Capítulo 8
Anne lo invitó a comer en el comedor universitario. Ella tomó espagueti y una ensalada, él prefirió rollitos de col. La comida era mejor de lo que decía la gente. Estaba de moda considerar pésima la comida del comedor. A Stachelmann le molestaba el repiqueteo y el murmullo de la gente a su alrededor, pero a Anne no parecía importarle.
—Pasado mañana, por fin, nos ponemos en marcha, lo estoy deseando —dijo Anne.
—No olvides el cepillo de dientes. —La idea de viajar con Anne en el plazo de dos días le hacía estar de buen humor. De Alicia no había vuelto a tener noticias. Ahora se sentía menos orgulloso de su actuación en la consulta del doctor Möller. Se lo contó a Anne.
Ella le escuchó atentamente. Hasta dejó que se enfriaran sus espaguetis.
—¿Y no tienes miedo de que lo vuelva a hacer?
El alzó los hombros.
—No lo sé. Creo que lo hizo metódicamente y que entiende más de coches de lo que dice.
—¿Y si no es así?
—Yo no he hecho nada como para que cometa esa locura. Y por eso tampoco me debo sentir responsable.
—Cierto, pero, ¿no estás inquieto?
—Sí. Pero, ¿debo quedarme a la cabecera de su cama haciendo manitas? Por no hablar de otras cosa. —Stachelmann se sentía fuerte, como siempre que no dudaba. Se había puesto a salvo en el último segundo. Cuando la necesidad había sido más acuciante había sabido encontrar una solución. Aunque a veces dejaba que las cosas simplemente ocurrieran, y se metía en problemas. Se acordó de su montaña de la vergüenza, y su buen humor se esfumó.
—Por cierto, Ossi me ha llamado esta mañana. Quiere que lo acompañe a ver a Holler. Que escuche lo que tenga que decir. Desde que encontraron ese artículo sobre las SS en casa de la agente de policía asesinada no paran de darle vueltas al asunto.
—Seguro que es una estupidez. Pero interesante. Vaya, vaya, así que ahora el Dr. Stachelmann se ha vuelto detective.
Stachelmann sonrió.
—Puedes interpretar el papel del Dr. Watson.
—¡Muy gracioso! Pero cuéntame cómo es ese tal Holler.
—Eso será por siempre mi secreto —dijo Stachelmann—. Al menos para gente que no quiere ser ni Watson, ni ayudante.
—Ahí te equivocas. Ayudante ya soy, pero no tuya, sino de Bohming. Y me gusta serlo.
Ossi fue a recogerle.
—¿Pistas? —preguntó Stachelmann.
Ossi no contestó. Condujo a buen ritmo por la Reeperbahn en dirección a Blankensee.
—La única pista que tenemos, y parece un disparo a ciegas. Si fuera más prometedora sería el jefe en persona el que moviera el culo. Lo que único que pasa es que no quiere que lo acusen después de no haberlo intentado todo. ¡Hasta se consultó a un historiador en las investigaciones, señores, y auditores, y al ejército de salvación y al Hamburgo SV!
Ossi estaba enfadado.
—No te gusta ser el chico de los recados —dijo Stachelmann—. ¿Cuándo te convertirás en jefe de sección o como se llamen esas cosas en vuestra profesión?
—Ya podría serlo. Sólo que he dejado de hacer un par de cursos. Y ahora ya ni me preguntan.
—Pues diles que ahora te apetece muchísimo convertirte en superpolicía.
—Si supiera lo que me apetece. Hoy sí, y siempre que me enfado. Pero normalmente no lo tengo tan claro.
Stachelmann rio.
—Entonces te ocurre como a mí.
Ossi le miró sorprendido, después dio un volantazo.
—Mierda —dijo—. Los ciclistas son como las moscas, aparecen de repente en todas partes. —Se pasó la mano por el pelo rojizo—. ¿En qué sentido lo tuyo es como lo mío?
—Yo tampoco avanzo. Al menos no como debería. Y en algún momento me despedirán por ello.
Ossi frenó en un semáforo. Miró a Stachelmann.
—Nunca lo hubiera pensado —dijo.
Un coche detrás de ellos hizo sonar el claxon.
Ossi hizo una seña hacia atrás y arrancó.
—Qué prisa tiene ese.
Holler los recibió en su mansión. Ossi presentó a Stachelmann como a un compañero. Stachelmann no se pudo hacer una idea del valor de lo que veía cuando Holler los guió desde un pasillo gigantesco a una habitación aún más grande, pero todo parecía caro: el pulido suelo de mármol, los tapices, los cuadros y candelabros. Una mezcla de antigüedad y modernidad que Stachelmann sintió que armonizaba. En la habitación había una librería enorme, algunos libros estaban encuadernados en piel, de otros sobresalían notitas. Holler les ofreció un sillón de un pequeño tresillo en un rincón alrededor de una mesa baja. El único mueble adicional era un pequeño escritorio con una silla de cuero. En ambas mesas había teléfonos. Sobre el escritorio, libros abiertos y un bloc de notas. Intentó descifrar el título de los libros; trataban de la navegación con vela.
Intercambiaron frases de cortesía acerca del tiempo y la estación del año.
—De sus documentos se desprende —dijo Ossi a continuación— que su padre le legó junto a la empresa alrededor de once millones de marcos en efectivo, en una cuenta personal. En esa cuenta hay un único ingreso, esos once millones. ¿De dónde salió ese dinero?
Holler le miró unos instantes.
—No lo sé. Dios mío, de eso hace un cuarto de siglo. Lo habría ganado, era un hombre muy trabajador, tengo mucho que agradecerle.
Ossi miró por la ventana, se veía el jardín. Allí era donde había sido envenenada la hija de Holler.
—Bueno, yo todavía recuerdo que mi padre me dio doscientos marcos para que me comprara una bicicleta, y hace de eso treinta años —dijo Stachelmann.
Ossi le lanzó una mirada iracunda.
Holler se levantó y comenzó a caminar arriba y abajo.
—Todas las personas no son iguales, y su memoria menos. No me entienda mal, pero en mi profesión tenemos que tratar muy a menudo con grandes cantidades de dinero. El mes pasado, por ejemplo, he vendido en el norte de la ciudad un complejo de oficinas por treinta millones aproximadamente.
Ossi se rascó la barbilla.
—Si su padre o usted hubieran, digamos, olvidado pagar impuestos, eso no me interesaría. Habría prescrito, y, además, no trabajo para Hacienda.
Holler asintió de forma casi imperceptible.
—Muy amable por aclarármelo. Pero nunca he olvidado pagar mis impuestos. —Acentuó la palabra "olvidado".
—¿De modo que no puede explicar de dónde salieron esos once millones? —dijo Ossi.
—Quizá mi padre tuvo suerte en los negocios antes de su muerte. La verdad es que no me he preocupado por eso. —Holler seguía moviéndose—. ¿Y qué tiene que ver eso con el asesinato de mi hija?
—Podría ser que hubiera por ahí alguna cuenta no saldada. Quizá su padre hiciera algo que a otra persona no le gustó nada. Es más, le disgustó tanto que desea asesinar a todo aquél que lleve el apellido Holler.
—Entonces debería haberse dirigido a mí en primer lugar. Habríamos encontrado alguna solución. Y si me hubiera reclamado dinero, lo hubiera obtenido si hubiera habido sospechas fundadas de que mi padre pudiera haberle causado alguna injusticia.
Stachelmann admiró el vocabulario empleado, algo formal, pero exacto.
La puerta se abrió. Un niño corrió hacia la habitación enseñando un coche de juguete.
—Papá, papá —gritó.
—¿Está roto? —preguntó Holler.
—Coche doto —dijo el niño.
En la puerta apareció una mujer, joven y guapa. Con un aire de exotismo asiático.
—Lo siento, señor Holler. He ido un momento a la cocina y desapareció.
—No importa —dijo Holler—. No importa. —Su semblante se oscureció—. No se puede tener a un niño controlado las veinticuatro horas. Y porque no se puede han muerto Sebastian y Valentina.
La mujer palideció.
Holler le hizo una seña con la mano.
—¿Se lo lleva?
El pequeño cogió obedientemente la mano de la mujer y abandonaron la habitación. Holler colocó el coche de juguete sobre la mesa.
—Tenemos que hablar con los agentes inmobiliarios cuyas empresas ha comprado usted —dijo Ossi.
—Si no hay más remedio...
—¿No habrá nadie entre ellos con motivos para vengarse de usted?
—Eso ya me lo han preguntado antes. Dispuse que fueran tasadores independientes quienes valoraran cada una de las empresas que pretendía adquirir. He comprado ocho empresas, y las ocho veces la gente ha obtenido un montón de dinero. Ya no tienen que preocuparse por nada, ¿por qué iban a odiarme? No hubo regateo, sino precios justos, teniendo en cuenta que por entonces el sector estaba a la baja.
—¿Tiene usted los nombres de los vendedores?
—Están en los documentos que se ha llevado usted.
—Tendríamos que buscarlos. Seguro que usted los tiene a mano. —Ossi confiaba en que la lista de los auditores y la que preparara Holler no coincidiera. Quizá descubriera así algo que Holler querría ocultar. Pero no era optimista al respecto.
Holler cogió el teléfono que había sobre una de las mesas.
Apretó un botón y pidió que preparasen la lista de vendedores y que la enviaran por fax a la comisaría.
—Cuando vuelva a la comisaría tendrá la lista sobre su mesa —dijo Holler.
Ossi miró a Stachelmann.
—Gracias. Otra pregunta totalmente distinta. ¿Cuándo fundó su padre la empresa?
—En 1946.
—¿Y de dónde sacó el dinero para ello?
—Ni idea. Pero no era difícil abrir un negocio así entonces. Tampoco lo es hoy. ¡Cuando veo qué clase de gente monta una agencia inmobiliaria! Se requieren clientes, pero, sobre todo, confianza. Y esa crece con los años, si se trabaja adecuadamente. Eso lo he aprendido de mi padre. Y de vez en cuando se renuncia a un beneficio para a la larga obtener mejor reputación. Es nuestra filosofía de empresa. En este sector sólo se llega a algo si se es justo tanto con los clientes como con los competidores.
—¿A qué se dedicaba su padre antes de crear la empresa?
—Era compañero suyo, era policía. No hablaba mucho de ello, lo cual es comprensible, pues fue una época terrible. Tenía un defecto congénito en el corazón y por ello no fue llamado a filas en la Wehrmacht, sino que pudo continuar en la policía. No me contó más. —Holler se sentó. Estaba tranquilo—. Seguro que ahora quiere preguntar qué puesto ocupaba en la policía. No lo sé.
—¿Y vivió en Hamburgo durante toda la guerra? —preguntó Stachelmann.
—Creo que sí. —Dudó—. No, recuerdo vagamente que una vez me dijo algo así como: ¡Qué suerte que me enviaran a Rusia un par de meses! Se refería a que no se encontraba en Hamburgo durante el terrible ataque aéreo.
—¿Y qué hizo en Rusia?
—Trabajo policial, imagino. Nunca me habló específicamente de ello.
—¿Tampoco sobre si estuvo en las SS o en alguna subdivisión de las SS?
Holler miró a Stachelmann con dureza.
—No entendí antes su nombre.
—Dr. Stachelmann.
—Usted no es policía.
—Soy historiador. —Stachelmann maldijo interiormente el sudor que le aparecería de inmediato en la frente.
Holler se volvió hacia Ossi.
—Se están esforzando ustedes mucho. —Miró a Stachelmann.
Stachelmann no sabía cómo debía entender aquella afirmación. Asintió.
—¿Cree usted que he asesinado a mi hija, y también a mi mujer y a mi hijo? —le preguntó a Ossi.
—No —dijo Ossi.
—¿Entonces por qué me investigan a mí?
—No le investigamos a usted. Pero estamos desorientados y buscamos donde podemos.
—Para quizá llegar a un punto muerto. Lo revuelven todo, causan daños, pero no encuentran al asesino. Si siguen ustedes así perderé también mi reputación. Y esa es la base de mi existencia, como ya les he explicado antes. Su deber es encontrar al asesino de mi hija y no hundirme a mí. ¿Lo entienden, verdad?
Ossi asintió.
—Actuaremos lo más cuidadosamente posible.
—Pero no encontrará al asesino en mis cuentas y tampoco en la biografía de mi padre. Mi hija aún no había nacido cuando él murió.
Stachelmann advirtió con sorpresa que el impasible Holler se estaba enfadando, aunque pocos segundos después retornó su amabilidad.
—Bueno, sólo están cumpliendo con su obligación. No se tomen a mal mi agitación. Tengan en cuenta que se trata de... —se pasó el dorso de la mano por los ojos, su voz le falló brevemente— se trata de mi familia. —Se dirigió a Stachelmann—. Cuénteme más cosas sobre usted. ¿Por qué le interesa este caso?
—El señor Winter me ha pedido que viniera.
—Pero no así por las buenas.
—Me ocupo de la época nacionalsocialista, sobre todo del sistema de campos de concentración.
—Las SS, el organismo principal para la seguridad del Reich, la Gestapo, y esas cosas.
—Sí.
—¿Y cuál es su proyecto actual?
—Buchenwald.
—El campo de concentración de Buchenwald, cerca de Weimar. Estuve allí una vez. Terrible. Lo que algunas personas son capaces de hacerles a otras. —Holler se levantó y se dirigió a una estantería llena de libros—. Tenía aquí un libro sobre Buchenwald. Bueno, ahora no lo encuentro, y seguro que usted ya ha leído todo lo que existe sobre ese tema.
—Lo dudo. Sobre todo no todos los documentos. Estas vacaciones quiero cerrar algunos huecos.
—¿Entonces visitará los archivos?
—Sí, en Berlín y en Weimar.
—Ahí hay algo raro —dijo Stachelmann, cuando volvieron al coche—. Se ha alterado más por la pregunta sobre su padre que por lo del dinero. Y después cambia el chip y se vuelve amable de nuevo.
—Sí —contestó Ossi. Arrugó la nariz—. Seguro que no es tan santo como parece. Tiene algún esqueleto en el armario y no quiere que lo encontremos. Pero quizá ese esqueleto no tenga nada que ver con los asesinatos. Como viejo criminalista que soy, creo que será un asunto económico.
—Puede ser —dijo Stachelmann—. Pero yo no soy criminalista.
Ossi frenó, se metieron en un atasco. Maldijo en voz alta. El teléfono del coche sonó y Ossi contestó.
—Kastor 3.
Estuvo escuchando un instante.
—Vale —dijo luego—. Estoy en un atasco. Iré lo más rápido que pueda.
Cogió las luces del asiento trasero, abrió la ventana, y las colocó en el techo del vehículo. Después conectó la sirena. Lentamente, los coches empezaron a hacerles sitio. Ossi atravesó tortuosamente el camino abierto. Se veían rostros airados.
—¿Qué pasa? —preguntó Stachelmann.
—Tenemos que ir a ver al jefe de policía. Ahora mismo.
Los recibió de inmediato. No les ofreció asiento. Ossi apenas había cerrado la puerta tras de sí cuando el jefe les habló.
—¿Y usted quién es? —le preguntó a Stachelmann.
—El Dr. Stachelmann.
—¿Y cómo se mete en la investigación de una de mis secciones?
—Se me rogó que acudiera.
El jefe miró iracundo a Ossi.
—¿Ha sido idea suya?
—En cierto modo —dijo Ossi. Stachelmann notó que Ossi no pensaba implicar a su superior directo. En realidad había sido idea de Taut.
—¡En cierto modo! —gritó el jefe—. ¡En cierto modo! ¿Quizá sea usted capaz de darme una respuesta en condiciones?
—Sí —dijo Ossi.
—¿Sí a qué? ¿A que fue idea suya? ¿O a su amable disposición a responder de forma clara?
—Ambas cosas.
—¿Se está burlando de mí...? —el jefe se interrumpió. Se sentó en una gran silla tras un inmenso escritorio y calló.
Stachelmann se divertía con los imponentes óleos que representaban la etapa gloriosa de la Hansa. Veleros en alta mar. El mercado y el puerto. Vio cómo los dedos de Ossi temblaban a su espalda.
El jefe les indicó que se sentaran con una seña impaciente. Ossi cogió una silla cerca de la pared. Stachelmann se sentó en la silla delante del escritorio.
—¿Cómo se le ocurre implicara alguien en una investigación que no tiene ninguna clase de autoridad policial? —le preguntó a Ossi. Se le notaba el esfuerzo que suponía para él mantener la calma.
—El caso tiene una dimensión histórica —repuso Ossi—. Probablemente la clave para la solución se encuentre en el pasado. Además, si me permite la observación, solemos consultar con frecuencia a expertos que no poseen ningún tipo de autoridad policial.
El jefe asintió.
—Pero no en los interrogatorios.
—Pues sí, a veces hay psicólogos. Además, no hemos interrogado al señor Holler, nos estábamos esforzando por obtener información que quizá nos conduzca al asesino. Me pareció importante llevar a alguien conmigo que tuviese conocimientos de historia.
—¿Y cuál ha sido el resultado de la entrevista?
—Que quizá el viejo Holler estaba implicado en algo turbio. Pero eso no nos ayuda demasiado.
—¿El viejo Holler?
—Que fue algo así como un compañero de profesión.
—Lo sé —dijo el jefe—. Me temo que muchos de los compañeros de aquella época no están del todo limpios. La policía recibía órdenes de Himmler. Claro que no todos los guardias urbanos cometieron crímenes, ni siquiera los funcionarios de la policía. Pero totalmente limpio no había ninguno después del 45. Cuando pienso en la persecución de los judíos... Es evidente que los nazis no lo hubieran conseguido sin la policía. Enviar órdenes de deportación, sacar a la gente de sus viviendas, vigilarlas en el prado de Moorweide, conducirlos hasta los trenes. Los SS no lo hubieran conseguido solos. Y no creerá que los policías se negaban a funcionar como una especie de cuerpo auxiliar de la Gestapo. Esta mierda parda sale a la luz una y otra vez. —Se dirigió a Stachelmann—. ¿No lo ve usted del mismo modo?
—Sí.
—Mi padre fue un funcionario socialdemócrata y concejal del ayuntamiento. En el 1935 los nazis obligaron a mi familia a exiliarse, así que de nacimiento soy francés. Bueno, eso no tiene nada que ver con lo nuestro. Y Maximilian Holler tampoco tiene nada que ver con todo esto, aunque su padre hubiera sido nazi.
Se abrió la puerta. La secretaria del jefe apareció con una nota en la mano. El jefe leyó la nota y miró su reloj.
—Anule el almuerzo. —La secretaria alzó las cejas imperceptiblemente, se dio la vuelta y desapareció.
El jefe se limpió la nariz.
—Lo habrán adivinado. El señor Holler me ha llamado inmediatamente, en cuanto se han marchado de allí. Se ha quejado de que en vez de investigar el asesinato de su hija parece que lo investigan a él. Sacan a la luz viejas historias que quizá —el jefe señaló a Stachelmann con la cabeza— interesen a un historiador, pero no a la policía. ¿No cuentan con ninguna otra pista?
Ossi sacudió la cabeza.
—Lo hemos peinado todo. Buscamos sin éxito al conductor del Mercedes que ha atropellado a la agente Kreimeier. No sabemos si ambos casos están relacionados. En lo de Holler ni siquiera tenemos la sombra de una sospecha o de un móvil. Lo único que sabemos es que parece haber algo un poco confuso en la familia Holler.
—¿Qué?
—Una cuenta de once millones, y no se sabe de dónde ha salido el dinero...
Llamaron a la puerta.
—¡Entre! —gritó el jefe—. ¿Dónde se había metido? Se gasta uno dinero en transmisores y móviles y a pesar de todo no puede comunicarse con sus colaboradores.
Taut no contestó. Cogió una silla y se sentó al lado de Ossi.
—Estamos comentando los casos Kreimeier y Holler. No está usted avanzando, señor Taut, ¿por qué?
Taut y Ossi se miraron brevemente.
—En realidad no tenemos nada —dijo Taut.
—¿En realidad? ¿Qué significa en realidad?
—Nada en firme. Sólo un par de irregularidades del señor Holler.
—Cuya familia es víctima de un asesino en serie.
—Ni siquiera sabemos eso.
El jefe se echó hacia atrás.
—No podemos decirle a la gente: por aquí anda un tío que está asesinando a la mujer e hijos de un ciudadano respetable, pero la policía no sabe nada, ni hace nada. Hace días que me atosigan los periodistas. Quieren que organice una conferencia de prensa para después poder hundirnos del todo, y no puedo evitarlos eternamente. Taut, no espero que mañana mismo me traiga al asesino, pero me gustaría poder decir que estamos siguiendo algunas pistas importantes.
—La pista de Holler es bastante buena. —Stachelmann advirtió por la expresión de los demás que debería haberse callado.
—Doctor Stachelmann, así que propone usted que le digamos a la prensa que no sabemos nada del asesino, pero sobre la víctima, porque Holler es una víctima, podemos suponer esto o lo otro. —El jefe sacudió la cabeza.
A Stachelmann no le afectaban los exabruptos del jefe, porque podía levantarse y marcharse en cualquier momento. Se sintió como un espectador en una obra de teatro.
—Creo que el padre de Holler no hizo ningún tipo de trabajo policial, al menos no en Rusia. Probablemente perteneció a las divisiones que en Rusia asesinaron a judíos y bolcheviques.
Taut y Ossi le miraron sorprendidos.
El jefe bufó.
—Esto se está poniendo cada vez peor. El padre de la víctima es un genocida.
—Sería posible —dijo Stachelmann.
—¿Y eso es lo que debo contarle a la prensa?
—No —dijo Stachelmann—. Pero yo seguiría esa pista.
—Incluso aunque tuviera usted razón, ¿qué tiene eso que ver con los asesinatos de la mujer y los niños? Y aunque Holler padre hubiera estado en esas unidades policiales, ¿quién asesina a su nuera y sus nietos? Los que él mismo asesinara, difícilmente, ¿y los descendientes de esta gente cómo iban a saber quién mató a los suyos? Eran soldados anónimos, uno tan alemán como el otro. Eso son fantasías, doctor Stachelmann.
Stachelmann se levantó.
—Sólo quise transmitirles una opinión. Si ésta no le interesa, seguiré fantaseando en la Universidad. Adiós.
El jefe no contestó, y Taut y Ossi guardaron silencio.
—¿Podrá guardar en secreto lo que hemos comentado aquí? —dijo el jefe cuando Stachelmann ya tenía la mano en la puerta.
Quieres decir que te quedarías con el culo al aire justo antes de las elecciones, pensó Stachelmann. Le gustaba ser borde cuando pensaba. Cerró la puerta tras de sí.
En su escritorio en la Torre de los Filósofos había una nota.
"Llámame, Anne", decía. Stachelmann fue al despacho de ella, que era más pequeño que el suyo, pero más acogedor, para lo que bastaban una planta y dos cuadros en la pared que mostraban imágenes de Mamburgo. Como los del despacho del jefe, pero sin ser óleos.
—Sentía curiosidad, perdona. ¿Qué tal con Holler?
Stachelmann le contó brevemente la conversación con Holler, y de forma más detenida la visita al jefe de policía.
Anne rio.
—Ahí te has metido en un buen lío. Si sigues así aterrizarás en la cárcel de Fuhlsbüttel con los chicos malos. Y no te vayas a creer que te colaré una lima en un bizcocho.
—¿Pero quizá vengas conmigo a la playa?
Ella lo miró.
—¿Te refieres a darnos un baño en la playa? —preguntó.
—Si quieres, podríamos ir por Scharneutz y Haffkrug.
* * *
Ossi maldijo en voz alta. Estaba intentando llamar a Stachelmann, pero nadie le cogía el teléfono. Finalmente consiguió comunicar con Renate Breuer, pero ésta no sabía dónde podría localizarle. Ignoraba su número de móvil. Ossi colgó el teléfono de mala manera.
—Ya lo intentaré luego.
Cogió el fax que había en su escritorio. La lista de los agentes inmobiliarios que habían vendido sus empresas a Holler.
—¿Quieres que los interrogue? Kamm ha buscado las direcciones.
—Sí— dijo Taut—. Hace bastante que no tenemos problemas con el jefe.
Ossi le miró inquisitivo.
—Bueno, ¿qué crees que puede pasar si uno de esos se queja a Holler y éste va otra vez al jefe con el cuento?
—No he oído que alguien nos haya prohibido interrogar a esa gente.
—El jefe es inteligente. Si encontramos ahí al asesino, será el primero en haber tenido sospechas —dijo Taut con amargura.
—Tampoco es tan malo.
—Por cierto, después llegará la nueva.
—¿Y desde cuándo lo sabes?
—Se me había olvidado.
No era la primera vez que Taut le ocultaba información a sus compañeros. Ossi se resignó, el jefe no cambiaría. Taut estaba en su mundo y se olvidaba de los demás. Menos mal que sus virtudes seguían siendo mayores que sus defectos.
—Viene de la academia. Sus notas son excelentes.
No podrá sustituir nunca a Ulrike, pensó Ossi. Cerró la puerta tras de sí. Ahora Taut se quedaría sentado detrás de su escritorio, comprobaría documentos o miraría fijamente la pared, como si las paredes solucionaran enigmas.