Capítulo 10
La semana siguiente comenzaban las vacaciones semestrales. Recogería a Anne y se marcharían juntos. Primero a Berlín, al Archivo Federal, después a Weimar y a Buchenwald. Había reservado dos habitaciones en Haus Morgenland, un pequeño hotel cerca del archivo de Berlín-Lichterfelde. Estaba nervioso. La veía aún tumbada en su cama, relajada.
Le había preparado el desayuno. No le costó levantarse, pues apenas había dormido ya que el sofá era demasiado corto para él. Sus dolores eran terribles. Anne le sonrió alegremente al salir del dormitorio.
—Pocas veces he dormido tan bien —dijo. Después se metió en el baño. Stachelmann oyó caer el agua de la ducha mientras vertía el té en un termo. Cuando dejó de escuchar la ducha, le preguntó a Anne si quería té o café.
—Me da igual. Bueno, mejor café.
Puso agua a calentar y buscó el café y los filtros.
Ella apareció con el pelo mojado, pero vestida.
—No he encontrado ningún secador de pelo.
—No poseo nada tan lujoso. Sólo soy un pobre profesor.
—Si recibieras más visitas de mujeres ya haría tiempo que tendrías uno. —Dijo lo de visitas de mujeres en tono despectivo.
—Mis visitantes tienen todas el pelo corto y no son tan presumidas como tú —dijo él. Se asustó de sí mismo.
Ella sonrió, aunque le miró insegura.
—Qué lástima que no coincida con tu tipo.
—Tampoco es eso. Puedo hacer excepciones.
Se sentaron frente a frente en la pequeña mesa de la cocina. En una esquina se encontraba Lübecker Nachrichten. Stachelmann era incapaz de desayunar sin leer el periódico, pero no se atrevía a ponerlo al lado de su plato.
—¿Me permites? —Anne cogió el periódico. Lo hojeó.
—Vaya periodicucho en una ciudad cultural de nivel mundial como Lübeck —dijo.
Tras el desayuno viajaron juntos a Hamburgo. Anne se despidió de él en la Universidad. Quería ir antes a casa.
—Voy a hacer las maletas para nuestro gran viaje —dijo. Sonrió.
Stachelmann se sentó en su despacho y miró el correo. No le interesaba. Le asaltó un pensamiento, se había alejado brevemente, pero ahora volvía con más fuerza aún que antes. Tendía que hablar con su padre, pronto. Le dominó la inquietud.
* * *
Tenía la cara esponjosa de un borracho. El hombre se rascó la cabeza. Su pelo era negro y pegajoso, le dejaba libre las orejas, y le caía por encima de los hombros. Con el meñique se hurgó en los dientes, sacó algo, hizo con ello una bola entre el índice y el pulgar y lo lanzó al suelo. Llevaba una cazadora negra de cuero con remaches y unos vaqueros, del cuello pendía una pesada cadena de oro. Olía a cerveza y a Schnaps. A Ossi le pareció repulsivo el hombre que tenía enfrente en su despacho. En una esquina se sentaba un policía de uniforme mirando la escena.
—Se llama usted Oliver Stroh y se dedica a robar coches —dijo Ossi.
El hombre levantó la cabeza.
—Me llamo Oliver Stroh y a veces bebo demasiado —dijo con exagerado acento hamburgués.
—El 10 de julio, entre las diecinueve y las veintidós horas forzó usted en el garaje de Steinstrafk un Mercedes negro 260E y lo robó —dijo Ossi.
—El 10 de julio por la tarde estaba de circuito.
—¿De circuito?
Stroh rio.
—De bar en bar en St. Pauli. Comenzó en La Paloma y, si lo recuerdo bien, acabó en el Kaiserkeller. Si es que me acuerdo bien.
—¿Hace esas cosas a diario?
—¿Cree que soy millonario?
—¿De qué vive usted?
—De la ayuda social y de subvenciones. —Pronunció la palabra subvenciones en alemán estándar, como si la hubiera oído en alguna parte.
—¿Qué clase de subvenciones?
—Las que me dan las personas amables.
—Así que mendiga.
—Si quieres llamarlo así.
—No me tutee.
—Como quieras.
—¿Y cómo se le ocurre alardear de la muerte de una agente de policía?
—Estaba en los periódicos.
—El señor lee los periódicos. ¿Qué periódico?
—Depende de lo que la gente deje por ahí tirado. A veces el Bild, a veces el Morgenpost, a veces el Frankfurter Allgemeine.
—¿En cuál?
—¿En cuál qué?
—¿En cuál leyó acerca del asesinato de la agente de policía?
—No me acuerdo.
—¿Y entonces por qué alardeó de ello?
—Eso no te importa.
—No me tutee.
—Vale, vale.
—Pero es que no estaba en el periódico.
—¿El qué?
—Qué había sido asesinada una agente de policía con un coche robado.
El hombre lo miró con los ojos enrojecidos. Sacudió la cabeza. Durante un momento Ossi temió que no creyera su mentira. Después tuvo una idea. Atrajo al policía de uniforme con una seña y le susurró algo al oído. El hombre asintió y abandonó la habitación. Tras un breve momento volvió con el Morgenpost en la mano. Ossi cogió el periódico y lo colocó ante Stroh sobre el escritorio.
—Aquí tiene su periódico. Quizá es usted tan amable de leerme los titulares.
Stroh miró el periódico fijamente. Sacudió la cabeza.
—¿A qué se debe esta estupidez? ¿No puedes leer tu periódico tú mismo? ¿Hay por ahí una ley que dice que cada policía tendrá un lector?
—Lee —dijo Ossi.
—No —dijo Stroh.
—No sabes leer —dijo Ossi.
—No me tutees.
—No sabe usted leer, ¿verdad?
—Eso no te importa.
Ossi se levantó y abandonó la habitación. Fue a por café de la máquina del pasillo. Se colocó en la ventana y miró hacia fuera. Estaba convencido de que Stroh mentía. Pero, ¿era el asesino? Tenía que tomarse su tiempo para el interrogatorio. Stroh era estúpido, pero astuto. Ossi se terminó el café y volvió a la habitación. Lamentó no haber utilizado una sala de interrogatorios. Llevaría un tiempo antes de que desapareciera el pestazo.
—Quiero fumar —dijo Stroh cuando Ossi entró en la habitación.
—Quizá después —dijo Ossi—. Cuando hayamos terminado.
—Ya hemos terminado.
—Eso lo decido yo. —Se echó hacia atrás en el sillón—. Me ha mentido. Pretendió haber leído en el periódico acerca del... digamos... accidente, pero no sabe leer. Confiese que ha atropellado a la agente de policía. Así nos ahorramos problemas usted y nosotros.
—Quiero un abogado.
Ossi se levantó y le dio al hombre la guía telefónica de Hamburgo. Se sentó de nuevo y miró a Stroh. Éste se había quedado paralizado. Contemplaba la tapa de la guía telefónica. Se sorbió los mocos y se pasó el dorso de la mano por la nariz. Tosió.
—Vale, lo vi.
—¿Qué es lo que vio?
—Pues al Mercedes atropellar a la mujer.
—Ha mentido una vez y ya está empezando de nuevo.
—No, es verdad, lo vi.
—Usted conducía el coche que atropello a la mujer.
Stroh sacudió la cabeza.
—¿Dónde estaba usted cuando ocurrió?
—En Sydneystraβe, en algún punto de esa calle. Acababa de tomarme una cerveza con un colega, cuando el coche vino zumbando por la curva, las ruedas chirriaron, y entonces sonó el golpe. El coche derrapó y siguió adelante a toda velocidad.
—Miente, hemos encontrado huellas en el coche que son inequívocamente suyas. Tenemos que analizar aún los pelos, pero hay una huella dactilar suya en el volante.
Stroh miró incrédulo a Ossi.
—Quiero un abogado.
Ossi señaló la guía telefónica.
—Tiene usted derecho a un abogado, pero no a que yo le lea la guía telefónica. Si confiesa, le busco un buen abogado.
—Mientes —dijo Stroh—. Queréis colgarme a mí ese asunto. ¡Yo no tengo nada que ver con eso! —Prácticamente gritaba.
—¿Por qué mientes, entonces? —le gritó Ossi a Stroh—. Si no has sido tú, di la verdad.
—Si ya lo hago. —Stroh sonaba desesperado.
Ossi le hizo una señal al agente uniformado de la esquina.
—¡Lléveselo! —dijo.
El agente le puso las esposas a Stroh y salió de la habitación con él. Stroh se dio la vuelta en la puerta.
—¡No puede haber ninguna huella mía en ese coche!
Ossi se dio la vuelta. Cuando se cerró la puerta permaneció largo rato sentado a la mesa. Stroh estaba en las últimas y seguro que alguna que otra cosa habría hecho. Pero no tenía nada que ver con la muerte de Ulrike Kreimeier. Hubiera reaccionado de otro modo ante el truco de Ossi de las huellas dactilares. Bueno, al menos había un testigo del atropello. Stroh lo había visto todo, aunque era dudoso que su declaración sirviera de algo.
* * *
Stachelmann llamó por teléfono a sus padres. Se puso al teléfono su madre. Se sorprendió cuando dijo que tenía que hablar con su padre de su época de policía. Pero luego pareció reconocer que era algo inevitable.
—Esta noche nos iría bien —dijo ella con tristeza—. Aunque puedes venir cualquier día, los viejos lo único que hacemos es aburrirnos en casa.
Era cierto en el caso de los padres de Stachelmann, pero no era válido para todos los pensionistas y jubilados. A muchos les entraban las ganas de viajar con la edad. De camino a Reinbek Stachelmann reflexionó acerca de los mayores, un poco para distraerse de lo que le esperaba de forma inminente. ¿Qué habían hecho los pensionistas de hoy en día para merecer lo que recibían del estado? Los pensionistas de generaciones posteriores no tendrían tanto dinero como éstos. Cuando veía en los cafés o en los bancos del parque a algunos ancianos, tan delicados, a veces inspirando compasión, se preguntaba qué habrían hecho con anterioridad. ¿Qué habrían hecho durante la guerra? ¿Qué penitencia habían hecho por los crímenes de su generación? Stachelmann estaba seguro de que la mayor parte de los ancianos no se había planteado nunca esa pregunta.
Se sentaron frente a frente en el salón. Su padre le parecía un anciano. Estaba inclinado hacia delante, las manos sobre la mesa. Stachelmann pensó si en realidad había sido inteligente anunciarle a su padre el motivo de la visita. Pero si le hubiera sorprendido con sus preguntas, hubiera sido peor. Guardaron silencio.
—Tienes razón —dijo el padre luego—, tenemos que hablar de ello. Aunque sea tarde. La mayoría de nosotros puede morir sin que se les haya preguntado. Parece que yo no. Es el precio de llegar a una edad avanzada. —Sacudió la cabeza—. Muchos no callan simplemente por la vergüenza, sino porque temen que nadie los entienda.
—¿En qué sentido?
—Porque hoy todo es distinto. Porque nadie puede llegar a imaginar cómo eran las cosas entonces. Hay libros de historia y memorias de aquella época. Pero nada de lo que haya sido escrito puede reflejar el miedo que sentíamos, de nuestra propia gente, de los enemigos, y de las víctimas. Del fin, de la derrota, que no sentimos como una liberación, sino como lo que en verdad era, al menos temporalmente; el fin de toda esperanza. El hundimiento. No pasamos hambre hasta después de la derrota. Primero teníamos miedo y comida y después, a partir de mayo del 45, teníamos miedo y hambre. Hoy, cuando miramos atrás, ya sabemos que al hundimiento le siguió un rápido ascenso, al menos en la parte occidental. Pero entonces no lo hubiéramos creído si alguien nos lo hubiera predicho; los años 44 y 45 fueron los peores de toda mi vida. La derrota a la vista y, a diario, el miedo por tu vida. Y, simultáneamente, la seguridad de estar participando en algo que más tarde sería interpretado como un crimen.
—¿Fuiste empleado de correos y después policía? —preguntó Stachelmann—. No sabía que eso pudiera pasar.
—Estuve en las SA y ya en 1933 fui policía auxiliar, en el momento del incendio del Reichstag. Después se volvieron a acordar de mí y me llamaron para la policía.
—Así que fuiste nazi —dijo Stachelmann.
—Sí.
—¿También miembro del partido?
El padre asintió.
—Y después pasaste, como miembro de las SA, de correos a la policía. ¿Qué grado tenías en las SA?
—Era Oberscharführer.
—¿Y qué hacías como policía?
—En realidad nada de importancia. Vigilaba comandos que limpiaban después de caer las bombas y cosas parecidas. —Su voz casi carecía de tono.
—Eran prisioneros de los campos de concentración.
—Algunos procedían de los campos de concentración de Neuengamme, otros de la cárcel, sobre todo de Fuhlsbüttel.
—Y ahí estabas tú con tu fusil vigilando que no se fugara nadie.
—Yo llevaba una pistola; dirigía el equipo de vigilancia.
—¿Se fugó alguno?
—Sí, pero los volvimos a coger. Casi siempre intentaban esconderse en ruinas o sótanos. No nos acercábamos a las bombas que había que desactivar.
—Porque teníais miedo de volar por los aires.
—Sí. Había bombas con temporizador. O algunas que por el motivo que fuera no habían explotado y era fácil que explotaran. Eran peligrosas.
—Pero no lo suficientemente peligrosas para los prisioneros de los campos de concentración o los presos.
—Alguien tenía que hacerlo.
Su padre parecía impasible. Su mano izquierda temblaba ligeramente. Miraba como si estuviera ausente. Lo que decía poseía el tono de la necesidad; fuera lo que fuera lo que había hecho, había que hacerlo. Le recordaba a Stachelmann un poco a un funcionario que recitaba de memoria y alzando los hombros las normas, sabiendo que eran estúpidas, pero que era necesario seguirlas.
—Entonces volviste a atrapar a prisioneros de campos de concentración y presos.
—Sí, formaba parte de mis obligaciones. Las bombas tenían que ser desactivadas, o hubiera habido aún más muertos.
Stachelmann se echó atrás en su sillón. Observó el punto en el que la pared pasaba a convertirse en techo. No dijo nada. ¿Era inevitable implicarse? Su padre no era un asesino, sino más bien un hombre débil. Pero, ¿qué tenía que ver con las SA?
—¿Desde cuándo estabas en las SA?
—Desde el 32.
—¿Y en la noche de los cristales rotos también estuviste presente?
—Me lo ordenaron. Tenía que vigilar las tiendas alemanas.
—¿Los judíos no eran alemanes?
El padre lo miró enfadado, era la primera vez que mostraba alguna emoción durante la conversación. Levantó ligeramente la voz, sonaba airado.
—Hice exactamente lo que te he dicho.
Su voz se volvió monótona de nuevo.
—Entonces no se les consideraba alemanes. Se les retiró la nacionalidad...
—Pero eso fue más tarde, no en 1938 —objetó Stachelmann. Sintió avanzar el dolor por su espalda. Cambió de posición apoyando bien la espalda contra el respaldo. Sabía que el dolor se intensificaría. Su madre entró en el salón con los ojos húmedos.
—¿Queréis un té? —preguntó.
No recibió respuesta, pasó la mirada del uno al otro y volvió a marcharse. Probablemente se había quedado detrás de la puerta del pasillo, escuchando. ¿Por qué no entra?, se preguntaba Stachelmann. ¿No le interesa esto? Encontró una pastilla en el bolsillo pequeño de sus vaqueros, su reserva de emergencia, y la tragó. No necesitaba agua. Su padre siguió con la mirada su mano cuando se llevaba la pastilla a la boca.
—Eran tratados como extranjeros.
—Como enemigos —dijo Stachelmann—. Y más tarde sus bienes fueron nacionalizados, como bienes enemigos que eran.
—Con eso no tuve nada que ver.
—Es suficiente con que hayas atrapado a prisioneros fugados de campos de concentración. ¿A cuántos?
—Fugados de mi grupo quizá una docena. A ocho los recuperamos.
—¿Y qué pasaba con aquéllos que atrapabais?
—Teníamos que entregarlos a la policía.
—A la Gestapo.
—No, se los entregábamos a la policía, aunque probablemente ésta los llevaba a la Gestapo.
—¿Y por qué no dejabais que se escaparan?
—Entonces hubieran ido a por mí. Además, había que quitar las bombas. Era importante.
—¿Hubieran ido a por ti si hubieras afirmado que no habías podido atrapar a los prisioneros? No lo creo.
—Si no atrapas a ninguno, nadie vuelve a creerte nunca. Eso tú no lo entiendes. No te lo reprocho. Eran otros tiempos.
—¿No se te ocurrió nunca que estaba mal lo que hacías?
—No, eran órdenes. Eran tiempos de guerra.
—Guerra que Alemania inició.
—Que Hitler inició.
—¿Führer, ordena, que te seguimos?
—En caso contrario te montaban un juicio militar; te cortaban la cabeza.
—Quieres decir que si se vive bajo un gobierno criminal hay que seguir órdenes criminales.
—No pudimos elegir el gobierno. Lo que debíamos hacer lo decidía la ley. ¿Qué podía cambiar el hombre de a pie? Hasta el 39 todo fue bien. Piensa en los parados, piensa en Versalles. Hitler convirtió a Alemania de nuevo en lo que había sido: una gran nación. Así lo veíamos nosotros entonces. Y no sólo nosotros. Durante los Juegos Olímpicos no sólo los alemanes se entusiasmaron. Weimar había sido el hundimiento, el caos, la humillación; Hitler era la prosperidad y la evolución. Así lo veían todos por entonces.
—Menos los que habían tenido que huir o estaban en los campos de concentración.
—A esos no los comprendía nadie. Imagínate que hubieran gobernado los comunistas. Entonces hubieran ido muchos más a los campos para ser asesinados. Además, en el 33 los comunistas también se pasaron a los nazis. En mi división de SA había dos antiguos miembros del partido comunista.
—Y más tarde perseguías a prisioneros de los campos de concentración. ¿Qué clase de estrella tenían los prisioneros?
—Roja, creo. Eran prisioneros políticos. Comunistas, o socialistas; no lo tengo claro. Uno de ellos tenía un aspecto terrible, parecía un esqueleto; a ese de vez en cuando le pasaba un pedazo de mi pan. Estaba prohibido, pero parecía muerto de hambre.
Entró la madre. Llevaba una bandeja con una tetera, tres tazas, y un plato con galletas de chocolate.
—¿No queréis dejarlo ya? —preguntó—. De todos modos no va a cambiar nada.
—¿Y a ti no te parece extraño que papá no me haya contado hasta ahora lo que hizo en la época nazi?
Sonó más duro de lo que Stachelmann quería.
—Nunca preguntaste —dijo la madre—. Si hubieras preguntado, te lo habría contado antes. —Soltó la bandeja sobre la mesa. Repartió las tazas, colocó galletas en el centro, sirvió el té, y se sentó en el sofá—. ¿Te ha contado ya papá cómo advirtió a nuestros antiguos vecinos?
El padre negó con la mano.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Stachelmann.
—Poco antes de la noche de los cristales rotos. Papá se había enterado de que sus camaradas de las SA iban a hacerle una visita a su vecino. Le aconsejó al vecino que se marchara de viaje un par de días y eso fue lo que hizo. Estaba muy agradecido. Cuando lo enviaron al este, nos regaló esto. —Señaló un marco de fotos dorado en el que se veía la foto de un viaje anterior a Italia.
Stachelmann esperaba impaciente el efecto del analgésico. Tomó un sorbo de té.
—Y ya que estamos en ello, ¿de qué conocías a Holler?
—Holler era alguien importante en la Gestapo de Hamburgo. Creo que también participó en las deportaciones.
—¿Y después del 45 no le pasó nada?
—Nunca oí nada. Probablemente se había protegido. Habrá reunido suficientes certificados exculpatorios. Quizá algún juzgado lo acusara, pero pronto eso empezó a importar muy poco. En el club deportivo de la policía siempre fue de los primeros y siempre estaba de buen humor.
—¿Y cómo es que pertenecía al club deportivo de la policía, si ya no era policía?
—Eran viejos camaradas —dijo el padre—. Igual que yo. Volví a correos, pero seguí muchos años en el club deportivo de la policía.
—¿Y Holler hijo?
—No lo conozco. Pero, ¿por qué tendría que ver más que tú con todo aquello?
En el camino de vuelta Stachelmann intentó sentarse de modo que experimentara menos dolor. El analgésico apenas le había hecho efecto. Después de la salida de Reinfeld comenzó el atasco; los turistas del Mar Báltico, además de una importante obra. Había visto el atasco en el camino de ida, pero olvidado que quería abandonar la autopista en Reinfeld. Pulsó diferentes emisoras en la radio del coche, hasta que encontró música clásica: un concierto de órgano del barroco. Apagó el motor y colocó las manos detrás de la cabeza. Se estiró, pero no sirvió de nada. Todavía tenía presente la voz monótona de su padre. No sonaba a indiferencia, sino a obligación. Pertenecía a las incontables personas de su generación que implicados en ese gran asesinato que desde la aparición de una mala serie de televisión americana se llamaba holocausto. Es extraño, aprovechamos conceptos, sin imágenes de la víctimas, pensó Stachelmann. Ayuda a superarlo. Construyen un monumento al holocausto para que los americanos entiendan que los alemanes han aprendido algo, porque los americanos esperan poder seguir comprando Mercedes y Volkswagen. ¿Por qué no se habla de asesinato con los judíos? ¿Es que era un sacrificio por cremación?, que es la traducción de holocausto. ¿Un sacrificio? Hacía años que Stachelmann se sentía molesto tanto por la superficialidad o por la pretendida superación, disfrazadas ambas de solidaridad con las víctimas. Stachelmann no utilizaba nunca ese término.
Su padre había participado en el gran asesinato. La famosa ruedecilla sin la que no funciona ninguna maquinaria asesina. Había vigilado a prisioneros de los campos de concentración y capturado a los huidos. Era como un conductor de tren, parte de un proceso de producción a cuyo término salía el humo.
¿Cómo se habría comportado él mismo? ¿Habría tenido el valor de negarse a obedecer las órdenes? ¿Habría encontrado el camino para evitarlo?
Detrás de él sonó un claxon. El atasco había avanzado un par de metros, entre el Golf de Stachelmann y el viejo Ford Taunus delante de él se abría un hueco. Stachelmann arrancó el coche y avanzó un trecho. Apagó de nuevo el motor.
Nunca había tenido una relación demasiado estrecha con su padre.
* * *
Ossi jugaba con sus llaves. Entre las llaves, grandes y pequeñas, algunas con cabeza de plástico, colgaba un signo de acuario. Ossi tenía el auricular en el oído y esperaba. A través del teléfono sonaba cruelmente Bach. Entonces se puso Holler. Parecía enfadado.
—¿Sí?
—Sólo una breve pregunta. ¿Podría ser que se hubiera olvidado de alguien en su lista?
—¿Qué lista? Ah, se refiere a la lista de agentes inmobiliarios. No he hecho la lista y tampoco la he visto. Le preguntaré a mi secretaria. ¿Eso era todo?
—¿Ha comprado usted también la empresa del señor Enheim? ¿De Norbert Enheim?
Silencio.
—Sí, la compré. ¿No está en la lista?
—No —dijo Ossi—. Ese no estaba.
—Un descuido —dijo Holler.
—¿El único? —preguntó Ossi.
—Lo comprobaré. Si todavía falta alguien más, le informaré.
—¿Cuándo?
—Si en dos horas no han oído nada de mí, es que la lista estaba completa. Excepto en lo que respecta a Enheim naturalmente.
—Naturalmente —dijo Ossi. Disfrutaba habiendo pillado a Holler el intachable. Ossi colgó. Jugó con su signo de acuario. Después miró a la silla que tenía frente al escritorio y su buen humor desapareció. Allí se había sentado Ulrike durante más de dos años. Ahora había muerto y no encontraban a su asesino. Ossi consideraba un asesino a la persona que había atropellado a Ulrike porque no creía que se tratase de un accidente.
Consideró si debería abrir el cajón izquierdo de su escritorio. Allí guardaba una botella de Korn y caramelos de menta.
Cogió la guía de teléfono y buscó a Enheim. Tres nombres.
Tenía que abrir el cajón. Vio la botella y volvió a cerrar el cajón. Se echó hacia atrás. Después tiró del pomo del cajón, sacó la botella, la abrió y se tomó un trago. Cerró el tapón y volvió a poner la botella donde estaba. Se metió un caramelo de menta en la boca, tenía un sabor asqueroso combinado con el schnaps. Cuando Ulrike se sentaba frente a él no podía beber, porque intuía que ella lo sabía, aunque nunca le había dicho nada.
Llamó a los números que había encontrado. Ya el primero le dijo que antes había sido agente inmobiliario.
—¿Vendió usted su empresa a Maximilian Holler?
—Sí, en 1976 llegó ese cerdo y me arrebató la empresa. Ese es su método. Quiere ser el más grande, si puede ser, de todo el norte de Alemania.
—¿Por qué dice que se la arrebató? Creí que había vendido usted su empresa.
—También se puede llamar así. Pásese por aquí, esta misma tarde y le contaré una bonita historia. Después pensará de otro modo del santo ese.
Ossi se aseguró de que la dirección de Enheim en Ohlsdorf era correcta y se quedó sentado un rato después de colgar. La conversación con Enheim le aturdía. El hombre había parecido muy tranquilo, no un cascarrabias, quizá se convertiría en su primera pista interesante. Ossi se levantó y se dirigió al despacho de Taut.
—¿Nos vamos a comer algo? —le preguntó a su jefe.
Aquél gruñó algo, después se levantó. Fueron al puesto de comida rápida Bei Erna en Wesselyring. Mientras Ossi se comía una salchicha con curry y Taut una hamburguesa, el primero le informó acerca de sus llamadas a Holler y Enheim.
—Pues vete a echarle un vistazo a Enheim —dijo Taut con la boca llena—. Parece interesante. Ya es raro que no estuviera incluido en la lista. Y puedes llevarte a tu nueva compañera.
—¿Qué compañera?
—Se llama Carmen Hebel. No sé más.
—Da igual —dijo Ossi.
—Qué dices. No da igual, porque tienes que llevarte bien con ella los próximos años. Dicen que es buena, una de las mejores de la escuela de policía, y después sólo ha tenido elogios. Hace deporte, viene de Stade.
—Empollona. Se habrá caído de un guindo —dijo Ossi.
—En esta tierra también hay manzanos, y un buen agente de policía no se empeña en una única línea de investigación.
—Sabihondo.
—Después de comer os presento y os largáis a casa de Enheim en Ohlsdorf.
—A la orden —dijo Ossi y se colocó la mano derecha en la frente. Sabía que a Taut no le gustaban esas bromas, sólo fingían que todo continuaba como antes.
La nueva tenía el pelo negro y corto. Era bajita y parecía muy segura de sí misma; su apretón de manos fue muy fuerte. Todos dijeron lo acostumbrado. Mucho éxito y buena colaboración.
Ossi se marchó con Carmen Hebel a su despacho compartido.
—Así que éste era el sitio de la compañera muerta —dijo ella.
—De mi compañera asesinada —contestó Ossi.
Ella le miró brevemente, pero no contestó.
Él la puso brevemente al día sobre el caso Holler, aunque percibió de inmediato que ella se había informado sobre el asunto. Cuando le habló acerca de Enheim sus ojos estaban fijos en él. Ella le escuchaba atentamente, sus ojos eran negros y despiertos.
—Me puedes llamar Carmen —dijo ella entonces.
—Oskar. —Le tendió la mano.
—O sea, Ossi —dijo ella y le tomó la mano.
En el Passat oficial de Ossi condujeron hasta Ohlsdorf. Ossi se metió un cigarrillo en la boca.
—Por favor, no —dijo Carmen.
La miró sorprendido, levantó el paquete de tabaco hacia su boca y devolvió el cigarrillo al paquete.
—Serán tiempos difíciles —dijo Ossi.
—Tiempos sanos —contestó ella.
Enheim vivía en Jupiterweg, una pequeña calle con casas de ladrillo rojo de dos plantas. Aparcaron el coche delante del número 27. Había cuatro timbres, arriba a la derecha, en letras de imprenta ya empalidecidas y escritas a mano, ENHEIM. Ossi pulsó el timbre. Esperaron. Ossi volvió a apretar largamente el timbre. No ocurrió nada.
—Pero si teníamos una cita —murmuró él—. ¿Se habrá echado atrás?
Carmen pulsó los otros tres timbres, uno tras otro. El portero sonó dos veces, Ossi abrió la puerta. Una anciana de caderas anchas les salió tambaleante al encuentro en la planta baja. Los miró desconfiada. Carmen le colocó su carnet oficial debajo de la nariz.
—Policía —dijo la mujer, asustada.
—Queremos ver al señor Enheim —dijo Ossi.
—¿Ha hecho algo? —susurró la mujer.
—No —contestó Ossi—. Absolutamente nada.
—¿Entonces por qué me llaman a mí?
—El señor Enheim no nos abre.
Un hombre miraba hacia abajo desde la escalera. Ossi reconoció una muleta en el brazo izquierdo. El hombre era calvo y su cara carnosa. Las mejillas le colgaban pesadamente. Carmen subió las escaleras.
—Han llamado a mi puerta —dijo el hombre.
—Sí, queremos ir a casa del señor Enheim.
—¿Y entonces por qué me llaman a mí?
—Porque el señor Enheim no nos ha abierto.
El hombre sacudió la cabeza y volvió a su vivienda, que estaba enfrente de la de Enheim. Carmen llamó con fuerza con los nudillos. Ossi subió. Se miraron y él se encogió de hombros. Ella rebuscó en el bolsillo de su chaqueta. Cuando volvió a sacar la mano había en ella tres ganzúas.
—Quizá sirva alguna.
Colocó la más pequeña en la cerradura de seguridad. Resonó, crujió y se abrió la puerta. Fue tan rápido que Ossi se olvidó de protestar.
—Esto traerá problemas —dijo.
—Sólo si alguien se da cuenta o se va de la lengua —contestó ella y le sonrió.
—Parece que me han colado una compañera listilla.
—Deberías alegrarte —dijo ella.
Él se preguntó por qué.
Carmen entró en la vivienda.
—Señor Enheim, ¿está usted ahí?
No hubo respuesta. Ossi y Carmen se miraron y decidieron en silencio registrar la vivienda.
En el pasillo, una alfombra gastada, imitación de persa; en la pared una vieja cómoda, encima, el teléfono. Un grabado en cobre del puerto de Hamburgo. Olía a cerrado. Desde el pasillo salían tres puertas. Carmen abrió la puerta de la derecha, la cocina. Olía a grasa quemada, platos sucios dentro y al lado del fregadero, el grifo goteaba. Se asustó al surgir súbitamente un zumbido, el frigorífico. Carmen abandonó la cocina y sacudió la cabeza negativamente.
—Nada —susurró.
Ossi abrió la puerta a la izquierda del pasillo; el cuarto de baño. Un lavabo medio lleno de agua, el espejo sobre la encimera del lavabo estaba gastado en algunos puntos. La cortina de la ducha mostraba manchas pardas y negras. En dos de las esquinas descubrió una decoloración de color azul y negruzca; moho. Los azulejos de las paredes y del suelo le parecieron muy pequeños. De una barra colgaba una toalla con el borde deshilachado. El inodoro, que tenía la tapa levantada, era de color grisáceo. Abandonó el baño y sacudió la cabeza. Carmen señaló primero la puerta al final del pasillo, y luego a sí misma. Ossi se quedó parado en el pasillo mientras ella se dirigía a la puerta. Con cuidado accionó el picaporte. Abrió la puerta un poco y asomó la cabeza. Retrocedió, Ossi vio unos ojos desmesuradamente abiertos.
—Dios mío —dijo Carmen, después vomitó.
* * *
Stachelmann abrió los ojos con cautela. Un rayo de luz penetraba a través de una rendija en las cortinas. Vio el polvo girando a su alrededor. La luz le cegaba. Cerró los ojos y notó la parálisis. Se sintió como si no fuera él. Abrió los ojos de nuevo y se dio cuenta de que veía mal. Levantó el brazo; pesaba mucho y sólo le obedecía como a cámara lenta. Esto le solía pasar cada pocos meses. Cuando le atacaba, no podía ni pensar con claridad y encontraba trabada la movilidad de dedos, brazos y piernas. Las articulaciones parecían de goma. El dolor se difuminaba, al igual que su capacidad de percepción. Tardaría un par de días en volver a percibir algo con nitidez. Se sentía como una tortuga puesta de espaldas. La maldita incapacidad. Más tarde reuniría todas sus fuerzas, llamaría al Departamento y diría que tenía la gripe como la última vez.
Se levantó y se dirigió al salón. Se apoyó en la pared. El contestador automático tenía la lamparita encendida. Apretó el botón reproductor de mensajes.
—Hola, Josef, aquí Anne. No puedo acompañarte el lunes. Bohming está planeando una gran puesta en escena para el próximo congreso de historiadores y me ha rogado que le ayude. Lo siento. Quería decírtelo inmediatamente. ¿Comemos juntos una vez más antes de que te vayas a Berlín?
Su voz sonaba agotada.
Stachelmann se sentó en el sillón y se esforzó por entender lo ocurrido.
Después se dirigió a la cocina y se preparó cuidadosamente un té. Se comió una tostada con mermelada y se bebió un vaso de zumo de naranja. Cuando el té estuvo preparado se llevó un vaso al dormitorio y lo colocó sobre una caja al lado de la cama sobre la que tenía un libro con un barco de vela en la portada. Hornblower en las Indias Occidentales. Stachelmann se tumbó y cogió el libro. Intentó leer. Tras un solo párrafo abandonó la idea. No entendía nada de lo que se desdibujaba ante su vista. Cerró los ojos y pronto se durmió.
Cuando despertó necesitó algunos segundos para orientarse. Miró el reloj. Las tres de la tarde. Tenía que llamar urgentemente al Departamento. Se levantó y se dirigió al salón, sentía las rodillas como de goma. Cogió el teléfono inalámbrico y marcó el número de administración. Renate Breuer lo cogió al primer timbrazo. Stachelmann intentó hablar con voz firme.
—Tengo un virus, algo así como gripe. No creo que pueda ir esta semana.
—¡Pobre! Pero no se pierde ninguna clase, y después ya, las vacaciones. Se lo diré al señor catedrático. Que se mejore.
Stachelmann le dio las gracias y colgó. Llamó al hotel Haus Morgenland para cancelar la reserva de Anne. Después se llevó el teléfono al dormitorio y se acostó. Miró al techo. No estaba ni de buen ni de mal humor. Le daba igual que Anne no le acompañara. Todo lo sentía muy lejano. Así que Bohming, pensó. Se durmió.
* * *
Leopold Kohn abrió la puerta de la tienda de juguetes. Sonaron unas campanillas con estrépito. La tienda estaba vacía. Apareció un hombre bajito, gordo, el largo pelo rojizo recogido en una cola de caballo.
—Buenos días. Seguro que está buscando algo para su nieto.
—Sí, un coche teledirigido o algo parecido —Kohn sonrió.
—Acompáñeme— dijo el hombre. Condujo a Kohn a una habitación anexa.
—Somos especialistas en modelismo.
En la habitación se amontonaban cajas con coches, barcos y aviones. Distintos tamaños, distintos materiales, distintos precios.
—Quizá al pequeño le interese también un avión.
El hombre señaló hacia una esquina.
—No, tiene que ser un coche.
El vendedor encogió los hombros.
—Si no hay más remedio. —Parecía decepcionado.
—Voy a mirar un poco —dijo Kohn.
—Llámeme cuando haya encontrado algo o también si me necesita. Estoy ahí al lado.
Kohn contempló las cajas con los coches. Comparó las funciones y el alcance de los mandos a distancia. Se dirigió a la estancia principal a buscar al dependiente, que estaba sentado con un cuaderno abierto y anotaba algo. Cuando oyó a Kohn, alzó la mirada.
—¿No tiene usted mandos a distancia de mayor alcance?
—No, tendrían que ser por encargo.
—¿Y para los aviones?
—Son sólo para aviones. Además tienen un alcance limitado si hay obstáculos en el suelo. Si deja que un avión se mueva por el suelo su mando a distancia no tiene mayor alcance que el de un coche.
—¿Pero podría fabricarse un mando de mayor alcance?
—Todo puede fabricarse. Un emisor más potente lo encuentra usted en tiendas de electrónica o por catálogo, seguro que también por internet. ¿Pero para qué necesita su nieto algo así? Debe de ser un chico muy especial. ¿Cuántos años tiene?
—Doce. Es muy listo.
—Sí, sí, muy pronto te adelantan.
—Gracias de todos modos —dijo Kohn. Abandonó la tienda. Estaba enfadado, no debería haber mantenido aquella conversación. Posiblemente la recordaría después, y podría darle alguna pista a la policía. Hasta ahora Kohn no había cometido ningún fallo, éste era el primero. Por eso su enfado consigo mismo era mayor.
—Quizá dos años más —le había dicho el médico—, si no se pone en tratamiento. Para el cáncer de próstata hay terapias hoy en día que tienen bastantes posibilidades de éxito.
De eso hacía ya casi un año. ¿Cuánto tiempo aguantaré?, se preguntaba Kohn. Imaginaba cómo se extendía la metástasis a partir de la próstata por todo su cuerpo. Deseaba morir pronto, era mejor que seguir viviendo.