a Stachelmann y estudió su rostro.

—El mismo de siempre —murmuró al fin. Fijó la vista en la pared detrás de Stachelmann—. ¡Qué tiempos aquellos! ¿Verdad?

Stachelmann asintió.

La chica de negro apareció de nuevo. Les preguntó si pensaban pedir algo, su voz era agria. Encargaron dos cervezas.

—Vaya, vaya —dijo Ossi—, así que ahora estás en la Universidad. En el Departamento de Historia. Es lo que siempre quisiste.

—Sí —dijo Stachelmann.

—Y además das conferencias —dijo Ossi.

—Sí, a veces.

—Yo he acabado en la policía. Departamento de Homicidios.

—¿No querías ser abogado?

—La verdad es que sí. Pero justo antes de los exámenes finales tuve una gran crisis. Historias de mujeres, ya sabes.

Ossi hizo un gesto despectivo con la mano.

Stachelmann, que no sabía nada, asintió. Ossi lo había dejado todo poco antes de los exámenes finales, estaba claro. Sospechó que la causa principal habían sido menos las mujeres que la falta de constancia. Siempre había conseguido evitar las pruebas importantes, pero los exámenes finales no se podían soslayar. Al menos había aprobado los exámenes iniciales. Las barreras más pequeñas las solía superar fácilmente, con gritos de triunfo. ¿Pero para ser policía no era necesaria también la constancia? Stachelmann recordó que, en aquellos tiempos, Ossi quería ser el abogado del movimiento protesta. Por eso se trasladó de la Universidad de Heidelberg a Marburg. En Heidelberg los juristas le parecían demasiado conservadores. Pero en Marburg debía de haber fracasado. ¿Quizá porque su movimiento había desaparecido?

—¿Departamento de Homicidios? —preguntó Stachelmann, como si no hubiera entendido bien a Ossi.

—Sí. Once años en la policía, escasamente cinco aquí, en Homicidios. Me he convertido en comisario y no en abogado. Tampoco está mal.

—Seguro que no —dijo Stachelmann imaginando cadáveres.

—¿Y a ti qué te trajo a Hamburgo? —preguntó Ossi.

—El doctorado. En la Universidad de aquí había un catedrático interesado en el tema de mi tesis. Al menos, eso parecía.

Era sólo una verdad a medias. Bohming había elogiado mucho su tesis, en la que se había ocupado de Buchenwald, e incluso se había esforzado por convencerlo para que la ampliase hasta convertirla en la investigación clave para obtener la cátedra. Pero había vivido la tesis como una tortura, y a pesar de toda alabanza Stachelmann no creía que fuera tan buena como decían. Las reseñas en las revistas especializadas habían sido bastante prudentes en su mayor parte, aunque en una de ellas se había hablado de una nueva estrella en el firmamento de la historiografía. Stachelmann no lo había olvidado, más que nada por lo pomposo de la formulación. A la Universidad de Heidelberg le hubiera gustado que se quedara, pero no podían ofrecerle ninguna plaza adecuada. Por eso se había trasladado a Hamburgo. Y aquí probablemente lo despedirían un día de estos por no ser capaz de terminar su trabajo de investigación y habilitarse. Ahora tenía un contrato temporal, pero éste expiraba dentro de dos años. ¿Mantendría el Legendario a un fracasado en el Departamento? Seguro que no. Sus colaboradores debían tener éxito, porque éste también se reflejaba en él.

—¡Entonces has conseguido todo lo que querías, Jossi! —Ossi resplandecía.

Stachelmann no deseaba recordar el pasado. ¡Y cómo odiaba el apodo! Era estúpido y le obligaba a revivir cosas que hacía tiempo había relegado al olvido. Ossi y Jossi se habían hecho un nombre en la Universidad de Heidelberg. Aparecían frecuentemente juntos en reuniones y casi siempre eran de la misma opinión. Políticamente habían sido como gemelos. Le había parecido que lo suyo era amistad, pero en cuanto se esfumaron los sueños también desapareció lo que había mantenido unido a los gemelos. Stachelmann le contempló ahora y lo que vio no le gustó. Dentro de nada Ossi sería obeso, quizá incluso bebía, al menos su nariz enrojecida así parecía indicarlo, así como las pequeñas venitas que aparecían sobre ella.

—No, me queda muchísimo para lograr lo que quería. Aún pueden despedirme. En algún momento tendré que conseguir una cátedra, o se acabó la broma.

—Eso será un juego de niños para ti —sonrió Ossi.

—Ojalá —contestó Stachelmann—. Ojalá. Antes de conseguirlo hay por ahí una montaña de papeles esperando a que le eche un vistazo.

Ossi lo miró de nuevo, ahora sin sonreír. Stachelmann sabía que no le entendería. ¿Cómo podría? En el universo de los cadáveres no aparecían montañas de la vergüenza para quitarle a uno el sueño. A Stachelmann le parecía absurdo hablarle a Ossi de sus temores. Pero tampoco quería fanfarronear con éxitos inexistentes. Era el momento de cambiar de tema.

—¿Y cuál es el cadáver del que te ocupas ahora? —preguntó, esforzándose por sonar divertido.

—El asesinato de un niño —dijo Ossi. Su voz agotada estaba llena de tristeza—. No sé si alguna vez podremos resolver el caso.

—¿Por qué?

—No encontramos móvil alguno y tampoco tenemos huellas. Es evidente que no se trata de un crimen sexual. Parece como si a la niña se le hubiera acercado una especie de fantasma para volver a desaparecer inmediatamente después.

Se había producido un cambio en Ossi. Stachelmann se sorprendió cuando le oyó pronunciar oraciones un tanto elaboradas. Quizá sea ese su modo de superar todo el horror, pensó Stachelmann. Entonces recordó la foto que había visto por la mañana en el tren. Una niña con trenzas.

—¿Es lo del agente inmobiliario? —preguntó Stachelmann.

Ossi asintió.

—Sí. ¿Cómo te has enterado tú? —Entonces agitó brevemente la mano—. Ah, claro, por los periódicos.

La chica de negro apareció rápidamente.

—¿Sí, dígame? —preguntó.

—Valentina Holler, qué nombre más raro —dijo Ossi.

La de negro siseó algo, sacudió enérgicamente su cola de caballo y desapareció.

—Y un caso raro también —añadió Ossi.

Acarició su vaso de cerveza con el pulgar y el índice, subiendo y bajando los dedos. Tenía la mirada perdida.

—Estaba jugando —dijo—. Simplemente jugando. Jugaba con una muñeca, la paseaba en su cochecito por el jardín.

Levantó la mirada, vio a la de negro, y la llamó. Ella se acercó con desagrado. Ossi pidió otra cerveza, y una más después de mirar hacia Stachelmann.

—Vuelvo en un minuto. —Se levantó y buscó el camino al baño.

Se sorprendió de cuán radicalmente le había cambiado el ánimo a Ossi. El asesinato de un niño lo conmocionaba a uno. Muchos asesinatos ocurrían por motivos lo suficientemente comprensibles como para lograr atenuantes en un juicio. Pero el asesinato de un niño siempre era incomprensible. Ahí no cabían ni celos, ni envidia, ni competencia, ni venganza, ni lo que quiera que se adujera como motivación para asesinar a otra persona.

Ossi volvió. Stachelmann reparó en que tenía una mancha en su pernera.

Apareció la de negro y colocó dos cervezas sobre la mesa.

La máquina tragaperras repiqueteó.

Ossi tomó un trago de su vaso.

—Valentina estaba empujando su carrito y de repente se cayó. Murió al instante. Envenenada, cianuro.

Stachelmann se sorprendió. En el periódico no se decía nada de aquello.

—¿Cianuro?

—Sí. Alguien ha envenenado a una niña de seis años con cianuro.

—¿Y cómo?

—En el jardín había un caramelo en alguna parte. De toffee, pero relleno de cianuro. Al menos eso es lo que ha dicho el patólogo. El resultado de la autopsia no estará hasta mañana. Hemos encontrado el envoltorio del caramelo, que estaba al lado del cadáver. Valentina descubrió el caramelo, con su papel azul, lo desenvolvió y se lo metió directamente en la boca. Chupó un par de veces y murió. Que es lo que pretendía el asesino.

—Increíble —dijo Stachelmann—. Pero está claro que a un adulto no se le intenta asesinar con un caramelo.

—¿Pero qué clase de persona sería capaz de rellenar un caramelo con cianuro y después tirarlo al jardín de un chalet para que lo encuentre una niña y muera? No lo puedo entender.

Permanecieron callados un instante. Stachelmann paseó su mirada por el bar. Estaba lleno. La de negro realizaba su trabajo con calma y eficiencia. Cuando terminara esta noche habría cargado con un par de toneladas de peso.

—Y éste es el tercer asesinato en la casa Holler. No me sorprendería nada que se produjeran dos más dentro de poco.

—¿Están chantajeando a ese hombre? —Stachelmann se sorprendió por el interés que despertaba en él el caso. Sabía que no se debía únicamente a que fuera Ossi quien se ocupaba del asunto. ¿Qué era lo que en verdad le atraía? ¿Quién era ese Holler?

Ossi se tomó algunos segundos antes de responder.

—No. Al menos, no parece que se trate de un chantaje. Ni siquiera estamos seguros de que estemos ante el mismo asesino.

—¿Ni con tres asesinatos en una misma familia?

Ossi encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza.

—En esta sucesión de crímenes —dijo, con calma, aunque se advertía la derrota en su voz— tenemos a un único criminal o posiblemente también a un grupo de criminales. La mujer de Holler fue golpeada hasta la muerte, el hijo mayor envenenado y la hija también. Al niño alguien le echó cianuro en la coca-cola. Hay dos envenenamientos, pero el primer crimen no nos cuadra. A golpes. Asesinar a golpes es otra cosa.

—¿Pero tres muertes en poco tiempo en una misma familia?

—Tienes razón. Sólo que nadie conoce los motivos. Holler es un hombre intachable. Hemos rastreado su entorno. Es un santo. Pertenece a diversas organizaciones benéficas y no presume de ello. Por ejemplo, ha donado medio millón para las víctimas de Chernóbil. Y cuando lo averiguamos, se enfadó muchísimo, y nos exigió que no se lo revelásemos a la prensa bajo ningún concepto. Sus socios y sus clientes están entusiasmados con él. El hombre es honrado, de confianza, algo así como el Jesús de Elbchaussee.

Ossi le describió su última visita a la casa de Holler en Holztwiete, aquella misma mañana. Holler estaba llorando, no había dormido nada. La desesperación se reflejaba en sus ojos. Holler era un hombre alto. De pelo rubio muy corto, parecía más joven de lo que su edad indicaba. No, no tenía ni idea de por qué habían envenenado a su hija. Holler le había asegurado a Ossi que podría investigar todo lo que quisiera, no habría secretos para la policía, ni en lo económico, ni en lo personal. Si lo consideraba necesario, estaba autorizado para poner patas arriba tanto su casa como la empresa.

—Haga lo que considere adecuado para encontrar a ese asesino —había dicho Holler con la voz rota.

Stachelmann comprendió que era su completa desorientación la que llevaba a Ossi a explicarle todo aquello. Se preguntó quién sería realmente ese Holler y por qué estaba padeciendo aquello tan terrible. Stachelmann creyó recordar algo, pero, ¿qué, maldita sea? ¿Qué tenía que ver él con Holler? No conocía a ese hombre y jamás había estado ni siquiera cerca de su casa. ¿Y qué tenía que ver él, en general, con agentes inmobiliarios, o con asociaciones benéficas, o, más aún, con un loco que introducía cianuro en un caramelo y lo tiraba a un jardín esperando a que se lo comiera algún niño? ¿Habría estado observando el asesino mientras la niña chupaba el caramelo? ¿Se habría alegrado de que su plan funcionara? ¿Habría considerado la posibilidad de que fuera otro quien encontrara el caramelo y lo tirara, o tal vez se lo comiera él mismo? ¿Era la niña la víctima intencionada? ¿O era todo casual? ¿Había alguien por la ciudad con una bolsa de caramelos de toffee en el bolsillo a los que había rellenado con cianuro, decidido a repartirlos en cualquier parte, a la espera de que muriese aleatoriamente cualquiera? ¿Se producirían más envenenamientos? ¿Cómo se conseguía cianuro? ¿Quién fabricaba cianuro? ¿Cómo muere alguien que toma cianuro? Todas esas preguntas cruzaron por su mente. Pero, no. Un único caramelo y una niña muerta. Y el asesino buscaba a esa niña. ¿Pero cómo estar seguro de que la niña se comería el caramelo? Por muchas vueltas que le diera, no llegaba a ninguna conclusión.

Ossi le había encargado a la de negro una tercera cerveza, y también un Schnaps.

—No estoy de servicio —explicó—. ¿Te sientes decepcionado?

Stachelmann lo miró inquisitivo.

—Bueno, esto no está siendo como se supone que debe ser un encuentro de viejos amigos.

Stachelmann soltó una risita.

—¿Y cómo debe ser un encuentro de viejos amigos?

—Golpecitos en la espalda, unas risas; tantas, que otros invitados llegan a molestarse. Beber mucho, decirse mutuamente lo bien que se conserva uno, o también frotarse la barriga. Todo eso son cosas que se supone que hay que hacer. Vale, pues estoy separado y tengo dos hijos.

—El nombre me da vueltas en la cabeza —dijo Stachelmann—. Lo he oído antes en alguna parte, pero no sé dónde.

Su mirada se perdió en el humo.

—¿Qué nombre? —preguntó Ossi.

—Holler.

—Pretendía olvidar a ese una horita o dos —dijo Ossi.

La máquina tragaperras repiqueteó.

Ossi se limpió la boca con el dorso de la mano. Parecía muy cansado.

—¿Por qué te interesa tanto todo esto? ¿Sabes cuántos asesinatos hay en Hamburgo al año?

Stachelmann sacudió la cabeza.

—En el 2001 creo que fueron treinta y siete.

—Pero, ¿una niña? —repuso Stachelmann.

—Una niña, una niña —Ossi se enfureció—. No puedo volver escucharlo más. Todo el mundo habla de la niña. Asesinar a un niño, cuán terrible resulta eso. Te voy a dar mi opinión: asesinato es asesinato, da igual si se trata de una abuela o de una niña. ¿O crees que una vida vale más que otra, quizá mil marcos en vez de doscientos? Quizá para el comercio, que podría haberle vendido más cosas a un niño que a una abuela con una esperanza de vida mucho más limitada y, además, más allá del consumismo. ¡Qué estupidez!

—¡Viejo revolucionario! —repuso Stachelmann. No sonaba divertido.

—Serás idiota —dijo Ossi—. Se van a volver locos en el departamento. La prensa está realizando una especie de cruzada, el periódico vespertino y el Bild-Zeitung, sobre todo. Y Holler parece una especie de Mesías, amigo del alcalde, del concejal, del jefe de la cámara de comercio e industria, del líder de los sindicatos, etc., etc.

—Baila en todos los saraos.

—En ninguno. Pero conoce a todo el mundo. Y parece que el jefe de policía es su mejor amigo. Parece como si fuera el mismo Holler el que hubiera dado el pistoletazo de salida en el Departamento de Homicidios.

Stachelmann torturaba a su memoria. Maldita sea, ¿dónde había escuchado o leído antes aquel nombre? No, lo había leído, veía las letras ante sí. Escritas a máquina. ¿O le engañaba su recuerdo? Su memoria era peor de lo que correspondía a un historiador. Eran lamentables los momentos en los que como autoridad le preguntaban por años o nombres concretos. Con demasiada frecuencia no los recordaba.

—Pareces totalmente desanimado también —dijo Ossi.

—No, es que estoy pensando.

—Pues en ti parece lo mismo. Sólo hay que mirarte.

Stachelmann se enfadó. Se lo habían dicho a menudo.

—Es que tengo ese nombre en la cabeza...

—¿Holler?

—Lo he leído en alguna parte.

Ossi lo miró inquisitivo.

—¿Dónde?

—Si lo supiera.

—Piensa.

—¿Y qué crees que hago desde hace hora y media?

No, no se acordaría del nombre. Hoy no, y probablemente nunca. Quizá sólo le sonaba, quizá había visto algún nombre similar en algún libro o alguna revista. ¿Quizá era víctima de un déjà vu? Ciertamente, Holler no era Meier, Müller o Schmidt, pero el nombre no era exótico. Advirtió también que antes Ossi no había sido tan insistente, ni tampoco tan serio. Había tenido frasecitas divertidas para cualquier ocasión. Stachelmann siempre se había preguntado qué chiste se le ocurriría a Ossi con ocasión del fin del mundo. Seguro que el mejor de todos. Todos de pie ante el abismo gritando, pero Ossi saltaría con alguna broma. Eh, ¿conocéis éste? Pero con el caso Holler se le habían acabado los chistes. O quizá se le habían agotado aún antes. ¿Conocía todavía a su amigo, o también antes sólo había imaginado conocerlo? Le envidiaba el desenfado con el que Ossi afrontaba dificultades que a Stachelmann le robaban el sueño. Pero tal vez Ossi tampoco había dormido.

Era tarde cuando liquidaron la cuenta con la de negro. Stachelmann añadió una buena propina, pero ella no sonrió, y apenas le miró. Sintió el impulso de disculparse con ella.

En el tren a Lübeck advirtió lo cansado que estaba. Sobre la mesita del vagón de primera clase sin compartimentos encontró un Bild-Zeitung. Contempló de nuevo las fotografías. Valentina Holler. Seis años, envenenada con cianuro. El cianuro mata rápidamente, pero hasta que llega la muerte se padecen dolores inenarrables. La fotografía del padre, el agente inmobiliario, en blanco y negro, desenfocada. No conocía a ese hombre. ¿Por qué le cruzaba el nombre de Holler por la mente desde aquella mañana?